Capítulo XX: "Continuaré buscando"

Desmontó antes de que Luna se detuviera por completo. Uno de los mozos de cuadra salió a su encuentro y tomó las riendas de la potra zaina. El príncipe Karel cruzó el patio de armas y entró en la edificación de piedra.

Como un vendaval fue directo a su recámara seguido por uno de sus ayudantes que trataba de alcanzarlo.

— Alteza, ¿deseáis algo de comer, o tal vez un baño tibio? —inquirió su ayuda de cámara.

Karel se giró prestándole atención por primera vez desde que entró en el palacio.

—Sí, Esben, comeré algo ligero, frutas y leche estará bien. Decidle también a Drusila que prepare una de las habitaciones y un banquete para la cena, tendremos invitados. El baño lo tomaré después. Podéis retiraros y por favor, decid que nadie me moleste. ¡Ah!, y que venga Frey.

El joven esclavo se inclinó reverente y luego se marchó.

Después de que la puerta se cerró a sus espaldas, Karel la aseguró y se dirigió a la mesa al lado de la cama. Palpó bajo el cajón un resorte secreto y de inmediato se extendió un pequeño compartimento. El príncipe tomó la llave de bronce que contenía y con ella se situó frente a la pared norte, la cual se hallaba cubierta por un pesado tapiz que recreaba la imagen de uno de los míticos elegidos de Oria.

El joven príncipe se metió detrás del tapiz. Allí, en la pared de madera se hallaba camuflada una puerta que abrió con la llave que había tomado.

Frente a él apareció una extensa cámara. Karel hizo aparecer en su mano una luminaria que alumbró el interior donde se hallaban varios arcones de diferentes tamaños, además de una colección de espadas y otras armas dispuestas en estantes o dentro de urnas de cristal. Esa era la cámara que contenía su pequeña fortuna privada, proveniente casi por completo de la herencia de la familia de su madre.

El príncipe abrió el arca de mayor tamaño, repleto de sacks de oro y plata, joyas y otros raros tesoros como extrañas piedras que parecían gotas de sangre o lágrimas; bastones de madera de lo más común; látigos de cáñamo, y otro de una material maleable que parecía tomar la forma y el color de lo que lo rodeaba, como si fuera agua convertida en un material a medio camino entre el hielo y el líquido.

Tomó tres zurrones de cuero que colgaban de la pared y los llenó de sacks de oro y joyas. Cuando hubo completado la labor, salió de la habitación secreta con las grandes bolsas llenas.

Ese era el precio que debía pagar por Lysandro y su hermana.

Dejó los zurrones en un rincón y un instante después llamaron a la puerta.

—¡Hallvar! —Karel frunció el ceño cuando abrió y vio al edil en el umbral.

—Su Alteza, disculpad que os interrumpa, pero deseaba saber si tenéis algún encargo para mí. Venís de ver a Su Majestad, ¿no es cierto? Después del arresto de Vilborg, deseaba saber cómo debo proceder.

Karel se frotó la frente. Había olvidado todo lo relacionado con el asunto de las salinas y la decepción que se llevó con su padre. Ahora mismo Lysandro ocupaba todo su pensamiento.

—¿Podéis encargaros vos mientras encuentro a alguien?

—Precisamente, Alteza, puedo hacerlo y también puedo recomendaros una persona para el puesto.

—Ah, ¿Si?

El edil asintió. Al sentir pasos a sus espaldas se giró, se apartó del umbral a regañadientes para darle paso a Frey.

—¿Habéis enviado por mí, Alteza? —preguntó el sirviente con una reverencia.

—Asi es Frey —dijo Karel y señaló las bolsas de cuero en la esquina—. Disponed un carruaje, necesito llevar eso a Feriberg.

Frey asintió mientras los ojos del edil ardían de curiosidad.

—¿Viajáis de nuevo, Alteza? ¿Algún asunto oficial?

Karel dudó sobre qué responder. Si traería a Lysandro y a su hermana a vivir a Laungerd necesitaba inventar algo creíble que no levantara sospechas sobre el origen de los hermanos. La afición a prostitutas, y más si eran homosexuales, estaba condenada por los sacerdotes de Oria.

—Nada oficial. Me han solicitado que acoja bajo mi protección a un par de hermanos huérfanos, parientes distantes de mi madre. Iré a recogerlos. Ahora, si me disculpáis debo partir, hablaremos de las salinas a mi regreso, mientras tanto podéis encargaros vos.

Frey tomó las bolsas que hicieron un tintineo metálico al ser levantadas, el cual no pasó desapercibido al edil, quien se quedó mirando fijamente al sirviente y su cargamento.

Tal vez no debía confiar en Frey, pero no tenía nadie más en quien hacerlo. Era preferible el hombre de su madre que uno de los sirvientes de su palacio, a los cuales no terminaba de conocer del todo y en quienes no estaba seguro de si podía confiar.

El carruaje era mucho más lento que viajar a caballo, pero era necesario tanto para transportar el dinero como a los hermanos cuando los llevara a su palacio de regreso.

El traqueteo continuo los hacía bambolearse de un lado a otro, el cálido clima de verano los obligaba a mantener las cortinas de las ventanillas descorridas con la incomodidad de que el sol de mediodía se filtrara por ellas.

—Frey —se aventuró Karel—, me gustaría que no mencionéis este viaje a nadie, ni siquiera a mi madre. ¿Podéis hacer eso por mí? Os recompensaré bien si me juráis fidelidad y discreción.

El sirviente inclinó la cabeza como símbolo de sumisión.

—Mi voluntad os pertenece, Alteza, desde el mismo instante en que vuestra madre me encomendó serviros en lo que fuera menester.

Karel lo miró y reflexionó sobre sus palabras.

—Entiende que lo que os pido es guardar discreción, incluso con ella. No quiero que le habléis de este viaje. Quiero que de ahora en adelante me sirváis solo a mí.

—Sirvo solo a Su Alteza desde el instante en que os conocí.

Karel asintió satisfecho con la respuesta.

Un cuarto de vela después llegaron a Feriberg. Por la ventanilla comenzó a entrar humo, el carruaje se detuvo antes de arribar a su destino.

El príncipe se giró y abrió la ventanilla que daba al compartimento del cochero.

—¿Qué sucede? —preguntó.

—Hay un gran incendio delante, Su Alteza.

—¿Un incendio?

Karel abrió la portezuela y descendió del carruaje.

Frente a él se extendía una colina ardiente. Las llamas rojas se alzaban al cielo consumiendo lo que antes fuera el Dragón de fuego. El príncipe corrió hacia el incendio con los ojos desorbitados, pero antes de que pudiera llegar, Frey lo sujetó de la muñeca.

—Alteza, ¿qué hace?

—¡Él está allí! ¡Tenemos que apagarlo!

—No hay nada que pueda hacer, Alteza, el edificio está perdido.

Karel se soltó de su sirviente y giró en derredor. Cerca no había ni siquiera un pequeño arroyo que pudiera auxiliarlo. A un costado del edificio en llamas se hallaba una pequeña colina de tierra, al joven príncipe se le ocurrió una idea que requeriría de gran parte de su poder.

Primero dibujó en el aire la runa de Ahor. El símbolo mágico resplandeció de un color plateado muy brillante. Luego la giró hasta hacer un pequeño remolino con ella y arrojó la bola energética que se formó a la pequeña colina. Una vez tras otra repitió el procedimiento hasta que la loma se convirtió en un cúmulo de tierra suelta.

Entonces el sorcere dibujó una runa más complicada, la cual se extendió como miles de hilos en dirección a la pequeña montaña de y, similar a una gran red, tomó una extensa porción del terreno el cual levitó en el aire.

Frey, el cochero y las personas que se habían reunido para ver el terrible incendio lo miraban con la boca abierta.

El montón de tierra tembló en el aire a punto de regresar al suelo, sin embargo, en respuesta a un movimiento de los largos dedos de Karel, volvió a agarrar altura y voló directo al incendio. El hechicero juntó las palmas de sus manos y luego las separó con fuerza, a lo que la arena se esparció como lluvia sobre las llamas, las cuales disminuyeron su intensidad hasta apagarse casi por completo.

Karel se cubrió la boca y la nariz con el pañuelo que llevaba atado al cuello y caminó en dirección al edificio.

—¡Alteza, no entre! ¡Se derrumbará!

Karel no le prestó atención. Presa del miedo de que Lysandro pudiera estar allí, se abrió paso entre los escombros.

Adentro el calor y el humo eran sofocantes, todavía había sitios que ardían, hacia esos lugares dirigió la tierra.

—¡Lysandro! ¡Lysandro! —gritó desesperado mientras corría entre las mesas y las sillas a medio consumir por las llamas.

Corrió a las habitaciones de los esclavos y en el pasillo que les antecedía se encontró con varios cadáveres quemados.

Los cuerpos encogidos, negros y retorcidos yacían en el suelo como prueba de la tragedia. El joven se pasó las manos por el rostro, afligido.

Evitó mirarlos y se encaminó al pasillo que llevaban a las habitaciones.

Pero antes de poder ir, algo llamó su atención. Uno de los cuerpos tenía en sus manos un objeto que, a pesar de la chamusquina, en algunas partes brillaba. Era una cadena de plata.

Con un nudo en la garganta, el joven se acuclilló junto al cuerpo y tomó de las manos del cadáver el objeto, todavía caliente.

—¡No! ¡No! ¡No!

Era la cadena con el medallón de la flor de Lys que él le había regalado a Lysandro. Ofuscado volvió a mirar el cuerpo ennegrecido. ¡Ese no podía ser Lysandro! Trató de identificar alguna otra cosa en el cadáver, pero era imposible, el cuerpo estaba casi carbonizado.

Algunas paredes temblaron, el rumor del fuego volvió a emerger del interior del edificio, proveniente del ala de las habitaciones de los esclavos, justo a dónde él quería ir. Frey lo tomó por un brazo.

—¡Tenemos que salir de aquí, Alteza! ¡Esto va a caerse en cualquier momento!

Karel no deseaba abandonar el lugar, tenía la esperanza de que el esclavo se hallara en algún sitio entre los escombros.

— ¡No!

El príncipe enrumbó hacia las habitaciones, pero antes de que pudiera llegar a ellas, una lengua de fuego se extendió hacia él proveniente del interior y lo obligó a desandar algunos pasos. Levantó la mano y cuando iba a dibujar una runa, Frey de nuevo lo jaló del brazo.

— ¡Mi señor, el incendio cobra fuerza de nuevo! ¡No hay nada que hacer! Ni siquiera vuestra magia logrará apagarlo por completo.

Las llamaradas se extendían furiosas provenientes de distintos lugares, la cantidad de humo había aumentado así como el calor abrasador. Frey no aceptó una nueva negativa y corrió con el príncipe tomado de la mano hacia afuera del establecimiento, próximo a derrumbarse.

Cuando salieron al exterior, el aire refrescante y limpio los recibió. Atrás rugía el fuego que volvía a enseñorearse de todo. Karel miró en sus manos el medallón. No podía creerlo, no podía estar muerto. En el Dragón de fuego había muchos esclavos, tal vez Lysandro hubiera podido escapar, y que su medallón estuviera en manos de ese cadáver carbonizado no era más que una casualidad, se negaba a creer que ese cadáver fuera el de él, no podía estar muerto.

Giró hacia las personas alrededor.

—¿Dónde están los esclavos que vivían aquí?.

Muchos levantaron los hombros en señal de desconocimientos, otros dijeron lo que parecía evidente:

—¡Creo que unos pocos escaparon aunque la mayoría están muertos!

—¡Es una suerte que el sitio esté en llamas! —exclamó una mujer en edad madura—. No era más que perdición allí dentro. Escuché que había hombres que se acostaban con otros hombres.

—¡Es cierto! ¡Estos lugares son causa de que los dioses nos hayan dado la espalda y haya tanta hambre y guerra!

Una cuadrilla de guardias privados montando caballos llegó al sitio. Varios descendieron y tomaron palas que llevaban atadas a los caballos, el que parecía el líder dio las órdenes:

—¡Tú, tú y tú, apagad el incendio! —luego señaló al resto de ellos—. Nosotros buscaremos a los esclavos que hayan escapado.

Los tres guardias se marcharon por las adyacencias al trote.

Karel se dio la vuelta y caminó a paso veloz hacia el carruaje, desenganchó el caballo y montó. Frey fue hasta él antes de que saliera al galope.

—¡Quedaos aquí y estad atento si hay sobrevivientes o aparece algún esclavo! —El príncipe hundió los talones en los costados del caballo.

—¿A quién buscáis, Alteza?—preguntó el sirviente cuando ya Karel se alejaba.

—A Lysandro. ¡Su nombre es Lysandro!

Karel cabalgaba por las calles aledañas al Dragón de fuego sin éxito en la búsqueda. No solo no encontraba a Lysandro, sino a ningún otro esclavo perteneciente al local quemado. Pensó en la cuadrilla de soldados privados y la desazón lo invadió, si ellos encontraban antes a Lysandro... Tenía que apurarse.

Antes de adentrarse en medio de angostas callejuelas, el hechicero dejó su caballo amarrado en un abrevadero. Anduvo en medio de calles sucias y se encontró con varios pordioseros, pero ninguno era a quien buscaba. Se aventuró a entrar en algunas tabernas con la esperanza de que Lysandro hubiera buscado refugio en alguna, y también sus pesquisas fueron infructuosas.

Continuó por los alrededores buscando. En el estrecho espacio que había entre dos casas vio un bulto oscuro agazapado. Se acercó con las esperanzas renovadas.

Eran una chica y un chico muy jóvenes envueltos en una manta que al detallarla pudo ver, se encontraba chamuscada.

—No os haré daño. No temáis —. Ante sus palabras, los chicos se acurrucaron más— ¿Sois del Dragón de Fuego? Puedo ayudaros. Una cuadrilla de guardias los está buscando. Si os quedáis aquí os encontrarán.

La chica que parecía mayor, lo miró con los ojos muy abiertos. Luego, dudando giró hacia el otro muchacho quien asintió. Ambos jóvenes se levantaron y tal como pensó Karel, eran casi unos niños. El príncipe se apresuró a salir de las callejuelas en busca de su caballo con los chicos tras de sí.

Los tres montaron. El hechicero sintió que el niño que iba delante de él temblaba.

—¿Qué ocurrió? —se aventuró a preguntar.

—Hubo una pelea —empezó a decir la chica en voz baja—, un esclavo con el kona. Creí que Sluarg lo mataría.

—¿Qué esclavo?

—No sé su nombre, no tenía mucho tiempo allí.

—¿Lo viste? ¿Cómo era el esclavo?

La chica frunció el ceño esforzándose en recordar.

—Tenía el cabello negro y la piel blanca. ¡Ah! Y tenía un lunar cerca de un ojo. —Esas palabras fueron suficientes para que la mente del príncipe se ofuscara.

—¿Él lo mató, Sluarg lo mató?

—No. El esclavo mató al kona y los demás chicos al resto de los guardias, cuando me di cuenta el sitio se incendiaba. Alguien gritó que éramos libres, que escapáramos y eso hicimos mi hermano y yo. Señor, por favor, ¡no os devolváis a ese sitio!

El príncipe asintió.

—No. Nunca más volveréis allí, os lo prometo.—Karel tragó sintiendo la garganta seca— ¿Qué pasó con el esclavo que mató al kona? ¿Adónde huyó?

—No sé si huyó, señor.

—¿Qué queréis decir, pequeña?

—Mi hermano no salía, así que me quedé fuera, mirando con ansiedad a todos los que salían. Iriel fue el último en hacerlo, otro chico más grande lo sacó, pero no era el esclavo que asesinó al kona. Después que mi hermano salió nadie más lo hizo, porque la puerta se incendió. Nadie pudo haberla cruzado.

El príncipe se llevó la mano temblorosa al rostro, se negaba a aceptar lo que la chica le decía, Lysandro no podía estar muerto y ese cadáver carbonizado no era el suyo. Por un momento no supo qué hacer, se encontraba desorientado ante el giro que daba su vida.

—¿Señor? —preguntó la chica con cautela— ¿Os encontráis bien?

—Sí. Debemos irnos, no es seguro aquí.

Cuando volvió al carruaje con Frey, los guardias privados continuaban en su afan por controlar las impetuosas llamas. Karel seguía sin creer lo que sucedía.

—¿Ha habido noticias? ¿Han encontrado a algún esclavo? —preguntó señalando a los soldados mientras los chicos subían al carruaje.

Frey negó con la cabeza.

—Dos esclavas con quemaduras que encontraron en los alrededores. —Los ojos del sirviente se dirigieron al interior del carruaje—. Alteza, ¿son los esclavos que buscáis?

—No. Llévalos a Laungerd. Decidle a Idria que los acomode con el resto de los sirvientes.

—¿Qué haréis?

—Continuaré buscando.

El príncipe montó con agilidad, tomó las riendas y azuzó al caballo rumbo hacia el bosque, perdiéndose entre los árboles.


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