Capítulo XVI: Tierra del mal
Primera lunación del año 104 de la era de Lys. Illgarorg, reino de Vergsvert.
Llevó el índice y el pulgar al puente de su nariz, mientras cerraba los ojos, adoloridos después de leer tanto. Habría dado lo que fuera por estar con Lysandro y no allí, analizando la situación de las arcas de la región.
Pero era necesario. Ya después tendría tiempo con el muchacho y más cuando estaba decidido a comprarlo para darle su libertad. ¿Aceptaría Lysandro vivir con él?
La sola idea de pasar todos los días juntos, de amanecer a su lado, le hacía retumbar el corazón. Sin embargo, no podía entregarse todavía a la fantasía, antes tenía que cumplir con su deber.
—Todo este déficit, —Karel señaló uno de los cuadernos—, la falta de grano y de aceite, es por las guerras de unificación. Por fortuna ahora hay paz. Debemos idear un plan para reactivar las cosechas.
Hallvar, sentado frente a él en el amplio escritorio de madera, asintió. Dejó la pluma junto al tintero y lo miró.
—Su Alteza, para hacerlo deberéis solicitar recursos a Eldverg. Casi no hay esclavos, la mayoría han sido reclutados por el ejército. Tampoco hay semillas, deberemos importarlas desde Augsvert o Briön.
El príncipe se frotó los ojos y suspiró. Sí, en definitiva era la única solución si no quería que la región padeciera la hambruna que había vislumbrado la otra noche cuando viajaba al Dragón de fuego.
IlIgarorg, y muy seguro, todo Vergsvert, era una tierra empobrecida que vivía las consecuencias de más de veinte años de guerras. Las cosechas estaban paralizadas, la carne escaseaba y los pocos dueños de ganado llenaban cofres con cartas, quejándose de que los destacamentos de soldados de la región tomaban gran parte para abastecerse, a pesar de que no estaban en guerra.
Solo dos negocios parecían lucrativos: La venta de esclavos y los prostíbulos. Ambos generaban impuestos, que eran, prácticamente, los que sostenían la economía del reino.
Y aunque el mercado de esclavos no se asentaba en IlIgarorg, sino en Eldverg, eran las ganancias de este negocio las que subsanaban los gastos, de todas las provincias, pues de allí la capital enviaba el dinero para sufragarlos.
Los prostíbulos, en cambio, estaban esparcidos por el reino entero. No importaba que la homosexualidad estuviera prohibida, ni que el estar con prostitutas fuera mal visto y criticado por los sacerdotes de Oria, los establecimientos continuaban con su funcionamiento. No los cerraban porque generaban muchos impuestos.
Las salinas, que pertenecían al reino, no aportaban más que pérdidas. Karel deseaba cambiar eso, quería que pudieran dar el dinero que de ellas se esperaba y que su nación dejara de depender de la esclavitud para subsistir. Por eso se dispuso cuanto antes a comenzar su investigación sobre lo que realmente ocurría con la pérdida de los esclavos. Para ello, días atrás le había enviado una carta a su madre pidiéndole su consejo y sobre todo, le proporcionara alguien de su entera confianza para que lo ayudara en la región.
Habría preferido no comentarle nada a ella, no quería que pudiera interferir en su mandato, sobre todo sabiendo que ella anhelaba que él luchara por el trono, pero no le quedó más remedio.
Sin embargo, no había recibido respuesta. Tendría que pedirle ayuda al edil.
—Hallvar —empezó a hablar el príncipe, pero sus palabras fueron interrumpidas por Jora que entró y se inclinó a pocos pasos de la gran puerta de madera.
—Su Alteza, ha llegado un enviado de vuestra madre.
El edil miró a la esclava y luego a él, sorprendido.
—Hallvar, lo dejaremos hasta aquí. No quiero seguir robando el tiempo que debéis dedicar a vuestra familia. —En el rostro del edil era notoria la curiosidad que la visita le producía, aun así no manifestó nada ante la petición del príncipe. Se levantó en silencio, hizo una reverencia y salió de la habitación. Karel se dirigió a Jora después—: Hacedlo pasar y traed una jarra con vino de pera y dos copas.
En menos de lo que tarda en consumirse una brizna de paja al fuego, el visitante entró.
Era un hombre robusto, de mediana edad, con el cabello oscuro y la piel tostada, común en la nación. Ni su porte, vestimenta o fisonomía harían adivinar su procedencia o qué relación guardaba con su madre o qué servicios le prestaba, parecía un sujeto cualquiera.
El visitante hizo una reverencia.
— Su Alteza, soy Frey Visengard, me envía vuestra madre para asistiros en cuanto necesitéis.
—Frey. —Karel se paró frente a él—, ¿Conocéis Illgarorg?
El hombre asintió antes de contestar.
— Así es, mi señor. Nací aquí.
—¿Vivís aquí? —A su pregunta, volvió a asentir— ¿Cómo conocéis a mi madre?
Al príncipe le pareció ver vacilación en los ojos de Frey, una que duró un breve instante. Con voz firmé contestó la pregunta:
—Vuestra madre es una gran benefactora de la región. Varios aquí, gustosos, le serviríamos a ella o a sus descendientes.
El mandatario se sorprendió de la declaración de lealtad. Así que el hombre que ella enviaba era alguien del mismo pueblo, que al parecer ella ayudaba. Luego intentaría averiguar cuál era esa ayuda. Por ahora debía enfocarse en el asunto de las salinas.
Tomaron una ruta diferente a la de las salinas, la cual los llevó a los acantilados y a las cuevas en la costa en dónde le habían dicho Vilborg y Hallvard, ocurrían los sacrificios humanos.
Algunas nubes cubrían la, casi perfecta, superficie lunar y cuando eso ocurría la noche se hacía impenetrable. Karel encendió una luminaria de Lys, la esfera de luz plateada flotó, resplandeciente, frente a ellos y alumbró el camino mejor de lo que lo haría una tea encendida.
Los residuos de sal incrustados en la piedra negra y lisa brillaron al ser iluminados por la fulgurante esfera; el bramido de las olas rompiendo en la costa era todo lo que podían escuchar. Frey avanzaba con cuidado delante de él, señalando el sendero entre los acantilados.
En varias ocasiones la humedad del suelo los hizo resbalar. Habían explorado durante un cuarto de vela de Ormondú y todavía no hallaban nada extraño. En una de las cuevas encontraron una osamenta que al examinarla mejor resultó ser el esqueleto de un animal. No había rastros de magia negra, mucho menos de algún macabro asesinato.
—¿Qué buscamos exactamente, Su Alteza? —preguntó Frey mirando como él sacudía el polvo de la larga chaqueta negra después de examinar los huesecillos del animal.
—Hay rumores de que un morkenes está secuestrando esclavos para hacer hechizos prohibidos. Aparentemente, su guarida está por aquí, entre las cuevas y los acantilados.
Frey permaneció mirándolo en silencio. De hecho, eran pocas las palabras que había pronunciado desde que salieron de Laungerd, solo las necesarias para indicarle la ruta a seguir. El hombretón giró y sin decir nada caminó hacia la salida de la cueva.
—¿Y bien? ¿Hay más cuevas?
Frey asintió.
—De niño venía mucho por acá —le contestó su guía—. Mis amigos y yo solíamos escondernos entre los acantilados.
—Un juego peligroso si tenemos en cuenta que caerse equivale a romperse entre las piedras, abajo.
—Era mejor eso que lo que nos esperaba si nos encontraban. —El príncipe frunció el ceño ante la declaración. Cuando iba a preguntar de qué huían, el guía habló—: Algunas veces vimos cosas extrañas como fantasmas. Bueno, en realidad Illgarorg está lleno de esas cosas, y de draugres, por eso su nombre: Tierra del mal. Dicen que hace mucho tiempo cientos de personas inocentes murieron aquí, y que el dolor y la injusticia de sus muertes se quedó adherido a esta tierra. Así que no me extrañaría que algún morkenes viniera a alimentarse de eso. Eso dicen, ¿no, Su Señoría?, que esos hechiceros se nutren con el dolor y la rabia de los muertos.
Por un momento Karel no supo qué contestar. Frey no había hablado en todo el viaje y ahora que lo hacía lo dejaba sin palabras.
—Así es, la magia de Morkes precisa de la energía de los muertos y también de la sangre de los vivos y más todavía del savje de otras criaturas mágicas. —El príncipe reflexionó y luego preguntó—: Si siempre ha habido fantasmas y draugres en esta región, ¿también son frecuentes los morkenes? Nunca he escuchado que aquí haya más hechiceros oscuros que en otras zonas del continente.
Habían salido de la cueva y Frey guiaba por el borde del precipicio. Caminaban por un estrecho sendero que descendía hacia la playa, si es que había algo como eso abajo. Desde donde estaban lo único que Karel veía era las olas romper con fuerza contra el acantilado, dejando en el aire una nube salada. Sobre las negras aguas del horizonte a Karel le pareció ver algunas luces parpadeantes. Cuando iba a dirigir la luminaria hacia allá para ver mejor, Frey contestó:
—No que yo sepa. Tampoco había escuchado de ningún hechicero oscuro en Illagarorg hasta ahora, Su Alteza, ni siquiera uno de esos horribles brujos que dicen que hay en Vesalia. —El guía bajó la voz hasta convertirla en un susurro, luego señaló con la cabeza una oscura abertura en la pared, a unos pasos más adelante y casi sumergida en el agua—. En esa cueva dicen que habita un draugr. Tal vez Su Alteza encuentre allí al morkenes que busca.
—Esperad aquí. —El sorcere se adentró en la cueva y cuando lo hizo, la marea le mojó las botas y las piernas hasta un poco más abajo de las rodillas.
Desde el umbral se veía adentro un resplandor rojizo, así que decidió apagar la luminaria para no ponerse en evidencia.
Como un felino que caza a su presa, así entró, en completo silencio. En el interior ardía una hoguera y cerca de ella, encadenados por grilletes de cobre en sus cuellos, había una fila de unos cinco esclavos, todos varones. Sin hacer más ruido que el que provenía de su respiración, el príncipe se deslizó pegado a la pared.
No podía escuchar lo que hablaban los hombres que custodiaban a los esclavos, pero los hacían caminar todavía más adentro. Karel los siguió.
La cueva era amplia. La luz de las antorchas que los custodios portaban le permitió observar, a medias, restos de osamentas dispuestos de cualquier forma. También había comida podrida, moscas y algunos utensilios, pero por más que se esforzó no halló nada que pudiera corresponder a prácticas de magia negra.
Luego de varias briznas de paja al fuego, la fila de esclavos se detuvo. Una corriente fría y cargada de salitre le advirtió que se encontraban frente a otra salida que daba al mar.
—¡Vamos! —apremió uno de los hombres— ¡Apresuraos! ¡No quiero que el amanecer nos encuentre aquí! ¡Os esperan!
El otro hombre se acercó a los esclavos y comenzó a desatar las cadenas de sus cuellos, no así las que apresaban sus manos.
«¿Los arrojará al mar?» Se cuestionó Karel «¿Acaso es algún tipo de sacrificio para un monstruo marino?»
Uno de los esclavos rompió la fila e intentó escapar. De inmediato, el hombre que estaba al final dibujó en el aire una runa de combate que luego estalló golpeando al esclavo en la espalda.
¡Era un hechicero, los guardias eran hechiceros!
El príncipe desenvainó la espada y esta se cubrió de un brillo plateado.
—¡Deteneos! —gritó Karel, adelantándose con la espada en alto.
El sorcere esclavista también se puso en guardia y volvió a arrojar hacia él varias runas de combate, las cuales el príncipe esquivó con la hoja acerada de su arma.
—Vosotros, —Se dirigió Karel a los esclavos sin dejar de combatir—, ¡alejaos del borde!
Los dedos del príncipe dibujaron en el aire los símbolos de la runa de Erghion. Una larga serpiente plateada resplandeció y se estiró a manera de látigo. El esclavista intentó bloquearla, pero demasiado tarde. El áspid de energía se enrolló alrededor de su cuerpo, apresándolo y tumbándolo en el suelo.
Los esclavos en la fila se dispersaron, temerosos. El otro esclavista al ver a su compañero derrotado intentó huir, pero Karel se adelantó y le cerró el paso con la espada encendida en su poder espiritual.
—¡Deteneos, deteneos, por favor! —gritó el hombre arrojándose al suelo. —¡No soy un hechicero! ¡También soy un esclavo!
Desesperado y tumbado en el piso de piedra, extendió la mano y le mostró el dorso donde se veía la marca de la esclavitud y también otra, la que lo identificaba como un esclavo de las salinas. El príncipe frunció el ceño.
—¿Sois un esclavo de quién?
—Soy, soy, soy un kona de las salinas de Illgarorg.
—¿Un kona? —Karel giró a ver al sorcere en el suelo—. ¿Qué es esto? ¿De qué se trata esto? ¿Quién sois?
—¡No os diré nada!—A pesar de que estaba vencido, su actitud era desafiante, sus ojos lo miraban con desprecio.— ¡Deberéis preguntarle a Vilborg! ¡Yo no os diré nada!
Karel se enfureció, se acercó y apoyó la punta de la espada en su rostro.
—¿Sabéis quien soy? ¡Tengo el poder de mataros aquí mismo si es mi deseo!
—¡Si me matáis jamás sabréis qué hacemos aquí!
El príncipe apoyó con más fuerza la espada hasta que la sangre empezó a brotar de la mejilla.
—Da igual. Habéis dicho que no lo diréis. Os mataré y luego os arrojaré al mar.
Cuando levantó la espada para descargarla sobre su cuello, el hombre chilló.
—¡Esperad, Alteza!
Un dolor sordo se instaló en su nuca. De improviso, el protector de los esclavos le asestó con una gran roca en la parte trasera de su cabeza. Karel se tambaleó. El kona corrió a un lado suyo intentando huir, pero los esclavos le cerraron el paso. Entre todos lo apresaron y comenzaron a golpearlo.
Los esclavos, enardecidos, parecía que estaban dispuestos a matar al hombre.
—¡Basta! —gritó Karel—. No debéis matarlo. Os prometo que pagará sus culpas.
—¿Por qué tenemos que creeros? Sois igual a ellos. —Uno de los esclavos se adelantó al resto. Tenía la cara surcada por infinidad de cicatrices y al hablar sus ojos brillaron con odio.
—¡Os he rescatado!
—Eso está por verse. Seréis un sorcere, pero nosotros somos más.
El príncipe apretó las mandíbulas, lo que menos esperaba era tener que luchar con quienes había ido a salvar.
—No he venido a haceros daño. Quiero saber qué pensaban hacer con ustedes estos dos y que han estado haciendo con los esclavos que han desaparecido.
Un chico flaco y bajito se colocó al lado del esclavo iracundo. Agachó la cabeza antes de hablar.
—¡Iban a llevarnos en un bote hasta el barco!
—¿El barco? ¿Cuál barco?
—¡Su Alteza! ¿Estáis bien? —Frey entró en la cueva.
—Sí, Frey. Necesito que os hagáis cargo de los esclavos.
—¿Qué nos van a hacer? —gimoteó el muchacho flaco.
Karel debía sacarlos de allí, pero tal como estaba la situación, dudaba de que no se rebelaran en el camino contra Frey. No quería una tragedia.
—Os quedaréis aquí hasta que amanezca. Luego os llevaré de regreso a las salinas, Curaremos vuestras heridas, comeréis y beberéis y arreglaré vuestra situación.
—¿Nos mataréis? —Esta vez quien habló fue otro jovencito pálido que tenía el aspecto de que iba a desmayarse en cualquier momento.
—¡Claro que no! —Karel hubiera querido decirles que les daría la libertad, pero eso era algo que no podía hacer sin la autorización del rey. Suavizó el tono al hablar—: Os prometo que nada malo os pasará.
Frey sacó de su zurrón una cuerda de ethel y procedió con ella a amarrar al hechicero en el suelo. Con sus poderes contenidos por el ethel, ya no sería un peligro para Karel. Hizo lo mismo con el kona. El príncipe los tomó a ambos y junto a Frey salieron de la cueva. Esta la selló con una barrera y dejó a los esclavos adentro, así permanecería hasta que él volviera con más hombres y pudiera llevarlos a todos de regreso a las salinas.
Tomaron el camino hacia arriba en la escarpada montaña. Frey abría la marcha, los prisioneros caminaban en el centro y él detrás. Cuando estuvieron frente al mar, el príncipe volvió a notar las luces parpadeantes en el horizonte. Hizo una luminaria de Lys más grande que flotó sobre las aguas negras. En la distancia se veía la silueta de un barco.
—¿Qué es ese barco?—Insistió Karel con el hechicero.
—Ya os lo dije, Alteza. Debéis preguntarle a Vilborg —siseó el prisionero entre dientes.
Galopaba y el sol parecía saludarle de frente, se levantaba cubriendo la tierra de luz. Sin embargo, Karel no prestaba atención al espectáculo de cómo las sombras daban paso a un nuevo día, él no dejaba de pensar en los sucesos de la noche anterior.
Con los prisioneros a cuestas y con Frey como único refuerzo, llegó en medio de la noche a las barracas destinadas a la guardia de Illgarorg. Despertó al capitán y ordenó que una docena de soldados lo acompañaran a la casa del edil y luego a la de Vilborg. Tomó a ambos como prisioneros y estuvo casi toda la noche interrogándolos sobre qué era lo que hacían con los esclavos.
Hallvard lloró, suplicó y juró que no tenía nada que ver. El hombre estaba convencido de que la desaparición de los esclavos era obra de morkenes. Cuando Karel le explicó que ese no era el caso, que la piedra de Sýna —útil para detectar magia negra— no reaccionó al exponerla al hechicero esclavista, el hombre expresó sorpresa, que al príncipe le pareció genuina. Se convenció de que el edil no tenía nada que ver con aquella conspiración.
Pero Vilborg era otro asunto.
El príncipe hundió los talones en los costados de Luna. Aunque no había dormido, nada no tenía sueño. Probablemente, cabalgaría durante toda la mañana y con suerte llegaría a Eldverg para mediodía, tenía que hablar con su padre sobre lo sucedido.
La noche anterior él y los soldados allanaron la casa de Vilborg. A pesar de que el hombre dormía cuando irrumpieron en mitad de la madrugada en su morada, el administrador los recibió con tal calma que Karel tuvo la impresión de que los estaba esperando.
A diferencia del Edil, que se mostró asustado y prácticamente al borde del desmayo, el administrador de las salinas permaneció sereno durante todo el interrogatorio que le hicieron Karel y el capitán de su guardia.
Contestó sin vacilar cada una de las preguntas.
Sí, él sabía de la pérdida de los esclavos. Tenía tratos con los vesalenses a quienes se los vendía. No, nadie más en el gobierno estaba involucrado en el asunto, Hallvard no tenía nada que ver en ello.
Solo cuando Karel le preguntó por qué lo hacía, el administrador dudó un breve instante. Después, casi con descaro, le contestó que lo hacía por dinero. Los vesalenses pagaban bien. Él tomaba a los esclavos y los llevaba a la cueva en los acantilados. Aquella era ideal porque por la parte de atrás daba a un sitio donde la marea no era tan fuerte. Allí los embarcaba en un bote que los llevaba a un barco un poco más adentro. Tenía alrededor de tres lunaciones haciéndolo.
El descaro con que Vilborg contaba todo lo hizo enojar. Y no sabía que le daba más rabia, si la traición a su nación, pues a pesar de la paz, los vesalensen eran sus enemigos, o la sensación que tenía de que para él esos esclavos no eran diferentes a simples animales. Tuvo que contenerse para no azotarlo hasta dejarlo inconsciente.
Decidió que dar la noticia a su padre de lo que pasaba en Illgarorg ameritaba que lo hiciera en persona. Quería asegurarse de que el descarado administrador de las salinas recibiera su castigo.
No pudo ver a Lysandro esa noche, pero lo compensaría cuando resolviera todo el asunto de la pérdida de los esclavos. En ese momento más que nunca deseaba liberar al joven hoors de su cautiverio. Estaba decidido a comprarlo y otorgarle después su libertad.
Le preguntaría si quería vivir con él, en Illgarorg. Lejos de la corte de Eldverg tal vez pudieran pasar desapercibidos.
Sonrió al recordar el dulce sabor que tenían los labios del joven. El frío del amanecer azotaba su rostro, pero él creyó volver a sentir sobre su piel las caricias ardientes que Lysandro le prodigó la noche pasada. Volvió a verlo arrebatado por la pasión, jalándose el cabello, mordiéndose el puño para acallar sus gemidos. Deseaba con locura volver a estrecharlo en sus brazos y nunca más soltarlo. Que sus ojos de obsidiana jamás dejaran de verlo. Ahora que lo había poseído no creía ser capaz de tolerar que otro pudiera yacer con él.
—¡Arre!
Sucedió lo que tanto temió, lo que quiso evitar. Después de haber estado con Lysandro ya no le era posible volver atrás. Si por un momento dudó de si le gustaban o no los hombres, ya la duda no tenía cabida. No era solo que le gustaran los hombres, era que estaba fascinado por el joven esclavo. Se sentía capaz de adorarlo para siempre, de arriesgarlo todo por él, incluso su posición en el reino.
Sí, después de solucionar todo ese asunto, lo liberaría. Así tuviese que entregar cada una de las joyas de su herencia para comprarlo, lo haría y luego le propondría que se quedara a su lado.
***Hola a todos! ¿Cómo están? Ya sabemos por qué Karel no pudo ir con Lysandro, ha desenmascarado el asunto de la perdida de los esclavos, ahora planea comprar a Lysandro, ¿lo logrará?
Como siempre, si algo no entienden, no duden en preguntar. En este libro he decidido prescindir del glosario, un experimento para ver si todos los aspectos del Worldbuilding logran entenderse sin necesidad de explicarlo aparte. Nos leemos el viernes que viene, y ¡que las flores de Lys desciendan sobre vuestras cabezas!
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