Capitulo XV:"Que termine pronto"

Primera lunación del año 104 de la era de Lys. El Dragón de fuego, Feriberg, reino de Vergsvert.

—¿Y bien? ¿Por qué nos han mandado a llamar? —preguntó Lysandro tomando asiento en la mesa de madera, al lado de Hazel y frente a Nolan.

Fue Hazel quien contestó mientras enrollaba un mechón de su cabello castaño en el índice derecho.

—¿Por qué va a ser? Nueva mercancía.

—Mañana será la subasta —intervino Nolan con la mirada al frente, aguardando la entrada de los nuevos—. No te enteras de nada nunca, Lysandro. Protegido en tu pequeña casita, cuidando de tu hermanita.

El esclavo de cabello negro lo miró de soslayo, ya estaba acostumbrado al resentimiento en las palabras de sus compañeros por ser el único con una vivienda, así que no replicó al sarcasmo del comentario. En silencio llevó el rostro al frente, igual que todos, para esperar la aparición de los que serían subastados.

La gruesa humanidad de Sluarg fue la que entró primero.

—Bien chicos, como sabéis mañana La Señora dará una fiesta —empezó a hablar el kona—, para ello todos deberéis engalanaros de la mejor manera. Quienes no seáis solicitados os pasearéis por el salón, y atenderéis a los invitados. Mañana no todos los habituales clientes tendrán acceso al Dragón de fuego, solo un grupo seleccionado ha sido invitado por La Señora.

—Claro, los que tengan más oro para gastar —se burló Nolan en voz baja.

—Se llevará a cabo la subasta, pero no os desaniméis. Como bien sabéis, hay muchos clientes que prefieren la experiencia ante la novedad, así que todos tendréis la oportunidad de encantar y, dado el clima que reinará, podréis obtener jugosas propinas de acuerdo a vuestro desempeño. Así que esforzaos en ser seductores y complacientes.

—¡Mañana es el día! —dijo Hazel con ojos emocionados—. Siempre saco buenas propinas de las fiestas aunque no me subasten. He reunido una pequeña fortuna, pronto tendré lo suficiente para comprar mi contrato.

Nolan apuró el vaso de jugo que tenía frente a él.

—Suerte que tienen ustedes, los niños bonitos —dijo refiriéndose a Hazel y Lysandro, pero sin apartar la mirada oscura y resentida del kona—. Yo tengo que contentarme con los pobres, los que apenas tienen con qué pagar.

—Eso no es cierto —replicó Hazel mientras acariciaba el dorso de su mano—, eres muy guapo. Si te esforzaras más, como hago yo...

Nolan bufó y miró con una sonrisa amarga al joven esclavo.

—Tú lo disfrutas, ¿no es cierto? ¡Cada vez que uno de ellos te folla, lo disfrutas!

Lysandro contempló como la expresión ilusionada en el rostro de Hazel se hizo trizas para dar paso, en su lugar, a otra triste y confundida.

—No volvamos a lo mismo, por favor. Ya te he explicado, es la única manera de conseguir nuestra libertad.

—¿Nuestra?—volvió a bufar con rabia Nolan.

—No quiero irme sin ti, lo sabes —dijo casi en un susurro y con la mirada baja Hazel.

—No quieres irte sin mí. Al final lo harás. He escuchado que uno de esos ricachones va a comprarte. ¿Acaso no pensabas decírmelo?

La expresión de Hazel terminó de quebrarse.

—Por eso quiero poder comprar antes nuestro contrato.

—Me quedaré aquí, en esta mierda —dijo con rabia Nolan—, y tú te irás, feliz, a seguir siendo la puta de uno de ellos.

Lysandro llevó la mirada al frente, no quería seguir escuchando la pelea de sus compañeros. Las nuevas adquisiciones comenzaban a entrar. Algunos seguían siendo niños y otros todavía no dejaban atrás la adolescencia, pero todos lucían el miedo en los ojos. El esclavo se condolió de ellos.

Le fue imposible no acordarse de cuando él mismo y su hermana llegaron al Dragón de fuego. Por entonces tenía doce años y Cordelia seis. Dayanara, la madre de Gylltir, fue quien los recibió y los adoptó como si fueran sus propios hijos. La mujer lo consoló y alivió un poco el dolor que significaba, de pronto, perderlo todo para convertirse en nada.

Lysandro sabía lo que ella hacía, lo que todas las esclavas hacían en ese sitio, pero ingenuamente creyó que esa labor nunca recaería sobre él, después de todo, era solo un niño y en el momento en qué llegó le encargaron ayudar en la cocina.

Pensó que porque era hombre podría optar cuando creciera a ser uno de los guardias. Así que en su tiempo libre se esforzaba practicando con ramas a falta de espadas, rememorando el entrenamiento con su padre, con la absurda ilusión de que ese sería su destino allí.

Un día la Señora se paseó por los terrenos exteriores y lo vio con sus juegos de espadas imaginarias. Si él lo hubiese sabido, si se hubiera dado cuenta de que en la mente de ella él jamás sería un guardia. Que esa lucha fingida sería la cumbre de toda su desgracia.

Sluarg lo abordó y lo convenció de transformar aquellos pasos de guerra en un baile. Le prometió que ganaría dinero, que pronto podría comprar su contrato, el suyo y el de su hermana, cada vez más ciega, solo bailando.

Y él le creyó.

Lysandro cerró los ojos. No quería seguir contemplando los rostros sucios y asustados de la «nueva mercancía» y volvió a sus recuerdos.

Presentó su «gran baile» por primera vez en una de esas fiestas de subasta. Bailó con el alma, con toda la ilusión de la que un niño de catorce años es capaz. Pensó que ese día se abrirían para él las puertas de la libertad cuando el dinero comenzara a llegar en forma de propinas.

Los aplausos, volvió a escuchar dentro de su mente los aplausos.

Los rostros sonrientes cubiertos por máscaras, detrás de las cuales se escondían las miradas llenas de lascivia que nunca percibió.

No presenció su subasta.

Todavía estaba emocionado por lo que él consideraba su magnífica actuación, cuando Deyanara fue a buscarlo con los ojos llorosos. Fue ella quien preparó su alma y su cuerpo, quien le dijo la horrible verdad y quien lo alentó a ser fuerte por él mismo y por su hermana.

Cuando abrió los ojos los sintió húmedos. Los nuevos ya se habían ido al igual que sus compañeros. Solo él permanecía en el salón comedor. Llevó las manos al medallón en su cuello y los funestos recuerdos fueron suplantados por la imagen del hechicero.


Igual que la noche anterior, Karel no estuvo entre los espectadores. Lysandro no sé angustió, anteanoche había faltado y esa se convirtió en la mejor de toda su vida. No lo decepcionó y, de seguro, en ese momento tampoco lo haría.

Caminó dentro de su habitación y se dispuso a retirar el maquillaje de su rostro, tal como le gustaba al sorcere. También se quitó la gruesa gargantilla de bronce, pero cuando fue a colocarse la camisa sonrió con algo de picardía. Decidió dejar su torso descubierto.

Al recordar los eventos de la noche anterior, su corazón empezó a bombear con fuerza, la sangre en el cuerpo a correr, ardorosa. Cerró los ojos para tranquilizarse.

La noche anterior había sido la primera en la que sintió placer. Antes, a duras penas lograba tener una erección y cuando lo conseguía jamás la mantenía hasta el final.

Siempre creyó que estaba enfermo, que algo malo le ocurría a su cuerpo y más cuando escuchaba hablar a Nolan y Haziel, quienes decían que a veces disfrutaban con sus clientes. Él jamás lo había hecho, nunca había encontrado placentero que desconocidos lo tocaran o lo besaran.

Todo eso cambió la noche anterior. Pero es que Karel no era un extraño, era más como su amigo.

Volvió a acariciar la cadena y a vagar entre los recuerdos, cuando golpes a su puerta lo trajeron de regreso al mundo real. La criada anunció que tenía un cliente.

Lysandro tembló en expectación.

Las botas resonaron en el pasillo de la antecámara. El esclavo sonrió casi incapaz de contener la emoción que era encontrarse de nuevo con Karel.

Sus ojos negros recorrieron al cliente y la sangre ardiente de sus venas se transformó en hielo.

No era el sorcere.

Ante sí tenía a otro hombre. El antifaz azul oscuro ocultaba la mitad superior de sus rasgos y dejaba al descubierto una boca de labios gruesos curvada en una gran sonrisa, además de un mentón cuadrado tapizado por una barba castaña de varios días. El recién llegado era alto, atlético, bien vestido, y un desconocido.

El esclavo tuvo que sentarse en el borde de la cama para no caer cuando las piernas le fallaron.

—Así que tú eres quien bailó con la espada. —Lo recorrió, muy lento, con la mirada mientras hablaba—. Exactamente, ¿qué eres?

La extraña pregunta lo sacó de su aturdimiento. El hombre se acercó a él y le levantó el mentón para mirarlo a los ojos, luego volvió a hablar:

—Tu pecho es el de un hombre. —Un largo dedo, pálido y rugoso, se deslizó por su clavícula y descendió por el medio de sus pectorales. Ese mismo dedo ascendió y dibujó el contorno de su rostro hasta detenerse en el lunar en su pómulo izquierdo—, pero tu cara, estás facciones delicadas, me hacen dudar. Eres más hermoso que una chica.

Lysandro tragó cuando le acarició el labio inferior. Otra vez se sentía como cuando era un niño inexperto: con miedo. Habría dado lo que fuera por escapar de esa habitación. ¿Por qué Karel no había ido a verlo? ¿Había vuelto a Augsvert?

—Entonces, ¿me dirás qué eres? ¿O mejor lo compruebo yo mismo?

Se aclaró la garganta antes de contestar:

—Soy un hombre, Su Señoría. Si prefiere a alguna de las señoritas...

El cliente se carcajeó mientras apretaba sus mejillas.

—¿A una señorita? —preguntó en medio de la risa ¿Acaso no te he dicho que eres más hermoso que cualquiera de ellas? Has despertado mi curiosidad y más. Nunca he estado con un hombre. —Tomó la mano de Lysandro y la llevó a su entrepierna. Los dedos se crisparon al tocar el bulto caliente y duro—. Tampoco he estado tan excitado en mucho tiempo.

Sin dejar de apretar los costados de su rostro, lo llevó hacia atrás, hasta tenderlo de espaldas en el lecho mientras se subía sobre él. Lo miró a los ojos relamiéndose y entonces se quitó el antifaz.

Era un hombre todavía joven aunque mucho mayor que él. Tenía la piel tostada por el sol y las facciones duras y varoniles como si hubiesen sido talladas con cuchillo. El cabello lo usaba rapado a los lados y largo en el centro. «Un soldado» pensó Lysandro.

Y ya no pudo detallarlo más porque el hombre se tumbó encima de él y comenzó a besarlo en el cuello y el rostro mientras sus manos le recorrían los brazos y los costados del torso.

El joven intentó evitar que lo besara en la boca, sin embargo, no tuvo éxito. Su amante le apretó las mejillas para evitar que continuara evadiéndolo. Presionó los labios contra los suyos, y agresivo, se los separó para dar entrada a una lengua que se introdujo dispuesta a saquearlo, a no dejar un solo rincón sin recorrer.

Parecía que ese hombre deseaba devorarlo. Lo besaba y lo tocaba como si la vida se le fuera en ello y él no podía sentir ninguna otra cosa que no fuera asco. Le repugnaba su calor, las gotas de sudor que comenzaban a caerle sobre sí. Le desagradaba sentir su erección que se restregaba contra sus muslos y su pelvis.

Por más que quisiera evitarlo no pudo hacerlo. Estaba ahí para eso, para que los hombres se desahogaran con su cuerpo. Además, el cliente lo tenía inmovilizado con su peso. Resignado, Lysandro dejó de oponer resistencia y se abandonó a lo inevitable. Trató de pensar en el hechicero, pero cada vez que el otro succionaba su piel, mordía su hombro o le clavaba los dedos en los brazos regresaba a la realidad, a ese cuarto donde el desconocido lo bañaba con su aliento desesperado.

Era más difícil soportar estar con ese hombre ahora, teniendo tan presente los besos y caricias del hechicero, la calidez que había sentido la noche anterior. ¿Cómo iba a poder seguir haciendo lo que hacía ahora que conocía lo que era amar?

No estaba seguro de a quién dirigir sus plegarias, así que elevó una conjunta para todos los dioses, para aquel que estuviera dispuesto a escucharlo, a ayudarlo.

«Que termine pronto.»«

Cuando su cliente se arrodilló sobre su cara, con su virilidad erguida frente a su boca, supo que nadie lo había escuchado o no querían hacerlo.

Pasaron casi toda la noche follando, el hombre era incansable, como una de esas criaturas que decían que vivían en el desierto de hielo: una peliántula de muchas patas, y cada una de ellas lo había marcado, sus grandes tenazas le habían quitado trozos de piel, su boca se había posado sobre la suya y a través de besos buscaba succionarle el alma.

Varias veces estuvo a punto de caer rendido, bien por el dolor en su trasero o por el cansancio. Que no pudiera más a aquel hombre no le importó, él continuó inmerso en su placer, ajeno al delgado cuerpo que se agitaba debajo del suyo, y no por gozo.

Antes del alba por fin había parado. Lysandro, arrodillado frente a la tina dónde el cliente se hallaba sumergido, lo bañaba. El joven reprimió un quejido cuando, al moverse para tomar la pastilla de jabón, el dolor urente en su trasero se extendió hacía toda su humanidad. Respiró entrecortado varias veces hasta que amainó. Al extender el brazo para enjabonarlo, vio con rabia los moretones en su muñeca. Le habría gustado ahogarlo allí mismo. Tomarlo del cuello y afianzarse hasta sumergirlo. Ver sus brazos agitarse en convulsiones desesperadas mientras la superficie del agua se llenaba de burbujas. Lo habría hecho con tanto placer que se relamió los labios.

Pero en lugar de cumplir su fantasía, vaciaba el agua perfumada y tibia sobre la piel bronceada, quitándole la suciedad, mientras su propio cuerpo todavía se hallaba cubierto de semen y sudor. De pronto el dolor físico no fue tan molesto, casi lo sintió balsámico, un alivio ante la rabia y el asco que sentía.

—¿Cómo puedes tener manos tan suaves? —dijo el hombre en la bañera, trayéndolo de regreso a la realidad.

—Vuestra piel también es muy suave, Su Señoría.—le dijo entre dientes, mientras pasaba las manos por su cuello.

Quizá si el cliente hubiera visto su expresión habría sentido miedo, en lugar de eso se rio.

—Eres un adulador, los soldados no tenemos piel suave, sino cicatrices. —Le tomó por la muñeca y besó el interior de esta, dónde estaban las marcas que sus dedos le habían dejado—. He pagado una pequeña fortuna por estar contigo, había muchos aguardando por tener una noche entre tus piernas. —Lo jaló para que Lysandro se inclinara más y poder besarlo—, pero bien ha valido la pena cada sacks de oro, eres como una de esas bellas esculturas que adornan los templos de Oria. Es una lástima que deba partir, que sea un soldado y no pueda llevarte conmigo. He sentido hasta ganas de comprarte.

El esclavo abrió sus ojos, sorprendido ante la declaración. Si alguien lo compraba lo alejaría de su hermana. Prefería morir allí que separarse de ella.

El hombre rio con fuerza de nuevo, y lo soltó.

—¿Te gustaría? —le preguntó. Por fortuna no hizo falta que contestara—. Cada vez que esté en Feriberg vendré a verte.

Lysandro volvió a enjabonarle la espalda. Cerró los ojos y se acordó de Deyanara.

La madre de Gylltir se había enamorado del padre de su hija, un adinerado cliente que le prometió comprarla a ella y a la pequeña. A pesar de sus promesas, el hombre dejó de frecuentar el burdel. Fue inevitable que Lysandro compara aquella triste historia con la de él y Karel.

A pesar de lo evidente que era que el amante la había abandonado, ella nunca dejó de esperarlo.

Cuando Lysandro llegó al Dragón de fuego, ya Deyanara languidecía de tanto aguardar. Las mujeres se burlaban a sus espaldas por lo tonta que era al creer que ese hombre vendría por ella y por la niña.

Finalmente, Deyanara sucumbió a una enfermedad que no podía ser otra que la tristeza. El hombre nunca volvió, ni por ella ni por Gylltir.

El esclavo apretó la pastilla de jabón en la mano. Había sido un estúpido ingenuo al creer que Karel lo visitaría todas las noches, que sería el único con acceso a su cuerpo.

Se levantó y tomó la toalla. El cliente salió de la bañera y dejó que él la envolviera alrededor de su cuerpo atlético.

Karel no era su salvador. Nunca lo fue y a pesar de que luchó por no ilusionarse, terminó cayendo en la trampa, como le pasó a Deyanara, a Gylltir, como les pasaba a todos en ese maldito lugar.


***Pobre Lysandro, ¿por qué Karel no habrá ido a verlo? ¿Qué creen que le pasó?



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