Capitulo XIV: "Yo nunca..."

—Florecita, ¿estás listo? —El kona entró sin avisar.

Lysandro apartó el vaso con agua de sus labios, suspiró apesadumbrado y giró a verlo.

—Acabo de terminar mi presentación.

Sluarg se acercó a él, mirándolo de manera lasciva, lo acorraló contra la pared. Luego se presionó a su cuerpo, hundió la nariz gruesa en el blanco cuello y aspiró profundamente.

—Y, como siempre, ha sido ¡tan sugerente! —La mano del protector de esclavos acarició el costado de su cintura de arriba abajo varias veces mientras le besaba el hombro descubierto.

—¡Quítate de encima! —El esclavo lo empujó hasta que el otro se apartó.

—Te quieren afuera —le contestó el kona, saboreándose los labios y con el deseo llameando en los ojos—. Si no fuera porque ya tienes un cliente... ¡Ah! ¡Creo que vendré a visitarte antes del alba, cuando ese ricachón se haya ido!

—¿Afuera? ¿En los jardines? —El otro asintió. A Lysandro el hecho le pareció raro. Nunca salía de los contornos del Dragón de fuego. Lo más lejos que hubo llegado en los ocho años que llevaba siendo esclavo, era hasta su casa ubicada en la parte trasera de la edificación, y jamás ningún cliente lo había citado afuera. Aquello le causó desconfianza—. ¿Quién?

—¿Acaso eso importa? Estás aquí para complacer, no para preguntar. Luces delicioso así, sin camisa, pero han pedido que te vistas. ¡Ah!, y zapatos. Apresúrate.

Por un momento el joven pensó en negarse. A veces algunos clientes tenían ideas extrañas y peligrosas. Si bien era cierto que ninguno de ellos tenía la potestad de herirlos, también lo era que si pagaban lo suficiente la Señora lo consentiría. Después de todo estaba ahí para complacer, tal como había dicho Sluarg, ¿y qué era la vida de un esclavo comparada con un puñado de oro?

El hoors tomó del arcón una camisa blanca de lino y miró de soslayo al protector, este sonrió burlón.

—¿Qué pasa? ¿Tienes miedo? No dejaría que nada malo le pasara a mi favorito y más cuando tenemos una cita antes del alba. —Al terminar, soltó una carcajada—: Ahora vamos, no quiero que hagas esperar al cliente, niño.

Lysandro exhaló e hizo como Sluarg quería. Salieron afuera del edificio de piedra rojiza por la puerta principal. Se sentía extraño caminar en medio de aquellas estatuas de mujeres aladas que, a la luz de las antorchas, parecían querer darle un ominoso mensaje.

Continuaron hasta alcanzar uno de los costados y llegaron a un pequeño camino, casi oculto entre los árboles. La calzada terminaba frente a los altos muros que rodeaban al Dragón de fuego. Para sorpresa del esclavo allí había una pesada puerta de madera. El enorme cerrojo de hierro estaba descorrido y la hoja entreabierta. El muchacho volteó a ver al kona, quien lo contemplaba con una pequeña media sonrisa. Con la cabeza le indicó que entrara.

De nuevo sintió el imperioso deseo de negarse. ¿Qué le esperaba detrás de esa puerta? ¿Qué pasaría cuando la cerraran tras de sí? Tragó, no quería cruzar el umbral. Sluarg lo empujó y él avanzó a trompicones hasta caer de rodillas en el interior.

—Su señoría —dijo el kona a sus espaldas—, he aquí a Lysandro. Afuera estarán dos guardias y una criada por si se le ofrece algo.

Concluidas las palabras, tal como lo había temido, la pesada puerta de madera se cerró, dejándolo atrapado ahí, que no era otra cosa que un pequeño claro rodeado de arbustos florales. El joven se mordió el labio inferior con algo de temor. El lugar se encontraba poco iluminado: solo unas cuantas lámparas de aceite colocadas encima de altos postes de madera. El suelo en el que había caído estaba cubierto de grama perfectamente recortada.

Sin perder tiempo se levantó y dio una rápida mirada a su alrededor: en medio de dos árboles había un columpio, a unos pasos de él, un banco de piedra blanca y del otro lado, una mesa de madera con unos utensilios que en la poca luz no pudo distinguir lo que eran.

Con el corazón palpitando en la garganta, Lysandro giró a ambos lados buscando al que sería su cliente. Allí estaba en la penumbra del fondo del jardín, una figura vestida completamente de negro, de espaldas a él. Tenía el rostro vuelto hacia el cielo.

—Su señoría. —El esclavo, con algo de temor, se inclinó en reverencia y aguardó.

El miedo hacía que sus sentidos se mantuvieran alerta. El rumor de los pasos del cliente, amortiguados sobre la hierba, llegaban a sus oídos, se acercaba.

¿Por qué Karel no había ido a verlo? No estaba entre el público cuando bailó. O tal vez si fue. Quizá llegó después de finalizar su danza. A lo mejor estaba preguntando por él en el interior del edificio en ese mismo instante. Entonces le dirían que estaba ocupado. Suspiró en silencio.

Como le hubiera gustado que ese frente a él fuera el hechicero.

—Levántate. No es necesario que me saludes de esa manera.

De inmediato subió el rostro y sonrió al ver al cliente enmascarado.

El hombre llevaba un antifaz rojo, diferente al negro que solía usar, pero era imposible que Lysandro no reconociera sus labios curvados en una amplia sonrisa.

—Creí que no vendrías. —Sin querer dejó escapar el reclamo—. No te vi entre los espectadores mientras bailaba.

—Lo siento mucho, estuve acordando esta pequeña reunión. Fue difícil convencer al encargado de dejarte salir.

—Seguramente piensa que podría escapar —explicó el joven mientras llevaba un mechón de cabello negro detrás de la oreja.

Karel miró en derredor.

—Los muros son altos, lisos y sin salientes, sería difícil lograrlo.

Lysandro lo observó. Sería difícil para él que no era un hechicero. Karel, en cambio, no tendría ningún problema. Lo cierto era que, aunque no existieran los muros que los rodeaban, él no podría escapar del Dragón de fuego aunque quisiera; no cuando su hermana, casi ciega, no podría huir con él; no cuando ella necesitaba costosas medicinas que de otra forma no conseguiría costear. Las precauciones de Sluarg para evitar que escapara eran innecesarias. Ojalá él fuera un sorcere, entonces su destino no sería el actual.

—¿Por qué has querido traerme aquí?

—Disculpa los inconvenientes. No es mi intención incomodarte.

—No me incomodas. Es que... como siempre, me sorprendes.

—¿No estás molesto? —Ante la pregunta de Karel, Lysandro esbozó una pequeña sonrisa y negó. ¿Cómo podía molestarse cuando tenía tan pocas ocasiones de salir, de contemplar un sitio tan bonito como ese?—. Me alegra que no lo estés. ¿Recuerdas que te dije que quería practicar contigo con espadas? Bien. Pues, por eso no he podido ir a verte bailar, convencía a tu protector para que me permitiera traer estas.

El hechicero se acercó a la mesa junto al lado columpio y levantó dos espadas de madera de varios palmos de largo.

—¿Practicarías conmigo? —le preguntó con una gran sonrisa.

Lysandro parpadeó ¿Realmente él quería que practicaran?

—Haré lo que quieras que haga, pero...

—No lo que yo quiera que hagas —lo interrumpió Karel—, lo que tú quieras. Si no es tu deseo, podemos sentarnos y conversar o hacer cualquier otra cosa que te apetezca. O... Si prefieres estar solo, podría irme.

De nuevo aquella deferencia hacia su persona. Esos ojos, cuyo calor le llegaba hasta el pecho, lo miraban, anhelantes. Lysandro asintió y tomó la espada de sus manos.

—No quiero que te vayas. Practicaré contigo.

Estaba seguro de que el hechicero se decepcionaría en lo que comenzara a usarla. Había escuchado que los sorceres augsverianos se formaban en un magnífico palacio y que su técnica de espada era espléndida. Él solo tenía los lejanos recuerdos del entrenamiento que solía realizar con su padre, cuando este todavía vivía; los movimientos que se había empecinado en mantener vivos a pesar del tiempo. Aun así, no quería negarse a ese joven que lo trataba con tanta amabilidad.

El hechicero se quitó el antifaz revelando sus facciones atractivas. Luego se inclinó frente a él para saludarlo antes de dar inicio al combate.

La amplia sonrisa en el rostro broncíneo del sorcere lo relajó, Lysandro también sonrió un tanto alegre. Estaba bien, él no era un guerrero, no tenía por qué aparentar que lo era, solo debía divertirse, como lo hacía cada noche con sus visitas. Tomó un cordón que llevaba atado en la muñeca y con ella se amarró el cabello en un moño alto. Agarró la otra espada y también, luego de hacer la debida reverencia, se puso en guardia.

El primero en atacar fue Karel. Con la espada en ristre se movió hacia adelante, llevando la hoja de madera en un arco que buscaba asestarle en el pecho, el joven esclavo se desplazó hacia un costado evitando el toque. Adelantó el pie derecho y su torso, ahora para atacar él.

El hechicero giró justo a tiempo de bloquear el arma y sonrió complacido.

—Tienes una excelente postura defensiva —le dijo mientras avanzaba arremetiendo, sin darle descanso.

Lysandro apenas si podía llevarle el paso. Tenía muchos años sin enfrentarse con una espada a otra persona, hacerlo en ese momento le traía recuerdos de otra vida muy lejana. En su mente volvía a escuchar la voz de su padre que le decía que jamás descuidara la guardia, que no subiera la espada porque entonces expondría el torso.

—Eres bastante benevolente, casi no puedo defenderme de ti —le dijo con el aliento entrecortado.

—Pues yo veo que lo haces muy bien.

Y dicho eso, Karel giró a la derecha, manteniendo la espada horizontal a la altura de sus ojos y entonces la dirigió hacia adelante junto con el peso de su cuerpo. Lysandro, de inmediato, bloqueó el ataque uniendo su hoja de madera con la de su oponente. La fuerza de Karel, más fornido, era mayor que la de él, que empezaba a tener problemas para continuar deteniendo el avance. Desplazó su cuerpo hacia adelante y su rostro quedó muy cerca del hechicero, tanto que podía sentir sobre su boca, el aliento de él, escapar de los labios entreabiertos. Los ojos olivas lo miraban sin parpadear. Lysandro aprovechó y lo empujó hacia atrás, entonces atacó.

El esclavo llevó su hoja en oblicuo de abajo hacia arriba, pero Karel la bloqueó con la suya. El sorcere respiraba fuerte. A pesar de la escasa luz de las antorchas, el esclavo podía ver sus mejillas sonrojadas y el sudor que empezaba a perlarle la piel. Era una imagen que se le antojó turbadora. Tragó, se sentía tanto inquieto como desconcertado. Su corazón latía como un tambor y estaba seguro de que no era por el ejercicio del entrenamiento que llevaban a cabo.

—¡Es un buen ataque, sin duda! —exclamó Karel—. ¿Qué pasa? ¿Tan rápido te cansas?

Y arremetió otra vez, en esa ocasión más potente. Karel avanzó sin darle tregua, ni dejar de mover la espada hacia adelante, Lysandro solo podía retroceder y esquivar. Hasta que su espalda chocó contra la pared.

Antes de que el hechicero pudiera dar el último golpe, Lysandro se movió a un lado y escapó de su espada. Lo hizo muy rápido, tanto que el sorcere no pudo evitar cuando Lysandro lo tomó por la cintura con una mano y lo empujó contra la pared; con la otra deslizó la espada contra su cuello. De estar casi acorralado pasó a acorralar.

La respiración de ambos era acelerada. Karel lo miró de soslayo, aguardando casi sin moverse, como si de verdad la espada que lo amenazaba pudiera hacerle daño, como si temiera. Lysandro bajó la vista hasta sus labios entreabiertos, entonces él también sintió miedo.

—¿Qué harás? —le preguntó el hechicero con voz ronca—. Estoy a tu merced.

El esclavo no contestaba, tenía la vista fija en los labios húmedos. Jamás había sentido el deseo de hundirse en otra boca. Era como estar al borde de un abismo, oscuro, tenebroso, pero magnético. Quería arrojarse a él, que lo incognoscible se lo tragara.

Karel no le dio oportunidad de decidir si saltar o no. Se dio la vuelta y se unió a su boca como un desesperado. Finalmente, Lysandro caía y la sensación era embriagadora.

La respiración de ambos se aceleró todavía más, parecía que habían estado sedientos por mucho tiempo y aunque se buscaban y se encontraban, no hallaban la saciedad.

Sin dejar de besarlo, las manos del hechicero le desataron la lazada en el cuello de la camisa y la deslizó por encima de su cabeza. Así el torso, delgado y pálido, quedó a disposición de su boca. Karel lo recostó contra el muro. A medida que la lengua o las manos se paseaban por su piel desataban escalofríos que le erizaban cada vello. Pronto se encontró hundiendo los dedos en la sedosa mata de pelo de Karel, jadeando y resollando en respuesta a sus besos.

En un momento de lucidez, Lysandro se desconoció a sí mismo. ¿Cómo era posible que sintiera arder, de esa forma, la sangre en sus venas? ¿Que deseara tanto ser acariciado y besado por él? ¿Que estuviera excitado?

Muchas manos lo habían tocado antes y solo le habían traído asco, vergüenza y rabia. Pero ahora todo era diferente.

Por una vez, por una sola vez en su vida deseó poder disfrutar, olvidar todas las veces anteriores, el fango, el odio, la desesperación.

Echó la cabeza hacia atrás y expuso el cuello, Karel deslizó la lengua, húmeda y cálida por él, lo llenó de besos y pequeños mordiscos tiernos.

Cuando se pegó más, pudo sentir contra su pelvis la ardiente excitación del hechicero, y en su oído los suspiros de placer que el roce ocasionaba. Movió las caderas para frotarse contra él y Karel gruñó en respuesta, las manos le aferraron los hombros como garras. El sorcere volvió a besarlo, torpe y desesperado.

Lysandro empezó a desabotonar la chaqueta negra, quería tocar el pecho tapizado por la piel de bronce. Cuando lo tuvo a su disposición no solo pasó sus manos, sino también su boca. En los ocho años que tenía dándole placer a otros, había aprendido cómo besar y acariciar, qué les gustaba a los hombres. Pero en ese momento el pensamiento se le hizo odioso. Él no quería darle al hechicero lo que le había dado a muchos, no quería besarlo o tocarlo como hacía con todos, porque lo que sentía con él no lo había sentido antes. Lysandro quería que esa fuera una primera vez para él.

Cerró los ojos y se dejó llevar por el deseo que sentía y no por caricias y besos premeditados. No quería recordar, ni pensar en todos los anteriores. Bloqueó su mente. Era solo el ahora, él y Karel, conociéndose por primera vez.

Lo despojó de la chaqueta y la camisa. La piel debajo era mucho más tersa que la seda de su ropa. Pasó la mano por el amplio pecho broncíneo en una caricia trémula y se encontró con una cadena de plata de la cual pendía un medallón del mismo metal.

Los músculos se tensaron ante su toque, el hechicero lo miraba sin pestañear. Llevó los dedos al pantalón y lo desató. La prenda cayó al suelo. Ahora lo tenía desnudo frente a él, espléndido y entregado, mirándolo devoto. No se contuvo y volvió a besarlo con una pasión que creyó, jamás sentiría.

—Estás temblando —le susurró Lysandro contra su boca.

Karel trago antes de contestar

—Yo nunca...

El esclavo frunció el ceño y lo miró a los ojos en un intento por comprender.

—¿Nunca has estado con otro hombre?

Karel negó. En ese momento le pareció tan desamparado, se llenó de ternura y le acarició la mejilla.

—Entiendo, debes estar acostumbrado a las mujeres.

Karel negó de nuevo, tembló todavía más.

—Yo no, tampoco...

—¿Tampoco has estado con una mujer? —Lysandro estaba sorprendido. Jadeó y se separó un poco de él. De pronto se sintió infinitamente sucio e indigno—. Si no quieres... yo, yo lo entiendo.

—¡No! —le suplicó el hechicero. Lo tomó de las caderas y volvió a acercarlo a él—. Por favor no te alejes. Yo he deseado esto desde el primer instante en que te vi. Eres tan hermoso, tan dulce, gentil, tan fuerte. Yo quiero complacerte, pero tengo miedo de no saber hacerlo.

Lysandro sentía las lágrimas a punto de desbordarse, parpadeó para contener el llanto, aún así una de ellas escapó. La gota corrió por la mejilla pálida hasta que el dedo del otro la barrió de su piel. Alarmado, Karel tomó los costados de su rostro y le habló:

—¡Estás llorando! ¿Por qué estás llorando? No quiero obligarte. No tienes que hacer esto.

El hechicero lo soltó y se agachó; tomó el pantalón y lo subió de nuevo para cubrirse. Cuando anudaba el cordón, el joven esclavo reaccionó. Se abrazó de su cuello y lo besó en la mejilla, al oído le murmuró.

—Yo te deseo, te deseo mucho —y volvió a besarlo desde la mejilla hasta el cuello y de allí a la boca.

Karel lo abrazó por la cintura y lo pegó contra su cuerpo. De nuevo sus manos trémulas volvieron a acariciarle la espalda sudorosa.

El pensamiento de que era indigno volvió a asaltarle. El esclavo cerró los ojos con fuerza, tratando de apartar de su mente los recuerdos vergonzosos que amenazaban con enturbiar el momento.

—Yo te guiaré —le dijo y con delicadeza volvió a quitarle el pantalón.

El joven esclavo dirigió los ojos a la mesita de madera a unos pies de distancia de ellos. Tal como lo pensó, además de vino, frutas y queso, allí estaba el pequeño frasco con el aceite.

—Aguarda —le dijo y fue a tomar la botella.

Mientras la abría, sentía la intensa mirada de Karel fija en él. Al voltearse, la imagen de su amante lo sobrecogió: su cuerpo atlético temblaba; tenía el cabello oscuro suelto y la humedad hacía que algunas hebras se pegaran de su frente. Lysandro se sorprendió de sentir tanto deseo.

El joven esclavo se arrodilló frente a él, vació un poco del contenido del frasco en sus manos y comenzó a untarlo a lo largo de su miembro erecto. Ante el contacto, Karel dejó escapar un gemido alto. Lysandro se mordió el labio y continuó con la labor de masajearlo hasta que el hechicero enterró los dedos en su hombro derecho con la respiración desacompasada.

—¡Basta!

El esclavo se sorprendió por la petición. ¿Acaso no quería? Lo miró a los ojos, a pesar de encontrar que estos refulgían intensamente, con el deseo llameando en ellos, Karel lo mantenía sujeto del hombro, apartándolo de sí. Lysandro no pudo evitar entristecerse.

—¿Qué sucede?—preguntó el esclavo.

—Aguarda.

El hechicero levantó su mano izquierda y esta se encendió con su poder espiritual. Hizo unos movimientos rápidos y de pronto en el suelo tras de él se formó una especie de alfombra hecha de pura energía plateada, como si la luz se hubiese derramado y formara un pequeño charco en el suelo.

—Tiéndete, por favor —le pidió con voz ronca mientras desataba el cordón en su pelo, sin dejar de mirarlo ni de temblar.

Lysandro obedeció. Para su sorpresa, la superficie era blanda y cálida, igual a mullidas mantas. Se acostó de espaldas y el cabello negro se esparció, cuál halo, alrededor de su cabeza.

Antes de que Karel pudiera posicionarse entre sus piernas, el esclavo tomó de nuevo el frasco y vertió aceite en sus dedos, pero esta vez los llevó a su entrada. Cuando levantó los ojos se encontró con la mirada encendida del hechicero, fija en lo que hacía. Tenía las mejillas enrojecidas, los ojos vidriosos, los labios resecos. La visión inflamó todavía más el deseo. Continuó frotándose y dilatándose a sí mismo, encontrando por primera vez placer en ello y más aún en ser contemplado por él.

Karel resolló igual a como lo haría un animal salvaje. Se inclinó sobre él y la cadena de plata que colgaba de su pecho quedó a la altura de su rostro. Lo tomó de las muñecas, apartó las manos de su entrepierna y llevó ambas a cada lado de su cabeza. Sin esperar mucho apuntó y se deslizó adentro.

Ambos emitieron sonidos altos, Karel de placer, Lysandro de sorpresa.

El hechicero se quedó quieto, sin atreverse a mover, como un niño que ha descubierto un tesoro sorprendente, pero que teme que al menor movimiento este desaparezca. Otra vez el joven esclavo se encontró enternecido con la vista. Fue él quien empezó a moverse bajo su cuerpo.

Karel comenzó a jadear. Su cabello castaño le hacía cosquillas en las mejillas cuando entre gemidos le susurró al oído.

—Tengo miedo, no quiero lastimarte.

—No hay por qué temer —lo alentó Lysandro, acariciando un costado de su cara—. Hazlo, no me harás daño.

El joven esclavo cerró los ojos y de inmediato sintió como aquella vara, dura y gruesa, se deslizaba adentro y afuera de su interior. El sorcere desencadenaba en su cuerpo sensaciones jamás imaginadas, chocaba con lugares desconocidos cuyo solo roce le hacía ver las estrellas y lo estremecía de exquisito gozo.

En menos de lo que tarda en consumirse al fuego una brizna de paja, ambos empezaron a gemir, jadear, suspirar. Sus bocas se encontraban, las lenguas se entrelazaban ansiosas. El aliento faltaba. Miles de luciérnagas flotaban en el aire, danzaban alrededor en una explosión de brillante luz blanca. El esclavo ascendía en una cima de placer, cada vez más arriba, cada vez más al borde.

El hechicero le respondió con un ardiente beso y bombeó una vez más adentro de sus entrañas, tocando en ese punto de su interior que lo hacía alucinar. Lysandro jaló su cabello con fuerza, se llevó el puño a la boca y lo mordió. El placer era demasiado, no encontraba una manera de sosegar su cuerpo que ardía a punto de consumirse. Curvó su espalda y echó la cabeza hacia atrás.

—Ah...Karel, Karel, ¿qué es esto? —pregunto desesperado, volviendo a tirar de su pelo.

—No lo sé, no sé qué es, pero no quiero que termine —le respondió el hechicero contra el oído, y le succionó el lóbulo de la oreja.

Entonces el joven hoors se derritió en los brazos fuertes que lo aprisionaban, su interior se vació en deliciosos espasmos al mismo tiempo que Karel acababa adentro de él.

El sorcere se derrumbó sobre su cuerpo, bañándole con su aliento cálido el cuello, después giró a un lado.

—Te amo, Lysandro.

A pesar de que estaba obnubilado por las poderosas sensaciones que todavía lo recorrían, las palabras lo afectaron tanto que varias lágrimas escaparon de sus ojos negros junto a un jadeo.

—Te amo —Volvió a repetir el sorcere y lo besó en la mejilla. Al no obtener respuesta, Karel se incorporó un poco y detalló su cara, luego pasó los dedos largos por sus pestañas, los deslizó hasta el final de la pálida mandíbula—. Lloras. ¡Lloras de nuevo! Te he lastimado. —Y tornó a besarle el rostro como un poseso.

—Lo siento, lo siento —le replicó entre lágrimas quedas, Lysandro—. No es tu culpa, no me has lastimado, es solo que, yo nunca, a mí nunca...

Karel no lo dejó terminar, lo besó en la boca en la cual se filtraba la sal del llanto.

—Nunca, nunca quiero hacerte llorar —le dijo al separarse de sus labios.

—Estoy seguro de que no lo harás. —Lysandro se limpió las lágrimas con el dorso y sonrió decidido a aparcar el sentimiento que de pronto lo ahogaba. Karel lo atrajo hacia sí y le besó el cabello húmedo. Se concentró en lo agradable que era sentir el calor de su cuerpo tan cerca y el latido de su corazón como si fuera el propio. Los brazos del hechicero se le antojaron un refugio donde nada malo podría pasarle. Se tragó el llanto que amenazaba con volver a salir y empezó a juguetear con la cadena que colgaba en el pecho del otro—. Ha sido una estupenda contienda.

Ante la última frase el sorcere rio y ambos se abrazaron mucho más ceñido.

De pronto Karel aprisionó la mano delgada y la alejó de la cadena en su pecho. Se incorporó un poco y, para sorpresa del esclavo, el sorcere desató el colgante y se lo colocó a él en el cuello. Lo miró a los ojos con una dulce sonrisa.

—¿Qué es esto? ¿Por qué me lo has puesto? —preguntó mientras examinaba el medallón. Era de plata y en relieve tenía una flor tallada.

Su joven amante se encogió de hombros como si el gesto no tuviera importancia.

—Solo quiero que lo tengas. ¿Sabes qué es? —Ante la pregunta, Lysandro negó con la cabeza sin dejar de mirar el bonito regalo—. Es la flor de Lys, símbolo de la magia, de ahí proviene tu nombre, ¿lo sabías?

Lysandro acarició con la punta de sus dedos el relieve de la flor. En su familia no había nadie con linaje mágico, sin embargo, su madre había sido aficionada a practicar pequeños hechizos y hacer pociones. Recordaba que siempre hablaba de las bondades de la diosa Lys, la dadora de magia. Sabía que en honor a ella lo había nombrado.

—No me la quitaré nunca —le dijo y luego lo besó en los labios agradeciendo el regalo.

Pasaron el resto de la noche entre dormidos y despiertos. A veces hablando y otras dejando que fuesen sus cuerpos quienes lo hicieran.

El alba llegó y con ella la odiosa realidad de que debían separarse, aunque solo fuese por un breve tiempo. Karel le prometió que iría todas las noches y Lysandro cerró los ojos. Quería creerle, quería creer en él, pero tenía miedo de hacerlo.


***¿Qué les pareció el capitulo? Me encantaría que me dijeran qué les parecieron nuestros dos bebés en este momento tan... lindo. Era la primera vez de Karel y en cierto modo, también la de Lysandro. 

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