Capítulo XI: Es un extraño


Onceava lunación del año 104 de la era de Lys. Illgarorg, reino de Vergsvert.

Luego del anuncio del rey y de su éxito en la cacería, Karel fue nombrado cónsul de las provincias de Illrgarorg en la costa oeste del reino. En realidad, nadie quería hacerse cargo de aquellas tierras áridas cuyo único encanto eran las salinas.

La región que su padre le había encomendado gobernar estaba llena de cuevas marinas y acantilados. Según decían los pobladores de Eldverg, allí vivían draugres y fantasmas, además de brujos que gustaban de hacer rituales ancestrales y primitivos, alejados de cualquier vestigio civilizado, para encadenar el alma de incautos y convertirlos en sus esclavos.

Tal vez lo que llevó a su padre a escogerlo a él fue el creer que, como sorcere, podría luchar contra aquella supuesta magia oscura que habitaba en la región. Karel tenía la impresión de que todos esos rumores no eran más que superstición.

Sin embargo, no era fácil ser aceptado por los lugareños, encontró resistencia incluso entre los funcionarios asignados a su palacio.

—Es un extranjero. —Escuchó que le decía Gunnar Hallvard, edil encargado de su región, al escribiente—. Además, tan joven. ¿Qué puede saber de cómo gobernar, así sea esta miserable provincia llena de fantasmas?

—El rey ha ordenado que le ayudemos y eso es en lo que deberías concentrarte.

Karel hizo ruido al caminar y ambos se inclinaron ante él, se presentaron y aparentaron estar dispuestos a colaborar.

Así, el príncipe se dio cuenta de que hacerse cargo de Illgarorg iba a ser difícil.

Lo mismo pasó cuando fue a conocer las salinas en compañía de

su edil.

Llegaron en carruaje a la costa. Al descender del mismo, Karel se colocó una mano sobre las cejas para hacer de visera y observó el extenso terreno donde se disponían en parcelas las eras destinadas a la desecación del agua. Pequeñas montañas blancas que destellaban a la luz del sol. Decenas de hombres se afanaban en la tarea de hacer surcos por donde discurriría el agua salada que llegaría a las eras; otros se dedicaban a recolectar la sal una vez el agua se había secado. Todos los trabajadores estaban rapados, pues eran esclavos y vestían prácticamente en harapos. Muchos caminaban descalzos. El príncipe se sorprendió al ver personas muy jóvenes, casi niños, afanándose en su labor.

—Es por allá, Su Alteza —señaló el edil una edificación de un solo piso a una legua de distancia.

El clima de la región era seco y aunque la temperatura no era alta, era verano y los rayos solares pegaban con fuerza, dando una sensación ardiente sobre la piel. Fue entonces cuando el joven notó que su vestimenta no era la correcta, no tenía sombrero con qué protegerse de los inclementes rayos y su ropa oscura los concentraba sobre su cuerpo. Tenía la impresión de estar a punto de incendiarse. El edil, en cambio, tenía un sombrero de ala ancha casi metido hasta los ojos y protegía su piel con ropa clara y capa.

Karel suspiró indeciso en sí realizar o no un hechizo que lo protegiera de las condiciones climáticas. La casona, sede de la administración de la salina, se encontraba bastante distante, la quemazón en su espalda lo hizo decidirse.

El joven príncipe se detuvo, Gunnar Hallvard, junto a él, también lo hizo y lo miró llevar el índice y el dedo medio de la mano diestra hasta su frente. Sus dedos se cubrieron de energía plateada, luego Karel los extendió y ejecutó el complicado movimiento de muñeca para dibujar en el aire la runa de Ipsil. Esta refulgió por un momento y luego se quebró en miles de fragmentos resplandecientes que se unieron en una intricada red de luz plateada. La luminosa malla se elevó y cubrió con una forma de domo tanto a Karel como al edil.

—Será más fresco ahora —dijo como si nada el joven mandatario, poniéndose en marcha e ignorando la expresión, mezcla de desprecio y asombro, en el rostro de su subordinado.

Cuando llegaron a la sede administrativa de la salina, el encargado, Thordis Vilborg, lo recibió. Era un hombre de mediana edad, algo fornido, cabello oscuro, ojos inteligentes y muy bien vestido, casi como si perteneciera a la aristocracia, este último rasgo llamó la atención de Karel quien se preguntó si tal vez era algún noble. Su porte irradiaba liderazgo, era evidente que allí él era el jefe.

El encargado lo puso al tanto del funcionamiento de la granja de sal, de la producción y demás menesteres. Karel escuchó con paciencia. Sabía que, al igual que para el edil, su presencia allí no era bien recibida, pero deseaba dejarles en claro que su misión era ayudarlos a llevar las cosas con la mayor eficiencia posible y solucionar los problemas que pudieran tener.

—Tengo entendido que tenéis ciertos problemas en las cuevas ¿Podríais hablarme de ello? —preguntó Karel al encargado, quien le miró fijamente antes de contestar.

—Bien, Su Alteza, veréis —dijo el hombre de piel tostada con cierta displicencia—, hemos encontrado animales muertos por las mañanas, desangrados, abiertos a la mitad con sus tripas en copas como si fuera...

—Magia de Morkes —completó Karel comprensivo. El otro asintió y continuó su explicación:

—Han desaparecido esclavos y un kona murió de manera horrible. Por las noches, quienes se acercan a las cuevas escuchan gritos aterradores, lamentos y sonidos extraños. Desde el acantilado se esparce una bruma negra, nada natural. ¡Hay fantasmas y draugres allí! Dicen que un hechicero oscuro los controla.

El príncipe llevó la mano a su mentón y lo acarició pensativo. Tal como lo planteaba el encargado, parecía ser obra de un morkenes, sin embargo:

—Habéis dicho que un kona ha muerto. ¿Y esclavos?, ¿también ellos mueren?

Vilborg reflexionó un momento, luego habló:

—No hemos hallado sus cuerpos, pero siempre que un esclavo desaparece encontramos sus ropas en medio de un pozo de sangre. Sabemos que esos hechiceros usan la sangre en sus encantamientos prohibidos.

—Claro, es así —respondió Karel y permaneció en silencio un instante acariciando su mentón, luego volvió a hablar—: Imagino que vosotros no os acercáis por esas cuevas.

Ante sus palabras, el edil y el encargado se miraron.

—No lo hacemos. No somos hechiceros, ¿cómo podríamos enfrentarnos a un morkenes?

—Por supuesto, entiendo —contestó Karel—

—Su Alteza, ¿deseáis explorar las cuevas?

Ante la pregunta del edil, Karel miró al Vilborg, este tenía una expresión indiferente, como si lo que pasaba en las salinas no le importara. Y tal vez era así.

—¿Qué pensáis? ¿Debería hacerlo?

—Pues no hemos tenido más incidentes desde hace varias lunaciones —explicó el encargado—. Tal vez han dejado de practicar magia oscura allí.

—Tal vez sea así. De todas formas, os agradecería que me mantuvierais al tanto si ocurriera alguna otra manifestación de magia oscura.

—Así será, Su Alteza —concluyó el encargado con una pequeña reverencia.

—¡Ah! Y otra cosa —dijo Karel antes de continuar el recorrido— me gustaría que me proporcionarais un censo de todos los esclavos que trabajan en las salinas, con sus sexos y edades y qué función desempeñan en ella.

De nuevo los funcionarios se miraron entre sí y luego asintieron. La visita concluyó luego de que Karel terminó de conocer toda la edificación y las terrazas donde almacenaban la sal.

Llegó al atardecer a Laungerd, el palacio donde vivía en Illgarorg. Hacía pocos días que había tomado posesión de la propiedad y llamarlo palacio era bastante halagüeño. La construcción era tan árida como la región. Estaba construido en piedra oscura, casi negra, sobre una base cuadrada. Tenía dos alas, una destinada a los asuntos del reino y la otra privada, dispuesta para ser la vivienda del cónsul. El interior era rústico, con pocos adornos, contenía los muebles necesarios para cumplir su función. Karel, acostumbrado a la arquitectura refinada, delicada y elegante del reino de los sorceres, resintió en seguida, la austera construcción del palacio donde su padre lo había destinado.

Estaba cansado y sudoroso después de la jornada en las costas saliníferas. Sentía, adherida a su piel, la sal del ambiente. Deseaba darse un baño con agua tibia, comer e ir al Dragón de fuego a ver a Lysandro.

Una doncella joven de cabellos rubios y piel tostada llamada Jora acudió a prepararle el baño. El edil, quien le ayudó a instalarse en su nueva vivienda, le había dicho que los sirvientes eran los mismos que habían servido al cónsul anterior. Es decir, el traspaso del cargo incluía el palacio y todo lo que en él había. Todavía Karel no los conocía bien, pero esperaba llevarse con ellos lo mejor posible y hacer su estadía allí, sino placentera, al menos tolerable.

Mientras la joven disponía las sales aromáticas en su tina, Karel se sirvió una copa de vino y reflexionó sobre su visita a las salinas. Ver tantas personas trabajando en aquellas condiciones paupérrimas lo sorprendió de una manera desagradable, cada vez le gustaba menos la esclavitud. Pero antes de hacer algo por solucionar las duras condiciones laborales de sus esclavos, tenía que resolver el misterio de los hechiceros oscuros en las cuevas marinas, le daba la impresión de que ambas se relacionaban.

Jora se paró en el umbral de la cámara donde se disponía la tina y le indicó que el baño estaba listo. Karel agradeció y entró. Se quitó la ropa y se metió en la bañera.

El agua tibia y las sales aromáticas tenían un efecto casi calmante. Cerró los ojos y empezó a relajarse. El aroma dulce y floral que inundaba la habitación trajo a su mente el recuerdo de Lysandro. La piel blanca y lustrosa como la seda de araña, el cabello igual a obsidiana, sus movimientos fuertes y sensuales, aquella danza con la que lo hipnotizaba cada vez que salía al escenario. Imaginó como sería su tacto, sentir los dedos largos y delicados acariciarle los hombros, el pecho, el abdomen.

Su imaginación era tan vívida que creyó sentir sobre su cuerpo el toque ardoroso del joven, le fue inevitable dejar escapar un gemido. Cuando lo hizo se sorprendió de su arrebato y abrió los ojos. Se quedó muy quieto al sentir en sus hombros y espalda unas manos pequeñas y blandas que lo tocaban. Se giró bruscamente y detrás de él se encontró a Jora, arrodillada y completamente desnuda, acariciándolo.

La joven esclava lo miraba con los ojos entornados y una sonrisa lánguida en el rostro, sus manos brillaban embadurnadas del aceite con el que le masajeaba la espalda.

—¿Os agrada, Su Alteza?

Karel tragó sin saber muy bien qué responderle.

—Sí, me agrada, pero preferiría que no lo hicierais, al menos no desnuda.

La muchacha pareció sorprenderse.

—¡Oh! Disculpad, entonces, Alteza. Su Señoría Hallvard ordenó que lo tratáramos igual que al cónsul anterior, es por eso que yo...

—No tenéis que hacer nada de eso —le respondió Karel de prisa y un tanto azorado—, debéis limitaros a preparar mi baño y nada más. Tal vez será mejor que alguno de los sirvientes varones sea quien se encargue de asistirme en mis aposentos como ayuda de cámara.

Los ojos de la joven Jora brillaron y asintió con una pequeña sonrisa.

—Será como gustéis, Alteza.

La joven tomó su ropa y salió de la sala. Karel meditó en lo mucho que le estaba costando adaptarse a su tierra. En el palacio Adamantino, durante sus estudios en Augsvert, no tenía sirvientes particulares, ningún estudiante, por más noble que fuera, los tenía y en la casa de sus abuelos maternos, jamás habría sucedido una situación tan embarazosa como la que acababa de ocurrirle. No había esclavos en Augsvert y ningún sirviente estaba obligado a prestar gratificaciones sexuales a sus señores.

De seguro se empezaría a esparcir el rumor de que además de extranjero en su tierra, muy joven y sorcere, también era extraño al no querer fornicar con sus esclavas, que parecían tan dispuestas a complacerlo.

Suspiró y salió de la tina con la firme intención de evadirse de su realidad en el Dragón de fuego, aunque fuera por pocos momentos. 

***Hola, ¿cómo están? ¿Qué les ha parecido el capítulo? ¿Qué opinan del sitio con el que premio el rey a Karel? Hay algunas palabras nuevas aquí, si algo no entienden pueden preguntar en comentarios.


Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top