Capítulo VII: "Sois magnánimo"
Lysandro no tenía idea de cuánto tiempo había pasado después de que Sluarg le hizo beber mil veces el horrible brebaje. Medio inclinado en un rincón, cubierto y rodeado de su propio vómito, tenía la sensación de flotar. Se sentía débil y tembloroso, aun así, con la poca lucidez de la que era capaz, solo pensaba en Cordelia.
No había vuelto esa mañana a casa y su pequeña hermana seguro estaría preocupada.
La puerta se abrió de golpe y la luz del exterior hirió sus ojos, no podía ver a la persona recortada en la penumbra, pero supuso que sería alguno de los guardias de Sluarg.
—Florecita, hora de tu función. —Era el propio kona acompañado de Egil.
El guardia lo enderezó. Cuando le acercó una botella a la boca, Lysandro se resistió; sin embargo, sus fuerzas eran tan escasas que bastó un poco más de presión por parte de Egil para deslizarle el contenido por la garganta.
—Tranquilo, es el antídoto. En poco tiempo te sentirás mejor. Vamos, debes prepararte, falta poco para tu turno en el escenario.
Egil lo tomó de la cintura y lo levantó, salió con él siendo su apoyo.
El repiquetear de los tambores le agravaba el dolor de cabeza, aunque ya al menos el estómago no se le contraía como si tuviese un animal vivo adentro.
Intentó bailar lo mejor que pudo, si no lo hacía, temía que de nuevo Sluarg lo castigara y pasaría otro día sin ver a Cordelia. A punto de finalizar la danza trastabilló, la espada que balanceaba en el aire aterrizó fuera de sus manos. Lysandro, como pudo, improvisó y al final esperaba que ninguno de sus espectadores se hubiese dado cuenta del error.
—Te resbalaste —le reclamó Sluarg detrás de la cortina del escenario cuando terminó de bailar.
—¿Qué esperabas? —El joven le contestó entre dientes, sin verlo a la cara mientras se secaba el sudor frío de la frente—. Apenas si puedo mantenerme en pie.
El otro chasqueó la lengua.
—No es culpa mía, sino tuya. Ahora ve a prepararte que un cliente quiere estar contigo. Y procura complacerlo, hoy no tengo paciencia para ti.
Lysandro se giró y lo miró con odio no disimulado.
—Mi hermana.
—Le he mandado a decir que no volverás hasta mañana, has tenido que escoltar a unos ricachones fuera del país. Ahora concéntrate en lo que debes y no la cagues como ayer, ¿quieres?
No tenía agua para beber en la habitación. A Sluarg no le importaba que tuviera sed después de haber devuelto hasta el alma. La sed era parte del castigo.
El muchacho se alisó el pelo con las manos. Internamente, rogó que su cliente no fuera alguien con fetiches desagradables ni muy entusiasta. Lo último que quería era una larga jornada de sexo, además, no estaba muy seguro de poder soportarlo.
Se sentó en la orilla de la cama con la cabeza dándole vueltas a causa del mareo. Cuando la puerta se abrió se levantó, inclinó la mitad superior del cuerpo y esperó manteniendo la reverencia.
—Erguíos.
Era aquel hombre extraño del antifaz negro, el que pagó por él toda una noche y lo único que hizo fue charlar. Lysandro lo analizó en silencio. A pesar de que era alto y atlético, tenía una presencia reposada y tranquila. Bajo el antifaz parecía joven, pero no podía estar seguro.
Como aquella vez, vestía de manera elegante: La capa de piel y la chaqueta eran negras, esta última cerrada y larga hasta casi cubrir las botas de caña alta. Las dos prendas tenían orillos, broches y cadenas doradas que le daban un aire de realeza. Era evidente que el hombre era adinerado y no hacía nada por esconderlo. La máscara dejaba al descubierto la mitad inferior del rostro: la piel tersa y casi lampiña tenía un tono aceituna; los labios delgados y la barbilla, algo afilada, le daban un aire serio, quizás hasta severo. El cabello castaño, ondulado y sujeto en una media cola, le caía en los hombros, sobre la capa, confundiéndose con la oscuridad de esta.
—¡Bendiciones, Su Señoría! ¿Deseáis algo de beber? —Aquella vez habían tomado vino de pera, así que se lo ofreció de nuevo.
—Por favor, sí —pidió el cliente. Lysandro sirvió solo la copa del visitante. A su estómago, contraído, lo que menos le apetecía era licor—. ¿No bebéis conmigo?
El joven dudó. Cuando se conocieron el hombre se había mostrado comprensivo, le había permitido incluso quitarse la cadena atada en su cuello y cubrir su torso. Tal vez si esta vez le pedía que le dejara beber agua, ¿lo complacería?
—Espero no ofenderos, pero...me gustaría tomar agua.
—Adelante. Bebed lo que deseéis. También podéis quitaros el collar, la cadena y el maquillaje si es vuestro gusto.
Lysandro agachó la mirada y tragó sintiendo la boca seca, el estómago ardiendo, la cabeza a punto de estallarle. El hombre, tal como la primera vez, continuaba mostrándose amable.
—Disculpad a este esclavo, Su Señoría. No tengo agua. Debéis pedirla. —El joven tomó la campanilla de bronce de la mesa y se la mostró a su cliente.
El hombre del antifaz asintió. Lysandro abrió la puerta y llamó a la doncella que, en menos de lo que tarda una brizna de paja en consumirse al fuego, regresó con una jarra llena de agua saborizada con hojas de menta. Cuando se hubo marchado, el bailarín se sirvió un vaso lleno y lo bebió casi sin respirar. Al levantar el rostro se dio cuenta de que el otro lo miraba con los labios ligeramente abiertos.
—Gracias, Su Señoría. Sois magnánimo.
El hombre del antifaz negro asintió y se sentó en el mueble reclinatorio.
—Solo es agua. Os vi bailar hoy. Como siempre maravilloso, aunque al final casi os caéis. Además, lucís algo famélico. ¿Os encontráis bien?
Se sorprendió de que lo notará y luego se angustió. Si se quejaba de él ante Sluarg...
—¡Lo siento mucho! Fue un pequeño resbalón, os aseguró que me siento bien. —Lysandro caminó, sinuoso, seductor, hasta colocarse frente a él, sin apartar sus ojos negros de los otros, que tenían un color entre ámbar y verde oscuro. Vistió la voz de seda—: No afectará mi desempeño esta noche.
Con una mirada hipnótica, el muchacho llevó las manos a la hebilla del grueso cinturón para desatarlo, no quería que su cliente se quejara y haría todo cuanto estuviera a su alcance por complacerlo. Mientras desanudaba muy lento el cinturón, los iris tras la máscara no se apartaban de los suyos. Lo veía con hambre y él entendía a la perfección el brillo que destellaban: deseo.
Pero la intensidad del dolor de cabeza era tal que le hizo tambalear y el embrujo seductor que mantenía sobre el cliente se rompió.
—¡No estáis bien! —exclamó el del antifaz. De inmediato se levantó con la intención de sostenerlo, pero antes de poder tocarlo retiró las manos—. Sentaos.
Él obedeció. Se sentía cada vez peor, así que abandonó toda fachada de frivolidad. No era solo el malestar de su cuerpo, sino la certeza de que su kona recibiría una nueva queja por parte de este cliente. Lo castigarían. Tal vez le tocaría el turno al pozo... Apretó los dientes reteniendo las lágrimas, cerró fuerte los puños hasta clavarse las uñas en las palmas y el dolor alivió un poco su ansiedad.
El cliente extendió las manos frente a él y en seguida estas brillaron con un resplandor plateado. La energía que emanaba era cálida, refrescante, calmaba su espíritu atormentado y la frustración que sentía; aminoraba su migraña y aplacaba la quemazón de su estómago. Ver esa luminiscencia frente a él lo sorprendió.
—¡Sois un sorcere!
No había muchos hechiceros en Vergsvert. Sabía que algunos de la familia real lo eran. ¿El hombre que tenía enfrente era uno de ellos? ¿O era un visitante de Augsvert, el reino de los sorceres? ¿Algún diplomático deseoso de hacer turismo sexual?
—Estáis deshidratado. Tu savje se encuentra muy débil —le dijo.
El sorcere tomó la campanilla. Lysandro se sobresaltó al verlo, le agarró las manos morenas para evitar que diera la noticia. Cuando lo hizo, el hombre del antifaz se retiró como si el toque lo hubiera quemado.
—¡Por favor, por favor, no digáis nada, Su Señoría! —El esclavo de nuevo se puso de pie —¡Os aseguro que puedo complaceros!
El sorcere dio dos pasos atrás, igual que si la cercanía del joven lo asustara o le repugnara, quizá pensaba que podría contagiarlo. Lysandro exhaló cada vez más angustiado. No quería que Sluarg lo castigara de nuevo. No por el dolor o la incomodidad que suponía el malestar después de vomitar tanto, o lo que entrañaba el pozo, si es que ese sería su nuevo castigo, sino porque no podría ver a su hermana y ella se preocuparía.
Pero el sorcere, a pesar de sus súplicas, tocó la campanilla. El joven bailarín se sentó en la cama, derrotado.
Cuando la puerta se abrió, sin alzar el rostro, escuchó las palabras de su cliente:
—Por favor, traedme un caldo caliente de gallina y una infusión de jengibre y menta. Tengo hambre.
Entonces Lysandro sí levantó la cara y le miró perplejo. No entendía su actuar. Creyó que se quejaría, no que pediría comida. El sorcere volvió a mirarlo y él lo esquivó, se mantuvieron en silencio hasta que llamaron a la puerta, era la criada con los alimentos que dejó sobre la mesita.
Lysandro entrelazó sus manos sin saber qué hacer. Esperaría hasta que el sorcere terminara de comer, tal vez entonces se sentiría mejor y podría afanarse en su labor de satisfacerlo.
—Comed, por favor. —La orden pronunciada en tono suave lo descolocó. ¿Acaso la comida era para él?
—¿Yo, Su Señoría?
—¿Quién más? Estáis enfermo, el caldo y el jengibre os hará bien.
Lysandro cada vez estaba más confundido. El olor de la sopa le hizo gruñir de hambre el estómago. Miró alternativamente de los platos al hombre frente a él, sin decidirse. Pero el sorcere le alentó con la cabeza a qué comiera, así que él, obediente, se sentó a la mesa. En silencio llevó a su boca cucharada tras cucharada. El sabor, ligeramente salado, fue como un bálsamo para su estómago en llamas.
No se atrevía a enfocar al del antifaz que había vuelto a sentarse y, estaba seguro, lo miraba. Debía ser un sorcere extranjero, solo eso justificaba que lo tratara de esa manera, como si su salud le importara. ¿Acaso no sabía que era un simple esclavo de placer, un hoors?
—¿Por qué hacéis esto? —No pudo evitar la pregunta y esperaba que no lo tomara mal.
—Ya os lo he dicho, estáis enfermo —le contestó el enmascarado con obviedad.
Él continuó mirándolo en silencio con la boca ligeramente abierta. No podía entender a ese hombre. Quizá, simplemente, no quería yacer con alguien enfermo.
Aunque no pudo beber todo el caldo, se sintió mejor. ¿Qué debía hacer a continuación? ¿Desvestirse? ¿Agradecer?
—Acostaos.
Bien. Finalmente, el sorcere era como todos. La curiosidad daba paso al hastío y la decepción. Tal vez solo era uno de esos hombres con raros fetiches.
Se tendió en el lecho y cerró los ojos esperando sentir las manos del cliente al desvestirlo. Pero en lugar de eso, la energía cálida de nuevo lo arropó. Abrió los ojos un poco asustado, el sorcere se hallaba de pie a un costado suyo, con sus manos elegantes estiradas en su dirección.
—No tengáis miedo. Después os sentiréis mejor. Intenta descansar.
Lysandro no era una persona que confiara con facilidad y menos en extraños. La vida le había demostrado que ninguna obra de caridad era gratuita, siempre había que dar algo a cambio. En el mejor de los casos él también se beneficiaría, en el peor, que por desgracia era el más común, no obtendría nada, solo sería saqueado.
Volvió a ver al hechicero cuyas manos expelían esa energía que se extendía sobre él en oleadas gratificantes. Tuvo la certeza de que tomara lo que tomara de él su cliente, a cambio del bienestar que sentía, valía la pena el trueque.
Era una sensación de inefable tranquilidad que se esparcía por su cuerpo, que no solo le hacía bien a este, sino que también aquietaba su espíritu. Lo hacía flotar en medio de aguas cristalinas. Se dejó llevar y confió.
A su mente acudió un recuerdo muy antiguo. Antes de que Cordelia naciera, sus padres lo habían llevado al mar: Tendido boca arriba sobre las aguas, con el cuerpo ingrávido y los brazos extendidos, había podido sentir el calor del sol, y bajo su cuerpo las manos de su padre lo habían sostenido. Fue la primera vez que se encontró en la inmensidad del océano y aun así no tuvo miedo.
Calidez, paz, seguridad era cuánto la plácida energía le hacía experimentar. La sensación se prolongó hasta sumergirlo en la inconsciencia.
Abrió los ojos y se incorporó de golpe. En el sofá reclinatorio se hallaba el sorcere con un libro en las manos, leía. Lysandro se había quedado dormido. Ansioso y desconcertado, llevó los dedos a su cabello y lo alisó hacia atrás.
—¿Cuánto tiempo ha pasado?
—No mucho —dijo el enmascarado poniéndose de pie—, alrededor de una sexta, quizá. ¿Os sentís mejor? No deseabais que se enteraran de vuestra indisposición, así que preferí quedarme hasta que os sintierais mejor.
La voz del hombre era tranquila y reposada. Aún tenía el antifaz puesto y le miraba con ¿preocupación?
—Su Señoría...
—Descansad, he pagado toda la noche.
Lysandro quería decir algo más, disculparse, agradecer, pero las palabras morían en su garganta ante la estampa calmada del hombre frente a él, que lo miraba sin reproche alguno. Intentaba y no podía comprender su actitud. ¿No le pediría nada a cambio? ¿No lo poseería? ¿Quién era ese extranjero que lo trataba de una manera tan extraña? El impredecible sorcere lo contempló un momento y luego se retiró.
***Hola, espero que estén de maravilla. Si hay algún termino o situación que no entiendan no tengan pena de preguntar. También me encantaría saber que les parece la historia, pueden dejarme su apreciación en los comentarios.
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