Capitulo V: "No nací para esto"


Después de su actuación, en vano esperó a que el ministro del Tesoro hubiese tenido algún contratiempo. Deseó no tener clientes, no era lo común, pero a veces pasaba.

Aparte de Lysandro había dos chicos más: Hazel y Nolan, ambos muy jóvenes y quizás más hermosos, pero lamentablemente no actuaban, se dedicaban a atender a los clientes sirviéndoles vino o aperitivos. Así que, al contrario de él, no estaban tan expuestos a la mirada escrutadora de los asistentes al Dragón de fuego. Eso tenía una consecuencia: entre los hombres, él era el más solicitado y esa noche, a pesar de sus deseos, no fue la excepción.

La infusión hecha con las hierbas que le trajo Sluarg la bebió poco después de terminar el baile. Intentó no pensar en el que sería su cliente. Se concentró en relajar su mente, en imaginarse en un hermoso prado florecido, similar al que rodeaba la pequeña villa donde vivía de niño y consiguió dejar de sentirse tan ansioso, de hecho, empezó a darle sueño.

Ese era su gran problema, no lograba excitarse por más infusiones que bebiera o pastas que se untara.

Cambió de estrategia y en el idílico escenario se imaginó a sí mismo y a Omnia. Ella era una joven muy bella, voluptuosa, suave y cariñosa. A menudo recurría a su recuerdo para lograr empalmarse.

Se imaginó a ambos acariciándose y besándose y obtuvo un pálido resultado: empezaba a sentir el ligero aumento en la temperatura de su cuerpo y el despertar de su zona baja.

Golpes a la puerta le indicaron que no había más tiempo. Entonces el joven tomó el pequeño tarro de la mesita junto a su cama y embadurnó su miembro semi flácido con él. Inhaló y exhaló varias veces antes de abrir la puerta.

—¿Estás listo, florecita? —le preguntó Sluarg dirigiendo sus ojos castaños a su entrepierna. Una sonrisa ladeada afloró al ver el pequeño bulto.

El hombre robusto se apartó para darle paso a otro, enjuto y arrugado. A pesar del antifaz, era imposible no saber quién se escondía detrás. Pasaba con casi todos los asistentes al establecimiento, eran muy pocos los que una vez asiduos continuaban siendo anónimos. El ministro del Tesoro no era la excepción. Tenía apariencia de viejito frágil y en el rostro sonrisa ladina y ojos desalmados. Apenas entró se abalanzó sobre Lysandro. El kona no dijo nada, solo cerró la puerta y los dejó solos.

El joven tragó grueso al sentir las manos huesudas del hombre tocarlo con desespero. Su lengua babosa le recorrió desde la clavícula al ángulo de la mandíbula, sacándole un escalofrío.

Por más que intentó que la voz le saliera como un arrullo seductor, lo único que consiguió fue un susurro quebrado.

—¿Que- queréis algo de beber, Su Señoría?

Al funcionario real no pareció importarle. Mordisqueó suavemente su cuello sin apartarse siquiera una cuarta, luego le metió la mano dentro del pantalón y le apretó.

—¡Lo que quiero es esa verga vuestra aquí adentro! Siempre solicito a Hazel, pero de vez en cuando está bien cambiar. ¡Hum! —El viejo se relamió—. Veo que estáis dispuesto, tal como se espera de un buen esclavo de placer, habéis nacido para follar.

Escuchar la última frase dicha con tanta displicencia hizo que su ánimo cambiara de la repulsión a la furia. Él estaba convencido de que no nació para eso. Su destino otros lo deshicieron y lo habían vuelto a tejer convirtiéndolo en lo que era. A pesar de saber que tal vez pasaría el resto de su vida siendo esclavo, él no se conformaba.

Apretó la mandíbula mientras los dedos fríos le recorrían el pecho desnudo, le agarró la muñeca y detuvo la caricia. El ministro frunció ligeramente el ceño y lo miró confundido. El joven no le dio tiempo a preguntar, se dejó llevar por la ira que burbujeaba en su pecho, tal como le pasaba a veces. Lo giró y lo apoyó contra la mesa. El movimiento fue tan brusco que las copas de bronce chillaron con un sonido metálico al caer al suelo. En su mente volvió a repetirse que no había nacido para eso, no nació esclavo y no quería morir siéndolo.

Se sacó el miembro y le bajó el pantalón al ministro. Le separó las nalgas bruscamente mientras con la otra mano le presionaba la cabeza, aplastándole la mejilla contra la mesa. La furia lo mantenía más excitado que imaginar el moreno cuerpo de Omnia desnudo. Arremetió de un solo empujón contra el viejo, quien se estremeció bajo su cuerpo y soltó un quejido lastimero como el de un ave al ser despedazada. Lysandro le ignoró. Dejó que la rabia fluyera, que le cegara. Quería vengarse de ese noble que creía, al igual que todos, que por ser rico podía poseerle.

Una embestida siguió a la otra casi sin darse cuenta de lo que hacía, con la frase repitiéndose una y otra vez: «No nací para esto». Cuando volvió a la realidad y sus ojos percibieron la piel amarillenta y apergaminada que temblaba aplastada contra la mesita de madera, los gemidos entremezclados con sollozos lo asustaron. Aflojó el agarre en su nuca y le acarició el cabello en un intento por calmarlo.

—¡Oh, Su Señoría! —Su propia voz quebrada le pareció ajena— ¡Disculpad mi rudeza, por favor!

El viejo se incorporó, tembloroso. Cuando se volteó y lo miró a los ojos, un brillo extraño los poseía, la saliva escurría por una de sus comisuras. Sin embargo, la mancha de humedad que escurría desde el borde de la mesa al suelo le dejaba en claro que había cumplido su cometido.

Aun así, el ministro lo apartó con un empujón, se vistió a las prisas y salió de la habitación.

—¡Mierda! ¿Qué he hecho? —Las manos trémulas de Lysandro apartaron de su cara los mechones húmedos de sudor.

El joven se sentó en el borde de la cama con la cabeza entre las manos y los cabellos derramándose sobre ellas, cuál oscura tormenta. ¿Por qué no podía controlar su rabia? En algún momento le llevaría a la ruina y si esa solo le involucrara a él no le importaría, pero estaba consciente de que la crueldad de Sluarg lo llevaría a cobrarse en su hermana.

Se echó hacia atrás el lacio pelo y se dio una bofetada con fuerza. Se vistió de prisa dispuesto a disculparse con su kona, así fuera de rodillas, pero no hubo necesidad.

La puerta de madera de la habitación se abrió de golpe. Björn y Egil, dos de los guardias que custodiaban El Dragón de fuego, entraron. Solo el primero lo tomó del brazo, no era necesario que el otro lo hiciera, pues la fuerza de uno solo de ellos era suficiente para reducirlo sin mucha dificultad. A pesar de eso, Lysandro se revolvió, se resistió a ser arrastrado afuera, no obstante, lo único que consiguió fue que la rudeza que emplearon fuera mayor.

En un punto, Björn lo agarró por la delgada cintura y lo levantó. Lo sacó a través de una puerta disimulada en una de las paredes del pasillo, evitando así el escándalo que sería llevarlo por el medio del salón. Egil abrió la puerta y Björn lo arrojó en un habitáculo maloliente, desafortunadamente familiar. Ahí dentro ya se encontraba Sluarg y el viejo que antes se cogiera. Ambos lo miraron de pie, desde arriba. Su kona lo hacía con el ceño fruncido, pero el funcionario tenía una horrible sonrisa en el rostro.

—¿Hasta cuándo he de deciros que debéis respetar? —le preguntó Sluarg halándolo de los cabellos—. No sois más que un esclavo, le habéis hecho daño a Su Señoría.

La máscara no permitía visualizar la expresión de los ojos, pero la sonrisa crispada en una mueca de lasciva satisfacción le dejaba muy en claro que ese daño no era tal, él estaba disfrutando aquello.

Arrodillado, Lysandro apretó los puños hasta clavarse las uñas. Con un esfuerzo titánico suavizó la mirada y bajó el rostro en muestra de sumisión.

—Este esclavo está avergonzado, se disculpa, Su Señoría.

Cuando Sluarg lo soltó, se inclinó hasta que su frente pegó del suelo embarrado de suciedad.

—No es suficiente. —La voz ronca del viejo lo condenaba.

Sería castigado.

Entonces, si ya no importaba, levantó el rostro y abandonó toda fachada de obediencia. Sus ojos negros se tornaron en abismos tan oscuros como debía ser la puerta al Geirsgarg, centelleaban igual a como seguro lo harían los ojos de Morkes, el dios nigromante.

—¡Maldito! ¿Qué queréis de mí? ¡Os habéis corrido mientras os cogía, lo disfrutasteis! ¿Qué queréis?

A pesar de la aparente debilidad, cuando el viejo lo abofeteó la sangre salpicó desde su boca.

—Su Señoría, por favor—. Se atrevió a detenerlo Sluarg.

El funcionario miró con desprecio al kona y luego se inclinó sobre Lysandro. El aliento le azotó el rostro, el susurro se deslizó hasta su oído.

—¡Ah! Sois un esclavo muy altanero. Os habéis atrevido a poneos por encima de mí. Es hora de que volváis a vuestro lugar.

Él continuó viéndolos con odio alternativamente a ambos. Lo iban a castigar. Las reprimendas en el Dragón de fuego no eran físicas, La Señora y Sluarg no se arriesgaría a mancillar la pulcra piel, tan apetecida, de sus protegidos; pero eso no quería decir que los castigos fueran mejores o más piadosos.

—Dadme el látigo —ordenó el funcionario real.

Sluarg carraspeó incómodo.

—Su Señoría, ya sabéis... No es permitido. Os aseguro que la reprimenda que le daré será peor que cien latigazos.

El ministro encaró al cuidador de los esclavos.

—¿Acaso queréis librarlo? Deseo verlo sufrir.

—De ninguna manera, es solo que...

Era solo que, si lo dañaba, si lo marcaba, ¿quién lo querría? Sluarg cuidaba los intereses del ama. Era tan avara que no se permitiría perder ganancias con un esclavo enfermo, menos deforme; no se arriesgaría a que, por complacer a ese funcionario, uno de sus chicos más cotizados terminara siendo repudiado.

Se giró hacia Egil, un solo gesto de su cabeza fue suficiente para que el guardia saliera de la habitación.

En el centro de ese cuarto, apenas iluminado por dos teas encendidas, había una gran rueda de madera claveteada sobre un trípode. De ella, a cada lado, salían algunas correas de cuero. Cuando Lysandro fijó en la tabla sus ojos, tembló de arriba abajo.

Björn lo tomó de una muñeca y lo arrastró hasta la plancha redonda. A pesar de que intentaba soltarse, la fuerza del guardia era muy superior a la suya. Lo estrelló contra la tabla, con una mano lo fijó y con la otra intentaba sujetar las correas. Pero el muchacho no se lo permitía, parecía una delgada culebra resbalosa. Se escurrió por debajo de los fornidos brazos del custodio.

Antes de que pudiera llegar a la puerta, esta se abrió y Egil entró, en sus manos traía un gran recipiente. Lysandro sabía lo que había dentro y más rápido intentó salir de ese horrible cuarto. El guardia recién llegado le bloqueó la salida mientras Björn, por detrás, lo levantaba en vilo. Lo aplastó contra la tabla de madera y Egil, después de dejar el jarrón en el piso, se dispuso a amarrarlo con rudeza.

El joven no dejó de maldecir ni un minuto y el ministro del tesoro no dejó de sonreír.

Sus imprecaciones se vieron interrumpidas cuando Egil introdujo un pequeño embudo en su boca. A través de él deslizó por su garganta el contenido del recipiente. El efecto fue inmediato. Lysandro se dobló, aun sujeto por sus amarres, recorrido por fuertes calambres y espasmos que amenazaban con partirlo en dos. El contenido estomacal ascendió en proyectil y cuando él se inclinó, la tabla lo hizo también, estaba diseñada para facilitarle el vómito, así como ingerir el vomitivo.

Una y otra vez Egil hizo pasar el líquido a través del tubo, y el delgado cuerpo del joven se retorció en medio de violentas arcadas que apenas si le permitían respirar.

—Esto es asqueroso. —La nariz y la boca del ministro se arrugaron mucho más de lo que ya estaban, en un gesto de profundo desagrado—. Más divertido habría sido arrancarle la piel a latigazos.

Sluarg, sin apartar la mirada del esclavo, le contestó:

—Pero quedaría marcado, ya nunca más le apetecería pasar sus manos por esa delicada y tersa espalda. En cambio, así él aprenderá. La próxima vez que usted lo requiera tendrá a alguien dócil, obediente y hermoso dispuesto a complacerlo.

Un espasmo, una arcada y más vómito.

La tortura duró dos sextos de vela de Ormondú. Cuando Egil lo desató, el cuerpo flácido y débil de Lysandro cayó al suelo y se hizo un ovillo. Continuaba estremeciéndose víctima de los últimos horribles corrientazos de dolor mientras el ministro se relamía complacido.

—Eso es para que no olvidéis cuál es vuestro lugar, esclavo —le dijo el hombre antes de salir de la habitación.

Sluarg chasqueó la lengua, se inclinó sobre él y lo miró con lástima. Levantó su cuerpo frío y tembloroso y lo apoyó contra la pared.

—Si así como eres de hermoso fueras la mitad de inteligente... ¿Tenías que ser tan rudo con él?

Lysandro tosió, luego escupió antes de hablar:

—El... muy maldito... lo disfrutó —Volvió a estremecerse.

—Claro que lo disfrutó —le confirmó el kona poniéndose de pie—. Justamente ese fue el problema. Tú fuiste agresivo, lo poseíste, intercambiaste los papeles de esclavo y señor y a él le gustó. Darse cuenta de eso lo avergonzó primero y después lo enojó, por eso estás aquí, revolcándote en tus vómitos.

Lysandro soltó una carcajada estentórea, el cabello sucio se le pegó al rostro, la risa se interrumpió de manera abrupta cuando otro calambre le recorrió el cuerpo, doblándolo por la mitad.

—Y tú lo complaciste —jadeó.

—¿Qué querías que hiciera? En verdad trato de ayudarte, Lys. —Al escuchar el diminutivo, el rostro del esclavo se torció todavía más—. ¿Cuántas veces te he dicho que reprimas tu carácter? ¿Qué seas dócil? Piensa en esa pequeña hermana tuya, ¿qué será de ella si faltaras?

En eso su cuidador tenía razón, su carácter de mierda siempre le traía problemas.

—Sabes que eres mi favorito, pero negocios son negocios ¿Qué dirá La Señora si esto llega a sus oídos? Hay que domar la fiera que tienes dentro.

Cuando Lysandro lo vio tomar la tea encendida y acercarse a la puerta intentó levantarse, pero resbaló con su vómito y cayó de bruces.

—¡No me dejes aquí! —gritó el joven desesperado—. Debo regresar con Cordelia. ¡Sluarg sácame de aquí! ¡Maldito hijo de puta, regresa!

Pero la puerta se cerró sumiéndolo en la oscuridad. 


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