Capítulo LXVI: "Hasta mi último aliento". FINAL I/II/
Séptima lunación del año 111 de la Era de Lys.
Aquella tarde, sentado a la gran mesa con todo el consejo reunido, más que nunca el rey se sentía agobiado.
Percival, uno de los consejeros, discutía con el general Olaf las medidas que aquel debía implementar para frenar el contrabando de nareg. Hacía mucho que Karel había prohibido la comercialización de la sustancia porque consideraba que era peligroso si alguien decidía volver a usarla y crear nuevos modificados. Pero la medida no evitó que lunación tras lunación continuaran llegando contrabandistas a los bosques de Naregia buscando robarla.
Desde que logró abolir la esclavitud un año atrás, la situación con el nareg empeoró. Los comerciantes y los grandes terratenientes, al no contar ya con esclavos, esperaban proporcionar nareg a sus trabajadores, para que, de esa forma, estos rindieran el doble sin tener que pagarle a más empleados.
Las velas en los candelabros parpadearon debido a la corriente de aire que se coló desde la puerta cuando esta se abrió. El rey miró al recién llegado fugazmente, luego se llevó la mano a la frente y la masajeó, cansado.
—General Olaf —interrumpió Karel la perorata de Percival—, si conocéis la ruta por la que contrabandean, ¿cómo es posible que continúen haciéndolo? ¿Cómo los contrabandistas logran burlar a vuestros soldados?
El general y el resto de consejeros hicieron silencio, tal parecía que en lugar de preguntar por qué eran tan ineptos, Karel les hubiese preguntado de qué manera Surt tejía sus hilos.
Una voz risueña acabó con el incómodo mutismo.
—Estoy seguro de que conocéis la respuesta, Majestad, al igual que todos los presentes. —El príncipe Arlan, primer consejero, tomó su lugar a la mesa—. Han corrompido vuestras filas, general. Vuestros soldados se venden y permiten el contrabando.
Karel se remojó los labios mientras continuaba con la cabeza apoyada en su mano. Apartó la mirada del recién llegado y volvió a fijar una iracunda en el general.
—Si no sois apto para frenar el contrabando, entonces deberé relevaros de vuestro cargo en Naregia, general. No toleraré la traición ni la corrupción.
La cara del general Olaf se tornó roja, quizás de vergüenza, quizás de enfado, pero el hombre inclinó la cabeza y solo dijo «sí, su Majestad». No volvió a mencionarse el problema del contrabando de nareg, el resto de la reunión giró en programar una agenda de eventos con los cuales Vergsvert buscaba afianzar lazos con el resto de los cuatro grandes reinos.
La hambruna que dejaron las malas cosechas y las largas guerras del rey Daven hacía seis años, empezaban a ser un mal recuerdo. Durante el tiempo que llevaba reinando, Karel se volcó en sacar a su nación de la pobreza haciendo acuerdos comerciales con los otros cuatro reinos. Y aunque fue su principal objetivo, abolir el comercio de esclavos supuso un duro golpe para las arcas de Versgvert, pues el vergonzoso negocio suplía gran parte de los gastos de la nación. Karel primero tuvo que pasar largos años diversificando la economía y centrándose en las salinas, únicas en todo el continente y, de esa forma, conseguir un sustento con el que poder hacer frente a las pérdidas que dejaría la abolición de la esclavitud.
La seda de araña también fue un gran descubrimiento. Se confeccionaba desde hacía mucho tiempo en Vergsvert, pero solo se comercializaba dentro del reino. Jonella era fanática de esa tela, fue a ella a quien se le ocurrió la idea de exportarla. Poco a poco, la seda de araña empezó a gustar entre la aristocracia de los grandes reinos y entre los ricos comerciantes de las ciudades libres. El delicado tejido se volvió un producto de lujo que solo se producía en Vergsvert y con la cual la nación ganó grandes cantidades de sacks de oro y plata.
El joven copero se desplazó a lo largo de la larga mesa y rellenó los vasos con vino de pera. Llevaban casi un tercio de vela de Ormondú discutiendo los problemas del reino y Karel no veía el momento de que la reunión concluyera.
—Hay otro asunto, Majestad, que debemos discutir —dijo el consejero Percival luego de beber de su copa.
—¿Qué otra cosa más preocupa a estos buenos hombres? —preguntó Karel, las palabras teñidas de sarcasmo y él cada vez más aburrido.
—Se trata de Oria —respondió Percival con cuidado—, vuelven a insistir...
—¿Hasta cuando Oria con esto? —dijo Arlan un poco enfadado—. Creí que había quedado claro que el rey no tiene por qué volver a casarse tan pronto.
Karel exhaló y cerró los ojos un breve instante. Hacía solo un año que Karelsius, su pequeño hijo, había muerto y seis lunaciones desde que Jonella lo dejó y volvió a Augsvert. Oria le dio un breve tiempo para el luto sin mencionar el tema de la sucesión, pero desde hacía un par de lunaciones, no dejaba de presionar para que volviera a casarse y engendrar un nuevo heredero.
El sorcere había logrado grandes cosas en el tiempo que llevaba reinando, excepto en lo que se refería a Oria. Más allá de evitar que mataran a los homosexuales (que continuaban siendo desviados a los ojos de los sacerdotes y de casi todo el reino), en ese aspecto no terminaba de conseguir todo lo que quería. Cambiar las creencias religiosas de los Vergsverianos resultó ser más difícil que lograr que los nobles y ricos del reino dejaran sus prácticas esclavistas.
—Hablaré yo mismo con los sacerdotes. Gracias, Percival. —Karel bebió el resto de la copa de un solo trago, como si de esa manera pudiera paliar el hastío que sentía—. Si no hay nada más que discutir, me gustaría retirarme.
Los consejeros y ministros inclinaron las cabezas en tanto el rey se levantaba y se marchaba de la sala.
A medida que avanzaba por los corredores bañados por la luz del atardecer seguido de Jakob, su guardia personal, los sirvientes se detenían brevemente, las cabezas se inclinaban mientras él pasaba. Karel ya ni se daba cuenta de que lo hacían de tan concentrado que estaba en sus pensamientos.
El rey entró a sus aposentos mientras Jakob se detenía en la puerta.
—Retírate a descansar, Jakob. Ve con tu mujer y tus hijos.
—Gracias, Majestad. Enviaré a Filibert a qué me releve.
Jakob se marchó luego de una reverencia y Karel terminó de entrar. Se quitó la corona, los guantes y la chaqueta, lo arrojó todo sobre uno de los sillones forrado en terciopelo. En la mesa continuaban sin abrir las cartas que lara Bricinia le había enviado desde Augsvert, dónde era la enviada diplomática de Vergsvert. Cuando el reino se estabilizó, Karel envió ayuda militar al país de su madre. A cambio, Augsvert prestó dinero que ayudó a sobrellevar la abolición de la esclavitud.
Caminó hasta el gavetero junto a la cama y tomó una caja de acero que había encima. La superficie estaba repujada con flores de Lys bellamente coloreadas, Karel acarició algunas con parsimonia. En apariencia, la pequeña caja no poseía cerradura ni otro mecanismo para abrirla; sin embargo, él pasó por encima la mano brillando en plateado y esta se abrió como una almeja, el interior quedó al descubierto.
Un atado de cartas y sobre este la miniatura de la espada de Saagah era el contenido de la caja. Karel tomó la espada con suma delicadeza, brillaba como si recién hubiese sido forjada. Acarició con el índice todo el largo y se detuvo en recorrer las pequeñas gemas de la empuñadura. Luego la dejó a un lado y tomó las cartas.
Sacó una, no importaba cuál fuera, todas eran de él, tenían su letra, en ellas se encontraba una pequeña parte de su esencia. Se sentó en uno de los sillones y comenzó a releer la carta por enésima vez.
La puerta del aposento se abrió, Karel despegó los ojos con fastidio de la pulcra caligrafía.
—¡No deseo ver a nadie!
—¡Pero soy tu hermano favorito! —dijo Arlan adentrándose en la recámara, sin obedecer el deseo del rey—, y tu leal consejero.
Karel suspiró y volvió los ojos verdes a la carta.
—Te mueres de melancolía, hermano —dijo Arlan y chasqueó la lengua al llegar junto al sillón—. ¿Por qué no vas a buscarlo?
—Han pasado seis años, ¿qué podría decirle?
—No sé, ¿qué lo amas? —replicó Arlan con obviedad—. ¿Qué todavía lo extrañas? ¿Qué te estás muriendo por él? Como tu primer consejero, mi deber es velar que el rey tome las mejores decisiones. Continuar en este castillo no es una de ellas.
Karel guardó con cuidado la carta dentro de la caja y dejó esta a un lado sobre la mesa.
—¿Y qué propones que haga, que me olvide de todo y corra tras él como un adolescente? Yo me debo a Vergsvert.
—Ya le has dado suficiente a Vergsvert.
—Yo soy Vergsvert, estoy pensando en mí al consagrarme a mi país.
—¡Qué engreído, hermanito! ¡Empiezas a sonar como nuestro difunto padre! —se mofó Arlan—. ¿Acaso crees que si no estás, Vergsvert se derrumbará? No, todo continuará contigo o sin ti.
—¡Gracias por invalidar todo lo que he hecho durante estos años!— Karel regresó la vista a la carta, ignorando a su hermano.
—Esa no es mi intención, Karel, pero aunque no lo parezca, me duele ver como te mueres de a poco cada día, es peor desde que murió Karelsius. Puedes irte y rehacer tu vida lejos de este castillo que te llevara a la tumba más pronto que tarde.
—¿Quieres que me vaya, que abdique? —le preguntó Karel con las cejas enarcadas—. ¿Sabes lo que eso significaría? Se desataría una guerra civil por la corona, no tengo herederos. Todo por lo que he luchado en estos seis años se convertiría en cenizas.
Arlan le colocó una mano en el hombro y lo apretó.
—Has sido un buen rey, has logrado mucho, pero te marchitas, languideces igual a esta vela. Recuerdo que no querías ser rey.
—Pero debía serlo. Me hice una promesa a mí mismo tiempo atrás, aboliría la esclavitud, haría de Vergsvert un mejor lugar donde se pudiera amar con libertad. Un día le dije a Lysandro que cambiaría las leyes para poder estar con él y todavía no lo logro.
—¿Qué sucederá si no logras cambiar la mentalidad del reino? Solo tenemos una vida, Karel y es muy corta para desperdiciarla siendo infelices.
—No soy infeliz. —El rey se levantó del sillón y sirvió el vino de pera que estaba en la mesa en dos copas, le ofreció una a su hermano—. ¿Crees que es un desperdicio hacer de Vergsvert un mejor lugar?
—Creo que es tiempo de que pienses en ti, en lo que te gustaría hacer. Siempre has hecho lo que otros quieren, lo que es mejor para otros: reinar, permanecer al lado de Jonella por el niño. —Cuando Arlan mencionó a su hijo fallecido, Karel arrugó las cejas—. Ya es tiempo de que eso cambie. —La mirada de Arlan se desvió a la caja de acero sobre la mesita—. Ve a buscarlo.
Karel exhaló un gran suspiro, su mirada se volvió taciturna.
—No tengo nada que ofrecerle, no logré que aceptaran nuestra forma de amar, no sabría qué decirle. —El sorcere exhaló apesadumbrado.
—Podrías comenzar por confesarle que todavía lo amas —le contestó Arlan.
Karel se mordió el labio y negó con la cabeza.
—Tu esposa Brianna me dijo que él es feliz, que está bien y en paz. Eso es suficiente para mí.
—Supongamos que es suficiente, no busques a Lysandro, entonces. Oria quiere que te cases de nuevo, ¿los complacerás? —preguntó Arlan.
Karel jadeó incapaz de disimular el horror que suponía para él tener que hallar una nueva esposa.
—No busques a Lysandro si no quieres, pero tampoco te quedes aquí y entregues tu vida para inmolarla.
Karel sonrió de lado y negó incrédulo.
—No puedo irme, Arlan, no sin un heredero.
—Claro que puedes y claro que tienes un heredero: yo.
Karel enarcó las cejas, sorprendido.
—¿Asumirías el trono? Siempre dijiste que no querías ser rey.
—Tampoco tú querías y aquí estamos, con un peso a cuestas que jamás deseamos.
Arlan caminó alrededor de la recámara hasta la mesita en la que reposaba la caja de acero, acarició con la yema del dedo las flores repujadas en la superficie antes de continuar hablando.
—¿Y si ya no me ama? Han pasado seis años.
En realidad era eso lo que lo preocupaba y lo que lo detenía de buscarlo. Los primeros años de su reinado, Karel trabajó incansable por obtener resultados rápidos, pero las cosas no eran tan sencillas, el tiempo se alargó y él no cumplió la promesa de buscarlo. Ahora, cada vez que leía una de sus cartas le era imposible pensar que Lysandro lo había dejado atrás. ¿Quién era él para perturbarlo después de tanto tiempo?
—Si te ha olvidado, pues ni modo, toca continuar sin él, cómo has hecho hasta ahora. Pero si todavía lo hace, ¿le dirás que no a la posibilidad de ser feliz? Si encuentras a un Lysandro que ya no siente nada por ti, igual puedes ser tú mismo lejos de estas paredes, rehacer tu vida sin cumplir con las obligaciones que Oria ha impuesto. Sea que decidas o no buscar a la esquiva doncella, igual ganas alejándote de Vergsvert.
Karel se sentó de nuevo en el sillón y se llevó la mano a la frente, se sentía triste, marchito y agotado. En seis años jamás contempló la posibilidad de renunciar a la corona porque asumió que tanto él como Lysandro habían sacrificado el amor que los dos sentían para que él fuera el rey. Debía honrar tal renuncia y conseguir hacer de Vergsvert un lugar donde ambos pudieran ser felices.
Seis años eran mucho tiempo. Cada carta que había recibido de Lysandro y cada una de las que él le había escrito no hablaban de tristezas, sino de proyectos, de cómo se enfrentaban a sus nuevas vidas y a veces recordaban con cariño los viejos momentos. Ni él ni Lysandro habían escrito una sola línea diciendo que ya no pudieran continuar sin el otro, o que el peso de los recuerdos los agobiara de tal manera que les hiciera intolerable la existencia. Él mentía, pero no sabía si Lysandro también lo hacía.
Para Karel cada día era una tortura. Levantarse de la cama suponía un gran esfuerzo y a medida que sus días transcurrían, la melancolía se apoderaba cada vez más de su espíritu. Todo empeoró después de que la peste escarlata se cobró la vida de muchos en el reino, incluyendo la de su hijo. Hubiera soportado continuar su cruzada de cambiar Vergsvert si hubiese tenido a su lado a su pequeña familia, pero ellos ya no estaban y Karel se había quedado sin alma.
—Gracias, Arlan, por todos tus consejos —contestó lánguido—, consideraré tu propuesta.
El príncipe Arlan se acercó y volvió a apretarle el hombro.
—Te juro que continuaré con todo lo que has hecho, no dejaré que regrese la esclavitud y seguiré tu lucha por obtener la igualdad de las personas que aman de manera diferente.
—Gracias.
—Cuando sea rey lo primero que haré será cortar todas las cabezas en Oria.
—¡¿Qué?! —Karel se escandalizó.
Arlan dejó escapar una sonora carcajada.
—¡Es broma, es broma! No cortaré la cabeza de nadie. Aunque debería. Tranquilo, tranquilo, sé todos los problemas que traería romper con Oria, no te preocupes, hermanito, solo bromeo.
Arlan se despidió y salió de la recámara. Cuando su hermano se hubo marchado, Karel volvió a rebuscar en la caja de acero, pero esta vez no sacó una carta, sino una flauta de madera laqueada. Se sentó de nuevo en el sillón y se llevó el instrumento a los labios. Nota a nota, una tonada triste comenzó a flotar en el aire.
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