Capitulo IV: "Prométeme que jamás la tocarás
Lysandro despertó cuando sintió que el rostro se le quemaba. Aun así, sus ojos se abrieron perezosos y el brillo del sol le deslumbró. El aroma a delicioso guiso le hizo gruñir el estómago.
El chico se sentó en su lecho de paja y mantas de piel y se talló los ojos. Debía ser muy tarde ya, tal vez más de mediodía. Aquello no solía pasarle, era muy raro que durmiera tanto y más aún que se levantara sintiéndose tan descansado.
Bostezó, suspiró, sonrió. Se sentía bien y eso no era normal.
Con una gran sonrisa, diferente a todas aquellas que forzaba al iniciar el día, salió de la pequeña habitación rumbo a la cocina, a buscar a su hermana menor.
Estaba de espalda, entretenida en el fogón; agregaba verduras cortadas en cubo a lo que parecía ser una olla de caldo.
—¡Huele delicioso! —El joven se asomó por encima de la pequeña muchacha, se asombró al ver el contenido de la cazuela—. ¿Eso es cerdo guisado?
La menuda joven se volteó, sus ojos tardaron en enfocarlo.
—¡Lys, al fin has despertado! —Sí, es cerdo guisado. Lo ha traído Sluarg muy temprano por la mañana, dijo que el pago de anoche fue tan generoso que alcanzó para esta ración de cerdo. —La chica esbozó una gran sonrisa—. ¡Tú debes ser el mejor guardia que existe! Todos esos señores ricachones quedan felices cuando los escoltas de regreso a sus casas.
Él carraspeó. A pesar de que ella casi no podía verlo, la rehuyó avergonzado. Tomó el cucharón de madera y comenzó a revolver el guiso.
Las propinas que sus clientes le dejaban jamás eran suficiente para carne, a veces para queso o pescado, al menos eso era lo que decía Sluarg. Que esta vez hubiera alcanzado para cerdo era una gran sorpresa y más porque solo tuvo un cliente durante toda la noche, uno que ni siquiera le pidió una caricia.
El hombre pasó con él alrededor de un cuarto de vela de Ormondú y luego se fue. Por eso, Lysandro pudo dormir y descansar como hacía mucho no tenía oportunidad. Los clientes no solían tratarlo así aunque les complaciera toda la noche, nunca dejaban propinas tan generosas. Entonces, ¿por qué ese joven, que ni siquiera quiso que se desnudara, pagó tanto? ¿Acaso su charla había sido tan brillante? No creía que ese fuera el caso.
—¿Qué estás haciendo? —Su hermana le quitó el cucharón de la mano—. ¡Vas a aguar el guiso de tanto revolver!
—Me distraje. —El joven se sentó a la pequeña y rústica mesita de madera mientras esperaba que la comida estuviera lista—. ¿Qué harás hoy, Cordelia?
La jovencita dio un pequeño salto y fue a sentarse a su lado.
—¡He compuesto una nueva melodía! ¿Podrías escucharla y decirme qué piensas?
—Después de comer te escucharé tocar.
Ambos charlaban mientras comían. En el salón de El Dragón de fuego, Lysandro tenía la oportunidad de probar los exquisitos canapés y platillos que a veces sus clientes compartían con él, pero ninguna comida, por más elegante que fuera, podía compararse al sabor de la que preparaba su hermana. Casi no podía ver, pero eso no evitaba que fuera tan excelente cocinera. Tenía un don especial para combinar sabores, siempre encontrando algo nuevo que seducía el paladar. Le daba el toque exacto, entre salado y picante, a los guisos. Si preparaba dulces estos eran cremosos o crujientes, en el punto medio sin llegar nunca a empalagar.
Nada en el mundo llenaba el seco corazón de Lysandro de tanta felicidad como Cordelia. Era por ella y para ella que se mantenía de pie, que se levantaba cada día y soportaba cada noche. Su hermana era lo único que tenía en la vida.
El joven se acomodó sobre cojines y pieles en el saloncito de la humilde casa mientras ella tomaba la lira y se sentaba en un taburete alto. Cordelia cerró los ojos y empezó a tocar como no había dejado de hacerlo desde que su padre le enseñó, hacía ya muchos años. Las pequeñas manos se paseaban, virtuosas, arrancando hermosas notas a las cuerdas. La melodía, como siempre, lo trasladaba a otro tiempo mucho más feliz, cuando su padre vivía.
Ella tocaba y él podía sentir el olor del pasto recién húmedo que rodeaba la pequeña finca donde habitaron de pequeños; el pan que preparaba su madre, cocinándose en el horno; la risa de su padre; el brillo de su espada.
Entre remembranzas y dulces melodías se fue el tiempo. Lysandro suspiró al darse cuenta de que afuera el sol empezaba a morir. Hizo un esfuerzo para reconstruir su alma después de tantos recuerdos. Se levantó de los cojines y acarició el cabello lacio de su hermana, tan negro como el suyo y como lo había sido el de su padre en vida.
—¡Ya sé! —La joven dejó de tocar. Su diminuta boca de labios regordetes se torció con disgusto—. Debes irte. ¿Acaso esos ricachones no pueden tener su propia escolta, que te necesitan todo el tiempo?
Él sonrió apesadumbrado.
—Si ellos no pagaran no tendríamos esta casa ni qué comer.
La jovencita suspiró y se levantó sosteniendo la lira. Caminó unos pasos, con las manos al frente lo buscaba, al hallarlo se abrazó de su cuello.
—Sé que tienes razón. Perdóname por ser tan egoísta. Prometo valorar más tu esfuerzo y todo lo que haces por mí. ¡Si tan solo me dejaras trabajar!
El joven la estrechó en sus brazos con fuerza y apoyó el mentón sobre su coronilla.
—No es necesario. Mientras yo viva nada te faltará.
Ambos hermanos permanecieron un rato en los brazos del otro, reconfortándose en el calor ajeno, rogando que aquel momento no tuviera que terminar.
—Coloca la tranca, ¿sí?
La joven protestó ante la petición:
—Si coloco la tranca, ¿cómo entrarás?
—Si se me hace tarde, regresaré por la mañana para no despertarte.
—Rogaré a Surt porque tengas poco trabajo esta noche, igual que ayer, y puedas venir a dormir a casa.
Lysandro sonrió y secundó la petición de su hermana, aunque sabía que esa noche no tendría tanta suerte. ¿Qué posibilidades había de que ese hombre volviera a pagar toda una noche por solo charlar con él un cuarto de vela de Ormondú? Ninguna.
Sin embargo, el joven no se amilanó. Cerró los ojos un momento y se vistió de indiferencia. Caminó erguido fuera de la choza, ubicada en el patio del Dragón de fuego. De todos los jóvenes que allí trabajaban, él era el único que tenía una vivienda propia.
Cuando cruzó la puerta trasera del establecimiento para entrar, el bullicio de los chicos lo recibió. Se preparaban cada uno para su noche: las que bailaban, las que cantaban, las que tocaban algún instrumento o los que solo se acostaban con los clientes. Sin excepción, todos debían lucir radiantes, incluyéndolo.
—¡Vaya, vaya, la flor más exótica de este jardín se ha dignado aparecer!
Lysandro pasó por al lado de Sluarg sin siquiera mirarlo, pero el hombre obeso lo siguió hasta colocarse junto a él.
—Fuiste a mi casa esta mañana —le reclamó el joven con voz cansina—. No quiero que vuelvas a hacerlo.
El otro se burló.
—¿De veras? Oh, Su Señoría, disculpadme, ¡por favor! —El kona lo haló del brazo para que lo mirara de frente—. Sí recuerdas que esa no es tu casa ¿verdad? ¿Qué solo vives allí por mi caridad? Si yo no hubiese convencido a la señora, ella jamás habría accedido.
—Sabes que pago por ella. —El bailarín se zafó de su agarre y continuó caminando.
—¡Já! algo que apenas alcanza.
—Pago con más que dinero.
Lysandro entró a la recámara que usaba en el burdel, allí, una criada de edad madura lo ayudaría a prepararse para la noche.
—Hablando de eso. —Sluarg se pegó a su cuerpo y lo acorraló contra la pared—. Ya me debes. ¡Largo! —le rugió a la criada, que salió sin mirarlos.
Las manos morenas del obeso hombre comenzaron a acariciarlo por encima de la ropa mientras se frotaba contra él. Lysandro esquivaba sus besos, odiaba que le besaran el rostro, mucho más la boca.
—No quiero que vuelvas a ir a la casa. No quiero que hables con mi hermana, te lo he dicho mil veces.
Sluarg se separó de él y lo miró con sorna.
—Y nunca he entendido por qué. Ella y yo podríamos ser grandes amigos. Toca estupendo la lira, aquí sería muy apreciada.
Lysandro lo empujó.
—¡Ni se te ocurra! Llegas a ponerle un dedo encima y te juro que te mato y después quemo este maldito lugar.
El hombre lo miró incrédulo y luego largó a reírse con ganas.
—¡Sí que eres gracioso, niño! Mira, solo trato de ayudarlos. Si ella comenzara a trabajar, tal vez entre los dos podrían pagar su contrato y ser libres.
Ahora fue Lysandro quien se rio mientras caminaba a la bañera.
—¡No me digas! A ver, Sluarg, ¿Cuántos han logrado pagarle a la señora e irse de esta mierda?
El hombre caminó hasta él, tomó un mechón del negro cabello y se lo llevó a la nariz para olerlo. Lysandro se lo arrebató de las manos.
—Es que despilfarran. No saben ahorrar. Tú eres igual, comprando medicinas costosas traídas de quién sabe dónde, esperando que alguna haga el milagro y le devuelva la vista a tu hermana. En lugar de gastar el dinero en esa inutilidad deberías prepararla para ser como tú. ¡Una prostituta ciega que toca la lira como las basiris! Sería más famosa que Gylltir.
—¡Asqueroso! —Lysandro se volteó y se le fue encima—. ¡Maldito gordo! Ella solo es una niña.
Sluarg tomó sus muñecas. Eran casi del mismo alto, pero con una diferencia notable en el peso. El hombre moreno lo arrastró con facilidad hasta arrojarlo sobre la cama y luego se subió sobre él.
—Voy a tener que recordarte quien es el jefe. No creas que porque tu culo me gusta vas a hacer lo que te dé la gana.
Sluarg sujetó con una mano ambas muñecas por encima de su cabeza, con la otra empezó a romperle la ropa.
—Y si quiero que tu hermana sea una de las chicas, lo será. Ustedes dos son esclavos, no lo olvides.
Lysandro cerró los ojos y se mordió el labio inferior. Se odió por ser tan estúpido, tenía que controlar su temperamento, el odio que llevaba años carcomiéndole las entrañas. No podía arriesgarla, así que cambió de estrategia. Acercó el rostro al de Sluarg y le besó los labios conteniendo las náuseas.
—No la necesitas a ella. Te demostraré que solo yo soy suficiente. —El esclavo se incorporó y acercó el rostro de nuevo a la gruesa cara del kona y le lamió los labios. Se soltó las manos de su agarre y le acarició la entrepierna despierta. El hombre se estremeció en sus manos, sus ojos se encendieron de deseo.
—Así me gustas más, mi querido Lysandro: dócil, obediente y cariñoso.
Sluarg le arrebató el pantalón y le separó las piernas para acomodarse entre ellas. El muchacho cerró los ojos preparándose mentalmente. Inhaló hondo cuando lo sintió abrirse camino en sus entrañas, la respiración se le desencajó. El hombre se apoyaba en sus codos; las gotas de sudor que le caían sobre la cara le estremecían de asco. Pero, como siempre, Lysandro se obligó a resistir. Abrió la boca para recibir también su lengua.
Después de un rato, cuando la pasión hacía estragos en su amo, se movió como sabía que a él le gustaba y después se quedó quieto, con la vista fija sobre él. Sluarg le miró contrariado, era obvio que deseaba que el joven continuara moviéndose como lo había hecho antes. Entonces el muchacho hizo su jugada.
Con la voz temblorosa, como si en realidad el deseo la quebrara, le habló:
—Prométeme que la dejarás en paz. —Y volvió a mover las caderas de esa forma que al otro le enloquecía.
—¿A quién? —le preguntó el kona en un aliento.
—A Cordelia, a mi hermana, prométeme que jamás la tocarás. —Lysandro continuó moviéndose en círculos bajo su cuerpo, forzando a sus entrañas a resistir, a ser complacientes por una enésima vez. Sentía el miembro duro del protector de esclavos a punto de estallar.— ¡Promételo!
—¡Ah! ¡Sí, sí, te lo prometo! —Sluarg hundió el rostro en el hueco entre su cuello y su hombro mientras se corría.
El esclavo se aseaba en la bañera mientras Sluarg se vestía. Tenía ganas de tallarse la piel con la esponja hasta hacerla sangrar. Eran esos momentos de su vida los que más odiaba: no que se lo follaran, sino aparentar que le gustaba. Eso lo hacía sentir infinitamente miserable, menos que basura.
Apretó los puños y enterró las uñas en sus palmas hasta que el dolor calmó la miseria que sentía en su pecho.
Cuando el encargado se hubo vestido, este caminó hacia la bañera, se inclinó y le acarició la mejilla. Sus ojos le veían con dulzura, una que Lysandro estaba seguro no era tal, solo la obnubilación pasajera posterior al sexo. Cuando aquello se disolviera volvería a ser el malnacido que solía ser.
Sluarg metió una mano en el bolsillo de su chaqueta y sacó una bolsita. El esclavo la reconoció. Su noche solo iba de mal en peor.
—Aquí tienes. Será bueno que prepares la infusión y la bebas cuanto antes —dijo el hombre dejando la bolsita sobre la mesa, al lado de los aceites perfumados y el limón que usaba la doncella para hacerle brillar el pelo—. Hoy te ha pedido el ministro del Tesoro, no lo decepciones. Ese hombre paga con oro, hazlo bien y consigue que se te pare, no metas la pata como la última vez.
La dulzura en los ojos de Sluarg se había congelado más rápido que el agua de Northsevia. Su risa burlona resonó en la habitación mientras Lysandro veía con asco y horror el talego. No solo tendría que fingir, sino obligarse a cumplir como hombre y cogerse a un tipo viejo, huesudo y malvado, tanto o más que su protector.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top