Capítulo I: "El goce está en hacer lo prohibido"

Onceava lunación del año 104 de la era de Lys. Eldverg, reino de Vergsvert.

El príncipe Karel se recostó del espaldar acolchado y forrado en piel del asiento del carruaje. Miró sin ningún disimulo a Arlan, su cuarto hermano, quien sonreía sentado frente a él.

—¡Ah! ¡Karel, relájate! —La sonrisa en el rostro del tercer príncipe, Arlan, adquirió aspecto cínico—. Esos engreídos sorceres augsverianos seguro no saben divertirse. Ahora que mi hermanito menor se ha vuelto un hombre y ha regresado a casa, quiero llevarlo a conocer lo que en realidad es diversión.

Karel suspiró y apartó la mirada del rostro de piel tostada de su hermano. Dirigió los ojos verde oliva a la ventanilla del carruaje. Cruzaban, rumbo al exterior, el camino frontal del palacio, custodiado a ambos lados por altos árboles. La multitud de antorchas y lámparas de aceite le permitían admirar las formas caprichosas como estaban recortados. Ya habían dejado atrás los jardines de flores multicolores y el espléndido lago cubierto de nenúfares. El joven príncipe volvió a suspirar. Todo lucía exactamente igual a como lo dejó dos años atrás, en su última visita.

A pesar de que Vergsvert era su tierra y ese palacio su hogar, él no lo sentía como tal. Cada vez que volvía de Augsvert, donde estudiaba, no dejaba de sentirse como un extraño. Y no eran solo las vistas o el espacio que lo rodeaba, era su propia familia.

No sentía ningún lazo para con ellos y eso a menudo le provocaba sentimientos de culpa. La persona más cercana era su madre, pero ni siquiera a ella le había abierto su corazón.

Dos noches atrás, cuando llegó a Vergsvert, los nervios le hicieron sudar las manos. Vería de nuevo a su padre, el rey Daven, a su madre y a sus hermanos y hermanas. Al entrar en el gran salón, toda su familia lo esperaba, incluso los ministros y consejeros del reino. Pero a pesar de que estaban allí y del largo tiempo que llevaban sin verse, la recepción fue fría y protocolar, el vacío en su pecho creció hasta parecerle inconmensurable. Se recriminó internamente por haber esperado un recibimiento más cálido.

Se odió por extrañar tanto el palacio Adamantino en Augsvert, dónde había estudiado por once años. Delante de su familia tuvo que contener las lágrimas al recordar que tal vez nunca más volvería a ver a los amigos de toda la vida, ni a sus maestros. Estaba de vuelta para ocupar el lugar que Surt, el tejedor de hilos, dispuso para él cuando nació: el cuarto en la línea de sucesión al trono de Vergsvert.

Pero lo peor no era tener casi nula opción a reinar, sino los inexistentes lazos con sus allegados, el ser un extraño entre los suyos, sin amigos, sin sentir el amor que se supone debía tener por su familia y su tierra.

Suspiró de nuevo al contemplar el círculo inacabado de la luna. De corazón esperaba cambiar su sentir, quería integrarse en su familia y su reino, dejar de percibirse como un forastero. Por eso aceptó la invitación de su hermano mayor. Aunque tenía dudas de sus planes porque a él lo recordaba como bastante alocado e inclinado a romper las reglas. Ojalá esa salida no lo llevara a sentirse más alejado de él.

—Y ¿exactamente a dónde vamos?

—¡Impaciente! —La sonrisa ladeada acompañó sus palabras. Arlan se inclinó al frente y tomó entre los dedos un mechón de cabello castaño—. Tienes ya dieciocho años y te has vuelto un hombre muy apuesto, hermano. Por fortuna, te pareces a tu madre y no como yo que heredé la fealdad de nuestro padre. —Soltó una carcajada estridente—. Pero eso no es tan malo, las mujeres dicen que tengo un peculiar atractivo. A ti con esos ojitos... ¿De qué color son? ¿Verdes o ámbar? Como sea, no te será difícil conquistar muchas damas.

El príncipe Karel se sintió incómodo. El comentario de su hermano trajo a su mente un recuerdo.

Detrás del palacio Adamantino, en Augsvert, había una colina y bajando por esta, un camino escarpado. Casi nadie lo transitaba porque era bastante peligroso, pero allí siempre había faisanes, así que él gustaba de ir a practicar la arquería en ese lugar. Un día uno de sus compañeros lo acompañó. No eran cercanos, pero Karel notaba que este compañero siempre lo veía de una manera extraña y cuando lo hacía algo revoloteaba en su pecho, algo que no le pasaba ni siquiera cuando la más bella de sus compañeras le acariciaba la mano.

En medio de la soledad del bosque una cosa llevó a la otra y terminaron besándose. Aquello fue más bien algo inocente y no pasó a más. De hecho, Karel cortó toda relación con ese compañero, nunca hablaron de lo sucedido, pero en el corazón del príncipe surgió una duda: ¿y si le gustaban los hombres? Eso era algo que prefería no dilucidar, una interrogante a la que no deseaba hallarle respuesta, tal vez porque en el fondo ya la conocía.

De pronto su hermano volvió a hablar interrumpiendo sus pensamientos.

—Es mejor que te diviertas, mientras puedas. Padre tiene grandes planes. Sueña con unificar Vergsvert. Un sueño así demanda sacrificios. —Arlan volvió a sonreír con cinismo—. ¿Y a que no adivinas quienes serán los sacrificados? —Su mano le palmeó la rodilla en un gesto condescendiente—. Diviértete hoy y mañana y pasado, hasta que nuestro amado rey decida llamarte a tomar tu lugar en la rueda sacrificial y te asigne un batallón. De allí derechito a la guerra, y quiera Saagah, el poderoso, no corras con la suerte de nuestro primer hermano y la lanza del enemigo no se clave directo en tu corazón.

Arlan terminó sus alentadoras palabras con otra carcajada que resonó en el reducido espacio del carruaje.

Alrededor de un sexto de vela de Ormondú después, habían entrado en Eldrverg, la capital del reino.

—Ten —le dijo Arlan entregándole un antifaz negro con arabescos plateados.

Karel vio el accesorio en manos de su hermano con reticencia.

—¿Para qué es eso?

El tercer príncipe sonrió de lado poniéndose uno propio, pero blanco, con decoraciones en rojo que le daba el aspecto de estar manchado de sangre.

—A dónde vamos es mejor mantener nuestra identidad en secreto.

Las dudas de haber cometido un error al aceptar la invitación lo asaltaron con más fuerza. Karel resopló por la nariz antes de hablar.

—Hermano, agradezco tu invitación, pero si lo que hacemos es algo prohibido, preferiría...

Arlan no lo dejó terminar. Dejó salir otra de sus carcajadas estrafalarias.

—¿Desde cuándo porque algo esté prohibido no se puede hacer? Todos los nobles van a donde te llevo y disfrutan de lo que su poder y riqueza les permite. Sospecho que hasta nuestro magnánimo padre ha ido más de una vez. No te sientas mal, hermanito. Te aseguro que esta noche te divertirás. Eso sí, no reveles tu identidad.

El príncipe Arlan abrió la portezuela del carruaje. Antes de descender volvió la cabeza hacia Karel.

—Recuerda, el goce está en hacer lo prohibido.

Él vio el antifaz en sus manos, cada vez menos convencido de lo que hacía, sin embargo, suspirando, se lo colocó en el rostro y se apeó también del carruaje. 

Delante tenía un camino franqueado a ambos lados por altas antorchas que le daba un aire romántico y misterioso a la construcción que se erigía unos doscientos pasos al frente.

El edificio estaba construido en piedra rojiza, el resplandor del fuego de las antorchas acentuaba su color ardiente. Karel avanzó detrás de la robusta figura de su hermano mayor. A medida que se acercaban se hacía más audible una melodía alegre de liras, flautas y panderetas, así como un exuberante aroma que no supo identificar. A cada lado de la escalinata central se alzaban un par de bellas estatuas de mujeres con el torso descubierto y alas, esculpidas en piedra blanca.

Al ver aquello, Karel de nuevo se sintió inquieto. Tuvo el impulso de dar media vuelta y volver al carruaje, pero antes de que pudiera hacerlo, el príncipe Arlan, con su rostro sonriente, extendió el robusto brazo y lo posó alrededor de su cuello, atrayéndolo a su cuerpo. Sin escape, no le quedó otra alternativa que caminar junto a su hermano al interior del edificio.

Adentro hacía calor. El perfume que al principio no reconoció era la costosa y exquisita resina de ciel. El decorado interior tampoco escatimaba en lujos. Finas telas de organza roja con bordados en oro adornaban el salón. Grandes lámparas de aceite colocadas en las paredes iluminaban de manera parcial, dando un aire de intimidad, velando figuras y revelando otras.

Al frente, en una tarima, una pequeña orquesta se encargaba de la alegre música.

Las mesas bajas rodeadas de cojines, dispuestas a unos diez pasos entre sí, tenían una pequeña vela en el centro, en medio de jarras de licores y copas de bronce. Sus ocupantes usaban máscaras como la que él mismo llevaba, y acompañándolos, en algunas, había hermosas mujeres con poca ropa que reían con ojos entornados y dedicaban caricias voluptuosas a los hombres enmascarados.

A Karel se le secó la boca. Su hermano le había llevado a un burdel.

—Y bien, ¿qué te parece? —le preguntó, sonriendo, en voz alta para hacerse oír por encima de las voces risueñas y la música, sin prestar atención a la expresión horrorizada de Karel—. Vamos, por allá está nuestro reservado.

De repente las piernas del joven príncipe se habían convertido en plomo, el aroma dulce del salón le dificultaba respirar, los oídos le zumbaban.

Avanzó hasta el reservado de su hermano, entre las mesas y los sirvientes que llevaban jarras de vino y bandejas con canapés. Allí ya se encontraban otros dos hombres, también con el rostro oculto por máscaras decoradas. Karel tomó asiento entre montones de cojines multicolores de texturas suaves y velludas. En menos de lo que tarda una brizna de paja en consumirse al fuego, una hermosa mujer, vestida con sedas semitransparentes, dejó en una mesita casi al nivel del suelo una gran jarra con vino de pera, copas de plata y delicados canapés.

Los que ocupaban la mesa los saludaron con inclinaciones de cabeza y sonrisas emocionadas. Karel se sentó al lado de su hermano que, de inmediato, comenzó a bromear con los otros. El joven príncipe se sirvió la copa casi hasta arriba y bebió gran parte del contenido en un solo trago. El calor del licor se dispersó por su cuerpo infundiéndole algo de tranquilidad. Ojalá a su hermano no se le ocurriera la brillante idea de sugerir que intimara con alguna de aquellas mujeres.

Al cabo de un rato la orquesta cesó. Karel miró a su alrededor, extrañado, porque al silencio siguió una gran ovación de los presentes. El príncipe Arlan le tomó del brazo y le dijo al oído:

—Prepárate, hermanito, para que se te haga agua la boca.

Sonrió, aunque por dentro pensó que difícilmente algún espectáculo femenino pudiera lograr algo como eso en él.

Los músicos de la orquesta cambiaron de lugar. El joven de la lira fue sustituido por otro con un tambor, el de la flauta también se fue y solo quedó la joven que tocaba la pandereta.

El tambor inició un rítmico sonido in crescendo. De uno de los laterales del escenario, velado por cortinajes de brillante bermellón, salieron dos hermosas jovencitas ataviadas de manera similar, excepto porque una iba vestida de blanco y la otra de negro. La de negro era más alta. Llevaba el cabello, tan oscuro como su ropaje, suelto, adornado por broches y cadenas doradas. De sus manos también pendían multitud de pulseras, algunas de cuentas de colores y otras de metales que se anclaban en sus finos dedos. Su atuendo, todo en seda de araña negra con bordados dorados, constaba de un pantalón suelto, una sobrefalda hasta los tobillos, abierta a los lados desde la cadera y cubriéndole el pecho, llevaba una túnica negra.

Ambas señoritas tenían el rostro maquillado de manera exquisita, con arabescos blancos para la jovencita más baja, que tenía piel dorada y rojo para el alta. En esta última el maquillaje creaba un efecto impactante dado el color tan claro de su piel y su cabello, como brillante obsidiana. Ambas eran hermosas y estaban vestidas y adornadas de una forma elegante y sensual.

Arlan de nuevo se inclinó hacia él.

—Ve el espectáculo, hermanito y disfruta, que nunca contemplarás algo igual. Eso sí, intenta no enamorarte, ja, ja, ja.

Cuando el golpe de los tambores se incrementó, las jóvenes sobre la tarima hicieron una reverencia. La pandereta hizo su aparición y entonces, ambas jovencitas se despojaron de las túnicas.

Karel sintió como sus ojos verdosos se abrían, sorprendidos. La chica de blanco quedó con un corpiño que apenas le cubría el pecho, pero la otra... La otra descubrió su pecho plano.

El joven de negro —Porque a quien antes tomó por otra fina jovencita era un hombre— reveló su torso pálido, delicado, con músculos apenas delineados. De un collar dorado, que previamente el príncipe no viera, salía una cadena del mismo metal, la cual terminaba en el cinturón que llevaba atado.

Cuando la música incrementó su ritmo, también lo hicieron los latidos de Karel.

El bailarín de negro tomó una espada del suelo y ambos muchachos comenzaron una danza donde el hermoso joven, en medio de movimientos llenos de elegancia y fuerza, intentaba herir a la chica de blanco, quien le esquivaba con gráciles pasos.

Durante lo que duró el baile solo se escuchó la música del tambor y las panderetas y el aliento contenido de los presentes. El joven de negro giraba de una forma majestuosa y seductora. Cada movimiento era ejecutado con una magnífica habilidad. Realmente parecía que luchaba. El príncipe Karel, que había estudiado en Augsvert Tek brandr, la más avanzada técnica de espada, podía darse cuenta de que ese joven bailarín no solo bailaba. En su ejecución había destreza marcial.

Y también belleza.

Ese hombre era la persona más hermosa que había visto jamás.

—Cierra la boca hermanito —le dijo el príncipe Arlan con sorna.

—¿Cómo se llama?

—A ella le dicen Gylltir.

Sin darse cuenta, Karel negó y señaló con su dedo moreno al bailarín.

—¡Ah! ¿Él? —le preguntó Arlan—. También es hermoso. Es Lysandro.

—Lysandro —dijo para sí el príncipe Karel, saboreando cada sílaba— ¿Los chicos también son...

—¿Si puedes pagar para estar con ellos? —Arlan rio—. Aquí puedes pagar por lo que sea si tienes suficiente dinero. ¿Quieres tirarte a Gylltir, a Lysandro o a la vaca del establo? Paga y listo.

—Pero, está prohibido yacer con otros hombres.

—También está mal visto que la nobleza esté con putas, por eso el antifaz, hermanito. Mientras no reveles tu identidad no habrá problema. Los sacerdotes de Oria no tienen por qué enterarse. Ahora disfruta, nadie te condenará por ver.

¡Ver!

Ya lo había visto y estuvo seguro de que esa imagen ya nunca más podría sacársela de la cabeza. 

***Ilustracion del baile hechizante de Lysandro. ¿Qué les parece?


****¿Qué les parecieron el príncipe Karel y el príncipe Arlan?


Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top