⚘ 15: Colores.
«Eres el color más vivo en el lienzo de mi alma».
Todas las tardes después de terminar sus tareas, Chan y Jeongin se encontraban en aquel lugar dónde vieron el ocaso por primera vez.
Cada vez que se veían, surgía más afinidad entre ellos. Deseaban compartir más tiempo juntos, pero conocían la imposibilidad, no podían arriesgarse más.
Un día en el que estaban hablando bajo la sombra del árbol, Jeongin empujó a Chan en medio de un jugueteo, el noble cayó hacia atrás impactando con la corteza del árbol y ésta de quebró.
Así encontraron su nuevo escondite.
El interior del gran árbol era lo suficiente amplio para que los dos entraran cómodamente, fue un gran trabajo limpiar y encontrar una manera adecuada para ocultar la entrada. Tras intentar varias formas, Jeongin la cubrió con enredaderas, arbustos y la naturaleza se encargó del resto.
Se veían satisfechos en el exterior, pero en el fondo ambos estaban bastante tristes; ellos no querían esconderse como un par de ladrones, sin embargo, no había que ser muy inteligente ni preguntar si el otro estaba de acuerdo, ambos sabían que lo que hacían estaba prohibido, estaba mal a los ojos de la sociedad y podría traer graves consecuencias.
Ambos lo sabían, pero estaban reacios a separarse. Chan, un chico de alta alcurnia que se sentía solo y poco comprendido mientras que Jeongin provenía de una familia humilde dedicada al trabajo de campo, se sentía incomprendido, abandonado a su suerte y rechazado por la familia que amaba.
Sentían una gran afinidad.
Ambos tenían diferentes talentos, pero sacaban su inspiración de la misma fuente. Cada vez que Jeongin pintaba pensaba en Chan, en todo lo que le hacía sentir y en aquellos colores que el cielo mostraba a la puesta de sol. Jeongin retrató a Chan más de una vez, con distintos colores que reflejaban sus sentimientos.
Cuando se los hacía llegar, Chan le mostraba su felicidad con besos, abrazos y caricias. Así como también le entregaba postres que conseguía robar de las cocinas de la mansión antes de escaparse. Era un buen trato para ambos.
Chan guardaba las pinturas de Jeongin debajo del suelo de su habitación, removía uno de los pedazos de madera y las envolvía en telas finas para que no se dañaran. No podía permitir que alguien más los viera, pero tampoco se privaría de ellas. Los veía cada noche e incluso cuándo tenía un mal día, le recordaban a Jeongin y Jeongin le traía felicidad.
El lienzo que más cautivó a Chan fue el que Jeongin le entregó tras la primera vez que plasmaron su querer en placer carnal, cuando sucumbieron a la pasión y sus cuerpos se volvieron uno. En la composición se hallaban juntos, mirándose y sus labios casi unidos en un beso. Era sublime, a Chan le pareció una obra de arte y estaba seguro que lo mismo pensarían los demás si pudieran verla.
Chan llegaba a sentir pena e impotencia por la situación de Jeongin, si no tuviese la mala fama que lo popularizó en el pueblo, cualquier pintor lo recibiría bajo su tutela hasta que puliera su talento y pudiera llenar el corazón de las personas con sus cálidos colores.
De vez en cuando, Chan le compraba pinceles o pinturas que mandaba como recado a alguno de sus criados asegurando que estaba aprendiendo a pintar ¡Él ni siquiera podía dibujar un árbol! Pero conservó algunas de las pinturas, así como intentó pintar para darse credibilidad a su mentira.
Viendo la historia desde otra perspectiva, Chan no era un inculto o una persona poco interesante. El misterio que Chan transmitía fascinaba a Jeongin, casi siempre estaba en silencio escuchándolo hablar, solo interrumpía ocasionalmente. En contadas ocasiones comenzaba una conversación o historia, y hablaba más cuando estaba de particular buen humor. No importaba cuál fuera la faceta de Chan; Jeongin estaba enamorado de él.
Bang Chan podría llamarse un prodigio con el piano. Desde muy pequeño logró destreza sin igual con el instrumento y para sus diez años interpretaba piezas complejas, incluso se le otorgó el honor se presentarse en eventos importantes de la alta sociedad.
La realidad era que a Chan no le gustaba.
Amaba el piano, sí, pero no le gustaba tocar para personas que ante sus ojos no eran mejores que un montón de pulgas buscando el mejor perro para vivir. Muchas veces no prestaban real atención a sus notas, solo aplaudían al finalizar por el apellido de Chan. Le faltarían dedos para enumerar las veces que familias de buena posición le ofrecieron un matrimonio. Sus padres rechazaron las propuestas esperando el momento correcto, a la chica indicada que aportaría quién sabe cuántas propiedades y riquezas a la familia Bang.
Se sentía asqueado con solo saber que era un eslabón más en aquella cadena.
Si Chan tenía un defecto, ese era no interesarle las temáticas tratadas por los hombres de su posición, debido a ello seguía contando con instructores en cada una de las materias. Sus padres sabían que, si no los tenía, no progresaría en ciencias políticas, matemáticas, economía, geografía y demás.
Cuando tenía una tarde libre no tardaba en subir al último piso de la mansión y encerrarse en una habitación vieja que desde hace años no era visitada por algún otro miembro de la familia. En dicho lugar se encontraba un piano blanco que perteneció a su abuela paterna, desde esa habitación podía tocar sin ser escuchado.
Chan descubrió esa habitación cuándo era pequeño, observó el piano con fascinación, atraído. Le gustó mucho más que el de sus lecciones, cuándo lo inspeccionaba reparó que en el lateral izquierdo exhibía una inscripción en dorado con fuente cursiva.
«La melodía plasma el sentir del alma que solo el oído indicado podrá discernir».
Desde ese momento Chan creyó sin el mínimo escrúpulo que no solo las palabras podían ser escuchadas.
En ese piano tocaba sin partitura, sus dedos danzaban por las teclas como lo dictaba lo más profundo de su ser, creando melodías hermosas que transmitían su sentir.
Él no plasmaba sus obras pues las sabía de memoria, venían a él. Mas después de lo vivido con Jeongin, los sentimientos fluyeron a través de él con más fuerza y escribió las partituras para entregárselas. Quizás él no las entendiera por sí mismo, pero Chan sintió que era lo más personal e íntimo que podía darle.
Jeongin nada sabía de solfeo, pero era feliz con saber que Chan se tomaba el tiempo de componer algo para él. Para escuchar la música visitaba a una de las clientas de su padre, una mujer mayor, viuda y sin hijos, era muy amable y le tenía simpatía a Jeongin por lo que interpretaba para él sin recelo alguno las partituras de Chan, llamándolas hermosas, pulcras e inigualables.
Cuando preguntaba de dónde las sacaba, Jeongin respondía que pertenecieron a un familiar fallecido que las guardó en un baúl hallado hace poco.
Jeongin pasaba días con la melodía en la cabeza hasta que la comprendía y acertaba con el sentimiento que Chan sintió al crearla, entonces era cuándo el mayor accedía a entregarle una nueva partitura.
Chan no podía explicar lo que sentía cada vez que Jeongin acertaba, era como si lo conociera más profundamente que él mismo.
—Jeongin —le llamó una tarde en la que la nubes de lluvia no permitieron ver con claridad el ocaso como todos los días.
El menor lo observó con un interés casi infantil, con luz en sus pequeños ojos.
—Te amo.
Esas sencillas palabras causaron estragos en ambos; Chan estaba nervioso y se sentía desnudo ante Jeongin mientras que el más pequeño sentía como toda una gama de sentimientos afloraban.
—También te amo —respondió Jeongin.
Posó la mano en la mejilla de Chan, se acercó a él uniendo sus labios en un cariñoso beso.
—Chan —le llamó Jeongin, al separarse de sus labios, lo suficientemente para verlo a los ojos—. Nunca me dejarás solo ¿cierto?
—Jamás, lo prometo —susurró, luego le besó una vez más—. Podría jurarlo sin dudarlo.
—¿Me prometes que serás mío, sin importar qué? Aunque te cases con esa mujer quiero que sigas siendo mío —Jeongin transmitía miedo e incertidumbre, Chan le acarició las mejillas y el labio inferior con su pulgar.
—Jeongin —susurró viéndole a los ojos, mostrándole una tímida y cariñosa sonrisa—. Yo siempre seré tuyo, incluso cuando mi cuerpo sea parte de la tierra; mi alma será tuya.
—La mía también será tuya, Chan. Estaré contigo siempre.
Jeongin cerró sus ojos, apoyando la cabeza en el pecho de Chan, quien le daba caricias en el cabello.
Ninguno de los dos creyó que ese pacto sellaría su destino.
Muchos creen que las promesas no son más que palabras vacías, pero... ¿Qué pasa cuando ambas partes ponen su corazón y alma en cada palabra articulada?
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