Miércoles
Miércoles
El griterío constante de mis padres hizo que despertara más temprano de lo habitual. Me dolía la cabeza y sentía la garganta irritada. El resto de la noche la habíamos pasado entre alcohol y conversaciones tontas, y ahora me pesaba. Demasiado. A rastras llegué al baño, me lavé los dientes y la cara, y luego me quedé viendo en el espejo. Una ligera marca resaltaba en mi piel. Al final Thomas sí me besó, pero no en los labios.
Acaricié la marca y sonreí. Definitivamente era algo nuevo, y no tan íntimo, me dije, recordando el momento de la noche en que sus labios se adhirieron a mi cuello, secos y delicados. Ni siquiera alcancé a sentir su lengua, sólo el calor, el aliento a alcohol, y esa enredada mata de cabello azul oscuro. Una aventura. Quizá podría permitírmelo. La perspectiva más que excitante me resultaba perversa. No había sido mi intención inicial, pero ahora...
Dejé el pensamiento en el aire cuando escuché un ruido fuerte que parecía provenir de la primera planta, aventuré que quizá del comedor. Me enfundé la bata y descalza bajé los escalones de dos en dos. Antes de llegar, sin embargo, me detuve. Mis padres seguían discutiendo.
—No sé a qué viene todo esto, ¡no sé de qué demonios me estás hablando! —gritó mi padre.
—No lo he buscado, ¡por qué lo haría! Hasta el momento estaba cumpliendo mi parte a la perfección.
—Mintiéndonos a todos.
—Esto no es una mentira —gritó mamá—. Sólo... sólo es... Me encargué de eso en su momento de la manera que me pareció adecuada. De haber sido mi culpa no te lo habría comentado. Sólo quería que lo supieras para evitar...
—¡¿Todo esto?! —exclamó—. Ya es demasiado tarde, Johanna.
—¿Qué quieres decir? —masculló mi madre, ahogando un sollozo—. ¿Divorcio?
—¡Por supuesto que no! —respondió papá—. Sólo no me pidas más dinero, ya no pienso formar parte de todo esto. No es mi asunto, mucho menos el de Alana. Resuélvelo como mejor te plazca, sólo no nos hagas partícipe de tus errores.
—Así lo haré, querido —sollozó corriendo a sus brazos—. Así lo haré, lo prometo. Todo volverá a la normalidad.
—De paso deshazte de esos otros amantes que tienes. ¿No te parece que ya están demasiado gastados también? ¿O es que te gusta esconder niños en el clóset?
—¿Y qué hay de tu universitaria? —mencionó ahora mi madre con malicia.
Un prolongado escalofrío se apoderó de mi cuerpo. ¿A qué estaban jugando esos dos? ¿Se excitaban mutuamente hablando de sus conquistas? No me interesó. Con la misma meticulosidad con la que me había acercado, me retiré. Papá se había enterado de lo de Thomas pero, ¿por qué le interesaba ese amante en particular y no todos los demás? ¿Porque era pobre y podría llegar a chantajearlos? Esta razón me resultó de lo más estúpida, y sin embargo, no pude descartarla por completo.
Cuando me reuní con Thomas más tarde, mi ánimo seguía por los suelos. Por un segundo quise mandarlo todo por el caño y preguntarle directamente cuál era su relación con mi madre, por qué él era tan especial entre el sinnúmero de amantes que había tenido a lo largo de su vida. Obviamente no lo hice, y fingiendo un interés que no sentía, comencé a fotografiar como de rutina, mientras él me miraba desde cerca, tal vez también fingiendo que no le importaba mi presencia.
—Dame aquí —me dijo al notarme tan poco animada. Comenzó a hacer mi supuesto trabajo en mi lugar, y a la media hora lo dio todo por concluido—. ¿Resaca?
—¡Cómo lo desearía! —respondí con media sonrisa.
Se había hecho más tarde de lo habitual. La calle ya casi estaba oscura y fresca, y nosotros dos continuábamos ahí, casi recostados sobre el plástico pringado de pintura seca.
El mural seguía sin tener una forma clara. Lo miraba directamente, o a través de la fotografías, y todavía no entendía del todo el concepto. Los tonos rojos eran impresionantes, casi vivos, había una intensidad en las distintas tonalidades, una furia podría decirse, como una extensión de la frustración que Thomas parecía experimentar. Ese mural era un infierno, uno enorme y poco definido, pero claro igual, caliente y esclavizante; intenso no sólo por sus colores sino también por lo que provocaba al verlo. No podía estar segura de nada de esto, claro, pero al menos era lo que me hacía sentir. Dejaba que mi sensibilidad contrarrestara mi ignorancia de alguna u otra manera, y así me convencí.
—¿Tienes algún otro proyecto después de este? —pregunté, todavía ida en mis pensamientos. Pudiera ser que, incluso concluido mi contacto con él, yo quisiera seguirle la pista a su trabajo.
—Ninguno —suspiró.
La noche nos cayó encima en esa calle poco transitada. Sentí miedo y calma a la vez. A lo lejos se escuchaba el murmullo del tráfico y de las personas cansadas que arrastraban sus piernas hasta sus hogares. Algo similar evoca el mural de Thomas, me dije. Y aunque quise verlo otra vez, ya no pude; la oscuridad me lo negó.
Thomas jugaba con un cigarrillo encendido. La lucecita roja resaltaba en la penumbra, y desaparecía únicamente cuando algún auto hacía vía por esa solitaria carretera. Entonces extrañamente comenzaron a pasar, uno tras otro, casi rozándonos los pies. Thomas tiró al cigarrillo al suelo, y a los pocos segundos se levantó para pisotearlo. Se metió la mano en el bolsillo, por costumbre, sólo para después rechinar los dientes. Comenzó a recoger todas sus cosas. Esta vez no le ayudé. Estaba más pendiente de la luces de los autos que bañaban su silueta. Enfrascada en mis pensamientos, me volví a perder.
Estaba casi convencida de que no nos resultaba agradable la compañía del otro, y sin embargo, ya parecía haberse convertido en una costumbre soportarnos en silencio. Podía notar que yo no despertaba el más mínimo interés en Thomas, o tal vez se debiera a su carácter aparentemente reservado por naturaleza el que así me lo pareciera. Yo, por otro lado, siempre perdía mi propósito en su presencia. Olvidaba a mi madre por ratos, y la relación que, intuía, ambos compartían.
Nunca estuve tan equivocada en toda mi vida.
Ya casi eran las nueve cuando llegamos al bar de Sararí. Apenas miércoles, así que no estaba muy lleno, y no obstante, aprecié más gente que el día anterior. Al acercarnos al mostrador Sararí nos aproximó dos cervezas y una hermosa sonrisa que de inmediato supe no me pertenecía. Tomé mi cerveza, cogí la cajetilla de mentolados de mi bolso al tiempo que el encendedor, y me fue a internar en uno de los taburetes de la esquina. Thomas se quedó con ella. No llegué a escuchar su conversación.
Sararí parecía encantada. El rostro se le había iluminado por las constantes atenciones de Thomas y se reclinaba sobre el mostrador con cierta coquetería. Encontré la escena divertida, incluso vivificante. Noté autenticidad en las atenciones de Thomas, y sus comentarios sin duda debían ser muy acertados puesto que Sararí reaccionaba a ellos con una jovialidad envidiable. De golpe pareció perder treinta años. Sararí más tarde me diría que Thomas le recordaba a su difunto esposo, aunque sus manos no fueran tan buenas.
Varios minutos después el deber llamó a la mujer, y ya privado de sus atenciones, a Thomas no le quedó de otra que buscar mi compañía. Cuando noté que se me acercaba deshice el cigarro en el cenicero y tomé un largo sorbo de cerveza aunque ya no estaba todo lo fría que debería. Acercó un taburete y se sentó a mi lado, rodeándome la cintura de manera imprevista pero no por esto poco bienvenida.
—Tienes una amiga encantadora —sonrió Thomas al tiempo que se inclinaba y me besaba el cuello.
—Y más que eso, según las malas lenguas —comenté—. No pareces del tipo al que le importe.
—¿La edad? —inquirió.
—Entre otras cosas, sí —asentí—. ¿Me equivoco?
—Muy poco —respondió. Entonces, después de pasar un trago de cerveza, se abalanzó sobre mí con una delicadeza que desapareció cuando sus labios hicieron contacto con los míos.
El beso fue profundo, voraz, hizo que por un segundo perdiera el equilibrio y me sintiera desorientada. Ni siquiera me quedó tiempo ni espacio para recordarme de que se trataba de uno de los amantes de mi madre, aunque sospecho que, de haberlo tenido presente, igual no me habría importado. Era demasiado poco lo que había compartido con Thomas, y sin embargo, ya casi comprendía del todo —o al menos eso pensaba— por qué mi madre lo había enterrado en ese secretismo del que sólo gozaban sus predilectos. A medio beso recordé la discusión de esa mañana y me pregunté qué pasaría con Thomas ahora que su existencia y lo que significaba en la vida de mi madre ya no era un misterio. ¿Qué haría? Poco importaba ahora, recalqué. Mientras el beso continuaba, enterré los dedos en su cabello enredado y seco, en ese azul profundo que se tornaba negro en la penumbra y al que ahora las luces rojas del bar le arrancaban destellos púrpuras.
Nos separamos. Sentí como si hubiera cometido la peor de las atrocidades, aunque no era el caso, no podía serlo, traté de convencerme; no cuando yo era libre, cuando era mi madre quien faltaba a sus deberes, cuando mi padre la dejaba para él hacer lo mismo, mientras yo me encontraba en medio de ese jueguito de hipocresías bien disimuladas. Me mordí los labios con fuerza, para pronto retomar el beso con toda la intensidad que sólo la perversión puede provocar.
Me rodeó y me apretó tanto como sus brazos se lo permitieron. Sentí que me rompía, o al menos, que podría llegar a romperme. Quise liberarme, pues me lastimaba, pero Thomas insistía, embriagado, pero no por el alcohol, sino por las intenciones que desde el inicio había guardado para mí y que yo ya muy tarde descubrí.
—Ven conmigo esta noche —susurró cerca de mis labios.
—No puedo —respondí igual de quedo.
Humedeció sus labios y luego tomó su cerveza hasta acabarla de golpe. Se separó un poco y gesticuló hacia Sararí para que le trajera otra. Noté a continuación que Sararí nos miraba, cómplice, con una enorme sonrisa en su rostro. Cuando llegó con las dos cervezas, me indicó que me acercara a ella, entonces, en uno de esos juegos de susurros y secretos, me dijo:
—Sabes que tengo una habitación allá atrás que no me molestaría que usaran.
Le di las gracias para luego fijar mi mirada en Thomas.
No puedo, es el amante de mi madre, me obligué a recordar. Aunque no sé si lo hice para incitarme o censurarme.
Sentí un ligero malestar estomacal. No, de ligero muy poco. Me excusé para ir al baño, y ya ahí me hinqué frente al retrete para vomitar lo poco que había bebido esa noche.
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Perdón por no aparecer el domingo, es que no tenía a mi hija conmigo (mi laptop xD) y ya después pasó el tiempo y se me fue el avión y olvidé que no había actualizado. Cosas que pasan (?)
Por cierto, esta historia termina en "Domingo". Así que aunque parezca que falta más o menos su poquito, en realidad no es mucho. Esta historia es un relato que decidí ir publicando por partes porque llegó a alcanzar casi las 15k. Y bueno. Eso.
Espero les vaya gustando.
Todo lo que puede pasar en una semana...
¡Muchas gracias por todo!
Votos y comentarios siempre son bienvenidos y queridos y muuy apreciados.
Saldudos.
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