Martes

La tarde siguiente lo encontré de mejor humor. En el aire pendía un ligero aroma a tabaco barato, pero cuando me acerqué a Thomas para saludarlo supe que no provenía de él. Algún travieso peatón seguro había acortado camino por ahí, dejando detrás el leve recordatorio de eso que Thomas quería olvidar.

Thomas me vio y no esperó que yo le pidiera permiso. Descendió de la escalerilla y se retiró tanto como pudo; esta vez no se sentó en la acera, sólo se dedicó a deambular a mi alrededor, interesado.

Aunque no era más que una fachada, me alegré al notar que las fotografías me habían quedado mejor que la tarde anterior, tal vez se debiera a que ahora me encontraba muchísimo menos nerviosa. Thomas me dio la razón, asintiendo con calma, casi rozándome el hombro derecho mientras lo hacía. La pantalla de la cámara era grande y tenía una resolución preciosa, y él se quedó atrapado en ella. ¿Qué mejor que una fotografía para ver con otros ojos tu propio trabajo? Permaneció un tanto taciturno después de esto, y por último, agregó.

—¿Eres novata?

—Apenas comienzo. Y esta asignación...

—Estamos en las mismas —concluyó él con una sonrisa.

Pude ver por qué. Thomas no estaba feliz con su asignación ya que sabía que lo habían elegido a él porque no era importante. Y no sólo eso, también le habían mandado a una inepta fotógrafa para documentar su trabajo, que de otro modo, habría pasado totalmente desapercibido. Una mediocre para un mediocre. Excelente.

—Es que en el periódico están saturados —intenté defenderme.

—No tiene importancia. Es mejor así.

Me quitó la cámara de las manos y la sopesó con cierto aire experto. Jugó con la lente amenazando con enfocarla en mi cuerpo, pero sin perder más tiempo la desvió hacia la pared. El disparador repicó casi en silencio, una, dos, tres veces. Fijó su mirada en la pantalla y sonrió. Tal y como él lo había hecho, me acerqué. Sus fotografías presentaban un acabado superior a las mías, pero igual no parecían profesionales.

—Tremendo maquinón —comentó regresándome el aparato—. Pero de nada sirve si no se sabe lo que se hace.

Asentí. Me conmovía la naturalidad con la que me trataba. De un día para otro parecía que mucho había cambiado, aunque no era el caso, por supuesto. No había razón para ello. Y yo tenía que permanecer alerta. La sombra de mi madre podía rozarme en cualquier momento y no le haría mucha gracia saberse descubierta.

Intenté imitarlo. Sentí el peso de la cámara en mis manos, el lujoso material, y ese pequeño y simple botón ideado para encapsular la realidad con tan aparente facilidad. La llevé hasta mi rostro, y vi a través de ella: Thomas estaba del otro lado. Algo había visto en las fotografías, pensé, dado que con aire meditabundo observaba el mural inacabado. Llevaba el cabello amarrado, varios mechones azulados vagaban libres y despeinados, pero más que desarreglado, le otorgaban cierta naturalidad, cierta espontaneidad. Tenía un tatuaje en la nuca, noté, justo debajo del nacimiento del cabello. Era en blanco y negro, nada complejo. Modulé la lente para conseguir un acercamiento, y sin pensarlo dos veces tomé la fotografía. Se trataba de una llave de aspecto antiguo. Si el tatuador hubiera realizado un trabajo más detallado, seguro parecería una llave vieja y oxidada. O al menos esa intención intuí.

—¿A qué hora terminas? —pregunté de la nada. Mantenía la cámara en la misma posición, así, cuando Thomas se volteó, no se me dificultó tomarle una fotografía. El resultado fue su rostro serio en un estado tan crudo que por un segundo consiguió erizarme la piel.

Thomas se limitó a sonreír, y entonces contestó:

—Ahora mismo si quiero.

—Estupendo —dije—. ¿Te gustaría acompañarme?

Ayudé a que guardara todo y colocara la cinta protectora. «Trabajo en proceso. No tocar» decía el último cartelito que colocamos.

—Menuda mierda —masculló Thomas, mirando la advertencia—. Esta misma mañana me tocó retocarlo.

Antes de tomar sus pertenencias se acomodó el cabello. Pensé que sacaría un cigarrillo de su bolsa, pero no fue así. La costumbre parecía haberlo traicionado.

No había llegado esa tarde con la intención de invitarlo a salir, pero ya puesta ahí, no se me ocurrió otra cosa. No podía preguntarle de buenas a primeras si sus preferencias sexuales incluían a adineradas maduras, no venía a cuento. Pero pensé que, entre más tiempo pasara con él, más fácil se me haría reconocer la presencia de mamá en su vida. Con un poco de suerte ésta lo llamaría cuando él se encontrara conmigo y yo tendría la prueba definitiva. Ella no se enteraría de nada y podría sacarle ventaja. A partir de ahí sólo necesitaría indagar un poco más, y ya teniendo la información necesaria yo podría...

No me interesaba más nada que descubrir por qué mamá se empecinaba en ocultarlo. Después de eso todo lo demás saldría sobrando. Quizá un poco de dinero no me vendría mal, aunque falta no me hacía. Era la curiosidad, la más cruda e insaciable curiosidad en una situación que de misteriosa tenía bien poco y que probablemente sólo era producto de la monotonía. Me retorcía las entrañas pensarlo. Pero ni a mí misma me resultaba del todo claro. Sólo quería superarla en algo, sólo quería...

***

Regresé a la mesa con dos cervezas en la mano. Le tendí una.

Era temprano todavía y el local estaba casi desierto. Una música, suave y lenta pero por lo demás inentendible, sonaba en el fondo. Thomas estaba concentrado en las pinturas que revestían las paredes del lugar, y en los bocetos firmados que descansaban sobre el bar y entre las botellas de alcohol. Uno en particular llamó su atención:

—Tiene un trazo fuerte —comentó. Se empinó la cerveza, dio un trago prolongado, y luego continuó—, me gusta. Pero nota cómo difumina los contornos. Delicadeza y fortaleza. El artista estaba enamorado de esa mujer. Pero la mujer era demasiado libre para amarlo sólo a él.

Yo le estaba dando la espalda al boceto en cuestión así que tuve que voltearme. Sobra decir que no vi nada de lo que Thomas mencionó, y mi ignorancia me hizo dudar de sus palabras pensando que de alguna manera intentaba ponerme a prueba. O impresionarme. En ambos casos falló miserablemente; en el primero, al no responderle; y en el segundo, porque más me pasó por un idiota pretencioso. Ni siquiera le pedí que me explicara con más detalles cómo había llegado a esa conclusión.

—No sabía nada de este lugar —dijo a continuación al notar que no despertaba ninguna reacción en mí.

Lo tomé como una oportunidad, así que dije:

—Sólo en lugares como estos estoy a salvo de mi madre. Detesta todo lo que tiene que ver con el arte.

—De ahí tu ignorancia —me interrumpió.

—Y de ahí mi rebeldía también —dije—. No creo que los artistas sean personas con una perspectiva superior. La mayoría me pasa por idiotas pretenciosos que necesitan una tan sola razón para sentirse superior a los demás.

—¿Y por eso los buscas?

—No se necesita ser psicólogo para descubrir que disfruto todo lo que le lleve la contraria a mi madre. Llámame enferma, pero es lo que hay.

—¿No que te molestan las personas que se creen especiales? Todos atravesamos esa etapa, créeme. Mi abuela era profesora de matemáticas, y yo la detestaba tanto que me alejé de todo eso. Y esto que ves aquí —dijo, levantando la cerveza como si intentara iniciar un brindis— es lo que hay.

Choqué mi envase contra el suyo, y luego de beberlo de un solo trago, sonreí.

—¿Y por qué tu abuela?

—¿Y por qué tu madre? —respondió.

Nos quedamos viendo un segundo, un interminable segundo que me elevó la respiración y puso a transpirar mi piel. Ahí estaba él, el amante de mi madre. Generalmente escogía puros idiotas con dinero (no se permitiría bajar de nivel) y aunque Thomas seguía pareciéndome idiota y pretencioso era a la vez tan diferente a todos los que había conocido que la curiosidad inicial comenzó a desviarse por otros caminos que no debía permitirme transitar. Me aferré a este pensamiento y antes de que nuestras miradas comenzaran a significar otra cosa, me levanté de la mesa para ir por otras dos cervezas.

Al regresar, sin embargo, decidí sentarme más cerca de él. Quería saber de qué manera observaba las pinturas y bocetos que nos rodeaban. Fingir interés tal vez haría que me tuviera un poco más confianza.

—¿Y qué hay de aquella de allá? —le pregunté mientras señalaba el boceto de una mujer algo mayor pero con un cuerpo que de alguna manera desentonaba. Me llamó la atención no sólo por esto, sino también porque no me pareció tan íntima como la que me había señalado Thomas al inicio.

—¿Nos podemos acercar?

Nos levantamos de la mesa. El boceto en cuestión descansaba en un portarretrato de madera que ya apestaba a cigarrillos viejos. Thomas se inclinó un poco para apreciarla mejor, luego de unos minutos, me rodeó la cintura con un brazo y me instó a hacer lo mismo.

—Este trabajo es viejo —comentó—. El artista estaba verde todavía. Cuando dibujó esto no tenía dominio de la técnica, pero sin duda prometía. ¿Ves aquí? —señaló—. No hay constancia en su trazo. Y su técnica de sombreado es algo pobre. Pero en general es un trabajo bastante bien logrado. El de un joven prodigio, un niño, tal vez, sin ir más lejos.

—El hijo de la dueña de este bar —dijo alguien detrás del mostrador. Era Sararí, la dueña del bar, una mujer entrada en años pero hermosa incluso a su edad—. Cuando tenía ocho años. No fue su primer trabajo, pero tiene razón, apenas comenzaba a perfeccionarse. Era mi esposo —confesó—. Y esta es su madre. Bueno, era, también —rectificó—. Nana, no sabía que tenías amigos artistas. De los de verdad —dijo, al tiempo que me guiñaba el ojo.

—Ha sido una coincidencia conocerlo.

—Como sea, querida, sólo tráelo cada vez que quieras. Es bueno conocer gente que sabe apreciar —gesticuló haciendo referencia a todo el lugar— esto.

Sararí se retiró, y fue hasta ese momento que fui consciente de que al brazo de Thomas seguía rodeándome la cintura.

—Es un curioso fenómeno —susurró casi en mi oreja—. Tengo un excelente ojo para el arte, pero por desgracia mis manos no le hacen juego. Por lo demás, soy ingenuo, casi un tonto y nunca me daría cuenta si alguien simplemente me está utilizando o engañando.

Se me erizó la piel; me sentí atrapada allí, entre sus brazos, entre su aliento alcoholizado y sus palabras demasiado directas para ser ignoradas. Pero no intenté alejarme, en su lugar cambié el peso de mi cuerpo de un pie al otro, hasta terminar bastante más cerca de él. Tenía los brazos fuertes y el abdomen, aunque no marcado, firme. Olía a pintura todo él, a pintura, a sol y a sudor. Terminé mordiéndome los labios con más fuerza de la necesaria. Él me miró, casi regañándome, para luego acariciarlos. Por un segundo creí que iba a besarme, pero no fue así. Muy lentamente me liberó, dejando en su lugar una desconcertante ausencia que toda la noche intenté sobrellevar con tabaco y alcohol.


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Agosto 27, 2018.

Ligeras correcciones.

Gracias por comentar.

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