Domingo
Domingo
Me ardía la garganta.
Estaba en mi cama y estaba a salvo. A cada hora llegaba una sirvienta para comprobar mi estado y para preguntarme si se me ofrecía algo. Papá apareció para el desayuno, se quedó conmigo un rato pero tuvo que dejarme cuando no consiguió que su teléfono celular dejara de sonar, a pesar de ser domingo. No sabía nada, por eso estaba tan tranquilo.
A mí seguía ardiéndome la garganta, y cada vez que recordaba lo sucedido no podía evitar el vómito. Qué ideal que mi madre pudiera esconder todo lo que había pasado detrás de una ligera intoxicación alimenticia. Todo terminaba siendo tan fácil para ella. Aunque claro, no podía culparla cuando todo había sido mi culpa al intentar jugar como los adultos.
La estaba chantajeando, eso era todo. Y pedía cada vez cantidades más ridículas, y mamá, tonta, no comprendió que no era el dinero lo que quería. Tal vez por eso había congeniado tan bien con Thomas desde el inicio. Ambos buscábamos lo mismo. ¿Pero por qué me reclamaba a mí? Esa ausencia; en él, desconocida hasta hace poco; en mí, familiar y constante; nos había entregado lo mismo a pesar de estar separados. Pero, ¿qué se puede esperar cuando en la soledad se idealizan las figuras que deberían permanecer siempre a nuestro lado y simplemente —tan cruda como sólo la vida puede ser— no lo están?
No me sé su historia, no la pregunté, no me interesa. Fui lo primero que tuve en cuenta al despertar. El olvido, la miseria, el malestar en el estómago y la garganta, el terror; su sonrisa, su risa, el eco de sus palabras, la grieta en la puerta, la pequeña cocineta, el café, oscuro y amargo. Todo me daba vueltas. Evocaba el infierno en que se convertía su mural al atardecer una y otra vez, acusándome y mareándome. Entonces de nuevo a la cubeta, a la acidez en mis labios, al vacío en mi estómago, a las medicinas amargas, a la confusión, pero nunca al llanto. Y el rojo del mural, en sus distintas tonalidades comenzó a mancharme la piel, a rasgarla con violencia mientras me revolvía lentamente entre los minutos que el reloj atrapaba para torturarme. Lento, lento, todo lento y agonizante en su silencio, en esa ausencia, en esa falta de interés... Todo esto hasta que supe que era una señal. Me levanté de la cama; tenía que salir de la casa antes de que la sirvienta llegara por el chequeo de rutina.
Mi madre no había llegado a visitarme ni una sola vez. Sólo en esto pensé mientras me preparaba para salir.
Investigué si había alguna ferretería abierta a esa hora. Para mi fortuna, así era. Pasé comprando lo que necesitaba, y fue mi apariencia la que me salvó de pasar por vándalo, aunque era vandalismo lo que estaba a punto de cometer. Aunque, más que vandalismo, una suerte de justicia.
Las latas de pintura en aerosol titilaban en la caja sobre el asiento del copiloto. Yo estaba tan débil que ni siquiera podía sostener la presión sobre el acelerador. La cámara fotográfica pendía de mi cuello.
Llegué, tal vez por pura coincidencia, a la misma hora que solíamos vernos. El lugar estaba desierto, y el mural cubierto con el plástico protector. Eso tienen los domingos, son fantasmas errantes, y si tienen ojos están ciegos, y si tienen boca están mudos, o están tan sepultados en sus miserias que no nos interesa revivirlos.
Comencé a retirar el plástico. Hacía un sonido violento, metálico incluso, pero la ligereza de su peso era casi como una bienvenida. Lo hice a un lado tanto como pude, para luego tomar la cámara entre mis manos. Hice cómo él había hecho, sentí el peso del objeto en mis manos, la frialdad del desuso, del despropósito. Tomé una enorme bocanada de aire, y luego otra, que se prolongó mucho más, debilitándome. Cuando me sentí lista, tomé una fotografía, tan sólo una, y después corrí al auto para sacar las pinturas que había dejado allí.
El color lo había elegido no por la tonalidad falsa de su cabello, sino porque, si el mural me hacía evocar fuego, calor, el pintor era un témpano de hielo distante y profundo. Batí la lata, haciéndola llorar. Quité la tapa, y ya sin consideración alguna, comencé a pintar sobre la pintura. Intentaba aniquilar su mediocridad para recordarle que no tenía nada. Que no le quedaba nada. Y si alguna vez quiso algo, o si alguna vez intentó tener algo, ahora ya no lo iba a conseguir. Ni siquiera le permitiría que siguiera revolcándose en su propio infierno.
La frustración era algo que entendíamos muy bien él y yo.
El mural quedó bañado de azul marino, la acera quedó teñida de azul marino, mis manos quedaron manchadas de azul marino. Pero el color de la culpa no es azul, puede que sí de la tranquilidad, y el odio a veces es tranquilo, pasivo. La cólera debe ser azul también, más oscuro según la intensidad de su dueño, y el mío era casi negro.
Tomé la cámara para sacar una última fotografía. El cielo estaba tan sombrío ya que lo único que capturé de mi trabajo fue oscuridad.
Cuando llegué al bar de Sararí, me sorprendió encontrarlo tan desolado.
—Es temprano todavía, Nanita —sonrió Sararí, para luego acercarme una cerveza bien fría—. Aunque nunca para ti.
Quizás.
Mi estómago resintió el primer trago con tanta intensidad que contuve el vómito con las manos. Por suerte Sararí no me vio, y pude retirarme al baño para asearme y replantearme un poco lo que esperaba que significara esa noche para mí. Era obvio que no podía olvidar, pero tampoco tendría que condenarme. Entre de más lejos me viera, y cuanto con más insignificancia me tratara, mucho mejor.
Cuando regresé, un par de ancianos conversaban con Sararí. Los saludé en la distancia, y luego escogí sentarme en un lugar mucho más apartado. Mis manos seguían azules incluso en esa controlada penumbra, y me pareció curioso que Sararí no preguntara por qué estaban tan sucias.
Saqué un mentolado del bolso, junto con el encendedor, pero cuando llevé el cigarrillo hasta mis labios para encenderlo, desistí. Regresé la cajetilla a su lugar y me recosté sobre el asiento, esperando que pasara lo que tenía que pasar.
Mis manos seguían azules, y el azul ahora sí significaba tranquilidad.
Pasaron las horas, poco a poco, en silencio, lejanas, ausentes, borrachas, entre manecillas y números digitales. Sararí se veía feliz, animada como siempre, charlando, sirviendo, añorando a su esposo, o a sus manos, pues a él nunca lo había amado en su totalidad. Y entonces los ojos se me fueron cerrando, pesados, con vida propia, atrapándome en un sueño, en un sueño como un armario con una pequeña grieta en donde se esconde la luz. El slap slap slap de dos cuerpos, el calor vengativo de uno y la fría ingenuidad del otro. Slap slap slap otra vez. El chirrido de la puerta, la madera podrida. Slap slap slap los gritos. De nuevo el calor, la frialdad de la sangre. Rojo y azul: falso púrpura. Una llave oxidada, una puerta cerrada que no abre con nada. Entonces la llave se rompe, como un hueso, una cabeza rueda, una maraña azul y rojo otra vez. Risas y más risas. Culpa sofocada en el interior, asco y venganza, asco y dolor, asco e indiferencia. Vergüenza.
¡Slap slap slap!
Abrí los ojos al sentir algo frío en el rostro, era Sararí quien trataba de reanimarme con una cerveza helada. Me reincoporé como mejor pude pero no dejaba de sentirme mareada.
—¿Has comido, querida? —preguntó, preocupada.
—Apenas —respondí.
Alejo la cerveza de mí cuando notó que la miraba con demasiada intensidad.
—Me pregunto qué te habrá pasado... —continuó.
—Nada importante, Sarita. Nada que no pueda soportar.
Sararí no insistió, y fue hasta cuando se retiró que me percaté del sobre manila que descansaba sobre la mesa. Supe lo que era antes de ver lo que contenía y esto debió detenerme, pero no lo hizo. Me quedé ida en el papel, en mi figura en grafito, que hizo que evocara unos deformes dedos grises. Si Thomas estuviera a mi lado, ¿qué habría dicho de la modelo, de los trazos, del sombreado, de la intención del artista, de sus sentimientos? Debí intuirlo, porque antes de sentir cualquier otra cosa, de enojarme siquiera, me encontré a mí misma en el baño, vomitando todo lo que no me quedaba en el estómago.
Slap slap slap.
—¿Quién ha dejado esto aquí? —le pregunté a Sararí cuando ya iba de salida.
—Imagino que lo sabes —sonrió tristemente.
—¿Lo viste?
—Lo siento.
—¿Quieres quedártelo?
—No podría —respondió casi alterada—, es demasiado, demasiado...
La noche estaba fría, y pensé, mientras sentía la rugosidad del papel en mis manos e incluso el odio que desprendía el grafito, que un poco de fuego no me caería mal. Mientras caminaba, extraje el encendedor de mi bolso, acerqué la llama al papel, hasta que éste comenzó a arder en mi mano, constante y cálido, consumiéndolo todo.
Iluminada por la ligera flama, con el aire apenas rozándome y caminando sin intención alguna de detenerme, me pregunté qué clase de noticias leería mañana en el periódico. Y al mismo tiempo se me ocurrió, casi como si hubiera sufrido una especie de epifanía, que un curso de fotografía profesional no me caería mal.
Después de todo, mamá detesta a los artistas.
___
A continuación, palabrería de la autora xD
Este fue un relato que se me ocurrió de repente, aunque con claras influencias de una novela que leí hace tiempo, tanto tiempo ya que ni recuerdo el nombre, lo cual no es justo, porque ni siquiera recuerdo el nombre de la escritora (pero es que es uno de esos nombres que hacen que se te trave la lengua xD), lo que es peor y me deja muy muy mal. Debería darme vergüenza. Lo siento por eso. Si recuerdo qué novela es, actualizaré aquí, avisaré hasta la guardia armada, pagaré por un anuncio en los clasificados; si recuerdo, se enterarán xD
Por lo demás, es un relato corto que escribí luego de recluirme casi 18 horas. Perdí total noción del tiempo mientras lo escribía. De esto ya casi los dos meses; dos meses en que lo he estado corrigiendo, borrando, agregando; más borrando que agregando, así es esto.
No es la gran cosa, pero espero los haya entretenido. Es mi único propósito en la vida (no es broma).
Gracias por tomarse el tiempo para leerme, y mucho más si también se toman unos segunditos extras para hacerme saber sus opiniones.
Son lo mejor.
Atte.
Seiren Nemuri
PD: Por cierto, mi "capítulo" favorito es Domingo. No sé, quería escribir a alguien necio, que se ahoga en su propia sangre (o algo así).
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