Minorías

Capítulo 05

—Mi Señor, tiene que bajar, sus padres le están esperando —una voz tímida de una de las mujeres de servició del castillo se había pronunciado, desde la enorme puerta de madera y hierro de la oficina de Aland Brantley Jeffery.

El joven chico, sin necesidad de apartar la mirada de uno de sus libros, en su escritorio, respondió:

—Lo siento, pero debo demitir por este momento cenar con mis padres. Diles que les veré en la mañana.

La voz del joven parecía tranquila, pero evidentemente concentrado en su lectura.

La mujer en la puerta, no pudo evitar ver a la otra chica que había estado leyendo sentada sobre el escritorio pero que, a diferencia de él, dejó su lectura para darle una mirada al príncipe y luego a la mujer. El rostro asustadizo de la sierva, le hizo saber que era realmente importante que el príncipe asistiera a la cena con sus padres, los reyes del reino Zafiro.

—Maestro Aland, no le parece descortés de su parte dejar planteado a los reyes de Zafiro que, evidentemente, requieren de su presencia con urgencia, pues de lo contrario la sierva se hubiera retirado.

Aland, por primera vez dejó su lectura, miró a la chica que se había bajado del escritorio y había cerrado su libro, mirándole con curiosidad. Luego, miró hacia la sierva, y no pudo evitar fruncir el ceño.

—Bien, ya me han interrumpido, bajaré dentro de un momento.

—Gracias —dijo la sierva, para salir corriendo de la oficina cerrando la puerta detrás de ella.

—Kimiko, una de las virtudes que tienen las mujeres en esta época en la que vivimos es que deben hablar cuando sea necesario —su voz era neutro, pero lo suficiente como para saber la chica que estaba enojado.

—Lamento desubicarme en la era que vivo, cuando lo que busco es proteger su imagen y evitarle un problema, Señor —respondió ella, haciéndose la tonta, pero en realidad le devolvía la misma ironía.

Aland se le quedó mirando por un momento. Sonrió, debía admitir que sabía cómo responder.

—Me pregunto a veces, si no eres familiar cercana a mi madre y te has hecho pasar por una simple discípula que, por cierto, debo señalar que eres la peor discípula que he tenido.

—Debo decir que sería para mí un honor tener sangre real, en especial cuando me conformo en ser la única discípula que ha tenido. No he sido la mejor, pero hasta ahora estoy segura que le aguanta sin problemas.

—Y la verdad es que no entiendo el por qué —dijo Aland, levantándose del escritorio. Tenía una sonrisa en el rostro—. ¿Sería ineptitud de mi parte dejarte en mi oficina?

—¿Lo ha sido antes? —cuestionó ella, con un brazo apoyado sobre su pecho, de una forma estilizada y aburrida.

—Puedo asegurar que no, pero me atrevo a decir que no signifique que deba confiar en usted.

—No le pido confianza, solo enfatizo que no ha sido un inepto. Un feo caso, por cierto —dijo ella complacida.

Aland la señaló, moviendo el dedo índice, indicándole que otra vez había ganado una disputa en palabras. La chica era brillante, y él lo sabía, y aunque disfrutaba cuestionar su inteligencia con palabras y simbolismos irónicos, la verdad es que debía reconocer que tenía potencial para ser una gran hechicera. No era tan diferente a las mujeres del reino Zafiro pues era común, ni tan delgada como las damiselas que buscaban comprometerse con él, pero tampoco tan robusta como Julia, la cocinera del reino que parecía un toro andante. Era de su mismo tamaño, a decir verdad, y vestía, por supuesto, de forma elegante y estirada pues era parte de la corte especial del reino. Para ser más exacto, era la discípula de Aland.

El chico sacudió su traje elegante, de un color azul como el Zafiro, el típico color que caracterizaba a todos los que pertenecían al palacio Real. Llevaba una capa dorada que contrastaba y, no podía negarse, era demasiado pomposo y llamativo que, sin dudas, donde el príncipe llegara se hacía notar. Además, que poseía una lengua tan filosa y con tan poco filtro que, sus padres habían aceptado que se ausentara en las reuniones políticas y algún que otro evento para evitar entrar en conflictos con otros reinos. Si de algo estaban seguros sus padres, es que no era el mejor negociante ni político. Y temían dejarle el reino, pero era su responsabilidad.

En la sala del comedor, una enorme mesa en forma de medialuna, creada en su totalidad de Zafiro y patas de oro, se extendía en un arco en el que en el centro, estaba sentado el rey Carlos y a su mano derecha la reina Aldana. El puesto de la izquierda correspondía para el príncipe Aland, y el resto estaba ocupado por familiares, algunos más cercanos en la genealogía que otros —obviamente el puesto iba desde los más cercanos genealógicamente hablando al más lejano—, hasta delimitar todo el perímetro de la mesa en forma de medialuna.

—¡Príncipe Aland, Hijo! ¡Estaba preocupado que hoy no quisieras cenar con nosotros! ¡Es una noche importante! —dijo el hombre fuerte, de ojos ámbar, cabello corto, oscuro y trajes más extravagante que las de todos los presentes. Una Corona de Zafiro estaba puesta en su cabeza.

Carlos, para la edad que tenía, no se veía para nada mal. De hecho, fácilmente se levantaba a una que otra damisela a escondidas de su esposa, y claro, todo el reino podía saberlo, pero ninguno era tan estúpido como para hablarlo con la reina. La reina, por el contrario, era refinada, estilizada pero de una lengua ágil y sabia, que usaba la palabra para la verdad. Algunos consideraban que, en realidad, estaba invertido el papel del reinado, pues creían que ella era la que debía estar reinando.

Los ojos verdes de la reina Aldana se posicionaron en los ojos verdes de su hijo. Y solo con esas miradas, él entendió que no debía decir nada ni interrumpir la parafernalia que, estaba seguro que su papá iba hacer. Era increíble para él, que lo único que había sacado de su papá, era su temperamento fuerte y orgulloso y su cabello oscuro, tal vez su complexión también, aunque se evidenciaba que su padre era más rustico que este y de trabajo más pesado que el otro, aunque no era que Aland no hiciera esfuerzo alguno, solo que no de la misma forma que el rey. En cambio, de su madre, el intelecto y la perspicacia, eran similares.

—Las noches importantes del rey son tan irresistibles que deben enviar una sierva para que participe a magno evento —Aland, que no podía callarse como su madre esperaba, había emitido su opinión. Por supuesto, el rey Carlos no sabía interpretar las ironías y los juegos mentales del dialogo, solo le sonrió creyendo que le había dado algún mérito.

—¡No tienes idea la felicidad del reino! —dijo, aplaudiendo para que los siervos repartieran el vino en las copas. Cuando Aland se sentó a su lado, muy tenso, pues si había vino y copas, se trataba de una celebración—. Como puedes ver... —señaló un punto de la mesa a su costado derecho—. El rey Clisius Bartrom, del reino esmeralda, ha decidido unir lazos con el reino Zafiro, a través de su hija Diana Diametri Bartrom —señaló a la chica que estaba al lado.

Clisius Bartrom, era un rey mucho más simple que el rey Carlos, sus vestiduras eran blancas con esmeraldas y extravagantes, pero no se asemejaba a lo portentoso de las vestiduras de los reyes del reino Zafiro, con las cantidades de telas, el azul brillante y el dorado. Lo que más destacaba del rey, era su extrema blancura —era un albino— y sus ojos ámbar. El porte que presentaba a simple viste, era de extrema frialdad. Su hija, por el contario al rey, se veía realmente una chica alegre y cálida, y era tan albina y blanca como el rey. Llevaba en sus vestidos los mismos colores blancos y esmeraldas, y su mirada fue directa al príncipe Aland quien no respondió a su sonrisa coqueta.

La reina Aldana, como pudo y con toda la prudencia que podía tener, miró a su hijo con la premura de que no hiciera nada. Aland, estaba tan aturdido, que no dijo nada en ese momento.

—Debo decir que para el reino Esmeralda es un honor y un placer unir nuestros lazos con el reino Zafiro en matrimonio del príncipe Aland y la princesa Diana —dijo el rey Clisius—. Es importante que dos reinos tan poderosos como el nuestro, tenga una voluntad real que sobrepase el orgullo del reino Amatista.

—¡Bestias! ¡Eso es lo que son esas personas! —Vociferó el rey Carlos.

—Creo que es un término horrendo para referirse a las personas de ese reino, cuando se debe tomar en cuenta que poseen a la venerable Madre Saya —dijo la reina Aldana, tomando un sorbo de su copa, mientras sirvientes iban y venían con platillos en la mesa.

—¿Horrendo? Es lo menos que se puede decir de ellos —dijo el rey Carlos—. He escuchado que la madre Saya solo está con ellos porque ha sido secuestrada.

—¿Secuestrada? —Cuestionó uno de los hermanos del rey Carlos—. Más bien he oído que ella tiene un pacto con ellos, se dice que es familiar del reino Fairyhow.

—¿Las hadas? ¿Dónde has sacado eso, Rubius? —Reprendió Carlos a su hermano menor—. Un hombre no puede difamar una mentira.

—Rey Carlos —interrumpió Clisius—. Creo que su hermano puede estar en lo correcto. Pero, lo que me hace dudar de su información no es el hecho de que pueda estar emparentada o no con las hadas, sino el hecho de que no me haya enterado.

—¿Por qué lo dice? —preguntó esta vez la reina Aldana. Había empezado a comer.

—Porque, bueno, digamos que tengo relación cercana con las hadas —dijo él, pero el semblante que mostraba era de victoria y peligrosidad genuina.

Pero nadie se intimidó allí.

—Debo decir rey Clisius que me sorprende. He oído que las hadas son criaturas aisladas que, definitivamente se han negado a tener tratos con los humanos, una sugerencia como la suya lo hace usted demasiado beneficioso y bendecido, o una persona a la que se debe tener como... amigo —se atrevió a decir la reina.

Aland, miró a su madre, sabía exactamente lo que insinuaba. El rey Carlos ni entendido estaba, pero el rey Clisius comprendió la indirecta.

—No tiene de qué preocuparse reina Aldana, mucho menos cuando dentro de poco uniremos lazos que... por cierto, me gustaría conocer la opinión de los comprometidos.

Aland estaba comiendo y casi escupía toda aquella comida. Olvidaba la razón por la que estaban allí, desde el motivo más interesante que su madre había llevado la conversación, sobre las hadas. Si algo quería saber Aland, eran los secretos de la magia de las hadas. Eran criaturas que canalizaban el cosmos de formas distintas según había entendido.

—Yo solo espero ser de servicio y valor para el reino Zafiro. Espero cumplir la voluntad del rey y contribuir con la prosperidad genuina de este lugar —dijo ella, tan dulce y tan formal, que casi Aland olvidaba lo aburrido que era el lenguaje comedido y no genuino del corazón.

Hubo un silencio. Todos esperaban la respuesta de Aland.

Este notó las miradas de todos. Seguía comiendo como si nada hubiera pasado, hasta que su padre carraspeó sin entender que le ocurría.

—Ah, esperan a que diga algo —empezó, terminando de tragar lo que tenía en la boca—. Desde que llegué a la cena, en ningún momento se tomó en cuenta el hecho de mi opinión, mi padre inició este encuentro sin notificarme el motivo de la celebración o, con el debido respeto, que me parecía la unión del reino Esmeralda con el reino Zafiro o, tan siquiera lo que podía opinar de la princesa Diana que, la verdad no tengo mucho que decir, madame, porque no la conozco.

Agarró más aire:

—También, mi madre ha estado enfáticamente haciéndome señales con sus ojos, demostrando lo muy buena que es para el lenguaje no verbal, en el que insistía en que me callara en todo momento...

—Ahí va de nuevo... —añadió el tío Rubius.

—Y sí, tío, aquí voy de nuevo. Es interesante que, a donde se me espera para opinar es precisamente para dar mi opinión sobre mi enlace, ya establecido, con la princesa Diana. Y debo decirles que no nací para ser rey, nací para ser libre... así que, ¡ultra exitum!

De forma inmediata, un humo azulado apareció y este desapareció de la mesa. Pronto, los gritos del rey Carlos y todos los presentes en la cena comenzaron. Una discusión con rey Clisius se inició, y todo aquel problema se desarrolló colisionando los acuerdos que, en secreto, estos habían forjado. La reina, por su parte, en medio de la discusión, siguió con su comida con una sonrisa en el rostro. En realidad, nada de aquello le sorprendía, sabía que Aland se había controlado lo suficiente.

En un parpadeo, el príncipe Aland había aparecido en su oficina. Kimiko, su discípula, estaba levitando leyendo un libro con mucha concentración. Ajena de todo el embrollo que había ocurrido.

—Mi querida Kimiko, debo señalarte que, bien puedes elegir quedarte en este lugar y ser parte del teatro de este palacio, de las buenas costumbres, las comodidades, el lujo y el prestigio, o bien puedes venir conmigo y comenzar una aventura en la que, posiblemente muramos. ¿Qué dices?

Fue la repentina pregunta la que casi hizo que Kimiko se cayera de su propia levitación. Percibió en ese momento como, objetos y libros volaban de un lugar a otro y se guardaban en un pequeño y fino maletín.

—¿Se aseguró de guardar su ropa?

—Eso ya está cubierto Kimiko, pero estoy seguro de que su inteligencia llega a entender que la ropa es lo menos importante en este momento.

—Lo entiendo maestro, pero me aseguro de que usted no tenga que recurrir de la magia para cosas tan simples que, hasta su padre con el poco intelecto que posee, podría hacer.

—Tienes un mérito por ese razonamiento sobre mi padre que hasta un niño recién nacido y con poco desarrollo de su existencia lo sabe, pero me gustaría saber su respuesta —enfatizó él. La habitación había quedado completamente vacía. Todo se había guardado en aquel maletín.

—¿Cómo podría negarme a una aventura con el mago más importante del reino Zafiro?

—¿Incluso aunque tuvieras que morir?

—Incluso aunque tenga que aguantarlo a usted en medio de la aventura —dijo ella, alzando las cejas por el hecho de lo que se avecinaba.

—Entonces debería quedarse y pensarlo mejor.

—Si lo hago, ¿lo hallaré?

—Lo dudo mucho, pero me gustaría verla intentando hallarme —añadió él.

—Entonces está decidido, me voy con usted.

—No se hable más y tome —le dio otra maleta a ella—Guarde su libro y vámonos.

—¿Y esto qué es? —Preguntó confundida.

—Sus cosas, me he tomado el atrevimiento de desalojar todo su dormitorio en esto antes de venir acá.

—Nunca debería entrar en el dormitorio de una dama, señor.

—Tiene usted razón, y pido disculpa por ello, pero creí que se sorprendería más por el hecho de que supiera que decisión iba a tomar que la invasión de su privacidad, como dice usted "que feo caso"...

La mujer frunció el ceño, tomó la maleta y añadió su libro en ella.

—Le dejo los honores —dijo él, con una sonrisa.

Ella asintió, y con un leve chasquido abandonaron la habitación. Lo que ellos no sabían, era el desenlace de sus propias acciones estaba por venir.  

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