Ladrón que roba a Ladrón

Capítulo 06

El acontecimiento del reino Zafiro fue todo un rumor a vuelo de pájaro o de bala si se estuviera en otra época, claro. Todos hablaban sobre la huida del príncipe Aland y su discípula Kimiko. Algunos, incluso, señalaban que él estaba enamorado de la joven aprendiz de magia, y que, debido a su estatus social y al no poseer sangre real, no se le había aceptado. Y por eso, le habían impuesto un matrimonio con la princesa del reino Esmeralda.

—¿¡Entiendes Carlos que esto puede llevarnos a la guerra!? —Rugió el rey Clisius, sin miedo a mostrar los dientes. El rostro blanquecino y poco apacible que se había mostrado en el comedor, ahora era una cara enrojecida y airada—. ¡¿Qué clase de hijo has criado?!

Los sollozos de la princesa Diana se escuchaban en el fondo. Varias damiselas que la acompañaban, trataban de consolar a esta en la ventanilla de la oficina del rey Carlos.

—Perdóneme que me entrometa, rey Clisius y rey Carlos —comenzó a decir la reina Aldana— Entiendo que tenga todos los motivos bien justificados para creer y pretender que nuestro hijo no se ha criado de la mejor forma, y con esto no espero que usted cambie de opinión —su rostro era tranquilo, pero había severidad en aquellas palabras pues todo con respecto al príncipe Aland era una tecla que la hacía la mujer más letal—. Pero debo aclararle que, le tengo más estima a mi propio hijo que a usted majestad y a mi señor el rey Carlos. Por el príncipe Aland, soy capaz de iniciar la guerra yo misma contra el reino de Esmeralda si es el caso, por lo que le pido que no hable de mi hijo de esa forma en mi presencia.

El rey Carlos iba hablar, pero su mujer le miró de inmediato. Ahora la reina estaba a pocos centímetros de, literalmente, hacer valer estiércol todos los intentos de tratados de paz.

—Quiero creer que usted, rey Clisius entiende la posición en la que está. El reino Zafiro bajo el mandato de mi esposo, el Rey Carlos, es próspero. Y es su riqueza, más imponente que la de los demás reino, la que permite que, cualquier otro reino tenga la oportunidad de hacer tratados con nosotros. De modo que, en realidad, usted es el que más necesita entender nuestros términos aquí. ¿Acaso cree que somos unos ineptos y no sabemos el subyugo que el reino amatista tiene contra los de Esmeralda? Conocemos que ustedes están débiles por la reciente guerra que han perdido. Ustedes quieren nuestros poderes económicos y soldados, y aun así, sabiéndolo, quisimos darle la oportunidad de que nos aliáramos aunque usted creyera que nos manipulara.

—¿Es eso cierto? —Preguntó el rey Carlos, hinchando el pecho. Claramente él no sabía nada de lo que la reina había declarado.

—¿Alguna vez te he mentido Carlos? —El no usar la frase "rey" declaraba que midiera lo que buscaba sugerir sobre ella misma.

—No mi reina —dijo.

—Entonces, no veo por qué cuestionarme —añadió ella.

El rey Clisius estaba atónito con ella. Todo aquello, incluso, hizo parar el llanto de la princesa Diana que, claramente estaba enojada que aquella mujer le hablara así a su padre.

—¿¡Y vas a dejar que te hable así!? —Gritó Diana, ahora desfigurando el rostro en una mueca y tan roja como su padre—. No solo en mancilla tu honor sino que me ultrajan y me inrespetan, ¿y no harás nada?

—¡Cállate, Diana! ¡No sabes nada! ¡Nos vamos de este maldito lugar ahora mismo! —dijo él, ondeando su capa, mientras sirvientes abrían las puertas. Diana, por supuesto, siguió llorando de forma dramática por los pasillos detrás de su padre.

Cuando hubo cerrado las puertas. El rey y la reina botaron todo el aire contenido, y el rey dijo con mucha honestidad.

—¿Te has vuelto loca mujer? ¿Entrar en guerra con el reino Esmeralda? ¿Y porque no me habías contada nada sobre lo que le has declarado en su rostro?

—Rey Carlos, sabes muy bien que te amo y te respeto. Pero, en estos años que he vivido contigo me di cuenta que solo debo decirte las cosas en el momento que, realmente vas a entenderlo —Aquello lo dijo, acercándose a este para mirarlo fijamente a los ojos y a escasos centímetros—. Una cosa más —añadió antes de retirarse—. Nunca le digas loca una mujer si no lo está, no vaya hacer que quieras realmente ver su extrema locura y demencia y te arrepientas por lo que has desatado —le besó la mejilla.

La reina Aldana salió de aquel escritorio. Estaba molesta, sí. Pero, estaba más preocupada por lo que su hijo podía hacer. Se atrevió a ir primero al cuarto de Kimiko, y no solo no estaban sus cosas, toda la habitación estaba vacía, como si nadie hubiera estado allí. Y, la curiosidad, pese a saber la respuesta, la llevó también en las habitaciones de su hijo, su cuarto y luego su oficina, y todas estaban en la misma condición que el cuarto de Kimiko. Sin nada.

—¿Qué piensas hacer? ¿Qué sabes en realidad como para que huir sea más importante que atender el reino? —Se preguntó, sabiendo que su hijo no actuaba por hacerlo nada más. Ella sabía que todo tenía un punto de referencia y ella iba a encontrarlo.

La reina Aldana tomó una de sus elegantes capas y un carruaje real, y se atrevió a ir al templo de Gaia de la ciudad. Era uno de los lugares donde Aland solía frecuentar con Kimiko, y no era precisamente porque este fuera devoto a Gaia, así que algo tenía que encontrar.

Al llegar, la multitud se apartaba por la repentina aparición de la reina, y los monjes, sacerdotisas y el principal sacerdote mismo aparecieron a su entrada. Aquel hombre importante para los creyentes, tenía ropas reales y pomposas, de color azul y dorado, con joyas de oro y un bastón ancestral. Era calvo, y sus ojos eran grises, pero apagados por la vejez.

—¡Majestad, que gusto verla entre nosotros! De haber sabido le hubiera tenido una entrada más digna de su majestad, hubiera pedido que se hiciera un banquete...

—Olvídate de los protocolos, Principal Sacerdote Sergius, sabes muy bien porque he venido. Si de algo estoy consciente, es lo bien enterada que es la gente de mi reino —dijo ella sin tapujos, y sin una pizca de filtro en su lengua—. ¿Qué era lo que Kimiko y el príncipe Aland venían hacer en tu templo?

El Principal sacerdote Sergius abrió los ojos como plato por la sorpresa, y miró a sus lados, observando que había demasiada gente.

—Venga conmigo, Majestad, le contaré todo —dijo él, apresurando el paso en el interior del Templo.

La reina le pidió a los sirvientes que no la siguieran y, naturalmente, fue detrás del Principal Sacerdote. Mientras caminaba, este comentó:

—El joven príncipe es un hombre de extrema inteligencia y perspicacia, si me permite decirlo majestad. Él sabía que usted vendría.

—Dime algo de lo que no esté enterada, Sergius —se atrevió a tutearlo. No había nada que le molestara más que estar con pretensiones cuando un asunto urgente ameritaba respuestas rápidas.

—Lo siento majestad, olvidaba que el chico debió sacarlo de usted, pues el rey Carlos...

Hubo un silencio. Los dos sabían que el Principal Sacerdote iba a meter la pata.

—Al grano —dijo la reina, poniendo los ojos en blanco cuando justo entraban a la oficina del Principal Sacerdote.

Como era de esperarse, la oficina poseía lujos, muchos colores, y el cielo estaba pintado con la extensión de un sistema solar completo. Los planetas, que eran de color dorado en su totalidad, se movían a la misma velocidad del tiempo real. Tanto su movimiento de rotación y traslación, estaban enmarcado en el tiempo real que ellos estaban viviendo. Cuadro de otros Principales Sacerdotes de la época adornaban las paredes detrás del escritorio, y la habitación ovalada, en su mayoría, aunque tenía sofás y alfombras, estaba repletas de bibliotecas y libros.

El Principal Sacerdote se sentó en su silla, y le dio indicaciones a ella para que se sentara, pero la reina lo ignoró, con los brazos cruzados. El Principal Sacerdote supo que no iba a quedarse para un momento del té.

—El joven Aland vino por varios momentos de éxtasis con la madre de todas las cosas, Gaia. Él, mencionó que era en este lugar donde era transportado ante su presencia como nunca lo había visto.

—¿Dice que mi hijo era un creyente de Gaia? —Se burló ella.

—¿Creyente? Eso suena para el resto de la plebe que está fuera de estas paredes. Yo diría, más bien, que es la representación de la fe en vida.

—Explíquese —dijo ella curiosa, al notar que el hombre no mentía.

—Verá, Majestad, una persona que es capaz de morir por lo que cree, es una persona que posee convicciones fuertes y, tan reales, como para morir por ello. ¿Quién sería tan descabellado para entregar su vida por una mentira? Hay que tener un asidero, más allá de lo que la gente, mis monjes, mis sacerdotisas y yo mismo, pudiéramos decir sobre Gaia. Él joven príncipe la conocía. Más de lo que yo he podido conocerla en mis años de estudios. Y sabe algo, no entiendo por qué, yo he sido el que más año de servicio le ha dado a la madre de todas las cosas, pero parece que nunca he sido suficiente.

La reina Aldana, claramente no entendía del todo aquello, pero tenía lógica. Si algo era seguro, es que el asunto debía ser tan importante como para abandonarlo todo y alejarse de ellos. Si bien Aland nunca había querido el reinado, nunca se atrevió a desobedecerlos o apartarse de ellos. ¿Por qué hacerlo en ese momento? Gaia o algo con ella tenía que serla respuesta. ¿O acaso había algo más?

La reina iba a retirarse, ya tenía suficiente de ese hombre.

—Lamento mucho que su fe le lleve tanto dolor por lo que la misma diosa parece necesitar de otros. Es cierto que usted ha dedicado el tiempo de servicio en este lugar, y, es posible que lo haya hecho tan bien que no necesitan removerlo. ¿Qué persona sensata cambiaría a su mejor sirviente a un estatus mayor, para que le envíen una persona nueva que, tan siquiera se sabe si lo hará tan bien como el que se ha dejado? En ese caso, yo misma buscaría a otros para otras tareas, con tal que mi mejor sirviente me acompañe.

—Gracias majestad —dijo el hombre, levantándose de la silla con una suave y sublime reverencia.

—Y, Sergius —añadió la reina—. No haga uso de la envida como la gente común, de eso, ya hay suficiente en el mundo y en nuestras vidas, al menos asegúrese de ocultarlo cuando está ante la presencia de alguien que no es su amigo.

Claramente, aquel comentario fue mordaz, y el Principal Sacerdote bajó el rostro.

Cuando llegó a la salida del templo. El caos en el reino parecía haber comenzado: En un punto, escuchó sonidos de espadas, detonadores en otro, y fuego sobre la cima de los techos de algunas estructuras.

—¡Majestad, debemos irnos! —dijo un hombre que, claramente la reina Aldana no reconoció, pero que el agarre de sus manos fue demasiado rápido y fuerte.

En un segundo, se vio dentro del carruaje con aquel hombre y el coche comenzó a andar. Se dio cuenta que el chico no era alto, y que por sus vestiduras no era propio del reino. Tenía el cabello negro, con una capa detrás de él, y sus ojos café que le recordaban las hojas otoñales de la profundidad del bosque del reino Zafiro. Su piel, era enfermiza, tan pálida que podía recordarle a un cadáver, cosa que deslumbró al colarse la luz del exterior por la ventanilla. A pesar de eso, parecía tener buena forma física.

—¿Quién eres? —Preguntó desconcertada y sin nada de temor—. Tú no eres de este reino...

—Majestad, de no estar en apuro admiraría su agudeza. Pero me temo decirle que tiene razón —La voz acentuada y profunda llamó su atención—. He venida despojarla de su más preciada gema —dijo, señalando el colgante que llevaba la reina.

—Si robas esta gema, será el colapso completo de nuestro reino. Muchas personas morirán por esa causa —dijo ella.

—Lo sé, y debo decirle que siento su pena. Pero, es el mismo precio que el reino Zafiro debe pagar por haber robado, matado y despajado, los reinos del Oeste para construir este imperio. Incluso, son acusados de ser el primer reino que transporta, Ácara, así que no necesitan del robo para sobrevivir si venden esa sustancia que enloquece a la gente —respondió sin titubeos, mirando hacia la ventanilla.

—¿Ácara? Así que eso son los negocios ilegales que el rey Carlos nunca me ha querido contar —dijo—. Naturalmente soy participe de la maldad de mi rey, pues soy su esposa —tomó el colgante, lo desabrochó y se lo entregó.

—¿Así de fácil? —preguntó este sin entender.

—Evidentemente ha tenido razón en que el reino de Zafiro no perderá su riqueza por este robo, pero, si perderá la naturaleza de su magia para defenderse de otros. Sin embargo, debo decirle que, si quiere extender un buen rumor, mi hijo, el príncipe Aland, tiene más poder mágico que toda esa piedra. En realidad, no la necesitamos.

—¿Y acaso no es el mismo príncipe desaparecido? —Había una sonrisa en el rostro del aquel sujeto, mientras tomaba el colgante.

La reina sonrió, confirmó que las divulgaciones del reino Zafiro superaban los límites de su imaginación.

—Veo que está bien enterado. Pero, se necesita de solo un chasquido de sus dedos para estar ahora en este momento.

La reina señaló hacia el techo con una de sus dedos, y en un segundo, el techo voló en pedazos. En el aire, y el carruaje aun en movimiento, estaba la figura del príncipe Aland y la aprendiz de magia Kimiko.

—Veo que siempre buscas una forma de que regrese a este lugar, madre —dijo Aland, con los brazos cruzados y el ceño fruncido.

—Me da gusto verte hijo —dijo ella—, aunque solo hayan pasado un par de horas. De haber sabido que esta era la forma de hallarte, me hubiera lanzado desde mi balcón en el palacio.

—No diga eso, majestad, puedo asegurarle que le príncipe llega tarde algunas veces —dijo Kimiko, con una sonrisa amable.

—¿Tarde? Un mago nunca llega tarde o temprano, Kimiko, lo hace en el momento exacto —respondió él.

—Me suena a que lo has leído en alguna parte —dijo Kimiko, insegura.

Él se carcajeó. Sin embargo, la risa duró poco, cuando una flecha fue dirigida hacia él. Naturalmente, Kimiko fue la primera en crear un campo de protección que repulsó la flecha. Quien la había lanzado, era el sujeto encargado en conducir. Con un solo movimiento de su mano, Aland intentó despojar la capa de aquel chico, pero nada ocurrió. Abrió los ojos con mucha alegría.

—Así que eres un dragón —dijo él—. ¿Puedo admirar tu belleza?

—¡Está conmigo, Idiota! —En un segundo, el hombre que había estado hablando con la reina, saltó rápido y muy alto, y con su capa hizo un movimiento que, de no haber previsto Aland, echándose para atrás, hubiera sido cortado. Él hombre había ocultado una espada en su capa.

Pero no perduró demasiado en el aire, y con la misma velocidad, se escondió otra vez en el carruaje. Aland, curioso, intentó usar su magia para despojar la capa de este, y creyendo que podrían ser dos pares de dragones, se dio cuenta que el chico era, en realidad, un vampiro. Pero, tenía algo diferente, debió haber muerto de inmediato cuando el sol le pegó, pero en cambio este seguía allí y se encogió, gritando de dolor. El otro sujeto saltó sobre él, y su capa removida demostró que se trataba de una chica.

—Que feo caso, es una chica —dijo Kimiko—. Una dragona, señor.

Desde el aire, Kimiko y Aland se posaron sobre los límites de las paredes del carruaje, la reina Aldana estaba agarrada de los asientos, con la misma curiosidad en los desconocidos. La chica era baja en comparación a él, y aunque su piel era blanca, tenía algunas escamas alrededor de su textura que se vislumbraba un poco con el contacto de la luz del sol. Una gema Esmeralda estaba sobre su frente, ojos azules mortíferos y una cabellera blanquecina.

—Es un dragón del reino Esmeralda, ¿¡están con Clisius!? —Preguntó exaltada la reina.

—N-no menciones a ese hombre —dijo el chico que, naturalmente estaba siendo cubierto por la chica dragona—. Jamás serviría a un hombre que no ama a los que le protegen.

—Esperen un momento —intervino Aland, que tenía en su rostro la expresión de haber descubierto algo—. Un vampiro y una dragona, ¿eh? ¿Puedo saber sus nombres?

—¿De qué te sirve? —rugió la chica, mostrando los dientes.

—Los nombres son la clave de lo que somos y lo que seremos —dijo Kimiko, con una mirada perdida en los ojos de las chicas.

—Samael Bathory Wadeseth —dijo el chico—. Y ella es Origami Draruid.

—¿Acaso he escuchado esos nombres? —Se preguntó Aland, pensativo, mientras se sentaba ahora en el aire y flotaba.

—Maestro, son los mismos que la Madre de todas las cosas mencionó —dijo Kimiko recordándole—. Ellos son como usted, elegidos.

Aland abrió los ojos, y silbó alegre.

—Me han ahorrado la búsqueda, entonces... Pero ¿Por qué están aquí? —preguntó Aland extrañado.

—Por la gema Zafiro —exclamó la reina Aldana.

—¿Eso no destruiría el reino? —Inquirió Kimiko, asustada.

—No, mi padre vende Ácara y roba a otros reinos —respondió con tranquilada Aland—. Estarán bien. Además, la gema Zafiro pertenecía a uno de los reinos del Oeste, mi padre la robó.

La reina Aldana abrió los ojos sorpresivos. Aquello si había sido revelador.

—En ese caso, ¿cuál es el problema en que lo robemos? —Rugió Origami.

—En que no hay necesidad de robar, si solo se hubiera pedido —respondió Aland.

—Entonces, en realidad, la gema no nos pertenece. Algo que fue robado de otro lugar jamás será tuyo —dijo a Samael, para luego ver a su hijo—. Sabes algo, ¿verdad? —Le preguntó.

—Sí —dijo el príncipe—. Y debo asegurarte que todo está marchando con forme a los planes de Gaia.

—¿Es real entonces? —preguntó sin poder creerlo la reina.

—Más real que tú, yo y los mundos enteros —dijo él.

—Entonces, estaré tranquila si me aseguras que volveré a verte —dijo ella.

—Es posible, no puedo darte otra respuesta —añadió.

—Me es suficiente —dijo ella.

Entonces, Aland con un guiño de ojo a su mamá, le hizo señas a Kimiko para que actuara. Y así, los cuatros desaparecieron. El carruaje se detuvo, y la reina Aldana botó todo el aire de sus pulmones.

—¿En qué momento engendré a un hombre así? —dijo—.  Ahora, Carlos, tu y yo tenemos una conversación más que tener, mi Lord.

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