22. Octavio se enoja (no con Amado)
Así como el huevo les había indicado la ruta correcta para llegar a él, ahora parecía ansioso por guiarlos hacia la salida, con un ardor que hizo que las dudas de ambos se transformasen en valor. Teniendo cuidado de cerrar cada puerta abierta tras de sí, volvieron al primer piso. Una cálida energía les permitió navegar la oscuridad del camino y los llevó a atravesar la sala de dinosaurios. Luego vino la de megafauna, y finalmente el pasillo oscuro que conducía al área por la que habían entrado.
Al final de aquel corredor, intactos, estaban sus zapatos.
Una vez que salieron, mientras se dirigían al coche cargando la maleta entre los dos, para no dejar rastros sobre el pasto, un repentino pensamiento se cruzó por la mente de Octavio:
«Demasiado fácil».
Tratando de ignorar un escalofrío, siguió adelante. Aquella situación tenía un dejo sobrenatural que hacía que temiese que, si se atrevía a echar un vistazo a lo que había a sus espaldas, descubriría que todo había sido un sueño. Se sentía como Orfeo intentando salvar a su amada Eurídice del infierno, protegido bajo el velo de una endeble magia, y no quería que un momento de duda lo hiciera fracasar a último momento.
Solo cuando llegaron al coche y guardaron la maleta en el baúl fue que se permitió girar hacia atrás y contemplar la silueta de la Galería Garza, iluminada por la luna contra el cielo estrellado. Le costaba creer que lo hubiesen conseguido, pero se mantuvo alerta. Tenía bien presente la historia de Calista, que también había logrado rescatar el huevo con relativa facilidad, todo para ser traicionada al final. Una parte de sí temía que en cualquier instante apareciese ante ellos la policía, o algo peor, aunque no parecía haber nadie en los alrededores más que los grillos que llenaban el aire nocturno con sus cantos.
Luego de intercambiar una mirada eléctrica con Amado, entraron al coche. Solo una vez que estuvieron acomodados en los asientos, Octavio se volvió consciente de lo agitado de su respiración. Amado no estaba mucho mejor que él: mientras intentaba poner el coche en marcha, se le cayeron las llaves. Cuando Octavio las atrapó en el aire y se las devolvió, notó que los ojos de Amado se veían algo húmedos, y estiró la mano hacia él para atajar una lágrima que bajaba por su mejilla.
—Ya casi —murmuró Octavio—. Prometo que aprenderé a conducir para la próxima vez, así no tienes que hacerlo siempre tú.
Sonriendo un poco, a pesar de todo, Amado replicó:
—¿La próxima vez que nos robemos un huevo de dragón?
La risa que le siguió a eso los aflojó a los dos, pero no duró demasiado. Amado tenía que volver a la fiesta a tiempo para el momento en que se cortara el pastel, así que se pusieron en marcha hacia la casa de Octavio. Al igual que en el interior del museo, el trayecto fue sin incidentes, como si el huevo estuviese allanándoles el camino, asegurando que cada semáforo estuviera en verde, cada esquina despejada y cada calle vacía.
En principio, Octavio había dudado de que su casa fuese el mejor de los lugares para guardar el huevo; pero Amado creía que él no iba a estar entre los primeros sospechosos de su familia, en el peor de los casos. Ese dudoso honor sería para los rivales de la Fundación Garza, la organización liderada por el exempleado que había traicionado a Calista.
El panorama estaba despejado cuando llegaron a su destino. Nadie los vio entrar la maleta donde estaba el huevo a la casa, cuyo interior estaba iluminado con la suave luz de una lámpara de pie que arropaba los muebles con un brillo cálido.
Un remanente de aroma a bizcochuelo y a café flotaba en el aire. Venía de la cocina, de donde surgió Carla, cuyo rostro preocupado se iluminó apenas su mirada se posó sobre la maleta. Detrás de ella aparecieron Calista y Pía, y frente a sus miradas expectantes, Octavio entreabrió el cierre para dejar a la vista el huevo.
Adelantándose al resto, Carla se puso en cuclillas para verlo mejor y apoyó las manos sobre la superficie.
—¿Estamos seguros de que no es extraterrestre? ¡Está calentito! —exclamó. Y luego, dirigiéndose al huevo, susurró—: Tus papás te llevarán con mamá pronto, no te preocupes.
Calista y Pía también se acercaron para acariciarlo, entre murmullos admirados y alguna lágrima. Mientras ellas lo movían hacia el rincón que habían preparado para él junto al sofá, Octavio se quedó cerca de la puerta con Amado, que suspiró y dio un vistazo al interior de la casa. Su mirada se detuvo en la puerta que daba al cuarto de Octavio.
—Ojalá pudiese quedarme —murmuró—. Pero tengo que estar cuando corten el pastel, es un momento importante.
Octavio asintió. De pronto, sin embargo, la idea de que se fuera le parecía un error. Si es que dormían, Calista y Pía lo harían en su cama; ellos, se le ocurrió, podían encontrar algún otro espacio donde pasar la noche, aunque fuese en el suelo, al lado del huevo. Algo le decía que estaban a salvo cerca de él. Su casa se sentía como el lugar correcto: un nido tibio temporal, impenetrable. Afuera, la oscuridad acechaba, llena de incertidumbre.
Con la mirada baja y los hombros caídos, Amado tampoco parecía demasiado entusiasmado por tener que partir.
Con un resoplo derrotado, Octavio murmuró:
—¿Nos vemos mañana en el helipuerto, entonces?
—Sí —respondió Amado, con una sonrisa—. Pero quizá pueda escaparme de la fiesta luego de lo del pastel y venir esta madrugada.
Durante los momentos siguientes los dos se miraron sin decir palabra, y Octavio estuvo a punto de insistirle que no se fuera. La distancia que los separaba se acortó cuando los dos se movieron el uno hacia el otro, y fue a mitad de camino que se encontraron en un beso. Tener a Amado entre sus brazos, blando y palpitante, solo sirvió para incrementar las ansias de Octavio por mantenerlo cerca. Finalmente se apartó porque no quedaba remedio, no porque quisiera.
Se despidieron de mala gana, con una promesa renovada de hablar al día siguiente. Desde el umbral de la puerta, Octavio vio al coche de Amado perderse en la noche, y un estremecimiento agarrotó los músculos de sus hombros.
Respirando hondo para intentar tranquilizarse, regresó junto al huevo. Allí, Calista y Pía lo examinaban con cuidado, mientras le contaban a Carla sobre la vez en que habían conseguido avistar un unicornio vivo, en las proximidades de un antiguo sistema de cuevas europeo. Los avistamientos de criaturas de leyenda vivas eran incluso más raros que los de restos.
—Conociendo a alguna gente, es mejor así —dijo Calista, mientras medía el huevo con una cinta métrica.
No mucho más tarde, Octavio recibió un mensaje de Amado que confirmaba que estaba de vuelta en la fiesta, tal como previsto. De acuerdo con los videos y fotos de las redes sociales de Amado, que se había encargado de publicar material que habían generado antes, Octavio también estaba allí todavía. Sus notificaciones explotaban de pedidos de amistad y comentarios: «¿Me adoptan?», «Justo en mi soltería, igual les rezo», «¿Boda cuándo?», emojis de cámaras, de ojos, de corazones.
«Nadie parece haber sospechado», le confirmó Amado por mensaje.
Octavio le echó un nuevo vistazo al huevo y entrecerró los ojos. Por un lado, tenía la impresión de que él los había ayudado; por el otro, algo no terminaba de cerrarle. Había sido demasiado fácil, y no podía desprenderse de un constante hormigueo de inquietud. Luego de que Carla, Calista y Pía se retiraron a los dormitorios, Octavio recorrió la casa para asegurarse de que cada abertura estuviese bien cerrada, y revisó detrás de cada puerta y debajo de cada mueble. Una parte de sí temía que un intruso surgiera de entre las sombras.
No estaba seguro de que esa noche pudiera dormir. La tensión de los hombros se había expandido al resto de su cuerpo: le apretaba el pecho, le cerraba la garganta, le revolvía el estómago. Se recostó en el sofá, con los ojos puestos en el huevo, y le mandó un último mensaje a Amado: «¿Vienes, al final?».
La contestación de Amado fue escueta: «No, surgió un asunto, nos vemos mañana». A juzgar por la última actualización de su cuenta, el pastel había sido cortado poco antes. Aunque intrigado, Octavio no insistió; contra todo pronóstico, y a pesar del nerviosismo, el cansancio hacía que los párpados le pesaran. Lo que sí hizo fue enviarle a Amado un emoji de dinosaurio, pero se quedó dormido antes de recibir respuesta.
Los sueños de la noche fueron confusos: se vio atrapado en un lugar sofocante y estrecho. La oscuridad a su alrededor le impedía entender si era una cueva o un túnel, sin espacio para moverse. El sueño no había tenido un comienzo real, era una pesadilla constante y uniforme sin escape, al punto que Octavio temió quedarse atascado en ella para siempre.
Lo que lo sacó de allí fue el sonido del despertador, que taladró a través de las gruesas capas que lo separaban del mundo real hasta crear un hueco que le permitió salir de su encierro onírico.
Abrir los ojos y encontrarse de vuelta en la sala de su casa fue un alivio, pero la sensación de angustia del sueño se quedó con él incluso después de asegurarse de que todo estaba en orden. El huevo seguía descansando al lado del sofá, y la luz del día comenzaba a filtrarse, perezosa, a través de las ventanas. Octavio revisó sus notificaciones, y frunció el ceño al encontrar que en la conversación con Amado estaba el mismo dinosaurio solitario de la noche anterior. Nada más. Imaginó que, tal vez, él también se había quedado dormido, y le envió un mensaje de saludo. Pronto estarían en camino hacia el helipuerto, le dijo. Esa vez, Amado sí respondió: «Perfecto, yo también».
A pesar de la hora, Carla se había ofrecido a acercarlo ella misma hasta el punto de encuentro, y Calista quería acompañarlos. Pía se quedaría atrás, vigilando la casa. Luego de guardar el huevo en el maletero, lo subieron con cuidado al coche de Carla y se pusieron en marcha hacia las afueras de la ciudad, donde se encontraba el helipuerto.
—¿No es peligroso volar un helicóptero sobre un volcán? —preguntó Carla.
—Sí —respondió Calista—, las cenizas podrían afectar al motor, si se vuela demasiado cerca de un cráter activo. Hay que tener cuidado, pero es posible hacerlo.
Octavio tragó saliva. Miró sus manos y las vio temblar, pero confiaba en que Amado habría tenido en cuenta las dificultades.
—Bueno, mientras no se mueran —dijo Carla.
A medida que se alejaban de la ciudad, las casas fueron volviéndose menos frecuentes; en su lugar se alzaron los verdes cerros y bosques que la rodeaban, iluminados por el sol del domingo. En otras circunstancias, Octavio habría disfrutado del aire fresco que entraba por las ventanas abiertas, pero en aquel momento solo podía pensar en lo que les esperaba. Él tampoco quería morir.
Un camino adornado por árboles, que se apartaba de la ruta principal, los condujo al helipuerto. No era exactamente como Octavio imaginaba: estaba rodeado por un cerco a través del cual se podían ver algunos helicópteros. Se veía desierto, excepto por un coche detenido junto a la puerta de una estructura que parecía ser un enorme depósito. Era el de Amado, pero algo no encajaba: había dos personas en él.
—¿Vino con alguien más? —murmuró Octavio.
Carla se detuvo a unos metros y lo miró de reojo mientras Octavio se inclinaba hacia adelante, tratando de distinguir más detalles. ¿Alana? No, ella era muy menuda, y estos eran dos adultos.
—¿No te ha dicho nada...? —preguntó Carla.
—No —respondió Octavio, asaltado por un terrible presentimiento.
Cuando la puerta del conductor del vehículo de Amado se abrió, quien salió de él resultó ser un desconocido: era alto, joven y con un cuerpo trabajado, adornado por algunos tatuajes. Una sonrisa socarrona cruzaba su rostro, parcialmente cubierto por gafas de sol de estilo aviador, y su pelo castaño estaba peinado de manera impecable hacia atrás. En sus manos tenía un teléfono con el que hacía malabares, y Octavio reconoció el protector que llevaba: era el de Amado.
A continuación, se abrió la puerta del acompañante y una segunda persona descendió del coche. Al verla, Octavio dejó escapar una exclamación de sorpresa. Llevaba semanas sin saber de ella, pero ahí estaba: la profesora Blanco. A diferencia del otro, ella no sonreía: sus labios estaban apretados en una mueca de consternación.
—No puede ser —musitó Octavio, con voz trémula.
—Cuidado —dijo Calista, desde el asiento trasero—. Ese hombre trabaja para Franco Lombardo. Supongo que ella también.
Ignorando las advertencias, Octavio salió del coche. Tenía la cabeza nublada por una mezcla de rabia y desconcierto que lo hacía sentir náuseas. No le importaba para quién trabajaran. ¿Dónde estaba Amado? Todo indicaba que la persona que había enviado las extrañas respuestas era ese desconocido que tenía el teléfono de Amado en sus manos, y eso explicaba que se hubieran sentido fuera de lugar.
Al hablar, sin embargo, Octavio se dirigió a la profesora Blanco, con un desesperado tono cargado de urgencia:
—¡¿Qué está pasando?!
—¡Ah, pero ni un hola! —dijo el extraño de los tatuajes—. ¿En serio este era su alumno favorito, profesora?
Ella, en lugar de responder, desvió la vista.
—¿Quién eres tú? —espetó Octavio.
El aludido se cruzó de brazos y suspiró, mientras meneaba la cabeza.
—¡Qué triste! ¿Amado ni siquiera te mostró una foto de mí? Soy Luca, el que vino antes de ti. Espero que estés enterado de mi existencia, al menos.
—¿Qué, el estafador...?
—Qué maleducado. No era todo trabajo, él también me gustaba.
Que él trabajara para el tal Franco era una posibilidad que habían manejado, pero saber que la profesora Blanco era también cómplice rompía el corazón de Octavio.
—¿Dónde está Amado? ¿Qué está pasando?
Luca abrió la boca para hablar, pero la profesora levantó la mano para callarlo y se adelantó a él.
—No queremos problemas, solo el huevo —dijo, con ensayada calma—. Como tú, queremos que se acabe lo antes posible...
—¿Dónde está Amado? —insistió Octavio, apretando los puños.
La profesora y Luca intercambiaron una mirada larga. Luego de un gesto que pareció sellar un acuerdo silencioso, Luca abrió el maletero. Allí, atado de pies y manos en el mismo lugar donde habían guardado el huevo la noche anterior, estaba Amado. A pesar de sus ojos fatigados, se veía ileso, pero a Octavio no le importó. Los nervios que venían acumulándose en su interior dieron paso a algo distinto: una furia que comenzó a arder con el calor del fuego, amenazando con explotar.
Aturdido como estaba, apenas escuchó lo que dijo la profesora a continuación:
—No buscamos lastimarlo a él, ni a ti. Solo queremos un intercambio sencillo: el huevo por Amado.
Continuará.
Próximo: 13/11.
¡AHHHHHHHHHHH!
MANTENGAMOS LA CALMA.
Bueno, primero que nada, muchas gracias por sus comentarios, votitos y leídas.
Alguna gente había previsto la vez pasada que la profesora podía ser quien estuviera siguiéndolos, ¡así que medalla para ustedes! ¿Estabas entre la gente que había sospechado?
De quien no vi que sospecharan fue del ex de Amado, aunque ya se había especulado que era parte de la organización de Franco xD ¿Nadie sospechó que volvería?
Estuve por cambiarle el nombre por culpa de la película Luca, pero al final se queda xD
Referencia de hoy:
Orfeo y Eurídice: En la mitología griega, Orfeo bajó al infierno para recuperar a su amada Eurídice. Hades puso como condición para llevársela que no mirara atrás hasta que estuvieran en la superficie y el sol los cubriera por completo. El problema fue que Orfeo no se aguantó y miró atrás cuando faltaba apenas un poquito, y Eurídice se transformó en polvo (pero luego se reencontraron).
¿Conocías este mito? Son estos dos:
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