1. Amado duerme una siesta a la sombra del volcán

Apareció enterrado al pie del volcán donde el equipo de la universidad hacía prácticas de paleontología: a primera vista parecía ser un huevo de dinosaurio fosilizado que se asomaba apenas entre la tierra. Alguien mencionó que se parecía a una piedra tallada, otro dijo que había sentido una electricidad extraña al tocarlo.

El inusual descubrimiento causó revuelo entre los estudiantes, tanto que Amado los escuchó desde la zona boscosa en la que estaba, por encima del arrullo de la cascada cercana. Aquel paraje era el mejor escondite cuando necesitaba espacio: no tan lejano del sitio de excavación, pero muy discreto. Allí, el mundo real quedaba apagado por los trinos de los pájaros, el chapoteo de las aguas, y las corrientes que traían noticias del mar en forma de brisa salada.

Claro que Amado también era un estudiante, y la única razón por la que los otros toleraban sus escapadas era porque su familia financiaba la excavación. A veces se preguntaba qué podría hacer para que lo expulsaran, pero era demasiado cobarde como para tomar medidas extremas.

El equipo llevaba lo que parecía ser una eternidad trabajando en aquel lugar, bajo un sol agresivo que hacía que la piel de Amado se volviese de un rojo picante al menor descuido. Sobre ellos, el volcán ronroneaba amenazando con despertar.

Por eso, lo primero que se le ocurrió al escuchar las voces fue que había ocurrido un incidente relacionado con el volcán, aunque la idea de que entrara en erupción no le sonaba tan mal. Los primeros días se había entretenido tomando videos y fotos de los alrededores que luego subía con bastante éxito, pero a esas alturas empezaba a desear que los evacuaran. Cada mañana despertaba en la misma tienda, decepcionado por la falta de efectividad del volcán. Extrañaba la ciudad, la suavidad de su cama, poder bañarse sin volver a sentirse sucio a los cinco minutos.

Una vez que las voces de los otros estudiantes se calmaron, Amado dedujo que ese tampoco sería el día en que el volcán despertaría, y volvió a relajarse en la tumbona sobre la que descansaba. Había algo especialmente denso en el aire de esa mañana. Después de cubrirse el rostro con un sombrero, terminó cayendo en un sueño agitado, lleno de imágenes inconexas.

Soñaba con que un gigantesco dinosaurio avanzaba a través del campamento destrozando tiendas y vehículos a su paso, cuando una voz grave e irritada lo hizo abrir los ojos:

—¡Oye! —gruñó el recién llegado.

Amado no necesitó apartar el sombrero para reconocer la voz de Octavio, un compañero de clase que era también el favorito de la profesora Blanco, jefa de la excavación. En cierto sentido, Octavio era el tipo de hijo que su familia hubiese querido tener: un estudiante aplicado, entusiasta, apasionado por la paleontología. Todo lo que él no era. Amado no recordaba haberlo visto interesarse en nada ni nadie que no tuviese relación con sus estudios en todo el tiempo que lo conocía.

Al asomar la mirada a través del ala del sombrero, vio a Octavio menear la cabeza y entrecerrar los ojos detrás de sus gafas. Tenía los brazos cruzados, y luego de tantos días al sol, su piel estaba más morena que de costumbre. Era agradable a la vista, cuando no lo miraba con la mueca de disgusto que adornaba su rostro en ese mismo momento. Su ropa estaba sucia de tierra, al contrario que la de Amado, que apenas tenía unas pocas manchas. Amado tragó saliva pero sostuvo la mirada, desafiante.

—Te están buscando —dijo Octavio, entre dientes.

—Tampoco tienes que mirarme como si hubiese matado a alguien —respondió Amado, arqueando las cejas—. El calor me tenía mal.

Octavio lo escudriñó de arriba abajo antes de responder. La excusa de Amado era poco creíble, dados sus antecedentes, pero no imposible.

—Voy a hacer de cuenta que te creo, pero la profesora espera que vuelvas a la excavación y ayudes.

Amado apretó los labios y forzó una sonrisa, mientras se mentalizaba para pasar el resto del día barriendo tierra con un cepillo en miniatura. Con un suspiro derrotado, se puso de pie y planchó las arrugas de su ropa con los dedos. Una vez que estuvo listo, siguió a Octavio arrastrando los pies por el suelo pedregoso, y hurgó en el bolsillo de su pantalón para recuperar su teléfono. Le sorprendió encontrar varios mensajes y algunas llamadas perdidas. ¿Cuántas horas habían pasado? Podría haber jurado que no había dormido más que una.

—No se te ocurra subir videos o fotos de lo que hemos encontrado —advirtió Octavio, con voz firme—. Es confidencial.

La severidad con la que Octavio habló hizo que Amado sintiera un escalofrío; aunque no le resultó del todo desagradable, considerando el calor. A eso le siguió un cosquilleo de curiosidad que le puso la piel de gallina.

—Como usted ordene, amo... —dijo con una sonrisa juguetona.

—No es un chiste. —Octavio se paró frente a Amado, impidiéndole avanzar—. No es un juego. Nada de redes sociales.

Amado resopló.

—Bueno, está bien. ¿Por eso el alboroto de antes? ¿Qué es?

—No sabemos todavía. Lo hemos venido tratando como si fuera un huevo, pero podría ser una piedra con esa forma.

Para cuando llegaron al claro donde se encontraba la excavación, Amado entendió a qué se refería Octavio. La parte superior del objeto estaba afuera del suelo: era de un verde mohoso, adornado por un patrón exquisito, y mucho más grande de lo que podría esperarse de incluso los más grandes de los huevos conocidos.

—¿Qué tamaño va a tener esto? —preguntó Amado, frunciendo el ceño.

La expresión de Octavio se aflojó. Su rostro se iluminó con un brillo entusiasta, que lamentablemente reservaba para cuando hablaba de cosas que llevaban muertas unos cuantos siglos.

—Algo así. —Abrió los brazos y dibujó en el aire el contorno de un óvalo que ocupaba todo su torso.

—Ya veo. —Amado se puso en cuclillas y aprovechó un momento de distracción para tocar el objeto, apenas. Había algo hipnótico en los canales que recubrían la superficie—. No podría ser un huevo, ¿verdad?

—Sería difícil que existiera un huevo más grande que el de las aves elefante, por una cuestión de estructura —dijo Octavio, mientras tomaba un cepillo para remover tierra y le entregaba otro a Amado—. Pero, ¿qué tal si estamos equivocados? 

El museo privado de la familia de Amado —la Galería Garza— tenía en exhibición un huevo de la extinta ave elefante de la cual hablaba Octavio: era del tamaño de una pelota de rugby. Los de dinosaurio eran aún más pequeños.

—Me decepcioné mucho la primera vez que vi un huevo de dinosaurio, de niño —dijo Amado, y comenzó a trabajar con el cepillo—. Cuando mis padres me lo mostraron, creí que estaban mintiéndome. En mi cabeza, creía que esos huevos tenían que ser tan grandes como yo, así que ver que eran tan pequeños no me hizo ninguna gracia.

Octavio chasqueó la lengua.

—¿Es de ahí que viene tu rencor por la paleontología?

—¿Me vas a culpar por no disfrutar de pasar horas limpiando tierra?

—¿Y por eso le dejas todo el trabajo al resto? —La voz de Octavio sonó afilada, tanto que Amado se echó un poco hacia atrás—. Si tanto lo odias, ¿por qué no abandonas la carrera?

—No hables como si conocieras mis razones —respondió Amado—. No es tan fácil.

Octavio no respondió: en lugar de eso, se ajustó las gafas y lo contempló sin decir nada, aunque su rostro se suavizó. Amado, por su parte, volvió a concentrarse en el objeto y siguió con el trabajo de remover tierra. Sentía las punzadas de las miradas del resto del equipo sobre él, pero no les prestó atención. Poco después, olvidó el picor del sol y la forma en que el polvo le secaba la garganta.

A medida que el trabajo avanzaba, menos se parecía aquello a un huevo y más a una roca tallada con esa forma, que fue la versión que comenzó a tomar fuerza entre el equipo. De ser así, ni siquiera les correspondería a ellos seguir adelante con las investigaciones: quedaría en manos del departamento de arqueología. Una voz interrumpió sus pensamientos:

—Qué hermoso eres. —Era Octavio quien hablaba de nuevo, ahora con una voz cálida, amable.

Con las mejillas encendidas, Amado levantó la vista.

—¿Qué? —murmuró, confundido. Pronto, entendió que el comentario no estaba dirigido a él, por supuesto: los ojos de Octavio estaban puestos en el objeto sobre el que trabajaban. Sonreía—. ¿Estás hablando con esta cosa?

Hubo unos incómodos momentos de silencio entre los dos. Lo único que se escuchó a su alrededor fueron los murmullos del resto del equipo, hasta que Octavio susurró, en tono confidente:

—¿Qué pasa, estás celoso?

Amado deseó poder intercambiar lugares con el objeto enterrado: era un excelente momento para esconderse bajo tierra. Al final, respiró hondo y respondió:

—Yo no me encariñaría mucho con él si fuese tú, el volcán podría dejarte soltero muy pronto.

Una sombra se proyectó sobre los dos, y Amado calló de pronto. Pertenecía a la jefa de la excavación, la profesora Blanco, que vista desde el nivel del suelo se veía más alta de lo que en realidad era. Tenía el pelo del mismo tono que su apellido, aunque no era tan mayor, y una paciencia infinita, incluso con él.

—Esperemos que no haga falta —dijo ella, con una sonrisa—: Me alegra ver que te sientes mejor, Garza. Me dijeron que estabas descompuesto, ¿verdad? Le pasó a varias personas hoy, me preocupa. Por favor, no dudes en avisarle a alguien si algo así vuelve a pasar, sería un peligro que estuvieras solo si llegas a necesitar ayuda.

Atragantado de culpa, Amado apenas pudo responder:

—Gracias.

Al desviar la vista de la profesora, se encontró con la mirada de Octavio clavada en él. Parecía que estuviese a punto de decir algo, pero no fue así; para alivio de Amado, la conversación fue hacia otros temas.

De todas formas, los ojos oscuros de Octavio seguían en su mente cuando la profesora dio por terminado el trabajo, horas después. Les dio también la noticia de que al fin volverían a la ciudad. La amenaza del volcán era demasiado real.

—No podemos arriesgarnos —le explicó la profesora a Octavio, mientras este protestaba—. Es probable que no pase a mayores y volvamos pronto, pero estamos en un lugar vulnerable.

Mientras el equipo se preparaba para retirarse, Amado miró hacia la cima del volcán y vio un tenue hilo de ceniza salir del cráter. Era el momento que tanto había esperado, pero algo se sentía fuera de lugar; el ambiente estaba enrarecido por una incertidumbre que no tenía que ver con la posible erupción.

Decidió, al menos, aprovechar para tomarse algunas fotos antes de irse. La luz del ocaso resaltaba los tonos dorados de su pelo, y el viernes por la tarde era siempre un buen día para publicar en redes sociales. Recordando las palabras de Octavio, sonrió para sí y buscó un lugar donde no pudiera verse nada de la excavación. Lo encontró cerca de unas rocas. Mientras ajustaba la cámara, escuchó a la profesora hablar por teléfono, no muy lejos de allí. Su voz sonaba agitada, sobrecogida por una angustia que Amado nunca había escuchado antes en ella:

«¡Pero es mi descubrimiento! No quiero dejarlo de lado por completo. ¡No quiero ser apartada como si diera igual!».

Curioso, curioso. Si necesitaba una confirmación de que aquel no era un descubrimiento común, allí estaba; aunque en ese momento no tuviese idea aún de cómo le cambiaría la vida.

Continuará.

Próximo capítulo: sábado 19 de junio.

¡Hola! Gracias por sus votitos y comentarios de ánimo cuando anuncié la historia. 

Espero que acompañes a Amado y Octavio en esta aventura. 

De chica me encantaban los dinosaurios, y creí que quizás me gustaría ser paleontóloga, hasta que me di cuenta de que su trabajo es de mucha paciencia y estudio, jajaja.

La paleontología estudia restos fósiles de seres orgánicos del pasado. Ellos serían quienes estudian a los dinosaurios (pero no únicamente, también a muchas otras criaturas). Varios personajes de Jurassic Park son paleontólogos.

La arqueología estudia artefactos, documentos, lugares físicos relacionados con civilizaciones antiguas. Indiana Jones es arqueólogo, aunque los arqueólogos tampoco andan de aventuras, jajaja.

El ave elefante era un ave extinta en el siglo XVII que ponía huevos enormes, aquí dejo unas imágenes para que se hagan una idea:

Agrego una aesthetic de este capítulo:

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