Capítulo dos
Las manecillas del reloj avanzaban a paso de tortuga, obligando a Francisco a sufrir una demora que; aunque solo existía en su cabeza, parecía extenderse a todo el mundo. La televisión emitía una y otra vez el mismo programa, quizás por culpa de un fallo en la programación o una mala sintonización de la antena, pero eso le producía una sensación de bucle infinito.
Un suave sonido; quizás un trozo de alguna composición de Mozart fue lo que despertó al joven de uno de los mejores sueños que había logrado en los últimos meses. Entre gruñidos, se dispuso a abrir la puerta. Y cuál fue su sorpresa al ver que ahí no se encontraba su hermano, sino una niña de no más de siete años con una inocente carita y una voz ronca pidiéndole ayuda. Francisco, conmovido por ser la primera cosa buena que le ocurría en meses, fue en busca de comida, ropa nueva y una toalla para que se secara. Le ofreció a quedarse en la casa, a lo que ella respondió con una negativa; que había visto un cobertizo y se quedaría ahí. Él aceptó.
Así comienza todo el desvarajuste. Su hermano no apareció por la casa, pese a las múltiples llamadas e interminables mensajes que le envió. Las llamadas eran recibidas por un contestador, y los mensajes siquiera llegaban a su destino.
Miles de teorías rondaron por su cabeza; cada una más perturbadora y terrorífica que la anterior. Pero la respuesta no la obtendría ese día, y todo lo que había maquinado se quedó en simples hipótesis. La amargura se apoderó de nuevo de su cuerpo, mientras una sensación de "Todo ha salido mal" en el cuerpo.
―Como dice la ley de Murphy ―musitó intentando animarse ―, si algo puede salir mal, saldrá peor.
Y, efectivamente; salió peor. Peor de lo que podría haber imaginado, que todo el sufrimiento ocurrido.
De alguna forma; un brutal estallido se produjo en el cobertizo en el que la pequeña indigente se resguardaba. Alarmado y asustado, se dirigió corriendo al lugar donde se produjo la explosión y para su sorpresa, no encontró ningún cuerpo calcinado.
―Señor... ―dijo una infantil voz detrás suya ―, ¿Qué acaba de pasar?
Francisco la miró impresionado. La chiquilla se había salvado con, apenas, unos cuántos rasguños y algo de ceniza en el pelo.
―Ha ocurrido algo muy malo. Ahora, se buena chica y entra conmigo a la casa. Te daré algo calentito y; después, me contarás como te has conseguido salvar.
Entraron y mientras Francisco indicaba a la niña donde debía de sentarse, preparó un tazón de chocolate. Se lo ofreció, y la chiquilla lo aceptó, con las manos temblorosas, de buen gusto.
―A ver, dime, ¿oíste algo raro que te incitó a escapar de ahí? ¿O quizás se derramó algo?
―Yo... ―musitó la niña, claramente asustada ―No vi nada. Fue algo raro, como si una voz me indicara que tenía que alejarme lo más posible de ahí. Yo simplemente le hice caso, y después todo hizo pum.
―No entiendo, de verdad. ¿Fue algo instintivo; o de verdad escuchaste una voz?
En ese momento; la niña se echó a llorar desconsoladamente, esparciendo un poco de la bebida por toda la alfombra. Cosa que, en otro momento, podría haber molestado a Francisco.
―Tranquila, de verdad. No quiero hacerte daño. Simplemente me gustaría saber cómo te conseguiste salvar de tal desgracia.
La niña no para de sollozar mientras musitaba palabras inaudibles. Eso provocó que el destartalado corazón del joven se oprimiera aún más; lo que acabó en un llanto por parte de los dos. Abrazados, con sentimientos de terror en el cuerpo y mucho miedo.
Hasta que, minutos más tarde; la niña murmuró algo que sí se alcanzó a escuchar bien.
―Mi madre me aconsejó que no se lo dijera a nadie, porque me tomarían por loca y me discerminarian.
―¿Discerminarian? ¿No querrías decir "Discriminarian"?
―Sí, eso. Discreminarian.
El corazón del joven se enterneció al escuchar esas palabras; y tras acariciarle suavemente sus sonrojadas mejillas; aún húmedas por el llanto, la corrigió.
―Dis- cri‐mi‐na‐ri‐an―. Añadió recalcando cada una de las sílabas.
―Discriminarían―. Repitió.
Una gratificante sonrisa se posó en los labios del joven. No era capaz de creer que, después de todo lo sucedido, pudiera encontrar algo de felicidad.
―Y, dime. ¿Qué es eso por lo que te podrían tachar de loca?
―No puedo explicárselo, es algo... misterioso ―dijo pronunciando más fuerte la última palabra.
―¿Qué puede ser tan misterioso como para que no quieras contármelo?
―No lo entendería―. Dijo. Acto seguido, se echó a llorar.
Decidió no entrometerse más y esperar a que se lo dijera por voluntad propia. Le secó las lágrimas, le preparó otra bebida y la acostó en una habitación paralela a la suya, avisándole que cualquier cosa que necesitara; gritara no muy fuerte y el acudiría.
La noche transcurrió sin problemas, y cuándo se hizo de día y Francisco intentó desperezarse, se llevó un susto tremendo al ver que la niña estaba delante de la cama, completamente vestida y agarrada a un oso de peluche que el joven guardaba en la habitación que usó la niña. También, después se percató de que, por culpa de todo lo sucedido; no le había preguntado el nombre a la niña.
―Bueno― dijo sin levantarse de la cama ―, entre todo este lio aún no me has dicho cuál es tu nombre. Eso sí, estoy seguro que será precioso. ¿Verdad?
―Sí, supongo―. Dijo con la voz entrecortada.
―Entonces, ¿cuál es?
―Kim.
―Me gusta ese nombre. Tiene su toque―dijo, por fin, con una gran sonrisa en la cara.
Una tímida sonrisa asomó por la cara de la niña, algo que aún produjo un sentimiento más profundo en el joven. Le dijo que saliera de su habitación mientras él se vestía, para posteriormente prepararle un tazón de leche con un puñado de galletas que la chiquilla devoró con mucho gusto.
―¿Te apetece otra ración?― preguntó al ver la rapidez con la que había devorado el desayuno.
Un tímido "por favor" quedó flotando en el aire, pero aun así Francisco fue capaz de entenderlo y se dispuso a preparárselo.
―¿Puedo ir al baño? ―soltó de repente la niña.
―Claro que sí, cosita.
Y, mientras Kim se dirigía distraida al baño, Francisco continuó preparándole el desayuno. Hasta que, momentos después la niña emitió un brutal grito, a lo que Francisco acudió corriendo lo más rápido que sus piernas le permitían.
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