No me mires, que doy miedo.

Recuerdo sus manos.

Solían ser más pequeñas.

A veces rebuscaba su abrigo favorito, pequeño y suave, hecho para ella.

Su piel era suave, siempre delicada.

Se empinaba sobre la punta de sus pies, e iba moviendo la ropa colgada.

A veces rozaba mi brazo, y así podía sentir su calor.

Sin embargo luego lloraba.

Miedo le daba.

Su miedo era yo.

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