EGON

EGON: DEPREDADOR

PARTE UNO


Se había mojado las zapatillas.

Habían pronosticado torrencial aquella tarde de febrero en el que decidió acompañar a su amigo a un lugar. La universidad de bellas artes quedaba a una hora de su hogar y el autobús tardó alrededor de cuarenta minutos para llegar a la parada. Estaban empapados, con frío, en una fila con más de diez personas mientras la noche caía sobre ellos.

Egon había cumplido los dieciocho años de edad hacia apenas unos meses, se había graduado, se había anotado en una universidad lejos de su casa y no estaba del todo seguro. El Omega a su lado se reía, mientras hablaban de cualquier cosa acompañados de un paquete de galletitas y malos chistes.

—Entonces... No, tú tienes que mirarme de arriba para abajo, así —mencionó y se hizo un poco de lado, levantó una ceja, fingiendo una expresión de desagrado mientras miraba a su amigo con desprecio fingido—. Así se mira mal.

—¡No me sale! —rió el otro después de un intento, llevaban esperando en aquella parada más de una hora, los mensajes en el celular sonaban, de su madre, su amigo, su hermano, decidió ver, y miró el chat con detenimiento—. Dios, Egon, tu madre me va a odiar.

—No... Además, me van a tocar días como estos cuando venga a estudiar, no puede protegerme de todo —murmuró el Omega, y apagó el teléfono. Cuando vino el autobús se subieron, verdaderamente Egon sentía un poco de desconfianza, al viajar, al salir de casa. Su madre siempre había sido demasiado sobreprotectora, con quién salía, a dónde iba, cómo iba y cómo volvía. A veces, incluso, rechazaba invitaciones por miedo a lo que pensara. A lo que diría, una vez, cuando era más chico su madre se había enojado con él la noche anterior a ir a una firma de libros de su escritor favorito, lejos, a dos horas de su casa, ¿Y qué había hecho? Se había ido, con el jodido uniforme escolar y con su madre hablándole mal por celular. Y es que, a veces le importaba poco, sabía que era su favorito, su debilidad, pero se había perdido muchas cosas por ese miedo, por el miedo a salir. Incluso su hermano le reprochaba a su madre cuando le dijo que no de salir con sus amigos a bailar un poco.

Egon supo desde qué instante fue que su madre empezó a ser de esa manera. Lo recordaba, lo recordaba de forma plena porque había notado su arrepentimiento a través de las cosas que le compraba. Porque Egon se había convertido en la debilidad de su madre el día que lo marcó como su mayor karma, que lo apuntó con desprecio, mientras gritaba, mientras su lengua viperina se alzaba con su veneno ante sus inocentes quince años. Porque había sentido el puño ajeno, había llorado y se había sentido frágil al segundo siguiente.

Pues, bien. La inseguridad formaba parte de él a todo momento, con el chico que le gustaba, con el estudio, joder, incluso con la carrera que había elegido. Su hermano le hablaba, de esto, lo otro, a veces sus amigos solían decir que no iba a llegar a nada con la profesión que quería, que se iba a morir de hambre y él los ignoraba. Los ignoraba. Su hermano le había dicho que eran puros envidiosos, que no eran sus amigos de verdad, que eso no hacían. Y tal vez, un poco llegaba a darse cuenta.

Y estaba ahí, en aquél autobús a las ocho de la noche, con un viento, una lluvia tremenda azotando el vidrio hablando del miedo que sentía a lo nuevo. Egon se sentía bien, charlando, en medio de gente que no conocía, de rutas, caminos que no sabía ni de cerca cómo se llamaban. Sin embargo, empezó a sentir algo en su estómago cuando su amigo se levantó, lo saludó, se despidió y bajó con cuidado.

Egon se quedó solo, mirando con grandes ojos por la ventana para ver qué camino tomaba el autobús, si lo reconocía, si recordaba en que lugar su hermano le había dicho que paraba el recorrido. Egon miró para todos lados cuando el colectivo paró y la gente empezó a levantarse, tomó su mochila, y se colocó la campera gris húmeda que había Sido atacada por la lluvia. Miró, dudando si era esa la parada. Su hermano le había dicho otra cosa.

Pero se bajó, leyó el nombre de la calle y luchó por recordar en dónde se encontraba. Eran las nueve de la noche, estaba solo, por primera vez en su jodida vida, en el centro. Se puso la capucha y miró a un grupo de personas que iban a cruzar la calle, y se coló. Siguió caminando y reconoció la estación, agradeció la cantidad de luces que había, y los pocos locales abiertos. Aún había un poco de personas cruzando las calles, decidió buscar un remis, y vio uno de lejos, cuando quiso acercarse vio a uno, dos hombres esperando sobre el auto, pero apretó los puños cuando observó a más de diez.

No era prejuicio. Pero Egon solía tener un poco de miedo cuando veía un grupo mayor de personas, de aspecto dudoso que podían hacerle cualquier cosa si se subía a su auto. Y es que, la primera vez que se había subido a un remis, y notó que lo llevaba a un camino diferente rápidamente saltó, un poco nervioso y altanero, que por ahí no estaba su casa.

Siquiera sabía si el anciano que manejaba buscaba dañarlo, tenía un GPS en el auto y el camino indicaba que su casa estaba como a una milla cuando en realidad eran a unas cuadras del cementerio. Egon agradeció haber tenido crédito en el celular para decirle a su madre que el hombre que lo llevaba había tomado un camino distinto. Pero gracias a su desesperación y su gran memoria pudo indicarle dónde quedaba el camino a casa. Y para el colmo el viejo le había cobrado más dinero de lo que debía.

Por eso decidió no tomar el remis ahí, siguió caminando, mirando con grandes ojos todo aquél que se acercara demasiado, ignorando algunas miradas. Y es que, joder, traía pantalones cortos, hacía frío, tenía agua en las zapatillas y quería llegar a su casa y ponerse medias nuevas. Egon estaba por cruzar las vías cuando notó una sombra detrás suyo, se volvió y no vio a nadie, se quedó de pie unos segundos y rápidamente tomó su mochila y la puso en su pecho, quitó rápidamente la pequeña navaja que le había regalado la ex pareja de su hermano y la sostuvo en su bolsillo, con fuerza.

Jamás la había usado para dañar a nadie, y tampoco quería. Pero le generaba cierta seguridad, a pesar de que no sabía usarla y que el seguro estaba un poco flojo. Egon miró para todos lados, las vías del tren estaban un poco deterioradas, había un olor desagradable pero al cruzar estaba la plaza de la estación y un Burger King enorme, claro, eso, dejando de lado la idea de que había un campo oscuro y la maleza al lado de las vías no se cortaban. Cosas como aquellas hacían que el corriera un poco, tenía una remisería a dos calles de ahí, una confiable, que había usado innumerables de veces. Egon caminó, un poco más agitado cuando sintió que alguien le quitaba la capucha. Rápidamente se volvió, agitado, su mano apretó la navaja en su bolsillo cuando miró unos ojos negros, hundidos, una piel morena y pómulos chupados. Su carita se quedó helada cuando alzó la mirada, quieto, estático. Rápidamente se volvió, mirando a su alrededor, buscando a alguien, el dolor que sintió en su garganta le calló la boca, en su pecho, su corazón se fue al piso cuando sintió que le cubrían los labios, cuando de un santiamén de alejó de la jodida luz, de las pocas personas que habían, que no vieron nada, que no captaron el hecho de que alguien lo arrastró al descampado a un lado de las vías.

Egon se resistió y apretó con fuerza la navaja en su bolsillo, le había quitado la mochila, se la había arrancado y la había tirado. El Omega apretó los labios y clavó con fuerza la navaja negra en el brazo sobre su cuello. Sintió un pinchazo en su garganta, apenas, cuando se dió cuenta que el filo atravesó la carne, se sintió liberado por un segundo pero lo tomaron y calló al suelo. Egon lo miró con ojos grandes, sintiendo que el pasto seco le cortaba la piel de las piernas, y que la sangre me había manchado la ropa. Pero nunca lo escuchó gritar, nada, Egon sintió el aroma ajeno, el aroma de aquél, nítido, bajito, creyó, en un principio, de que se trataba de un alfa. Pero en su aspecto, en su altura, sus huesos, supo que era un beta. Que apestaba horrible, mal olor, meado. Egon sintió que su garganta no podía gritar, que se sentía frágil, débil, incluso más cuando el otro se arrancó la navaja del brazo y lo miró, de ahí arriba.

—No, no... —susurró con la voz quebrada, sus ojos se desviaron a la luz a lo lejos, a la plaza, las luces. Y lo pateó con fuerza cuando intentó acercarse, quiso levantarse, correr, pero sintió el corte sobre su tobillo, ahí, sangrante. Egon calló al suelo y no le dió tiempo de gritar de dolor cuando sintió una mano en su boca, las lágrimas corrieron por su mejilla, y se removió, agitado, luchando, sintió más cortes, más, demasiados, sintió el dolor en el rostro cuando pegó su cara en la tierra con fuerza y lo amenazó. Egon tembló, con el pecho latiendo con furia, sentía el ardor, sentía la herida abierta en su tobillo, en la piel de sus piernas, en la mano que apretaba con brutalidad su boca. Quiso mover su mano y tomó el cabello ajeno cuando sintió que le bajaba los pantalones, lo jaló, lo jaló con tanta fuerza que se quedó con gran parte entre los dedos. Escuchó su gruñido, su gemido de dolor cuando lo volvió de cara y Egon lo miró, entre la sangre, miró su rostro, sus ojos hundidos, grandes, su quijada enflaquecida y la fuerza que poseía. Lo golpeó, Egon sintió el golpe fuerte sobre su boca, una, dos, cuatro, cinco o seis veces. Sintió que su labio se rompió a la primera y lo tenía destruido a la última, la sangre que escupió, entre el llanto, la acompañó con uno de sus dientes. El horror que sintió al sentir en su lengua el gusto del hierro lo trajo como un perro desesperado, porque gritó, gritó entre el llanto y volvió a recibir otro golpe, uno tras otro pero no pudo dejar de rogar, de sollozar, porque no fue hasta que sintió la navaja en su cuello que se tragó las palabras, cuando cortó, cuando una fina línea se presentó rojiza y dejó salir ligeras gotas de sangre a pesar de que aún seguía vivo, de que aún su pecho subía y bajaba en latidos. Porque ante la desesperación Egon llevó ambas manos hacia la zona, sintiendo la sangre caliente, sintiéndola en su garganta, subiendo, saliendo. Porque aquél hombre lo volvió boca abajo y le golpeó la espalda con fuerza hasta dejarle marca, hasta morder su piel y arrancarla, porque Egon rasguñó su rostro y recibió con brutalidad una puñalada en la mano, dos, tres, hasta que la navaja se enterró en su palma contra la tierra.

Así. Así y mil cosas más fueron hasta que dejó de luchar, ya con el cuerpo bañado en sangre, ya con el llanto a flor de piel. Ya cuando su cuerpo fue dejado de lado horas más tarde.

A la espera de que alguien lo encuentre.






»Al mes de la asesinato de Egon Kromer, y las manifestaciones no paran. El adolescente de dieciocho años de edad fue encontrado muerto en un descampado la mañana del veintidós de febrero a un día de haber sido violado y mutilado brutalmente al buscar una remisería cercana según los informes explican. El asesino se encuentra desap...«

Disculpa, es que ya no puedo oír ese caso —murmuró la beta soltando el control.

El alfa se quedó de pie, mirando la pantalla, observando la palabra “mute” a un costado. Observó el vídeo, los policías en el descampado y los subtítulos que empezaron a aparecer. Sus labios se apretaron cuando leyó por enésima vez que le habían apuñalado en el ojo. Se volvió y respiró con profundidad el aroma de aquella ferretería, observó cómo la mujer empezaba guardar las cosas en una bolsa de plástico grande.

—¿Construirás algo grande? —preguntó y suavemente asintió.

—Debo arreglar un poco mi casa —murmuró y sacó la billetera. El alfa tomó la bolsa y salió, fue caminando hacia su hogar, y la verdad era que su nueva casa necesitaba un poco de reparaciones. Pero no se inmutó, cuando entró cerró las persianas, más ventanas, encendió la televisión y prendió fuerte el canal de MTV y fue directo a la nevera. Tomó una lata de cerveza y silbó un poco, tomó la bolsa, y suavemente bajó las escaleras a la única casa en venta con sótano que pudo conseguir.

A decir verdad era muy pequeño, aún tenía cosas de sus antiguos dueños, algunas camas oxidadas, muebles, sillas viejas que tal vez las tiraría. Le interesó las revistas viejas, y los libros cubiertos de humedad. El alfa dejó a un lado la bolsa de compra cuando iluminó con el celular y buscó el interruptor. Sus ojos observaron a la persona que yacía sobre la cama oxidada, de esas viejas, de metal y con las tablas rotas. Había logrado atar sus brazos y piernas con una sábana rota. Y lo miró, miró su piel morena, sus ojos saltones y la expresión que tenía. El alfa bebió de su lata y se acercó, aún tenía sangre en su cabeza, ahí, justo donde el corte relucía.

—Estás en las noticias otra vez —habló e inclinó un poco su lata—. ¿Quieres, hijo de puta? Debes estar muerto de sed.

Miró sus labios agrietados, su rostro hundido. El alfa bebió el último sorbo y tiró la lata hacia el suelo. Miró al hombre recostado, al sucio beta. Sus ojos lo miraron con desprecio, asco, tanto odio. Su alfa rugió en su interior cuando bajó la mirada, se sentía cansado, abarrotado. Miró sus manos cubierta de callos y suspiró, pesado.

—Cuando escuché de la posible sentencia que tendrías... Me sentí muy enojado —habló, sacando el alambre de púas de la bolsa. Se acercó, y empezó atar con fuerza el objeto con la piel y la camilla. El alfa se encargó de que cada pieza cortara la piel, y desató las sábanas viejas. Su mirada se perdió un poco—. Tal vez yo ganaría más años... Que tú al matar y torturar a mi hermano. ¿Qué importa? La verdad es que quiero esto. Porque tú, jodida mierda, no te salvarás de ninguna. Porque yo seré quien dicte tu enfermo destino, porque yo... Te haré sufrir todo lo que le hiciste a Egon, y esto —murmuró, tomando el pene ajeno a través de la ropa—. Esta mierdita que usaste para lastimar a Egon te la tragarás. Te la comerás. Porque eres una jodida mierda, una puta escoria que no merece más que la muerte.

Le escupió en el rostro y se alejó, aquél beta no hablaba, era mudo, enfermo, extraño, sus ojos se pegaron a su ropa sucia, a su pantalón apestado en orina y quién sabe qué cosas más. Tomó una tijera de podar, un poco oxidada que vio entre las cajas que los antiguos dueños dejaron, estaba bastante vieja, de aquellas antiguas y lentamente se acercó al hombre.

Quiso extender sus dedos, pero el beta los hizo puños. El alfa lo miró, cegado, sus ojos destellaron cuál rojo pero buscaron calmarse, no. No. No iba a quitarle la vida tan fácil, no como su alfa quería. Porque verdaderamente las ganas de clavarle aquellas tijeras en los ojos le tenían con fuerza, agarrado. El alfa sintió que todo su rostro tembló, y dejó las tijeras de podar sobre el pecho ajeno, la respiración acelerada que aquél tenía solo causaron el odio y el rencor.

—Él apenas conocía el mundo —murmuró, y tomó una pequeña tijera de metal, nueva, y empezó a cortar la remera manga larga que aquél tenía. Descubrió su brazo, su pecho y observó la cantidad de pelo y marcas extrañas que tenía. Observó la costra, las erupciones en la piel y las manchas marrones que tenía. Los huesos en las costillas se le notaban, y apestaba horrible, se quedó estático, quieto, con la tijera en manos y la de podar sobre las piernas del tipo, este respiraba acelerado, y se removía, a pesar de que le había atado en el cuello y que las púas de clavaban en su garganta con fuerza—. Apenas... Conocía el mundo. Egon era inseguro ante las cosas nuevas, ante la ropa que se iba a poner al salir, si era corta, ceñida al cuerpo, siempre... ¿Y sabes? Lo que más me enferma de todo esto es que algunos lo culpan. Lo culpan. Como si mi hermanito fuera el lastre, como si esa puta mañana hubiera mirado su ropero, sus cajones, sus... Sus jodidos pantalones cortos y los hubiera tomado para que un puto enfermo de mierda lo violara. ¿Qué carajos les pasa por la cabeza? ¿Qué... Jodida mierda te pasaba por la cabeza para dañar... A un niño de esa forma?

Apretó las tijeras con fuerza y notó su piel caliente, sus manos, quería masacrarlo, quería apuñalarlo cuántas veces le permitiera, hasta cansarse, hasta dejar de ver esos malditos pulmones agitándose como cerdo al matadero. Apretó con tanta fuerza las tijeras que sintió que su propia piel se cortó, y se acercó, se acercó para mirarlo directamente a los ojos, para ver si había miedo, si había alguna pizca de humanidad en aquella jodida cabeza. Pero estaba cegado, estaba completamente cegado con la necesidad de verlo muerto. El alfa acarició el antebrazo ajeno, mirando las articulaciones saltonas, la puta vena que se sentía. Apestaba tanto, tan hediondo, asqueroso. Asomó la tijera a la piel y la hundió, la hundió y su pecho se infló entre el aire húmedo y el pestilente aroma de aquél beta.

Lo escuchó chillar, ahogarse, notó las incoherencias, todo, cuando de un tirón y un solo corte le abrió la piel del brazo y la sangre salió disparando. Se sintió enfermo, pálido, sus manos temblorosas se agitaron cuando vieron cómo se retorcía de dolor y se preguntó. Si preguntó qué mierda tenía él en la cabeza para hacer algo así, para hacer lo mismo que aquél hizo con su hermano. El temblor y la angustia que lo atacó se sumó a la tristeza que llevaba dentro, al recuerdo de ver el cuerpo de Egon sobre una plancha de metal, en aquella morgue, pálido, violáceo, sin un jodido ojo, con el pecho cortado y el cuello dañado. Porque sus ojos recorrían el cuerpo ajeno y recordaba cada herida en el de Egon, a pesar de que el suyo era menudito, chiquito, a pesar de que toda su vida trató de hacer las cosas bien, de ser bueno en la escuela, buen hijo, a pesar de toda la mierda, todo, terminó muerto, mutilado y ultrajado por manos ajenas.

¿Y entonces porqué él tenía que hacerlo? ¿Porqué tenía que actuar con humanidad? Porque la paz le había traído a Egon la muerte y la desesperación, porque a él le habían arrancado a un hermano de la noche a la mañana, porque aquél jodido y pedazo de mierda solo iba a pasar algunos años en la cárcel, con su camita, con su comidita, con una mierda de techo que lo protegiera de la lluvia y el puto odio que le tenía.

Porque el rencor y la desesperación de sentir el odio en su sangre lo hacía temblar como un loco, porque el filo de la tijera lo seducía, porque cada puta cosa le parecía magnífico para romperle el cráneo. Porque lo sentía, sentía en aquella ropa mugrienta y asquerosa la sangre de Egon, en su piel, en su cuerpo, sentía el aroma de su desesperación, de sus feromonas de miedo. Porque el llanto tiñeron sus ojos a un rojo furioso, su rostro, su corazón. Y lo tomó, lo tomó de la jodida mano y empezó a cortar con rapidez, con furia, como un animal poseído, porque se quebró en llanto a la vez que el odio lo manejaba como una marioneta.

—¡¿Te gustó rebanarle la puta mano, eh?! ¡¿Eh?! ¡Porque no volverás a tocar a nadie en tu puta vida! ¡¡Porque aquí, aquí te destrozaré!! ¡Te abriré la puta garganta como hiciste con él! —gritó, gritó y pareció desgarrarse la garganta. Porque ya era muy tarde, porque le había destrozado la mano y los pedazos de piel colgaban sangrientos. El alfa soltó la tijera, y lo miró, el llanto que aquél tenía lo abofeteó y lo llenó de satisfacción al mismo tiempo. Porque sentía el cosquilleo, el ligero llamado, el ligero gusto de verlo sufrir. Respiró profundo y olisqueó el aroma a hierro de la sangre, repasó su mano limpia por la cara y se volvió, subió la escalera y se encerró en el pequeño y único baño de la casa.

El vómito que dejó salir se despidió por el lavabo, la fuerza en su garganta pareció arder y sintió que se ahogaba, dejó correr el agua y levantó la mirada. Tenía el rostro manchado en sangre, y sus ojos reflejaban algo extraño, algo nuevo, estaban vacíos, su cabello corto, marrón, sus ojos mieles. Recordó a Egon, lo recordó y no pudo evitar pensar en su cuerpo muerto, porque ya no podía pensar en sus ojos mieles sin tener en mente aquella imagen, en aquella morgue y su mirada vacía, en su rostro lleno de sangre seca, en el caminito limpio que sus lágrimas habían dejado.

Cuando el vómito se fue se lavó las manos con lavandina, con alcohol, con un par de productos químicos que aprovechó a comprar la semana pasada. Se lavó la cara y escuchó a lo lejos las canciones que MTV transmitía.

Su rostro tembloroso se volvió, y se limpió la nariz. Se quedó unos segundos ahí, parado, tratando de calmar su respiración, minutos más tarde decidió bajar y escuchó el llanto, los jadeos, el sollozo, sus ojos miraron la sangre que empezó a bañar el suelo y apartó la mirada a la bolsa de compras. Sacó de ella un delantal de trabajo, los que solía usar su tío a la hora de soldar. Se quitó la campera que traía y la dejó de lado, se colocó el delantal y observó la hora en su celular. Era temprano.

Se colocó guantes de goma sobre las manos y volvió a acercarse al beta. Este lo miró con grandes ojos, negro, perturbados, sus dientes amarillos tenían sarro y estaban en mal estado, su barba, su piel, lentamente tomó la mano mutilada, temblorosa, y la inspeccionó cuidadosamente. Arrancó los pedazos de piel que se sostenían de pocos centímetros y limpió un poco la sangre a su alrededor. Miró la cortada en su antebrazo y notó la cantidad de sangre rojiza que caía de él. Buscó entre sus cosas, a un lado, y tomó el anzuelo y la tanza para pescar que había encontrado cuando ordenó un poco el lugar, unió la piel de a poco y empezó a coser, a pesar de que sus manos temblaban y sentía el dolor ajeno.

—Lo apuñalaste cuarenta veces... —murmuró y volvió a penetrar la carne con el anzuelo, la sangre manchó sus dedos y sintió que su garganta se cerraba de a poco—. Cuarenta veces. Le reventaste las paredes del útero cuando le metiste... —se quedó callado y sintió el ardor en su cuello, sus manos se detuvieron, y sintió sus ojos picar, la habitación se llenó de un aroma desagradable, de todo, cuando recordó el reporte de la autopsia—. Cuando le metiste aquella rama. Cuando le volaste los jodidos dientes... Le rompiste la mandíbula y... Y... Él ya estaba muerto. Ya estaba muerto y tú seguiste, y seguiste.

Apretó los dientes y lo miró, aquél le mostraba los dientes, los ojos saltones, sus manos temblaron cuando observó que sus labios temblaron y abrió la boca. Su lengua se movió y el alfa sintió que sus ojos se inyectaron de sangre, rápidamente jaló de la tanza la piel se apretó y la sangre salió con furia. El hombre se retorció y rápidamente cambió de posición, fue directo hacia sus piernas y jaló de los pantalones.

El hombre no tenía ropa interior, nada, y vio los rasguños que tenía por toda la piel, rasguños finos, pequeños, recientes, cicatrizados. El vello del cuerpo era abundante pero eso no evitó observar la suciedad de sus partes íntimas, su pene estaba cubierto de una asquerosidad amarillenta que se adhería a su piel, lo miró, y el terrible aroma le causó arcadas. Tenía el vello púbico cubierto de aquello, no supo decir si era semen o la suciedad corporal que solía crearse ante la falta de higiene, pero lo miró, asqueado, enojado, furioso. Las pocas ganas de acercarse a esa zona le trajeron el recuerdo que aquél pedazo de  mierda, sucia y asquerosa había lastimado a su hermano. El hecho de que Egon tenía la sangre de aquél beta entre las uñas y el semen en su interior ayudó a descubrir su identidad, pero era igual que una rata, una rata mugrienta que fue difícil de encontrar y que tuvo que hacer muchas cosas para dar con su paradero.

En su jodida vida volvería a reinsertarse a la sociedad, porque no, no. Porque un jodido asesino, violador, y enfermo merecía el peor de los castigos, porque unos años de cárcel no iban a arreglar su podrida cabeza.

Porque se metía la puta ley por el culo, porque personas como esas merecían la peor de las muertes. Porque nadie le había dado una segunda oportunidad a su hermano, porque lo habían criticado, se habían llenado la boca de falsas palabras y se habían cansado de remarcar la ropa que traía, por dónde iba, y a qué hora. Porque habían gritado que Egon era un puto de mierda que iba provocando gente, y que se lo había buscado. Porque para algunos era más importante ver cómo iba un Omega  vestido que resaltar el hecho de que alguien los había violentado, que habían abusado.

Porque cada que recordaba a Egon... Perdía una parte de su humanidad en su interior.

En sus manos, en su corazón, y en su cabeza. Porque la sangre en sus manos lo convertía en alguien peor, porque su naturaleza estaba cambiando y la moralidad y la ética se iba olvidando afuera. Porque cuando matara al violador de Egon él iría a la cárcel, porque se comería más de veinte años, porque el deseo de dañarlo crecía mucho más que su racionalidad. Y buscó, buscó entre las herramientas que había buscado entre las cosas de su difunto padre y tomó el soplete a gas para fundir metales. Buscó la máscara y se la puso con cuidado, escuchó nuevamente incoherencias y lo prendió, la llama iluminó un poco más la habitación y lentamente tomó el pene ajeno, estaba flácido, pero notó el tamaño que tenía, podía tomarlo con la mano entera y descubrió un poco la glande, frunció más el ceño cuando la suciedad amarillenta manchó el guante y lentamente lo acercó a la llama. El cuerpo de aquél se retorció como nunca y la cama pareció romperse un poco más. El sonido agonizante que dejó salir provocó que soltara el soplete, tomó una de las telas que usó para atarle las manos anteriormente y le cubrió la boca con fuerza.

Cuando se volvió miró con un poco de dolor y asco la cabeza del pene en carne viva, la piel quemada se había inflado cual burbuja y volvió a tomar el soplete en manos. Lo miró, lo miró a los ojos cuando prendió la llama de vuelta.

—Ya no volverás a usar esto nunca más —terminó y empezó a quemarle la piel entera. El vello púbico se quemó y la carne del falo se puso rojiza y húmeda, el cuerpo ajeno temblaba, se retorcía y parecía querer gritar. Miró su rostro, rojo, las venas resaltaban con furia y las lágrimas brillaban en sus orbes negras. Aquella expresión de dolor, de puro miedo, se preguntó si Egon tuvo ese tipo de rostro, se preguntó en qué tipo de monstruo se estaba convirtiendo, al estar en la posición que ese beta tuvo con su hermano menor. Sintió el ardor en los ojos, pero no se detuvo, no sé detuvo hasta que sintió el ligero aroma a carne quemada por toda la habitación, y lo soltó, lo soltó cuando miró que las partes íntimas de aquél estaba cubierta de ampollas, cubierta de piel jugosa, la sangre goteaba apenas y los testículos habían perdido un poco de piel. Soltó el soplete y lo miró con odio. No sabía si seguía sintiendo el pene, si el dolor era tan fuerte, si la sensibilidad lo había dominado, lo miró con desprecio y se quitó la máscara. Sentía las gotas húmedas del sudor en su rostro, la dejó a un lado y fue directo a su campera, se quitó los guantes de goma y buscó la cajetilla de cigarrillos dentro.

Prendió uno y empezó a fumar para quitarse la ligera ansiedad que tenía, miró el cuerpo agonizante, y entrecerró los ojos.

—Tienes lo que te mereces.

Habló y apretó los dientes, le dió otra calada al cigarro y bajó la mirada.

—Tienes todo lo que te mereces... Todo. Algo me dice que es suficiente, que ya basta que ya... Ya. Pero no quiero, no quiero detenerme aún si perdieras las manos y las piernas —comentó y se acercó con lentitud, miró el pecho ajeno, y fumó nuevamente—. Teme, teme, porque lamentarás... Cada segundo que violaste a Egon, cada gotita de sangre que salió de sus heridas... Porque de aquí... Tú saldrás hecho pedazos... Dentro de una bolsa de basura. ¿No... No se te hace conocido el final?


















HUNTER. 2020.

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