Misa de cuatro

Relato creado para el evento Paranormaltober de elCafedelNogal

Palabra: Iglesia. Adjetivo: Nocturna.

1493 palabras.

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Los que despertamos temprano en el pueblo sabemos que nuestras mañanas no son las mismas que las de otra gente. El cielo aún está oscuro y reina el silencio, aunque las olas del mar se arrojen violentamente sobre la costa.

Para nosotros, el tiempo corre con horas de adelanto. Somos los únicos que podemos darles los buenos días a los celadores nocturnos durante su jornada y los primeros en saludar a Gaia, antes de partir a trabajar en mar abierto.

Es culpa nuestra que la sacerdotisa deba dormirse justo al anochecer y levantarse horas antes del amanecer. Desde que tengo memoria, el templo del pueblo tiene ceremonias cada hora, desde las siete hasta las diez de la mañana. No obstante, existe otra que se oficia especialmente para los pescadores, a las cuatro de la mañana con veinte minutos. Para ella no suenan las campanas, todo pasa en silencio, incluso cuando pedimos a Dios por una buena jornada y dejamos en sus manos la suerte de nuestros barcos ante el mar que tanto amamos y al que tanto tememos.

Soy una persona solitaria, y lo menciono solo porque con ello intento justificarme. Pasar demasiado tiempo en soledad me vuelve propensa a pensar mucho; suelo perderme en ilusiones y hablar conmigo misma hasta el cansancio. Vivo mis días presa de la rutina, releyendo los pocos libros que poseo, comiendo a solas, soñando despierta.

La falta de compañía puede volver a uno presa fácil de las sugestiones y el desequilibrio. Interactuar con otros aligera la carga acumulada a causa de la vida, por lo que sin medio para desahogar las tristezas y compartir los triunfos, todo aquello se aglutina en uno mismo, poniendo en peligro a almas vulnerables como la mía.

El día en que dicha carga me superó, amanecí dudando de mí misma, sintiendo una terrible opresión en el pecho. Me hice a la mar con poco entusiasmo, extendí mi red y esperé, observando el vaivén de las olas del mar, tan decaído como yo. De pronto, tras de mí sentí una caricia de aire frío y escuché un suspiro. Me volví, primero por reflejo, después para buscar el origen del ruido. Estaba sola.

Un vacío se formó en mi estómago, mismo que intenté llenar con las frías empanadas que preparé la tarde anterior. Recordé la charla que había oído esa mañana, camino al templo: un par de pescadores decía que el mar había estado apagado los últimos días, y lo atribuían a la llegada de malos espíritus, seres abandonados en la tierra, olvidados por Gaia. No dudé que había cruzado caminos con alguno de esos entes invisibles, y lo único que pude hacer fue desear que no volviera a suceder.

Para mi mala fortuna, el espanto no desapareció. Pasé el resto de la tarde sintiendo que algo me seguía.

Al día siguiente apenas pude aventurarme en las calles oscuras para acudir al templo. Esa mañana, el mar estaba poblado de niebla y el silencio era ensordecedor; no rugían las olas, no cuchicheaban las aves ni murmuraba el viento. El mundo estaba muerto.

Cuando volví de mi jornada, el frío, totalmente fuera de temporada, me hizo temblar hasta la médula. Aquello me dejó sin ganas de hacer nada hasta caer la noche.

Desperté la mañana siguiente antes de que el celador nocturno llamara a mi puerta para avisar que eran las cuatro de la mañana. El sonido de algo cayendo al suelo me hizo saltar de la cama, pero no logré saber qué era lo que había caído ni por qué.

Salí de casa viendo figuras inexistentes en las calles oscuras. El corazón casi se me escapó del pecho al oír a un grupo de madrugadores que caminaba al templo. Cuando me adentré en el mar, de nuevo lo encontré frío e inerte.

La noche llegó pesada como un ancla; la oscuridad me sofocaba, dejando mis oídos atentos a cualquier ruido y mis ojos intentando divisar entre las sombras a aquello que, seguramente, me orillaba a la vigilia.

Pasó un día más del mismo modo, antes de que decidiera ir con alguien que pudiera liberarme de lo que drenaba mi poca energía. Después de seguir las instrucciones de la curandera, sentí que la paz volvía a mí por un par de días.

¡Qué precio pagué por aquella serenidad! Al tercer día, como si no hubiese solicitado ayuda, regresó la opresión en mi pecho. Volví a ver -o imaginar- cosas terribles en la oscuridad y sentí, de nuevo, que el mar me contagiaba su apatía persistente.

Aún tengo los detalles fijos en mi mente de esa vez en que, al salir de casa camino al templo, vi pasar frente a mí una nube brillante, azul como el mar antes de que la desgracia se cerniera sobre él. La mañana no era de niebla, y tampoco había rayos de luna que pudiesen confundirme. Algo había volado ante mis ojos. Corrí al templo tan rápido como pude.

Lo peor sucedió esta mañana. Aunque con sobresaltos, había logrado cerrar los ojos y dormir un poco por la noche, hasta que escuché los golpes que daba en la puerta el celador nocturno para avisarme que era hora de despertar.

Preparé mis cosas y salí de casa. Estaba motivada a asistir a la ceremonia de las cuatro en el templo, así que caminé con más calma que las veces anteriores, preocupada solo por el extraño clima que había invadido la ciudad. Una densa niebla cubría la calle.

Al dar la vuelta hacia donde estaba el templo, empero, mis piernas temblaron. Desde el otro extremo de la calle se acercó una figura que brillaba entre la niebla. Caminaba en cuatro patas, con la espalda encorvada; tenía extremidades larguísimas terminadas en manos, todas derechas, y su imagen se hacía más nítida conforme se me acercaba.

Entonces, escuché susurros a lo lejos. Es de saber popular en Ultramar que todo espíritu cuyo llamado se escuche lejano, está invariablemente cerca. Pensando en ello, solo resolví alejarme de la figura cuadrúpeda y deforme que se aproximaba a mí y huir al templo.

Me adentré hasta la mitad del camino que conducía al altar, con el corazón golpeando agresivamente mi pecho. Apenas podía respirar, y sentía que todo mi cuerpo se volvía flojo. No obstante, cuando miré a mi alrededor tuve suerte de no desvanecerme.

El templo estaba plagado de entes difusos, sombras y monstruos. Dentro vagaban animales quiméricos con rostros humanos, fantasmas que se disolvían en el aire y todo tipo de criaturas horrendas que se quejaban, acompasadas, pronunciando algo que sonaba como un rezo.

Solté un grito cuando la sacerdotisa posó una mano sobre mi hombro y me abordó, serena, como si el templo no estuviese inundado de monstruos. Me preguntó qué hacía despierta tan temprano, y al preguntarle por la hora, me respondió que apenas eran las tres de la mañana.

La ceremonia de las cuatro, me dijo al notar mi perplejidad, no siempre era la primera del día. Una hora antes, algunas veces, se oficiaba otra para todas aquellas criaturas olvidadas por Gaia, a quien aún le profesaban amor y respeto. Ellas llegaban desde lejos para asistir al evento y profesaban su fe de acuerdo con sus capacidades.

Las tres de la mañana era aquella hora destinada a los que no encajaban en el mundo: los espíritus abandonados, las almas desoladas, los seres nocturnos... Todos aquellos que desearan rogarle a Dios que les permitiera hacerle compañía.

Tuve permiso de presenciar la ceremonia, fervorosa como la de los pescadores. Al terminar, las criaturas salieron del templo a paso lento; yo me encontraba entre ellas, sin caber en mí de la impresión: en la calle, la niebla se dispersó y el pueblo quedó limpio. Yo ya no sentía el peso sobre mis hombros, pero me hallaba presa de una dolorosa melancolía.

Volví a casa, incapaz de cumplir con mi jornada. Me dormí, y decidí escribir esta memoria apenas desperté, temiendo que hubiese sido un sueño. Mientras iba a la mitad de mi escrito, volví a escuchar que algo caía en alguna parte de la casa; otra vez no encontré nada fuera de lugar, pero con ello pude confirmar que lo que presencié por la mañana fue real.


El mar, hoy, ya no está opacado de niebla. El pueblo está libre de las criaturas que lo invadieron días atrás y al parecer yo también lo estoy, pues ya no temo a la noche ni a la oscuridad. Empero, de cierto modo lamento que aquellos seres nocturnos hayan dejado este lugar, pues siento que he perdido la oportunidad de pertenecer a su mundo. Hay personas a las que la soledad termina por cansarles, pero aborrecen la compañía. Tal vez ellas pertenecen, o pertenecemos, a otra parte, incluso si cuando tenemos la posibilidad de irnos, nos quedamos. Es inútil ocultarlo: estamos tan encadenados a este mundo como las criaturas que conocí en el templo. A pesar de ello espero que, al menos, a nosotros Gaia no nos abandone.

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