Monstruos
—¿Te asustan?
—¿A vos no? —replicó ella.
El muchacho, avergonzado, contuvo la respuesta por unos segundos.
—Un poco... no me gusta que me vean —continuó. Lo cierto es que le aterraba la posibilidad de que lo observaran.
Desvió la vista hacia el suelo, como si con aquello, de alguna forma, los otros desaparecieran.
—Si nos vieran correrían horrorizados.
—No somos los monstruos.
—Son horribles, lo sé —convino la mujer, convencida de sus palabras, mientras le extendía la mano—, pero no pueden hacerte nada. ¿Vamos yendo, corazón?
Desde el final de la galería, acurrucado en el banquito junto al panteón, se atrevió a contemplar por última vez a los hombres y mujeres que caminaban de aquí para allá cargados de flores multicolores y velas de variados tamaños. Entonces, se aferró al brazo de ella, temeroso de que aquéllos lo vieran, se puso en pie y, al instante, se desvanecieron con la brisa helada del atardecer.
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