CAPÍTULO VIII


(Escocia)

Luego de años de contiendas, Eduardo toma el mando de Escocia tras la muerte de Alejandro III de Escocia; quien no dejo heredero al trono, siendo proclamado como el Rey con más influencia militar y política de la época. Helena siempre estuvo cuidando de su salud y seguía de cerca sus pasos, combatiendo a su lado y derrotando tantos rebeldes como podía, deseando obtener con aquellas desagradables acciones una ligera muestra de orgullo de sus nostálgicos ojos azules, soportando y presenciando la decapitación de muchos nativos del pueblo sin linaje.

Sus pecado seguían incrementando con cada día, sus manos estaban tan llenas de sangre que no dudaba en que ahora era mucho peor que su demonio; aquel que solo consumía las almas de aquellos que osaban pactar con él, pero no por eso pudo evitar sentir un inmenso pesar al saber que esas almas en busca de igualdad y libertad eran extintas de aquella manera tan ruin. Las decisiones de Eduardo ya no le infundían felicidad, el soberano le transmitía de forma univoca las mismas sensaciones que le entregaba Mefistófeles y por eso, las ambiciones del gran gobernante se habían salido de sus manos y ahora los únicos buenos deseos que le quedaban era el proteger a su familia sin importar que era sacrificado en el proceso. Ella no le había salvado la vida para generar tanta miseria y crueldad.

El pueblo sobreviviente fue sometido a una terrible hambruna, con pagos excesivos de impuestos y pocos campos para cosechar, por ese motivo aquella misma guerra le recordaban a su niñez, dudaba que el Eduardo de ahora le hubiese salvado la vida en aquel entonces y por esa misma razón; llena de nostalgia y pesar, dejo escapar un diminuto grupo de peregrinos que llevaban consigo un pequeño grupo de huérfanos. En ese momento comprendió que sus acciones la estaban llevando a cometer los mismos actos que le habían arrebatado a su familia, sintiendo asco de sus gestiones.


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(Inglaterra)

Ya no le importaba nada, había decidido romper con aquel pacto maligno, tomar entre sus manos las riendas de su vida y de ser posible, salvar a su amado Rey. Por eso; en aquella última visita, fue sincera con el demonio, quien no pareció molesto por sus decisiones aunque si dejo ver su decepción.

–Está bien... esperaba más de ti pero... –hizo una pausa mientras evaluaba sus garras, Helena estuvo muy atenta a sus movimientos; conjurando un escudo invisible para cubrirse de cualquier ataque sorpresa, sabiente de que aquello no era suficiente para defenderse de su poder. Mefisto; como le había apodo, dejo ver una mueca llena de pesar, soltando un suspiro–...debes darme algo a cambio. Una vida por otra, ¿Comprendes?

Sus ojos rojizos se posaron en su delgada cintura, Helena bajo la vista sin comprender su petición.

– ¿Me dices que debo morir para salvar al señor Eduardo de tu maldición?

– ¡Oh no! ¿Qué ganaría yo con asesinarte a ti o a él? –espeto de forma despreocupada, acercándose un poco a la mujer para conseguirse con aquella pared protectora, su mirada se llenó de confusión y tuvo un estivo de tristeza que Helena no pudo descifrar– ¿Una barrera? Sí que eres ingenua... –soltó un suspiro cansado, de haberla querido herir lo hubiera hecho el primer día en que ella piso la cueva pero, no era algo que le iba a explicar a su ratón experimental. Quebrando la pared invisible que le impedía el paso con solo una garra de su mano izquierda, logro el acceso hasta detenerse frente a su cuerpo, tomando entre sus dedos de forma gentil varios mechones de su cabello rojo– Entrégate una última vez a mí, déjame escuchar los latidos que guardas en tu interior y estremece mi cuerpo por última vez esta noche. Solo por esta noche.

– ¿Es enserio? –ella lo dudo, él no era un ser de sentimientos aunque en su mirada había una emoción que no lograba comprender, se sentía engatusada por algún tipo de conjuro y deseaba que sus acciones no la arrastraran más– Solo por esta vez.

Accedió sin mucho problema, sabía que algo estaba mal pero no podía darse el lujo de rechazar aquella propuesta. Mefistófeles sonrió complacido, acercando sus fríos labios a los de ella, besándola de forma suave; distinta a otras veces, por más que intentara convencerse de que aquello era un truco vil del demonio, no pudo evitar un sentimiento cálido en su pecho. Helena sintió que su piel se erizaba, su cuerpo se estremecía y su mente se nublaba, había caído en sus deseos. Rodeo su cuello con sus brazos siendo apretada por él desde su cintura, sintiendo su frio torso tocar su cálido cuerpo, un contraste que siempre le había impresionado.

No podía negar que su corazón había encendido una marcha cómplice que martilleaban sin compasión su tórax, amenazante de querer salirse de su sitio, fue entonces cuando una de las manos demoníaca recorrió su espalda para desatar el nudo de su escote que, bajo una chispa eléctrica, sus miradas se encontraron. Sus ojos eran inhumanos, rojos sangre con algunos matices vivos, llenándolo de brillo y al mismo tiempo dolor. En ese momento comprendió que, aunque su relación había comenzado como un pacto, realmente disfruto de su compañía, un ser que no la juzgaba por su magia híbrida.

–Espero que no te arrepientas de tus acciones, Helena –le susurro de agonizante, ciertamente su voz había perdido la picardía con la que lo había caracterizado.

La hechicera pestañeo dos veces, regresando su mente a la cueva, al lado de él. Había descubierto por qué se veía afectado, ambos sentían una conexión por el otro, eso o tal vez había sucumbido en su morboso engaño. Sacudió su cabeza y le sonrió, no quería mostrarse débil.

–Busco mi felicidad –fue sincera.

Mefisto sonrió de forma cruel, relamiéndose los labios mientras la apretaba más a su cuerpo, sintiendo como los dedos femeninos jugaban con el largo de su cabello detrás de su cuello.

–Entonces no tengo porque preocuparme. Hagamos de esta última vez algo digno de recordar.

Y sin esperarlo, aquellos labios se abalanzaron contra los suyos, dominando su boca en solo unos segundos. Un gemido ahogado fue el protagonista de su sorpresa, se le escapó en el momento que fue consiente de la suavidad del contacto, logrando que su sangre recorriera su sistema con mayor eficiencia hasta llegar a su entrepierna de manera acusante. Excitarse por tan solo un roce era humillante, pero debía de admitir que aquel hombre; no demonio, en ese momento él era un hombre en sus pensamientos, había significado un pilar estable en todos esos años ignorada por su amor no correspondido.

Él por su lado se mostraba calmado, disfrutaba cada reacción obtenida, Helena era como un libro abierto, una joven ilusa que había caído por casualidades de la vida en su mundo, una casualidad que incluía una magia exquisita y poderosa de la cual no podía darse el lujo a perder. Por otro lado, su cuerpo reacciono como era de esperarse, su virilidad se había despertado por el sonido de su garganta prisionera, y es que ella no se negaba a la hora de ofrecerle un concierto. Ansió con ferocidad más debió controlarse para no salir de su papel de amante, él no era como sus compañeros sanguinarios, era astuto y muy elegante a la hora de formar un plan para su bien.

Él no se tomaba las oportunidades por la fuerza, él las transformaba con paciencia aunque, Helena tenía la capacidad de hacerle perder la cordura, al límite de disipar el control de su sangre violenta, despertando al demonio que habitaba en su interior. A ese ser maldito que lo habían llevado hasta ese sitio.

Continúo con el beso, profundizándolo a cada segundo, desvistiendo de manera lenta a su presa, saboreando sus labios que poseían un ligero sabor a arándanos, recordándose que la libertad de su prisión estaba a un paso de sus pies y que debía de ir con cautela, disfrutando las suaves caricias que le eran regaladas, rozando su erección contra su entrepierna.

Helena sentía fuego liquido recorrerle las venas, haciendo que de sus labios escaparan ligeros jadeos, lo necesitaba, necesitaba que Mefistófeles le hiciera gritar de placer, sentir su presencia sobre su piel y aún más profundo que eso. Sus uñas se deslizaron como una serpiente por su espalda desnuda, la había desvestido y ni cuenta se había dado, jugueteando ahora con sus senos mientras la observaba desde esa posición, coqueto, travieso, malvado... deliraba con sus toques. La expresión de la chica y su ahora presurosa respiración le robo una sonrisa, volteándola de forma brusca, arrinconándola en una de las paredes de la cueva, acercando su cuerpo al de ella para que sintiera su erección y por supuesto susurrándole al oído.

–Pareces muy sumisa, ¿Qué hay ahora en tu mente, Helena?

Aquella oración la despertó de su letargo, había estado dispuesta a ser suya pero había olvidado en el trayecto que también podía hacerlo suyo. Se dio la vuelta luego de luchar por un momento contra su fuerza, sentía que solo estaba jugando con su cuerpo por lo que no se rindió, haciéndole frente, enlazando nuevamente sus manos detrás de su espalda.

–Estaba... –no sabía que decir, el ser de la noche le miraba con atención–...un poco distraída.

– ¿Puedo saber con qué? –le dio un beso, siendo correspondido con la misma intensidad.

–Me gustas... –susurro al haber terminado el contacto, él no dijo nada solo se dispuso a besarla de nuevo– Es enserio. Creo que...

–Shhh... no lo estropees –le advirtió– Esta será la última vez, ¿Lo recuerdas?

Aquello no era lo que esperaba pero, no quería retractarse, él se lo había advertido. Continúo besándolo, sintiendo como de vez en cuando él gemía de forma tortuosa, respirando cada vez más pesado.

–Se acabó el juego, deseo metértelo ya –le informo, tomándola en brazos para cargarla hasta el pequeño e improvisado altar que estaba en medio de la ruinosa cueva, sentándola sin ninguna pizca de delicadeza sobre el borde para colocarse en medio de sus piernas y traerla a su cuerpo de un solo tirón– Te haré gritar, Helena. Se acabó la dulzura, esta será la última vez. Está en ti soportar mi hambre. 

El corazón de la chica se detuvo, hablaba muy enserio y si tener relaciones sexuales con él habían sido todo un proceso de costumbre y dolor no quería imaginarse lo que le esperaba. Sus dedos viajaron por su cuello con tanta lentitud que cuando le apretaron no fue consciente del movimiento hasta que se sintió asfixiada por su mano, Helena no pudo contener un pequeño quejido que más había parecido un gemido. Sus ojos no dejaban de evaluarla, los iris verdes de la bruja se habían oscurecido con el paso del tiempo, ya no eran vivaces ni demostraban inocencia, todo eso había quedado en el pasado, estaba seguro de que era el momento indicado, ahora ya no quedaba nada puro en ella. Relamiéndose los labios, inclino su cabeza hasta tomar uno de los pezones en su boca, succionando y lamiendo mientras que su miembro le rogaba atención, reclamándole el tiempo que había sido dejado de lado.

Por un instante había deseado extender aquel encuentro pero su cuerpo le exigía satisfacción con urgencia, debía de aceptar la despedida sin darse más lujos en el jugueteo previo, soltó su cuello luego de dejarla casi inconsciente a falta de oxígeno, no era el momento de morir, allí entre sus manos tenía el banquete perfecto para desahogar todas sus pasiones y por supuesto comenzar sus nuevas investigaciones y la parca no podía destrozar sus deseos.

Deseaba tomarla, siempre había sido un pensamiento que gobernaba su ser al punto de cegarlo, esperaba que sus malas intenciones no la lastimaran de forma letal y que sus últimos apunten estuvieran correctos. Ambos jadearon cuando sus intimidades se rosaron con más ímpetu, y fue cuando perdiendo el control de sus pensamientos, la penetro de un solo tirón. La espalda de Helena se torció hacia atrás, sosteniéndose en la piedra con sus débil manos, el estremecimiento los gobernó, las sensaciones se incrementaron cuando tomo el control de los movimientos, asaltados por el placer autentico y ávido, aquel que era consumidor de almas y tiempo, pues unidos en uno solo los minutos podían transcurrir sin ser capaz de percibirlos.

Sus embestidas comenzaron lentas, sosteniéndose de las caderas de la pelirroja, empujándola suavemente sobre el altar para tener más control sobre su cuerpo, observándola con hambre, relamiendo y mordiendo sus labios, exhalando el aire pesado que los gobernaba, comprendiendo que aquello era lo que los llevaría al éxtasis.

El canal, húmedo y dispuesto, era cada vez más tibio, Mefistófeles podía sentir como aquellas paredes lo recibían dispuestas, apretando su gloriosa masculinidad. Los vaivenes se volvieron constantes, desesperados, brutales, los gemidos llenaron la gruta, de los ojos de Helena brotaban lágrimas de dolor, sentía como era desgarrada por tan brutales movimientos pero no deseaba que acabase, lo necesitaba. Era la más exquisita tortura, cada entrada era acentuada con un delicado gemido, incluso el demonio se permitía gruñir de vez en cuando, aferrando sus garras en aquella piel de porcelana.

Los sonidos que ella liberaba era la música que él tanto anhelaba, le daban a sus oídos la fuerza necesaria para fortalecer su erección. Era un ser que buscaba placer más allá de la vista y ya no podía dar marcha atrás, había perdido el control sobre su sangre, estaba hundido en su propio infierno, entrando en ella como si no hubiese un mañana, concentrado en sus próximos movimientos, sintiendo como aquel cuerpo femenino; diminuto ante su poder, era doblegado ante sus deseos, enterrándose lo más profundo que podía en su ser, sintiendo como aquel apetito infernal lo obligaba a cumplir sus desenfrenados deseos. Sus caderas se movieron sin compasión, demandándole una resistencia increíble a la humana para que pudiese alimentar a la bestia que había despertado.

Cuando por fin sintió un movimiento lleno de éxtasis en ella al verla arquear la espalda, comprendió que su cuerpo se había acostumbrado a su doloroso placer, le clavó las uñas en las caderas, al punto de desgarrar carne a su paso. La sangre hizo su presencia, inundando sus fosas nasales, gruñendo al instante en que era apretado con cada contracción vaginal. Sin limitarse, se inclinó hasta tener el cuello femíneo al alcance, mordiendo el hueco que quedaba entre el hombro y cuello, relamiendo su sangre con gusto, consumiéndola, bebiéndola, sintiendo como gritaba de horror sin ningún tipo de fuerza de defensa, siendo víctima de su descontrol.

Lo había decidido, ese era el momento de experimentar.

El mundo se redujo a ese instante, placer y más placer. Su cabeza perdió la furia que había desatado y relamió la herida que había formado en ella, moviéndose de forma constante pero con menos fuerza, su cerebro había regresado a su cuerpo pero aún no había logrado su clímax por lo que, endurecido como una roca se preparó para la explosión de sensaciones que significaba llegar al orgasmo. Helena respiraba de manera forzada, con sus manos inertes a ambos lado de su cabeza, observando algún lugar perdido en la cueva con lágrimas cubriéndole el rostro, sitio que no le importó en investigar por el momento.

Cerro sus ojos y continuo, sintiendo como el cuerpo lleno de espasmos de la hechicera seguía sin recomponerse del orgasmo y dolor, siendo apretado por su vagina de forma increíble, inclinando su cabeza hacia atrás, viniéndose en medio de un gruñido desgarrador. Una, dos, tres veces más, se movió de forma suave y casi imperceptible, depositando su semilla en el interior de la chica, sintiendo como las pulsaciones disminuían entre cada descarga, haciéndolo mucho más sensible al roce interno. Fue consciente de que había perdido mucha magia cuando casi caía encima de la mujer sin ningún tipo de cuidado, logro sostenerse a tiempo pero la debilidad no se disipo. Como pudo se deslizo hacia el suelo sin hacerse daño, respirando forzadamente. Recostó su espalda contra la base de aquel altar sin ningún amago de control, sintiendo como Helena intentaba sentarse desde el altar sin mucho éxito.

Ella también estaba débil, una energía invasora la agobiaba y ahogaba al borde del grito, además las heridas no dejaban de sangrar, destilando en cada gota parte de su vida pero no por eso se quedaría acostada en aquella fría piedra.

–Debes permanecer tranquila –le dijo al ver que no se rendiría– Déjame recuperar el aliento para poder curar tus heridas.

Su tono era gentil, Helena desconfiaba completamente de su amabilidad.

– ¿Por qué no me mataste?

–Ya te lo dije, no gano nada con ello –tras unos minutos, recupero parte de su fuerza física pero podía notar que la magia era más difícil.

– ¿Y qué ganas con dejarme con vida? –le intento sonsacar, logrando bajar del altar, cayendo de rodillas a su lado.

Mefistófeles le observo con enojo, le había dicho claramente que no se moviera de la roca pero ella era terca y nunca le obedecía, siempre iba por su cuenta. Por ese motivo le había costado mucho volverla su esclava, cosa que nunca logro pero que no evito que cumpliera con sus objetivos. Ella en cambio le regalo una sonrisa, se sentía más ligera, adolorida pero libre de su prisión invisible. Estaba fuerte, aliviada, era algo a lo que no podía encontrarle una definición.

Se apoyó sobre su torso, descansando y jugueteando con su pecho.

– ¿Me amas?

La sonrisa ladina del espectro le dejo en claro que aquello no se debía a un sentimiento humano. Por supuesto, él no era un mortal.

–Helena, he cumplido con mi palabra, esta ha sido nuestra última vez. Eres libre de hacer lo que desees. De no volver nunca más –le aclaro, posando sus manos en las heridas de sus caderas, cubriéndola con una energía borgoña que iba cerrando su carne de forma eficiente– Si algún día regresas, serás una desconocida para mí.

– ¿Qué? –su voz se entrecorto, le dolía aunque quisiera negarlo.

–Si vienes a mí de nuevo en busca de algún favor, más te vale traerme algún sacrificio –le dijo, elevando sus manos hasta la herida del cuello, observándola a los ojos, mismos que estaban húmedos por la indignación– Recuérdalo, está decisión que has tomado traerán consecuencias. Un pacto por otro y...

–...una vida por otra vida –murmuro ella con un sabor amargo en su lengua.

–Exacto –le sonrió, levantándose del sitio para vestirse con su magia, se le veía complacido con lo hecho y aquello solo levantaba una sospecha en su pecho, él estaba seguro de que volvería a su encuentro– Nos vemos luego, Helena.

Aquellos pensamientos seguían agobiándola, no podía retirar de su piel esa sensación placentera que había sentido junto a él, había entregado su cuerpo por compromiso pero lo había disfrutado e incluso sentía pesar al saber que había sido la última vez. Su caballo corría con una agilidad encantada sobre las grandes sabanas que separan los castillos de la cueva, sus hechizos les facilitaban el trasporte a la hora de cumplir su promesa con aquel demonio, evitándole días de caminos y acampadas innecesarias.

Al observar el cielo no pudo evitar recordar lo que había sucedido meses atrás, luego de haber conversado con el demonio sobre su odio a la pareja noble y lo mal que se sentía con toda aquella masacre. Luego del nacimiento del segundo hijo de Margarita en 1301, Helena había aprendido a vivir con aquel sentimiento maldito en su interior y la reina; astuta e inteligente, le hizo saber de sus conocimientos sobre sus sentimientos hacia su esposo; el Rey, dándole a entender que admiraba su dureza, algo inconcebible incluso para su humano corazón pues estando en su lugar seguramente despreciaría su afecto, tal como lo venía haciendo.

Amar sin ser correspondido no era igual que luchar en la guerra, el cuerpo podía sanarse pero el alma era diferente, después de una herida no podía ser la misma de antes. Recordó que ese día lloro sobre las faldas del lujoso vestido que llevaba la reina y ella la consoló con sus pequeñas manos, acariciando su rojizo cabello, cantándole una pequeña canción de cuna que solía escuchar cuando la cantaba para el príncipe Thomas; su primogénito.

¿Cómo podría odiarla después de eso?

– ¡No! –le exigió la mujer, Helena no podía mirarla a la cara después de aquella confesión– No debes bajar tu rostro, Helena.

– ¿Desde cuándo... lo sabes? –cuestiono asombrada, sin elevar su vista, sintiendo como había subestimado a la que ahora era una mujer digna de su título.

– ¿Desde cuándo? –soltó una ligera risa, levantándose de la silla donde la había esperado– Desde siempre. Desde que llegue, por tu mirada y por tus acciones. Eres demasiado trasparente.

–No sabes nada de mi –le advirtió con un tono severo– No deberías confiar tanto en lo que crees, por algo la armada me teme y no existe ejército que me plante espadas o escudos.

–Ciertamente, ¿Quién no sabe de tus pactos oscuros y tu magia maldita? –dejo en claro sus conocimientos, argumentos que no le impedían ver lo que realmente acorazaba en su interior– Pero no es eso de lo que hablamos ahora. No desvíes mis palabras ni te vayas a por las ramas –le fue sincera, haciendo que Helena le mirara al rostro con asombro– No me interesa lo que dicen de ti o lo que hayas hecho.

– ¿Entonces...?

–Te mande a llamar por ese asunto... no podía dejarlo pasar.

–Milord Eduardo y yo...

–Si amas a Eduardo, detenle Helena –la interrumpió con cautela– Toda esta guerra solo genera sufrimiento en nuestro pueblo y en otros más. La corona no puede seguir manchándose con sangre de inocentes.

–Pero...

–Si lo amas; Helena, platica con él como su hija y consejera –no le permitió interrumpir su dialogo, la pelirroja no podía creer lo segura que se había convertido aquella niña– Soy su esposa y sé que su amor por mi es genuino pero, sin Leonor; su madre, ni Leonor; su esposa, todos estamos condenados a verlo convertirse en el asesino de Escocia.

– ¿Y ya no lo es? –los labios de la hechicera se elevaron en una sonrisa burlona.

–Lo es pero, aun podemos salvar a los que han sobrevivido.

– ¿Y qué quieres que haga? Si no te escucha a ti menos me escuchara a mi.

– ¿Lo amas? –Helena desvió su atención a la bandeja de plata que reposaba a un lado de la mesa con una tetera humeante y pequeños pasteles decorados de forma llamativa– Deja de mirarlo como a un hombre o como a un príncipe de cuentos de hadas y hazlo entrar en razón. No cumplas todos sus caprichos porque solo te han traído desgracias y lo han convertido a él en eso que es hoy –los ojos de Helena se llenaron de lágrimas, por supuesto que sentía amor por Eduardo y no podía renunciar a él tan fácilmente, ya lo había intentado de muchas formas y solo lograba intensificar el sentimiento. Ella lo sabía, era su presencia la que había transformado a su gentil príncipe en el asesino que era ahora– Nada de eso traerá la paz que ambos necesitan.

– ¿Me odias? –murmuro con pesar, sintiendo vergüenza de sí misma.

–No, Helena, no te odio. Al contrario, siento por ti una gran admiración –la pelirroja enfoco su vista con asombro en su delicado rostro, sintiendo como los dedos contrarios retiraban el llanto que había abandonado sus ojos y humedecían sus mejillas, ahora que la veía de cerca podía apreciar su belleza, era de labios finos y nariz afinada, sus ojos tenían un tono gentil que se asemejaban a los cielos más brillantes que jamás hubiese visto– Has guardado ese amor por todo estos años, sin hacernos daño y cuidándonos con verdadero esmero. Aunque todos digan que estás contaminada con la maldad, yo misma soy testigo de que no es así. La prueba esta frente de mis ojos. Lloras como un humano que ha sido roto pero no buscas venganza por todo ese padecimiento.

–Soy un monstruo... –sus ojos se cerraron, no podía mantener la compostura con tanta amargura apretándola desde su pecho, sumergiéndola en aquel espiral destructivo donde se había embarcado.

–Es de demonios regresar las desgracias al doble –le recordó, sin abandonar su rostro– Te admiro, porque amar de la forma en que lo haces es la muerte más lenta que puede existir.

Los pies de Helena perdieron fuerza, cayendo al suelo en medio de un llanto ruidoso, apretando con sus manos aquella hermosa tela con la que había sido cocido aquel vestido. La reina se quedo en silencio, seguramente asombrada por aquella muestra de emociones.

–Lo siento... –gimoteo la chica, no solo se disculpaba con la reina, lo hacia con todos los que habían perdido su vida en el trascurso de esos años de malas decisiones que había tomado– Lo siento tanto...

De pronto las manos de la consorte acariciaban su cabeza y cabellos, dándole consuelo, inclinándose al frente para dejarle un beso en su frente cuando después de tanto, pudo hacerla elevar la mirada.

–Si lo amas, primero debes amarte a ti misma, Helena –le sugirió en un tono muy bajo– No destruyas más tu vida por un hombre que solo te ve como a una hija, como a una herramienta, como su señal de gloria –la sonrisa que le regalo la consorte fue de las más sinceras que pudo ver en su vida– Sé feliz.

Aquella frase era la que todos le repetían una y otra vez pero desde que era niña, pocas veces la había podido sentir. ¿Podría ser feliz algún día? Una pregunta bastante abstracta que todos en algún punto de su vida se han realizado, Helena comenzaba a comprender el alto precio que simbolizaba haber realizado aquel pacto. ¿Qué pasaría con todos esos pecados que había acumulado? Ella había cercenado las vidas de muchos inocentes, personas que solo exigían un poco de derecho y respeto, buscando la autonomía que la corona Inglesa les estaba robando. ¿Habría alguna forma de redimirse?

–Pobre pequeña... –susurro la dama, dejando en el pecho de Helena un sentimiento de compromiso que no sabía cómo expresar, queriendo enumerar todo lo que pensaba, defender su punto, ser distinta, evitar las lágrimas y mostrarse orgullosa ante todos pero, aquellas palabras eran la simple verdad– ...aun no es tarde. Cura esas heridas, levanta tu rostro al sol que ilumina tu destino y haz lo necesario por lograr el bien. Sé que tú tienes ese poder.

Por supuesto que decirlo no era igual que hacerlo, Eduardo se había enojado cuando le expuso su visión de los, evitando el castigo y la muerte por ser su querida hija pero perdiendo su posición como comandante estratega. El Rey le dedico una mirada llena de decepción que contrajo su corazón al punto de casi sentirse sin aire. ¿Estaba bien seguir los consejos de Margarita o solo eran una táctica para alejarlo de su amado?

Ya no sabia en que creer.

Al llegar al castillo dejo en el baúl de los recuerdos aquellos acontecimientos, su rostro lucia sin emoción, característica que fue adquiriendo con los años de incomprensión y señalamientos. Los ojos del Rey y su esposa; Margarita, se posaron en su traje de cabalgar, sabían de donde venía por lo que evitaron la incómoda pregunta.

–Finalmente has llegado –fue lo que dijo el hombre ignorando el disgusto que crecía en su pecho.

– ¿Estas bien? –la reina en cambio noto su semblante decaído, era la única en aquel sitio que podía leerla a la perfección– Te veo pálida...

–Esta ha sido mi última visita al demonio –le anuncio con un gesto compungido de dolor.

– ¿Enserio? –al contrario, Eduardo se mostró feliz, olvidando las disputas y palabras dichas, sintiendo como su cuerpo era invadido por paz absoluta– ¿Se lo has dicho?

–Sí, milord –le respondió, abrazando a su majestad sin importarle si Margarita aprobaba dichas muestras de afecto, necesitaba de alguien para no caer en el pesar que sentía.

– ¿Te hizo algo? –pregunto la dama, sin ninguna señal de celos, era inútil que pensara que sus acciones crearían desconfianza en la reina, ella también la amaba como a una hija– No te veo bien, Helena.

–No, no me hizo nada. Él... él solo me advirtió de que mis acciones tendrían consecuencias en el futuro.

Intento no darles mucha información sobre aquella última conversación, Mefistófeles no se mostró enfurecido pero ya le había dicho una vez que su vida dependía de las decisiones de él y si conseguía la invitación de un humano; uno tonto que fuera hasta la cueva y pactara por necesidad o avaricia, no solo la mataría a ella sino al linaje del trono actual. Aun no se fiaba en aquella amabilidad que le mostró.

– ¡Excelente! –el hombre era ignorante de lo que los amenazaba o solo intentaba mostrarse seguro para no agobiar a la hechicera– ¡Esto debe ser celebrado! ¡¿Verdad, Margarita?!

– ¡Por supuesto! –la reina sonrió pero Helena sabía que era una mueca fingida, así como ella leía sus expresiones también sucedía a la inversa.

Aquella mujer era mucho más perceptiva que el sabio gobernante y seguramente reconocía el peligro que ahora los acecharía y no se equivocó.

Desde entonces, la salud de Eduardo se vio debilitada, ocasionando distintos disturbios dentro de las pequeñas aldeas, personas que cansadas de la supresión exigían su emancipación, luchando en contra del ejército inglés, quienes además de robarles sus derechos, venían a las aldea a destruir, violar y asesinar a su antojo, todo lejos de las ordenes originales por el simple placer de someter a los débiles, los mismos que ocasionaban la corrupción que crecía dentro del estado mayor.

Es cuando, tras la muerte publica de una inocente llamada Marian, Wallace; esposo de la ejecutada y sobreviviente rebelde que huyo camuflado como peregrino años atrás, lidera su clan hasta la guarnición inglesa que se asentaba en la ciudad escocesa en busca de venganza, enviando a los invasores de Lanark de regreso a Inglaterra con una derrota más que segura.  


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¡Perdonenmeeeeee!

Paso muchísimo tiempo desde mi ultima actualización, 

estuve enferma de hepatitis y eso me robo la tranquilidad

y la inspiración también.

TwT

Fueron bajones por bajones, incluso pensé en dejar todo abandonado. 

No quería ni escribir pero aquí estoy, 

no tengo muchos lectores pero si alguno lee esta nota

déjenme decirles que volví.

¿Que les parece la novela hasta ahora?

¿Creen que Mefisto planea algo contra Helena o Eduardo?

Porfis no olviden sus estrellitas y comentarios,

alegrarían mucho mi corazón si me dan un poco de amor.

QwQ

Besos y abrazos

XOXOX

Nos vemos en la próxima actualización

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