CAPÍTULO III


Año 1265 (Inglaterra)

Eduardo, percibió que, el cuerpo de su reino, cuán mal estaba, cuáles podredumbres le crecían y con cuanto peligro, cerca de sus corazones, lloraba por ser liberada y a su lado, él lloró antes de iniciar la marcha al encuentro de su enemigo. Recordó entonces, que de niño, aquel hombre que ahora enfrentaba le había dado consejos para montar un caballo y que, ciertamente, se había ofrecido en varias ocasiones para enseñarle el uso de la espada. Pero no se rendiría ni tendría piedad, justo como su padre había hecho. No, él no sería abofeteado dos veces por un mismo ser. Inglaterra era un cuerpo que, aunque perturbado, podía recuperar su antigua fuerza, con buen consejo y remedios simples; Montfort caería pronto.

¡Oh Dios! Si pudiera leerse el libro del destino y ver la revolución de los tiempos, allanar montañas, y al continente, cansado de su sólida firmeza, fundirse a sí mismo en el mar. Cómo la suerte nos burla y los cambios llenan la copa de la fortuna con licores diversos. Oh, si esto pudiera verse, hasta el joven más afortunado, al ver el camino por recorrer, que peligros superar, con cuáles cruces cargar, querría cerrar el libro y sentarse y morir. No habían pasado ni diez años que Enrique y Pedro de Montfort, festejaban juntos como amigos benévolos. ¿Quién de ellos estaba en pié esperando la nueva enfrenta? Posiblemente su tío Ricardo y fue cuando, con ojos llenos de lágrimas, le pidió a Dios una señal de bien y sabiduría para animar a los hombres que se entregaban a su causa, se dirigió a su ejército y dijo estás palabras, que ahora resultarían proféticas:

–Gran Inglaterra, tú eres la escala por la que yo; Eduardo, hijo de Enrique III y nieto de Juan I, ascenderé por las colinas y enfrentare dicho mal que nos antecede. Aunque entonces, Dios sabe que yo no tenía esa intención –sus soldados permanecían en silencio mientras sus comandantes cabalgaban cerca del príncipe– Frente a ustedes, pueblo mío, pido a Dios una señal de victoria, como esas fogatas que se extienden en la noche y crean una antorcha de luz divina que consumen todo a su paso si no son controladas por su iniciador.

Sus seguidores vitorearon su nombre por lo alto, alzando las lanzas, espadas y arcos con flechas que llevaban en sus manos, Eduardo se sentía comprimido y comprometido, no deseaba un derramamiento de sangre importuno pero, sin esa movilización y sacrificio no saldaría las cuentas con su agresor.

–El tiempo vendrá –continuo con su discurso– El tiempo vendrá en que este sucio pecado, formado absceso, reventara en corrupción...

Y así siguió, profetizando la situación presente, y la ruptura de su amistad con dicho Barón. Tales cosas germinan y se crían con el tiempo, y por el conocido origen de ésta, el Rey Eduardo, al tomar su trono luego de la muerte de su padre, pudo crear un perfecto vaticinio. Enrique, hasta ese momento, había sembrado seguidores falsos para con él, llegaría, por esa semilla, a una falsedad mayor, que no encontraría terreno para arraigar sino en contra vuestra.

Sucesos que lo habían llevado hasta allí, y es la palabra que los llama en ese instante, cuando el rumor duplica, como un eco, los números del enemigo. De camino, por las riveras y bosques, se encontraron con escenarios de penurias y tristezas, con muertos sin tumbas ni nombres, con dolencia humana y destrucción. Hambre, sed, enfermedades, viudas, huérfanos y sufrimiento. Tanto, que cuando marchaban en medio de una aldea desecha y quemada hasta sus cimientos, un ruido atrajo su atención.

–¡Mi señor, quédese atrás! –gritó uno de sus guardianes, bajándose del caballo para seguir el sonido con lanza en mano– ¡Ustedes, escuadrón, rodeen al príncipe!

Los señalados se posicionaron alrededor del heredero para crear una barrera en contra de cualquier amenaza. Frente de ellos, yacía tendido sobre el suelo un antiguo cobertizo de caballos, con su madera carcomida por las llamas aunque, una aparente lluvia había cesado la destrucción de la misma. El soldado, extendió su lanza al frente, lanzando hacía un lado, la madera que servía de escondite y protección en forma de triángulo entre lo que quedaba de la construcción y el piso. Y allí, frente a ellos en posición fetal, lloraba una niña de abundante, enredado y sucio cabello rojizo, el hombre no pudo más que pestañear debajo de su casco, sorprendido ante lo encontrado. Eduardo, observando lo que ocurría pidió que todos se calmaran, enviando un grupo a explorar el pequeño lugar, al cabo de varios minutos cada hombre regreso, reportando la soledad en plenitud que los rodeaba en el sitio.

– ¡Señor, no debe tomarse la molestia! –pidió el hombre que estaba a un lado de la niña, cuando lo vio descender de su montura– Debe ser alguna niña que huyo de las aldeas adyacentes o que vino en busca de alimentos.

La criatura no se movió de su lugar en ningún momento, respirando de forma agitada mientras gimoteaba en un casi silencioso llanto.

– ¡Silencio soldado, no ves que la asustas! –la niña que no dejaba de sollozar mientras se arrinconaba todo lo que podía en la pared de madera medio sostenida por las vigas intento observar a través de sus dedos al que había hablado con aquella voz tan gentil– Hey... pequeña, ¿Estas bien? –ella no le respondió pero tampoco pareció huir de su acercamiento– Ves, todo está bien. No te dañaremos.

Con una mueca de su mano, envió a retirar al guardián que, en contra de su voluntad camino hacia los demás, la niña retiro solo un poco sus diminutas manos de su sucio rostro dejando a la vista sus hermosos ojos verdes, los cuales le recordaron a su pequeña hija, nacida con algún mal de aquellos tiempos y fallecida a los pocos días de haber llegado al mundo.

Eduardo, ablando su mirada y se retiró los guantes de cuero rojizo para, extenderla a ella y transmitirle confort.

–Ves, pequeña... ¿Todo está bien ahora? –expresó de forma amorosa, entonces la desafortunada derramo nuevas lágrimas de dolor y miedo, estaba tan herida, sucia y rota, escueta, desnutrida y mal cuidada que el sentimiento de paternidad nació con fuerza en su estómago, subiendo a su pecho donde le obligo a tomarla en brazos en un abrazo protector, sin importarle su presencia escabrosa– ¡¿Oh, pequeña, podrías decirle a tu amigo Eduardo, que ha sucedido?! ¿Por qué lloras con tanta vehemencia? Ven, aquí estoy, no llores más. Dame tu mano...

La niña temblorosa se separó de su abrazo y le entrego su pequeña y pálida mano, el príncipe no pudo sentir más que pena por la situación de la criatura. Tanto dolor vivido por la avaricia ajena, era un pecado, los muertos de aquella conflagración no simbolizaba más que la vergüenza de un reinado simple y gentil, allí frente a ella juro en su corazón que, cuando tomara Inglaterra como suya, nunca nadie le enfrentaría por miedo a su castigo, gobernaría con manos zafias y políticas severas.

–E-Eduar...do –pronuncio con su voz chillona de niña, él observo a su ejército y les pidió algo de agua y pan para ofrecerle, ella con sincera gratitud los tomo y comió, aparentemente llevaba días sin bocado alguno y sus modales, nulos en lo absoluto, les robo sonrisas a los caballeros que la observaban. Tras terminar el pan y agua, le dedico una mirada más relajada al príncipe– ¿N-No son d-de los m-malos?

Todos aguardaron en silencio y Eduardo le aseguro que todos los que allí estaban la protegerían de esos a los que ella les llamaba malos y que, de forma repentina les habían arrebatado a su familia, amigos y vecinos. Subió a su caballo, con la niña a su frente, galopando por los caminos en busca de aquel que había ocasionado todo el desastre vivido. La pequeña era algo callada, por lo que él le incitó a platicar en muchas ocasiones hasta que, luego de una semana, ya podían compartir conversaciones más completas.

– ¿Y cómo te llama? –pregunto cuando estuvo seguro de que, un poco más calmada, le respondería, sus comandantes avanzaban cerca de ellos.

–Helena... –susurro la niña, sin dejar de jugar con las crines blancas del corcel.

–Es un bonito nombre –observo al cielo con una sonrisa satisfecha, el Dios de su padre finalmente le había respondido a su plegaria– ¿Sabes lo que significa?

–N-no... –la pequeña ignoraba lo importante que había sido aquella respuesta para el sangre azul.

Sus compañeros de armas evaluaron en silencio su aparente calma, escuchando la plática.

–Antorcha, deslumbrante o brillante. Eso significa tu nombre, de origen griego. ¿Tu familia era extranjera? –le respondió con unas sonrisa, ambos miraban al frente, el sol comenzaba a descender y la oscuridad que les ofrecía la espesura del bosque era notoria.

–No... mi Lord –acostumbrada a oír esa frase de los demás, la adopto como propia.

–Gracias por confiar en nosotros, Helena. ¿Has escuchado, gran escudo del príncipe? –se dirigió a uno de sus escoltas el cual asintió con una sonrisa en sus labios, recordaba perfectamente las palabras del príncipe y aquello no era más que la respuesta del Hacedor– Es la señal que le pedí a Dios, ciertamente confió en nuestra victoria y tú, pequeña Helena, serás parte de ella.

– ¿Yo?

–Helena, te protegeré de todo mal y nunca, mientras yo viva, te hará falta nada –le prometió y ella, rota por tanto dolor se aferró a esas palabras.

Luego de varios meses de camino, dejo a la pequeña en una catedral que apenas y se sostenía en pié, luego de haber sido atacado varios días atrás era un milagro que aun fuera seguro estar dentro de la edificación. Eduardo les prometió mejoras y riquezas si cuidaban de la pequeña y ellos, comprometidos con el heredero aceptaron. Helena ya había creado un vínculo con Eduardo en todo ese tiempo, lloro con fervor para que no la abandonara y como consuelo, dejo que uno de los soldados con quien había entablado confianza se quedara con ella y con lágrimas en sus ojos, la chiquilla se despidió de todos, solo les quedaba un corto camino y Eduardo, podía oler la sangre a través de la distancia. Morirían, muchos lo harían pero, con la certeza de que Helena había llegado a sus manos como una señal divina, saldrían triunfantes de aquella disputa.

– ¡Oh, Dios de las batallas! ¡Blinda el corazón de mis soldados! Que no los posea el miedo. Quítales la facultad de contar, si el número del enemigo les abruma. ¡Hoy no, Señor, hoy no, no pienses en la falta de mi padre al no considerar a su reino, al dejarse llevar por la calma de la pereza! Te imploro perdón, en su nombre y en el mío. Sé cuál es tu encargo, iré contigo a mi lado, iré a tu nombre. El día, mi esposa, y todas las cosas esperan por mí –sin perder el horizonte de vista, el príncipe de Inglaterra rindió una oración en su corazón al Hacedor, aquel a que triunfos le habían entregado y que su padre, cuando niño, su vida había apremiado– ¡Oh, Dios de las batallas! ¡Blinda el corazón de mis soldados! Que no los posea el miedo. El príncipe cabalga en persona a su lado para revisar a tu ejército. ¡Que tu brazo combata con nosotros! Están de refresco y nosotros, atravesamos largos caminos, no sentimos vuestros pies. Es una aterradora desigualdad pero he recibido tu señal, y por ti mantendré mi promesa. ¡Oh, Dios de las batallas! ¡Blinda el corazón de mis soldados! Que el miedo no los posea.

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1265 (Batalla de Eveshan)

Fue entonces, cuando Eduardo puso a trabajar sus ideas para el asedio, recibidos por las fauces enemigas, fatales y abiertas en terreno de Evesham, con el sonido metálico de sus armaduras titilando a medida que trotaban a la enfrenta y los arqueros lanzando sus flechas silentes al enemigo y viceversa. ¡Todo se desploma ante ellos! Los gritos de furor de miles de hombres y el choque de sus espadas como testigos de su furia, ya no había marcha atrás.

– ¡Una vez más arqueros, una vez más! –gritó Montfort con aspecto jovial, dejando ver la confianza que le pregonaba a sus hombres y al número que poseía de ellos– ¡Llevemos el cantico de justicia al cielo, que nos proclamara justos ante ellos y sus muertos!

La cantidad de heridos ascendía a medida que el choque de soldados iba creciendo, imposible de contar o de menos, reconocer. Podrían ser suyos o vuestros, podrían ser de cualquiera, lo cierto es, que en ambos bandos morían hombres valientes, con familia, esposas, hijos, padres y hermanos. Hombres con fe de salir victoriosos y con vida de aquella enfrenta. Eduardo, bajando de su caballo de guerra, con espada y escudo en manos inicio un ataque frontal directo al enemigo, los cuales vestidos de plateado y azul resaltaba entre el rojo y plateado del ejercito propio. En medio de la disputa, un grupo de jóvenes muchachos, carecían de valor y táctica por lo que fueron quedando rezagados de los demás y el príncipe, en medio de un grito detonador, os salvo de la muerte venidera, les dijo en valor y discurso lo que pensaba de aquella cruzada, siendo protegido por su elite real, los que le seguían y gozaban del título de guardianes.

–En tiempo de paz, nada hace mejor al hombre que el modesto sosiego y la humildad. Pero cuando la guerra estalla en nuestros oídos, hay que imitar la acción del tigre –los chicos, asustados asintieron a sus palabras, sabían que debían de ir con todo lo que tenían o de menos con lo que habían aprendido en las clases de asalto con el ejército cuando se les unieron meses atrás– Tensad los nervios, invocad la sangre. Disimulad el buen carácter bajo una máscara de furia. Ahora mostrad los dientes y abrid bien las narices.

Levantándose del suelo, extendió su espada al frente, infundiéndoles la valentía necesaria para combatir en aquel escenario.

–Contened el aliento y elevad los espíritus a su mayor altura –se acercó al más joven de ellos por apariencia y tomándolo con sus dos manos del rostro le grito con fuerza para que todos pudiesen oírlo– ¡Adelante, adelante, nobilísimos ingleses! No deshonréis a vuestra madres –soltando al chico, se acercó a otro soldado tomándolo por la malla metálica que protegía su cuello– Atestiguad ahora que os engendraron esos que llamáis padres –aun sin soltar al joven, observo al que tenía a su derecha– Sed modelos para aquellos de más baja cuna, y enseñadles a guerrear.

Todos asintieron a sus palabras y antes de partir al campo, observo a un chico no mayor de quince años arrodillado en llanto, su corazón tembló sobre su pecho y no pudo evitar acercarse a él, tomando su mano con pesar. ¿Por qué debía un niño estar en una disputa de adultos? Entonces, se dio cuenta de que, en su desespero por rearmar su ejército, no escatimo ni verificó por sí mismo a los reclutas.

–Y vosotros... –agrego, sin soltar su agarre del adolescente–...bravos yeomen*, cuyos miembros fueron hechos en Inglaterra, mostradnos aquí el temple de vuestros pastos. Hacednos jurar que sois dignos de vuestro origen, lo cual no dudo –acercándose uno de sus guardianes le dedico su entera y pronta atención, soltó entonces al chico para recibir al hombre y dirigiéndose a él, como motor de inspiración agrego– Porque no hay ni uno de vosotros, por vil y bajo que sea, que no tenga un brillo noble en vuestros ojos.

El soldado asiente como respuesta, alegrando los corazones asustados de su gente mientras el ruido de la muerte los asediaba en aquel día siniestro, mientras la sangre era derramada, mientras los valientes caían, sus dientes chasqueaban, sus lenguas eran mordidas y los otros retrocedían en charcos y barro creados por sus propias sangres.

–Veo que estáis como galgos amarrados, ansiando ya la largada. ¡La caza ha comenzado! ¡Seguid a vuestro espíritu, y en cada carga gritad... –colocando su mano derecha sobre el pecho de su armadura, empuño con fuerza su arma y grito–...Dios con Eduardo, Inglaterra y el Rey Enrique!

– ¡Ahhhhhhh! –gritó su estratega de elite, siendo seguido por el príncipe y los demás jóvenes– ¡A la marchaaaaaaaagrrrrrr!

Eduardo se abalanzo a un hombre que con daga en manos atacaba furtivamente a uno de sus soldados, golpeándolo con su escudo a un costado de su cuerpo, dándole la oportunidad de defender su honor, evitando acarrear en su conciencia la muerte de un hombre a traición. El chico, que no pasaba de los veinte años de edad, con rostro delicado y ojos oscuros le mostro los dientes con enojo y se abalanzó a su contra, siendo detenido por su adarga y golpeado por la rodilla del príncipe. Al caer al suelo, desestabilizado por la arena viscosa, Eduardo lo atravesó en su estómago con la espada para luego patearlo, liberando el filo de su arma para defenderse de otro joven que venía a su encuentro muy enfurruñado. El chico, de ojos más claros que los propios derramo lágrimas de padecimiento y pudo distinguir en sus facciones la familiaridad, quizás, era el hermano del chico que acababa de asesinar y fue tan cruel su destino, que falleciendo lentamente, observo los ojos sin vida del otro mientras vomitaba su propia sangre.

Una nueva sección de flechas acaeció sobre los soldados que iban a la enfrenta de los barones, con escudo en manos, se defendieron de la lluvia letal, y más atrás de ello, los arqueros del príncipe, hicieron de las suyas, llevándose a la retaguardia contraria, un numero exagerado de hombres caían al suelo, personas con poco adiestramiento militar, dejando en claro que, Clare y Montfort se habían armado de un gran número de aldeanos. Eran obvias su inexperiencia, ni mover una espada sabían. Eduardo enfurecido por aquel sacrificio, desato su arma en contra de los que se veían acaudalados, príncipes, abanderados nobles y caballeros, que en vista de sus experiencias, eran dignos de recibir la muerte a través de sus manos. Las alarmas del enemigo, dieron por entendido que un nuevo grupo de enfrenta se acercaba, Eduardo aprovecho en gritarle a los hermanos Hugh para que movilizaran sus tropas, los cuales permanecían a la espera, ocultos en los alrededores con otros barones y otros soldados.

– ¡Unid a nuestras fuerzas, sus elites mercenarias! ¡Que no quede ningún impío libre de su castigo! ¡Los demás esperen órdenes! –los hombres de los Barones convocados se unieron en medio de un grito descomunal tras oír las palabras del príncipe– Adelantad a los arqueros cuarenta y cinco pasos. ¡Ahora!

Simón de Montfort, al escuchar al joven heredero troto hacía los arqueros y les grito la orden pedida, aquellos, cuyos arcos descansaban en sus hombros y una lanza de punta imperfecta en sus manos, avanzaron sin temor lo dictado, dejando a un lado el sonido viril de los metales enfurecidos. La escena era brutal, los golpes iban y venían, eran detenidos con armadura o con escudos o recibidos en la piel que al abrirse dejaba brotar ríos de sangre que se confundían con el sudor en la tierra.

Al cumplir los pasos establecidos, los arqueros se detuvieron formando una barricada con las lanzas, diseñadas para detener a los caballos del enemigo, encerrando a los combatientes en una zona de respaldo mutuo para luego retroceder quince pasos. Ninguno sabía a quién podía beneficiar sus acciones pero era necesario evitar el ingreso de más caballeros a corcel.

El joven heredero, en un descuido perdió su espada, cayendo al suelo, cubierto únicamente por su escudo. Su corazón galopaba frenéticamente dentro de su pecho, y la espada de su enemigo brillo sobre su cabeza cuando descendía para darle muerte pero, los ojos esmeraldas de aquella niña llamada Helena, relucieron en su mente y como simple reflejo se ocultó debajo de su escudo el cual, le salvo de una muerte ceñida. Entonces, tomando de su cintura una daga, empujo la espada del enemigo con su protección hasta el frente y, al perturbarlo, lo encontró con su pequeña cuchilla, hiriéndolo a través de la piel de sus costillas hasta llegar al corazón de forma perpendicular, donde sin remedio alguno perdió la vida. La respiración del noble era venturosa, poco aire podía atravesar su espeso pulmón en aquel momento, la agitación, la adrenalina, los sonidos fusiforme y el ambiente mortífero le impedía al príncipe conciliar otros pensamientos. Debía sobrevivir, debía salvar a su padre y también, debía regresar con su esposa, para así cumplir la promesa que le había entregado a Dios y a Helena.

Y así, únicamente con su escudo y daga, compitió con otros guerreros, golpeándolos con el frío metal de su protección e hiriéndolos con la daga salvadora. Su guardián y escolta, corrió a su encuentro cuando comprendió que había quedado desprotegido de su espada, con una mirada desesperada y un grito salvaje.

– ¡Señor! –se libró de tres enemigos que obstaculizaron sus pasos para luego, lanzar su arma al futuro Rey, siendo atajada en el aire con trémula sorpresa.

Sus arqueros, estratégicamente colocados, evitaban observar el infierno que se sobrevenía a sus espaldas, para mantener a la mira la nueva tropa de caballos que venían a por ellos, todos protegidos con armaduras relucientes y lanzas perpetuadoras de almas. Los relinchidos de los animales se escuchaban inquietos y sus cascos resonaban sobre la arena seca, por la cual aún no había sido derramada ninguna gota de sangre. Los hombres al mando que se les acercaban, lucían perfectos y serenos, sin ningún estivo de temor, contrarios de los chicos que sostenían con fiereza sus arcos con la única protección que les otorgaba la trinchera ante los amenazadores contrincante.

Cada aspiración de aire era más corta que la anterior, sus mentes, compungidas por el recelo les indicaba que, aquella débil muralla de palos empuntados no les ayudaría de nada contra lo que se les avecinaba, pero fieles a su Alteza; Luis IX, acallaban sus temblores. Su comandante; Pedro de Saboya, les miraba a un lado encima de su caballo, a la espera del momento preciso para dar la orden de fuego, algunos, asustados por el momento le miraban rogándole que, indicara el punto de tiro y Simón, escondido entre la maleza les observaba con atención, tras hacer el cambio de escuadrón, confundieron a sus enemigos por un débil instante.

– ¡Aguanten, muchachos! –les dijo en la primera ocasión, cuando los caballos comenzaron a correr por el campo abierto en contra de ellos– ¡Aguanten!

Él era un excelente estratega, amigo noble del abuelo paterno de Eduardo, cuando se unió a los barones de Inglaterra, nunca imagino que un mismo ingles armaría tanto complot en contra de su Rey. Lo espero de Clare o de Simón, nobles franceses que, por recaudos de sus fortunas lograron posicionarse entre los seguidores de Enrique, pero nunca de Pedro de Montfort, y ahora en medio de aquel averno valoraba la amistad forjada con Simón, hombre francés digno de su admiración.

Los animales a galope iban a mitad de camino, la tensión era inmensa y sus arqueros apretaban la madera de su arma entre las manos a la espera de la orden.

– ¡Apunten... –dijo con voz bravía, encomendando el último momento para que su lluvia punzante fuera más efectiva. Cuando ya estaban a solo unos cinco segundo de tocar la barricada grito a todo pulmón–...y fuera!

En la primera oleada cayeron jinetes de forma abrupta, heridos de gravedad. En la segunda, tanto caballos como hombres iban cediendo al suelo de manera agotadora, las flechas eran eficaces y a esa distancia poco podían hacer para evitarlas y si, de casualidad la sobrepasaban terminaban empalados por la barrera de madera puntiaguda, sus lanzas no les servían en contra de los disparos. De forma sincronizada, los arqueros lanzaban de derecha a izquierda, uno seguido del otro, de tal forma cuando ya el último había lanzado su fecha una nueva ronda había sido iniciado e iban por el cuarto de la fila dándole tiempo de tomar otra flecha, tensar el arco y lanzar. Con veinte arqueros, despacharon del límite establecido a unos cien hombres sobre montura y si aquello no los retrasaba, un equipo de respaldo, comandados por Simón de Montfort, esperaban oculto para ayudar a los arqueros, solo por si algunos de los nuevos reclutas contrarios lograban traspasar las trincheras marcadas.

Un plan perfeccionado por Eduardo, tras evaluar las anteriores batallas con los barones. Y como lo predijo, en medio de los caballos caídos salieron a la vista cincuenta de los rebeldes que acompañaban a Montfort y con ellos, un único soldado de los radicales. Algunos jinetes comenzaron a levantarse, eran aquellos que salvos de las flechas esperaban la ayuda para unirse al equipo de ciudadanos que venían al encuentro pero entonces, ante los ojos de todos, los rebeldes embistieron contra de ellos, dándole muerte a los que estaban a sus pasos. Los seguidores de Eduardo y los militantes de Luis no sabían a quién atacar, por lo que, temerosos de una emboscada se lanzaron en contra del único soldado que venía hasta ellos.

– ¡No ataquen al soldado! –grito un rebelde de cabello rojo mientras degollaba a un pobre diablo– Os juro que es el Rey, Enrique.

– ¡Esperad! –grito Saboya al escuchar aquella afirmación, aun confuso por lo sucedido, bajando de su caballo para constatar quien era el único sobreviviente de telas azules.

–Soy Enrique de Inglaterra. He sido liberado por estos buenos hombres –apenas pudo hablar, estaba agotado de correr y luchar, sentándose en el suelo al sentirse seguro, retirándose el casco que ocultaba su rostro mullido. Tras matar a su carcelero, se colocó su armadura de manera que, pudiese escapar sin ser visto o detenido. Idea que ofreció uno de los rebeldes que, temerosos de la furia de Eduardo, pidieron ser liberados de toda culpa si ayudaban con su escape. Saboya le sonrió de forma gentil, para él era un placer ver a salvo al Monarca– Montfort no lo sabe pero, de su batalla solo lograra que se acorte su vida.

– ¡Mortal ingenuo le espera la eterna vergüenza! No habrá cárcel que resguarde su... ¡Noooo! –fue cuando, de las penumbras de los bosques un arquero enemigo mal posicionado tuvo al alcance la cabeza del Rey pero, su tiro fue detenido por el rugido de Saboya, que corriendo al encuentro de la flecha, recibió en su pecho el chasquido.

Simón de Montfort, enfurecido corrió con un grupo de diez hombres hasta el arquero y de un solo golpe puso fin a su vida. Luego, acercándose a Enrique, presencio como la sangre borgoña de Saboya manchaba su plateada armadura, brotando desde sus labios y pecho, su fiel amigo y compañero de armas había caído. Ricardo apareció en la escena junto con dos rebeldes.

– ¡Saboya, todo estará bien!

Le prometió el Barón Simón, lo cierto es que, sin médicos o magia poco podían hacer. Lamentablemente, en la disputa donde fue encarcelado Enrique, Eduardo y Ricardo, su hechicero; Héctor de Irelia, fue asesinado como ejemplo a los barones conservadores, para infundir en ellos el miedo de la contienda y evitar la lucha que se libraban en ese momento. Costosos de adquirir y difícil de localizar, marcharon a la contienda sin especialista o curandero. Tras su descenso, un grupo grande de soldados y rebeldes se llevaron al Rey, escoltándolo de cualquier ataque, trasladándolo a un lugar seguro donde les esperaba la Reina Leonor, su hermana Margarita de Provenza y el Rey Luis IX de Francia.

Al caer la tarde, de la batalla solo quedaba el férrico olor de la sangre, Eduardo aun en pie, observaba con pena el cementerio que quedo a su alrededor. Muchos muertos, difíciles de contar o identificar. Su Guardián, con daga en mano, amenazaba de muerte a Montfort y a su lado, muerto por una flecha descansaba el cuerpo de Clare. Poco a poco, los soldados se fueron desplegando, y cada parte del ejército acercando hacía su rey.

Era el fin de la segunda guerra de los barones y como resultado, Eduardo había ganado.

Pese a ser victorioso, los ojos del príncipe mostraban compasión y malestar, aquel derroche de vida le apetecía como indigno de su reinado. Todos aguardaban en silencio algún comentario de su soberano, pero este sumergido en un turboso mar de pensamientos solo fue despertado cuando, Simón de Montfort se acercó a su encuentro junto a su tío, Ricardo.

–El Barón de Saboya se encomienda a Vuestra Majestad –espetó con vivida tristeza su pariente, Eduardo abrió sus ojos con angustiosa finalidad, allí comenzaban los reportes que más se temía y era incómodo para él– Y su padre, el Rey Enrique va de camino al encuentro con su madre, sano y salvo.

– ¿Vive él, buen tío? –su voz sonaba a trueno, angustiado y desesperado– Tres veces en esta hora lo vi caído. Tres veces de pie otra vez y luchando.

–Del casco a las espuelas era pura sangre –le indico Ricardo, Simón desvió su mirada al cielo, nubarrones de tempestad se acercaban a ellos– Con tales arreos yace ahora el bravo soldado, abonando la llanura. Me miro sonriente, me tendió una mano con débil agarre, y me dijo, "Querido milord, encomiende mi servicio a mi soberano". Y así, esposado con la muerte, sello con sangre un noble testamento de amor final.

Montfort; el bueno, apodado así por Helena en sus semanas de cabalgadura, extendió al príncipe la espada del muerto, llena de su propia sangre y de la del enemigo, sin decir ninguna palabra, dejando que Ricardo expresara por todos la pena que acontecían en sus almas, esperó pero, al no ver intenciones por parte del heredero en tomarla, la dejo clavada sobre el suelo rojizo que los rodeaba en señal de caída.

–Fue tan dulce y conmovedor que me provocaron un agua que quise contener, pero no encontré tanta hombría en mí –los ojos claros de Ricardo se volvieron a humedecer, Simón con la vista roja del llanto desvió su mirada por segunda ocasión, esperando que no vieran así las lágrimas que volvían a descender por sus mejillas– Y entera se presentó mi madre a mis ojos hasta que rompí en lágrimas.

–No os culpo –respondió finalmente Eduardo, con voz entrecortada– Pues al oír esto, debo esforzarme en controlar mis ojos que se nublan, o también ellos se desbordaran.

Con respiración agitada, el soberano se acercó a Montfort; el malo, apodo que le entrego en sus pensamientos, dándole muerte sin ningún tipo de piedad. Ningunos de los que pertenecieron a ese ejercito fue salvo o perdonado, todos, fueron ejecutados por la orden del príncipe. Incluyendo algunos rebeldes que habían rescatados a su padre y que, por extrañas razones no habían huido.

Y aún sabiendo, que los rebeldes habían rescatados a su padre, él, con el poder que le permitió su nacimiento, su estrella iluminada, envió a la caza a los hombres que se les había prometido perdón.

– ¡Ninguno de ellos permanecerá en pie! –juro mientras apretaba su mandíbula con enojo, no estaba preparado para aceptar la perdida de hombres tan nobles y valerosos– ¡No me había enfadado desde que llegué aquí, hasta este momento! Si iban a combatir con nosotros, pues que vengan. No existe misericordia para los que, injustamente despropiaron y asesinaron a inocentes. Ofenden nuestra vista. ¡Ningún rebelde, oídme bien, aun cuando salvaron a mi padre! ¡Todos, absolutamente todos, deben morir! Esa es mi orden. Si no hacen una cosa ni la otra, no son de confiar nuestras espaldas. Rastreros, oportunos... miserable carne que no merece perdón. Y si me desvió del camino de Dios, que perdone él mis ofensas pues, de mi corazón no puede nacer otra cosa sino es odio por esos miserables hombres. Les cortaremos la garganta a los que hemos cogido, y ni uno de los que capturemos probara nuestra clemencia. Que cada soldado mate a sus prisioneros.

El luto había vuelto ciego los ojos del príncipe, y su tío, desconociendo esa faceta de su nieto intento abogar por esos inocentes que había caídos en manos del enemigo y obligados a luchar por ellos.

–...mi señor... –su voz, suave como un canto de ninfa intento penetrar el hielo que se había formado en Eduardo pero, toda acción fue detenida al instante.

– ¡Repartid la orden!

Sus ojos destilaban maldad y venganza, contrarios a los de su padre. La presencia del Dios que tanto aclamó había sido sustituida por un infierno de rencores. Marchó lejos, tomando la espada de su compañero muerto, la cual estaba sobre la tierra a un lado de ellos.

Eduardo se alejó de ellos como la tormenta que deja a su paso la catástrofe.



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N / A

*Yeoman: Pronunciado como "yo-man", en plural "yeomen", es un término inglés con el que se designa a un campesino que cultiva su propia tierra. Históricamente, se refiere a la estructura de clases en la edad media y moderna en Inglaterra. Los que estaban por debajo pero tenían derechos políticos y representaban a grandes rasgos, el ideal del inglés libre de nacimiento, sustentando buena parte del imaginario socio-político.


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¡Aquí el capitulo tres!

En mi opinión, voy bien. Ya podre comenzar con lo de Helena y saltarme al futuro donde no tendré que regirme por los limites de la realidad 

xD 

¿Les agrada?

Bueno, nos vemos pronto. Ya saben, no olviden sus estrellas y comentarios.

Eduardo se los agradecerá. 

¿O no? 

Probablemente, él los decapitaría si no lo hicieran 

:D

¡Larga vida al Rey! 

¡Muerte a los lectores fantasmas! 

JAJAJAJA

Era broma, a ellos también se les quiere y aprecia.

Besos

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