30 - 💋MARTIN GARCÍA💋

Corrí inquieto hacia la suite de Andrew, en la planta superior, mi corazón palpitando con una mezcla de determinación y temor. ¿Dónde estaba él? Sabía que debería estar en el balcón, como siempre, contemplando la decadente belleza de Nueva Roma, pero al intentar llamarlo varias veces, el silencio respondió, una respuesta que retumbaba en mi mente como un eco ominoso. La falta de respuesta me llenaba de una creciente inquietud. ¿Por qué no contestaba? ¿Qué había sucedido?

El ascensor subió, pero el tiempo se sentía como una eternidad, cada segundo drenando mi paciencia y ahondando mis temores. Al salir, me encontré en un largo pasillo cubierto de una alfombra azul desgastada, como si el propio corredor estuviera marchitando bajo el peso de su antigüedad. La opulenta decoración del edificio me resultaba casi surrealista, un lujo que contrastaba drásticamente con la vida austera que había conocido en Marte, donde cada objeto traído del planeta de los ancestros era un tesoro inalcanzable para la gente común.

Con la determinación de un guerrero que se enfrenta a su destino, tocé la puerta con furia, presioné el timbre y grité, sintiendo que el tiempo se deslindaba y que cada latido de mi corazón era una cuenta regresiva. Finalmente, la puerta se abrió, y un escalofrío recorrió mi espalda al ver a Andrew, descompuesto, con un semblante demacrado y ojeras profundas que hablaban de noches en vela. Su aliento a alcohol me hizo sentir un revulsivo en el estómago; estaba claro que había estado luchando una batalla que ni siquiera sabía que estaba perdiendo.

—Debemos llevar a Julieta al médico —dije con urgencia, mis palabras brotando de mi boca como un grito en la oscuridad.

—¿Qué le ocurrió? —preguntó Sofía, emergiendo de la penumbra detrás de la puerta. Su regreso no solo me sorprendió, sino que la tensión en su rostro indicaba que había estado en medio de una tormenta emocional. Ambos parecían haber tenido una discusión, como si las palabras lanzadas entre ellos fueran cuchillos envenenados.

—Es difícil de explicar —respondí, tratando de mantener la calma mientras el caos giraba en mi interior—. Estaba embarazada, pero perdió al bebé.

Las palabras cayeron entre nosotros como piedras en un estanque, provocando ondas de dolor que se extendieron en un silencio espeso.

—Mierda —murmuró Andrew, su voz arrastrando consigo el peso de la decepción y la desesperanza.

—Vamos —ordenó Sofía, transformándose en una figura autoritaria, con un aire de aristócrata que me incomodó en medio de esta tormenta. Era obvio que ella sabía que el tiempo era un lujo que no podíamos permitirnos.

Con prisa, nos lanzamos hacia la suite donde se hospedaban Julieta y yo. La enorme habitación estaba llena de muebles deslumbrantes, pero a cada paso que daba, podía sentir cómo la visión de nuestro futuro se desplomaba. Imaginábamos una vida juntos, una casa donde los cuatro podríamos soñar y festejar, un refugio del mundo... Pero al llegar allí, una sensación de desasosiego me invadió: Julieta no estaba en el sofá.

—No está —susurré, un nudo en la garganta mientras buscaba con desesperación en cada rincón. ¿Dónde podría estar en medio de tanto dolor? La idea de que estuviera sola me desgarraba por dentro.

—¡Julieta! —gritó Sofía, una llamada llena de angustia que reverberó en las paredes, como si las paredes mismas sintieran el impacto de su desesperación.

Andrew salió disparado al pasillo, su figura rota bajo la presión del miedo, mientras Sofía y yo comenzamos a recorrer la habitación, la sala, el dormitorio, buscando con ansias. Mi mente gritaba, clamando por su regreso, por encontrarla, por salvarla. ¿Dónde estaba la mujer que solía iluminar nuestras vidas? Cada segundo que pasaba sin encontrarla era una puñalada en mi esperanza.

No la encontré.

—En el balcón —dijo Andrew, su voz apenas un susurro, como si las palabras fueran demasiado pesadas para el aire tenso que nos rodeaba. Él sabía que era el lugar donde Julieta a menudo se sumía en sus pensamientos oscuros, contemplando la vasta inmensidad de la ciudad, buscando una respuesta en el caos urbano. A veces, yo me unía a ella en ese ritual silencioso de melancolía compartida.

Corrí hacia el balcón con el corazón palpitando en un ritmo frenético, pero al llegar, sólo el vacío me recibió. Mis ojos se posaron en el barandal, tal vez esperando un milagro, un destello de esperanza en un lugar que ya se había llevado tanto de mí.

—Por favor, no —murmuré, con un nudo en la garganta que amenazaba con desbordarse—. No aquí, no ahora.

Me acerqué a la orilla, la brisa helada azotando mi piel, y me asomé al abismo que se extendía bajo mí. Las luces de la ciudad titilaban como estrellas lejanas, pero no tenía tiempo para admirarlas, porque un grito desgarrador emergió de mi ser.

En ese instante, el mundo se detuvo. La risa de los transeúntes, el murmullo del tráfico, todo se desvaneció. Me desplomé al suelo, las lágrimas fluyeron incontrolables, y un dolor inimaginable se apoderó de mí. Julieta se había perdido en la profundidad del vacío, se había arrojado desde el balcón del piso 15, y el eco de su decisión resonó en mi mente como una campana de luto.

La angustia me abrazó con manos heladas, y el grito de mi alma se unió al lamento de una ciudad que no sabía que había perdido a una estrella brillante en su firmamento. ¡Julieta! ¿Dónde estabas? ¿Por qué no pude llegar a ti a tiempo? La respuesta se ahogó en el silencio, y allí, en el suelo, me dejé llevar por una tristeza que sentía que nunca me soltaría.

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