24 - 💋MARTÍN GARCÍA💋
Desperté en una extraña pose. Estaba acostado en el suelo, justo a unos metros de la piscina del Pez Dorado. El sol me golpeaba la vista. Tengo ojos bastante delicados, así que aquellos haces de luz solar que se filtraban por el Domo Central seguían siendo dolorosos de ver.
Me rasqué la barbilla. Aún estaba mareado, con un ligero dolor de cabeza. ¿Dónde estaba Julieta cuando la necesitaba? Ella llevaba siempre pastillas para la jaqueca que funcionaban al instante. Sabían a caramelo: eso era lo mejor. Pero ella no estaba por más que girara la cabeza de un lado a otro furtivamente. Solo estaban una decena de personas ebrias, quizá uno que otro muy sustanciado habrá muerto ahí. Uno de los guardias del recinto comenzaba a despertar a un grupito que se quedó durmiendo en las sillas de reposo.
"Julie", pensé, tratando de centrarme.
Cuando me levanté, el mundo parecía sonar más molesto. Todo rechinaba, gemía, galopaba, arrastraba como una orquesta desafinada. Tenía un asqueroso sabor de boca. ¿Qué habría mezclado esta vez? ¿Vino, cerveza, vodka, violeta? Qué olor tan horrible. Qué dolor tan hastioso y qué mañana más desesperante.
—Pero qué noche más increíble...
Caminé hacia una dirección. Cualquier dirección. Solo quería estar en la sombra y llamar a alguien. No pude ir lejos.
Palpé mi muñeca, buscando mi teléfono camaleón. Allí estaba. ¿Tendrá suficiente batería? Vacilante, revisé mi teléfono, arrancándolo de mi piel. Mi teléfono camaleón aguanta cualquier tipo de daño. De tantas vueltas que di por todo el Pez Dorado y de tantos golpes que debí haber recibido, agradezco a las compañías tecnológicas por hacer teléfonos más duraderos y resistentes.
Mi boca seguía teniendo ese sabor rancio. Tenía enormes ganas de regresar al departamento y cepillarme y bañarme; sin embargo, no volveríamos al departamento nunca más. Aquello me entristecía. Extrañaré las vistas y el disfuncional sistema de asistencia personal. Ahora era rico, ¿qué importaba ya?
"Concéntrate", me dije a mí mismo.
Llamé a Julieta. No atendía. Llamé a Sofía. Su teléfono estaba apagado. Llamé a Andrew, quien atendió enseguida.
—¿Sabes dónde está Sofía? —preguntó Andrew. Sonaba desesperado, como si la estuviera buscando desde hace horas. ¿Qué horas eran? Parecía medio día—. ¿No está contigo?
—Yo también estoy buscándolas. —Esquivé un par de mozos y pasé por encima de varios dormilones—. Desperté en un muy mal lugar. ¿Dónde estás? Podríamos buscarlas juntos.
De fondo se oía alguien golpeando algo contra el suelo.
—No, no —respondió Andrew, más calmado—. Es mejor hacerlo separados, para abarcar mayor..., como se diga.
Miré para arriba y para abajo.
—Ves muchas películas, Andrew. Hasta se te quedan los términos. Está bien, haremos eso, pero... —Por fin logré divisar una figura parecida a la de Sofía al lado de Julieta. Eran ellas. Parecían estar rompiendo algo con un palo—. Creo que ya las encontré. Ven abajo. Cerca de las escaleras del..., del tercer edificio. —Sofía arrancó el teléfono de las manos de Julieta y lo tiró contra el piso—. ¡Por todos los cometas!
Le dio un martillazo con aquel palo que, a medida que más me acercaba, parecía más una barra de acero. ¿Un palo de hokey? ¿De dónde lo habrá sacado? Esa mujer estaba loca. Nadie hacía nada, simplemente la miraban y pasaban de largo, como si eso ocurriera todos los días.
—¿Qué está haciendo esta vez? —preguntó Andrew.
—No sabría explicártelo. Pero creo que ya sé por qué no contestaban sus teléfonos. Ven rápido.
Andrew cortó la llamada.
Me acerqué lo suficiente como para que ambas chicas repararan en mi presencia, pero no lo suficiente como para recibir un palazo por acercarme demasiado a una desquiciada.
—¿Qué ocurre? —les pregunté a Julieta y Sofía.
Ella estaba desecha. Su delineado estaba corroído y sus ojos estaban rojos, como si hubiera llorado por horas. Estuve con ella casi toda la noche. Al menos hasta que ella fue al baño y no regresó. Se puso a ver una de esas batallas de rimas que ocurrían siempre en las fiestas cuando unos pseudoraperos se sustanciaban lo suficiente.
—Creo que se ha vuelto paranoica —respondió Julieta—. Dice que el gobierno nos espía por nuestros teléfonos. Me obligó a destrozar el mío.
—¿En serio?
—Sí. Me dijo que, si yo puedo ingresar a cualquier sistema fácilmente, los federales también lo harían.
La rubia de pelo corto seguía aplastando y destrozando el aparato. También estaba desaliñada, despeinada, con los ojos de un color violeta intenso. Aquel color solo significaba que había consumido mucho violeta. Pronto se detuvo y me miró. Llevaba mi teléfono camaleón en la mano con la que la saludé. Grave equivocación.
—Martín —dijo Sofía, mirando el teléfono con recelo.
—No, no, no, Sofía —dije, retrocediendo lentamente, como escabulléndome de un depredador—. Esto me ha costado un...
Ella me apuntó con el palo de hokey. Tragué saliva.
—No la hagas enojar —dijo Andrew, apareciendo por fin detrás de Julieta, al lado de las escaleras. Al parecer las estuvo buscando en los puentes—. Y menos si te apunta con un palo de hokey.
Con un gesto, Sofía pidió lo que quería.
—Denme. Sus. Teléfonos. Ahora.
Ambos le dimos nuestros teléfonos. Ya pronto conseguiríamos nuestros contactos de nuevo. Quizá por las redes sociales. Ella aplastó, machacó, golpeó, arrastró ambos aparatos tecnológicos hasta convertirlos en meros restos para la basura. Sofía se incorporó de nuevo al grupo y arrojó el palo a un costado. Miró a su alrededor. La fiesta había terminado.
—Tenemos algo que hacer —dijo la rubia, cortando el incómodo silencio. Lo bueno de Sofía es que no le importa que piensen que está loca. Muchos ya la trataron como granjera sin estudios solo por ser del Octavo Domo; ya está acostumbrada.
—Eso fue locamente asombroso —soltó Andrew—. Te debes de sentir aliviada, ¿no? Como si te hubieras descargado.
Ella le sonrió. Pude ver en esa sonrisa dedicada, algo que nunca vi en ella. ¿Qué era? Primero le pidió permiso para hacer una última salida y luego se ruboriza por un comentario. ¿Se está enamorando de Andrew? No son pareja, no son algo oficial. Viven juntos y todo eso, pero nunca los veo haciendo cosas de novios.
«Sin duda, Andrew Olsson, estás ablandando una piedra. Doblando a la mitad una pared de concreto».
—Fue algo terapéutico —contestó Sofía, ruborizada—. ¡Vamos! Debemos elegir una buena nave, amores. Julie, ve pensando el nombre ya, que yo no soy buena para eso. Quiero bautizarlo hoy mismo si es posible.
Julieta asintió, callada.
Fuimos en taxiautomata hasta el concesionario del quinto octante. En ese octante del domo central están los mayores concesionarios de naves espaciales y de turismo. Pasamos por varios muy conocidos: «LE SAN GOLIA», «EL VIAJANTE», «MERCEDES BENZ», etc. El último parecía más lujoso, así que lo descartamos. Debemos mantener un bajo precio, ya que, si no, aumentaría la sospecha de que el dinero es robado. Al menos así creo que Sofía piensa, pues hemos hecho varios planes en el transcurso del recorrido y ella habla de inventar una historia de cómo conseguimos el dinero para comprarnos una nave.
Fácil. Hemos ahorrado durante meses y otros hemos recibido una herencia sencilla con el que vamos a juntar para comprarnos al fin una nave e irnos a visitar la Tierra como turistas. Andrew propuso la idea de que hemos ganado el dinero en un casino: el Marthause. Aquella es una buena idea y hasta casi respaldada, pero hay un pequeño problema que olvidamos.
Sofía es buscada por robo y Andrew por violentar a su jefe.
—¿Cómo pudimos haberlo olvidado? —dijo Andrew, con su mirada perdida. Aún no hemos bajado del taxiautomata.
—Se me ha escapado —murmuró Sofía. Las manos en la cabeza, los codos apoyados en las rodillas—. No vamos a poder salir del Domo: todo está vigilado. Seguro ya saben dónde estamos...
Julieta también miró el suelo del taxi, pensativa. Yo miré a los tres, esperando que a alguien se le ocurriera algo. Una idea. Pero nadie decía nada y el taxiautomata seguía el camino, dando vueltas en círculos solo porque no recibe instrucciones.
—Tu ex —dijo Andrew después de unos minutos estando callado. Quizá está reflexionando sobre si es la mejor opción—. Es la única opción. ¿Cómo se llamaba? ¿Tomas?
—Sí —apoyó Julieta—, él tiene una nave, ¿no es así? Está afuera y tú sabes cómo salir.
Me relajé, pero Sofía negó con la cabeza.
—Nunca aceptaría subir a otros que no sean de su tripulación. Es un terco de mierda. Además, la única forma de salir sería pasar por ExploMarte. Volver a ver a Gregoria.
—Destrozaste nuestros teléfonos —añadí, decepcionado—, así que no tenemos manera de comunicarnos con él de todas formas.
—Hay una manera —replicó Julieta—. Puedo meterme en la red desde cualquier dispositivo, solo necesito su información personal. Podría tardar horas en lograr comunicarme.
Sofía lo pensó unos instantes. Parece decidida.
—Estábien. —Suspiró cansada—. ¡Taxi, da la vuelta, regresános al tercer octante!
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