15 - 💋JULIETA YAMADA💋
Estaba asustada. Nunca me había sentido tan asfixiada. Todas estas personas me arrinconaban de vez en cuando, chocándome y empujándome y gritándome y haciendo que tenga un malviaje. Perdí de vista a los chicos y estaba sola. Mis piernas me temblaban y el viaje se hacía cada vez más espeluznante: los rostros se distorsionaban en formas desconocidas, cosas que nunca había visto; los sonidos parecían venir de un universo paralelo, con zumbidos y gruñidos; cuando tocaba algo se deshacía entre mis dedos.
Así que preferí buscar una salida. Me apresuré, paseándome por toda la fiesta. El neón se volvía parte de mis movimientos y no estaba segura si estaba viviendo una pesadilla o no. Empecé a llorar en cuanto no encontré la salida. Entonces, de la nada, sentí que alguien me estiraba. Por un momento me asusté, pero luego vi que era Martín. Me estiraba hacia los baños mientras hablaba. No entendía lo que decía, así que simplemente me dejé llevar.
En cuanto entramos a los baños un par de mujeres salían y un hombre entraba para pararse en los urinarios. Literalmente se paró en los urinarios a bailar y luego volvió a salir como si nada. Las paredes de cerámica tenían dibujos y firmas, algunas más creativas que otras. El cielo raso tenía la pintura de un fondo marino. Quedé embobada por la pintura mientras que Martín me tomaba de los hombros y me agitaba para volverme a la realidad.
—Escucha —dijo Martín. Sonaba preocupado—. ¿Quieres cortar?
—P-pero..., pero si ni siquiera comenzamos nada —replicó, hablando como si me sintiera triste por ello.
—Cortar el viaje, Julie. ¿Quieres cortar el viaje?
Asentí.
—Bien. —Acercó algo a uno de mis orificios nasales y me ordenó que inhalara. Lo hice inconscientemente.
Pronto, me sentí mucho más aliviada. Dura, pero aliviada. El efecto terminó luego de un par de segundos, como si nunca hubiera consumido nada. Sin embargo, quedaron secuelas; como la boca seca y una melancolía extrema. Nunca había experimentado nada igual fuera de los videojuegos de realidad virtual. La música seguía sonando fuerte, pero ya no me sentía prisionera y mi corazón latía a un ritmo calmado.
Miré a Martín.
—Te perdí de vista... perdí a los chicos, estaba sola. Yo...
—Ey, ey, calma. —Me abrazó—. Esto no es lo tuyo, anteojitos. Todo terminó.
Dejamos de abrazarnos y me giré para verme en el espejo. Me quedaba bastante bien aquel vestido acampanado. Colores rojo vino y negro gastado combinaban con mi cabello negro opaco. Sonreí al verme. No me preocupaba mi aspecto casi nunca. Solía vestir con lo primero que encontraba en mi armario y en el departamento casi no usaba ropa. Al fin me había dado el lujo de comprarme algo nuevo que no fuera un aparato electrónico en una de esas tiendas de gente nerd.
—¿Tú sigues en el viaje? —le pregunté a Martín, mirándolo en el reflejo.
—No desde hace una hora. Alguien tenía que estar sano para cuidarte, ¿no?
Me giré para mirar ligeramente hacia arriba. Martín era una jirafa (no literalmente), así que mirarlo fijamente por mucho tiempo podría darte un calambre en el cuello. Vestía como un hombre elegante, de frac y camisa blanca. Todo un conde, aunque sudado. Tenía ese aroma a desodorante barato que me gustaba y esa sonrisa inocente. Él no era nada inocente, pero sí tierno.
—¿Cortaste tu viaje por mí? —pregunté.
Él asintió.
—¿Ya tachaste hoy algo de tu lista? —pregunté, sonriente.
—No me dio tiempo.
—No tengo nada bajo el vestido —dije con malicia, provocativa. Él se aflojó la corbata cuando entendió la sugerencia.
—¿Aquí, ahora?
—No tenemos nada que perder, Conde de Techniterra.
Martín se puso serio y me ordenó que pusiera las manos en el lavabo. El lavabo era uno largo y de cuarzo blanco. Tenía tres fregaderos y el enorme espejo hacía que el baño pareciera el doble de tamaño. Hice lo que Martín pidió, colocando las dos manos en el lavabo y abriendo las piernas. La falda del vestido acampanado se levantó, mordía mis labios a la espera de lo que venía después. Estaba ansiosa por tenerlo dentro de nuevo, por sentir su calor.
Él se sacó la verga del pantalón. Pude verla por el espejo, ya estaba dura y apenas habíamos empezado. Una de las ventajas de ser un hombre de dos metros, era que la verga debía ser proporcional a su tamaño. Y esa cosa parecía otra extremidad.
La música sonaba estridente mientras Martín metía la punta en mi intimidad, metiéndola con lentitud. Me agarró de la cintura y me acomodó a su placer, dándome una nalgada con fuerza para que me quedara quieta. Sabía que a Martín le encantaban mis curvas, en especial las de mi culo en forma de corazón. Tenía un tatuaje en la nalga derecha, que me hice hace unas semanas. Eran unos labios rojos, similar a la huella de un beso con labial.
Me gustaba cuando Martín tomaba el control. Deseaba que lo hiciera, porque yo nunca sabía qué hacer. Éramos compatibles: una sumisa y un dominante. Él me penetró y yo solté un gemido fuerte, sin miedo pues la música y la gente eufórica tapaban cada sonido proveniente del baño. No me preocupaba que alguien nos pillara, pues muchos ya estaban teniendo sexo en medio de la fiesta y nadie parecía juzgarnos.
Embestida, embestida tras embestida, la piel quedó roja. Pero él no se detenía, parecía insaciable. Abría mis piernas y lo dejaba entrar más. Pedía más aunque dolía. Más fuerte, más adentro, más, más, más. Gemía, gruñía, lloriqueaba, me quedaba sin aire. Mis piernas me temblaban, pero luchaba conmigo misma para mantenerme de pie, mirándome en el espejo. Mis tetas meciéndose de un lado a otro por la inercia que provocaban sus choques.
Martín se acercó a mi oído y susurró otra orden con su voz cansada y profunda:
—Apóyate en el espejo. Pon tus manos en el espejo.
Yo lo hice. Las dos manos en el espejo. Mis ojos clavados en mí misma y en la figura que estaba detrás, dándome con fuerzas, tomándome del pelo o tapándome la boca. De nuevo todo se repitió por unos minutos más hasta que tuve un orgasmo.
Cuando me vine, no aguanté más y me arrodillé en el suelo para descansar. Sin embargo, Martín todavía no se había venido.
—Me toca a mí —dijo.
No tuve la fuerza para levantar la cabeza y mirarlo a los ojos. Lo único que pude ver es a la enorme verga de Martín tambaleándose frente a mí. Suspiré.
—Abre la boca —ordenó Martín.
Otra pareja abrió la puerta del baño, y entraron a una de las casillas con puerta donde había un inodoro limpio. Si entraron juntos a un lugar así es para una sola cosa.
Sonreí y tomé la verga para metérmela en la boca. Tenía un sabor único, como a humedad y a jabón. Entonces él volvió a tomar el control y meneó mi cabeza a su gusto.
Minutos más tarde, Martín y yo estábamos vestidos de nuevo, sentados en uno de esos sofás caros con vista a la ciudad del Domo Central. Estábamos abrazados y yo incluso tenía los ojos cerrados, medio dormida.
Fue entonces cuando Andrew y Sofía llegaron, con la ropa desaliñada y con los pelos desordenados. Andrew se sentó al lado mío y soltó un largo suspiro de cansancio.
—Al fin los encontramos —dijo Andrew.
—¿Ya cortaron sus viajes? —preguntó Sofía, parada frente al sofá, obstaculizando la vista.
Martín asintió.
—Hicimos un poco más que eso —bromeé.
—Con que por fin gigantón tachó algo de su lista, ¿eh? —dijo Andrew. Su voz estaba ronca, como si hubiera estado cantando largo rato.
Solté una risita pícara.
—Bien, Romeo y Julieta,ya han descansado suficiente —dijo Sofía—. Necesito de su ayuda para algorelativamente peligroso. Robaremos una joyería.
NOTA: 7w7
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