10 - 💋SOFÍA CARUSO💋
Esa tarde del día libre, decidí que quería salir con todos mis amigos. Primero, fuimos al Mercado del Barrio Hércules. El Mercado rebullía en colores y en neón, además una enorme ola de gente paseaba por las calles, mirando escaparates y pasando de puesto en puesto. Solo eran observadores, compradores y turistas. Había gente de todos los octantes, de otros domos y hasta de la Tierra.
Justo al lado del Mercado, se encontraba un enorme parque temático; de los pocos que había en el Domo Central, era el más concurrido.
Yo paseaba del brazo junto con Andrew y, mientras mirábamos los puestos del lado izquierdo de la calle, Julieta y Martín se quedaron a curiosear una tienda que vendía recomponedores y aplicadores en el lado derecho.
—A Julieta parece gustarle mucho —dijo Andrew.
—¿Martín? —quise saber mientras los observábamos recorrer la tienda.
—No —respondió Andrew—. Me refiero a que le gustan las impresoras.
—Ah, sí —dije—. Todo lo que tenga cables, luces y circuitos la vuelven loca. ¿Has visto sus ojos? Seguramente regresará al departamento con una mochila cargada de esas cosas.
Él soltó una risita.
—Vamos —dije estirando de él—, quiero ver un par de cosas por acá.
Pasamos frente a una peculiar mesa. Un robot (de los baratos) atendía la mesa. Sus movimientos eran demasiado mecánicos, su cuerpo de un color plateado plomizo y sus ojos brillaban color celeste. Era un modelo antiguo de Parner Company, de esos que hace más de cien años costaba una fortuna y ahora ya se había devaluado. Que aún funcionara parecía un milagro. En su mesa había un cartel de neón que decía BIENVENIDOS y un par con otras palabras, pero lo que más llamó mi atención era algo que me parecía familiar.
Unas pulseras, cadenillas y cosas así muy coloridas estaban esparcidas sobre una tela también hecha a mano.
—Quiero una de esas, ¿qué es? —pregunté, acercándome.
Andrew se detuvo detrás, expectante. Ambos vestíamos de la forma más informal en Marte, así que no resaltabamos entre toda esa multitud que iban a las ferias con su Taxtiltraje más caro o con sus pretenciosos Holotrajes. Para ambos comprar algo así costaría un ojo de la cara.
—Es una tradición de una subcultura terrestre que ya está extinta —dijo el robot tras la mesa—. Te dan fortuna, aunque parezca una tontería.
—¡Vaya, lo reconozco! —exclamó Andrew, pegado a mi lado—. Es una pulsera hippie.
—¿H-Hippie? —Lo miré arrugando la frente—. Mamá me habló sobre ellos una vez. ¿Son como agricultores o algo así?
—No lo recuerdo, no he leído mucho sobre esa época —confesó Andrew con los ojos pegados a un collar con una piedra de fantasía—. Pero sí, creo que te quedaría bastante bien.
Le sonreí. Miré las pulseras, especialmente una hecha de varios hilos de colores primarios y con un símbolo de paz hecho de metal. Me parecía muy atractivo.
—¿Cuál es el precio? —quise saber.
—Quince pins —respondió el robot, dibujando una mueca en su salida de sonido que se asemejaba a una boca—. Es artesanal, mis esposos y yo los hacemos a mano simulando las maneras de nuestros antepasados.
Hice una mueca de curiosidad. Estaba perpleja por el precio de algo tan diminuto.
—¿Va a llevar la pulsera?
—Quisiera, pero no me alcanza.
—Entonces no me haga perder mi tiempo.
Entonces algo dentro de mí estalló. No debió hablarme de esa manera. No me agradaba ser pisoteada, menos por un microondas parlante.
—Solo tenía curiosidad, bola de hojalata, no quise ofenderlo —recalcé con los ojos encendidos—. ¿A caso tenés piel de cristal? Ah, no, cierto. No tenés piel.
—¡Que te reviente un asteroide, insolente! —gritó el robot mientras Andrew me estiraba para alejarnos de ese puestito de cosas viejas.
Cuando nos perdimos entre la multitud, comencé a reírme a carcajadas, de forma hilarante.
Andrew miró extrañado.
Entonces le mostré lo que tenía en mi muñeca: era la pulsera; aquella que tanto quería.
—¿Cómo lo hiciste? —preguntó Andrew.
—¿No estás molesto porque volví a robar algo?
—Es solo una pulsera —dijo y eso se sintió bonito de escuchar—. Ahora dime.
Miré a mí alrededor, buscando a Martín o a Julieta, pero ambos no se encontraban cerca. ¿Dónde se habrán metido? Bueno, al menos no tenía que implicar a dos en mis planes. Tal vez se estén divirtiendo en el parque temático del Borde, cumpliendo alguno de esos fetiches de la lista de Martín o vendiendo lo último que quedaba de Violeta.
—Un ladrón es como un mago —le expliqué—: nunca revela sus trucos. —Tomé de la mano a Andrew sin pensarlo dos veces—. Ahora, ¿vamos a un juego?
Él se veía contento y yo también seguramente, pero en realidad me dolían las piernas; nunca había caminado tanto con alguien.
—Nunca vine aquí —tartamudeó el pelinegro—, así que no sé si...
—No te preocupes —le dije con una sonrisa pícara en el rostro—. Conozco un juego genial en el que siempre me divierto.
Fuimos a un sitio al borde del Domo. En todo el parque, era mi juego favorito. No porque podía salir del domo y ver con sus propios ojos los avances en la terraformación del planeta, sino porque era la única forma de conseguir meter el contrabando. El juego ExploMarte era de los pocos lugares en todo el domo central con acceso permitido al exterior.
—¿Para qué son estas mochilas? —preguntó Andrew, entrando al salón del ExploMarte. Varias personas hacían fila, pero yo caminaba hacia la sala de empleados.
—Ya lo vas a ver —le respondí misteriosa.
Llegamos a la parte del costado. Un hombre parecía estar nervioso al verme, como si me temiera. Otros comenzaron a alejarse, yendo hacia el frente del salón. El hombre que estaba nervioso iba vestido de guardia. Era un rechoncho viejo con un paralizador en un estuche. En Marte no se permitían las armas por más que trabajes de guardia. A su lado, una mujer trajeada. Era la dueña del negocio, una mujer bastante agraciada, de unos veinte años marcianos. También estaba nerviosa.
—Gregoria —la saludé, parada de frente, mirando fijamente a los ojos del guardia, quien decidió irse, dejando sola a la jefa.
—¿De nuevo? —preguntó Gregoria, tenía acento del octavo domo. Andrew estaba totalmente extrañado, detrás de Sofía—. Comprometés mi negocio al venir acá. Creía que ibas a venir un par de veces nomás.
—No hace falta que hables, asquerosa —dije con la mirada asqueada—. Me das lástima. Sabés que hago esto solo por piedad. Una que no te merecés, por cierto.
—No me hablés así, chiquilla —amenazó Gregoria—. Si caigo yo, caés vos. ¿Captás?
—No comparés —espeté—. Lo que yo hago es hasta moral comparado con lo tuyo. Vos solo tenés que cumplir con lo que pido y no va a pasar nada.
—Algún día vas a perder todo, tu sonrisa va a borrarse y yo voy a disfrutarlo como nunca.
—Las tarjetas —pidí, ignorando el comentario, extendiendo la mano. Eran unas tarjetas de pase preferencial totalmente gratis para mí. Me las dio y me miró con resentimiento.
Nos retiramos y fuimos al principio de la fila. Pasamos primeros y entramos a una pequeña sala llena de trajes de oxígeno con auspiciantes estampados.
—¿Qué mierda está ocurriendo, Sofía? —preguntó Andrew cuando ya nos encontrabamos en la entrada, vestidos con los trajes para salir al exterior del domo.
Unos ayudantes nos pasaron sus mochilas. Tomé las mochilas y cedí una a Andrew.
—Bien, te lo diré —acepté. No me gustaba ser tan misteriosa, solo guardaba silencio para contárselo en el camino—. Vamos a encontrarnos con alguien en la zona 0 y haremos un simple intercambio.
—¿Y esa mujer...?
—La estoy extorsionando para conseguir los pases y para que pueda meter las pastillas al domo sin pasar por aduana. Podría ser peligroso, así que en un tiempo dejaremos de hacerlo.
Hubo un silencio mientras me subía el cierre hermético del traje espacial.
Andrew me tomó de la cintura y me estiró hasta él para darle un apasionante beso. Era de esos besos tan intensos que parecía no terminar. Cuando me quedé sin aliento, retrocedió.
Mi mirada exponía mi duda.
—Te ves increíblemente sexi con ese traje espacial —confesó Andrew.
—Es un traje de exploración —corregí coqueta.
—Cuando hablas de negocios me la pones dura.
No es momento para calentarse, recordé.
Pero no pude evitar mirar hacia abajo. Con el traje no se notaba, así que miré alrededor un segundo para asegurar que nadie mirara y di dos golpecitos para verificar que sí estaba diciendo la verdad. Estaba dura.
Me mordí el labio inferior con deseo, pero no debía desconcentrarme por más que quiera esa cosa en mi boca. Negocios primero.
—No me mentiste —le dije—. Pero con esto puesto no podremos solucionar eso..., por ahora.
Él me sonrió.
—Activar cascos —dije. Andrew repitió aquello y nuestras cabezas fueron cubiertas por una bincha con mascarilla de oxígeno.
Las puertas de acero se abrieron mostrando Marte. La terraformación era progresiva. Afuera había cierta cantidad de plantas que rodeaban solo los domos y los ríos. No había mucho oxígeno afuera, por lo que la vida allí era mínima y los únicos que estaban afuera solían ser autómatas del gobierno marciano o exploradores extranjeros.
Había dos vehículos de seis ruedas allí, esperándonos. Frente a ellos, a unas cuantas millas, una cordillera de montañas totalmente rojas. Hacía calor ahí, unos 30 grados. De noche harían unos -25 grados bajo cero, así que debíamos hacerlo lo más rápido posible. Sin embargo, con Tomas, aquello de estar apurado no era muy importante.
Andrew se acercó hacia las motocicletas. Hace mucho no veía vehículos con ruedas, menos con tantas ruedas. Nunca salió de los domos, así que se sentía raro. Miró a su alrededor. Mucho, mucho, mucho espacio; hasta el horizonte.
—Es como en las películas del viejo oeste —dijo.
Yo asentí, aunque no sabía a qué se refería.
—Bien, ¿qué hacemos? —preguntó Andrew.
—Subitea la moto esa —contesté con una sonrisa tras el casco—. No te lo dije porque noquería dar muchas explicaciones, pero al que iremos a ver es a mi ex.
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