08 - 💋JULIETA YAMADA💋
Tener que levantarme de la cama cada meteórico día siempre fue una tarea complicada para mí. No le veía mucho sentido a aquello. Sentía una pesada angustia cada vez que abría los ojos y me daba cuenta del lugar en el que me encontraba. Aquella angustia venía en cualquier momento, acosándome como un ardor ligero que subía desde mi estómago hasta mi pecho.
Apenas despertaba solía entretenerme con cosas de mi pasado. La voz me reprochaba cosas, me pedía explicaciones que no sabía darle, y a veces hasta se burlaba de mí. Pero esa voz siempre estaba allí, conmigo, atada a mí como un niño se aferraba a su madre en su niñez.
Recordé a mi madre y que me había dicho que mi padre tenía descendencia japonesa. Siempre lo imaginé como un samurái valiente, de pelo salvaje y de mirada sanguinaria. Sin embargo, cuando crecí investigué un par de cosas y descubrí que mi padre era un mangaka famoso que murió en el accidente del Transespacial Zeus-46. Fue una tragedia enorme. Por fortuna, al menos para mí, gran parte de aquella mala época se me había borrado de la memoria.
Y por desgracia, todas las malditas mañanas algún viejo recuerdo, vagabundo, como una imagen difuminada pegada en mis parpados, regresaba poniendo mi cerebro a trabajar constantemente, haciéndome perder todas las ganas.
Ya deberías recordarlo, ¿no?
No. No recuerdo.
Lo estás reteniendo. Es lo que dijo tu psicóloga.
Ella no sabe.
Aquella voz no dejaba de molestarme. Me ponía de mal humor. Odiaba levantarme de mal humor. Me odiaba a mí misma por estar malhumorada, pues creía que influía en los demás, arruinándoles las mañanas. Por eso no quería levantarme ese día, no importaba lo mucho que Martín saliera de la habitación haciendo mucho ruido y regresara de la cocina minutos después con un lindo desayuno, encendiendo la televisión y escuchando comerciales de VideoTatoo's a todo volumen.
No quería levantarme.
Estaba despierta, claro, pero forzaba los ojos, apretando cada párpado para tratar de volver a soñar con el Ensoñador 300-k. Amaba aquel programa que instalé en el microchip de mi muñeca. Con el Ensoñador podía programar qué sueños tener, y yo solía soñar con una vida nueva, en otro planeta, donde nadie me mirase porque estaría completamente sola.
Y ¿no llevarías a Martín?
Somos incompatibles.
A él eso no parece importarle.
Va a terminar harto de mí. Como todos.
Me había acostumbrado a hallarme muy aislada, tan encerrada en mí misma que no solo evitaba levantarme temprano, sino que esperaba no tener interacción con nadie hasta que me sintiera mejor.
Sin embargo, Martín estaba allí, acompañándome; dándome la espalda, pero acompañándome. Tal vez exageraba y quizá todo lo que necesitaba era una de esas pastillas que me había recetado la psicóloga. Pero no, esa era una salida muy sencilla, un escape que te lleva siempre a lugares peores.
Pero a Soff la violeta la hace feliz.
Yo no necesito psicoactivos.
Pero no eres feliz.
Las sustancias son para los enfermos mentales y yo no lo estoy, solo era una nimiedad.
Martín había dejado el té con un emparedado de mermelada justo en la mesita de luz que estaba al lado de mi cama. Hace un par de meses habíamos conocido a Sofía en una de las fiestas de Mon-Luán y congeniamos tanto que decidimos pagar juntos un departamento. En el departamento solo había dos habitaciones, así que Martín había decidido quedarse con el sofá de la sala. Pero la mayoría del tiempo se la pasaba en mi cuarto.
Esa mañana yo ni lo había mirado, ignorándolo, pues no tenía apetito. Martín caminó hasta encontrarse descalzo al lado izquierdo de la habitación y abrió las cortinas para que entrase un poco de luz solar.
Me puse la almohada sobre la cara.
Él miró la taza de té. Se había enfriado.
—Sé que estás despierta, Julie —dijo Martín—. A veces sueles estar despierta por horas sin siquiera moverte, como si..., como si intentaras dormir de nuevo pero no pudieras.
No quise escucharlo. Me molestaba.
—No te estás tomando tus pastillas —continuó regañándome— y se las das a Sofía para que las use en alguna de sus mezclas.
De nuevo no respondí.
—Ya es tarde —dijo Martín—, es la hora del almuerzo. ¿Vas a seguir ahí tirada? Pareces una abuela que no ha cobrado la pensión. —Escuché como tomó el desayuno y se encaminó hacia la puerta como para marcharse. Se detuvo en la puerta—. ¿Quieres algo para comer? Pedí unas comidas tailandesas.
—Más tarde —le respondí al fin, como un balbuceo de bebé que apenas se escuchó. Hice un ademán con las manos y luego me volví para mirar hacia donde la luz del sol no me molestara.
Una hora más tarde, Martín regresó con un plato de metal y unos cubiertos sobre una mesita metálica con ruedas. A veces me preguntaba ¿cómo conseguíamos esas cosas?
Detuvo la mesa, dejándola a un lado de la cama.
Miré de reojo. Era comida tailandesa y parecía estar caliente, humeando. Él estaba aún sonriente, con su altura de rascadomos y cabellos plateados, pero la sonrisa se escondió de nuevo al ver cómo seguía sin querer levantarme.
—Me preocupas —dijo Martín.
—No te preocupes —respondí, ladeando la cabeza y abriendo los ojos por segunda vez.
—¿Que no me preocupe? —dijo Martín—. Yo...
¿Por qué sigue molestando?
—A ver, ¿quién te crees que eres, Martín? —le dije, levantando la voz—, ¿mi novio?
—Solo intento animarte.
—No intentes animarme si estoy así, no tienes por qué hacerlo. Solo déjame en paz.
Eres bastante cruel.
No quiero hablar.
No seas tan fría.
¡Cállate!
Martín sintió esa declaración como un golpe en el rostro, pero no lo demostró. Siempre fue un hombre de pocas palabras, pero que podía recibir una lluvia de insultos sin hacer una sola mueca. Tenía el rostro de un maestro budista.
—Sé que no lo soy —respondió él y se dispuso a marcharse—, no hace falta que lo digas de esa forma. Solo intento ser un buen..., un buen lo que sea. Voy a... —No sabía qué escusa dar para salir de la habitación—, voy a alcoholizarme.
Entonces, como quien no quiere la cosa, hice el intento de levantarme de la cama y me senté en el diván, mirando con desinterés el plato de comida.
Martín cerró los puños y miró la puerta.
Yo me sentía pésimo: volví a arruinar la tarde de alguien por culpa de mi malhumor.
—Martín —lo detuve.
Él me miró con ojos apenados
—Perdón —le dije.
—Haz lo que quieras —dijo él y se marchó, dejando la puerta abierta.
Habían pasado dos semanas desde el accidente en el Subterráneo y desde entonces me había dedicado a vender por internet. Era relativamente más sencillo: los clientes venían hasta cierta localización y le daba la Violeta a Martín para que haga la entrega. Ni siquiera me movía de la cama.
Cuando Martín se había marchado, me dispuse a comer. Tomé la cuchara y observé el plato con hambre. Sin embargo, me dio nauseas el olor. Odiaba la comida tailandesa, pero no tenía de otra; no había comido desde hace horas y deseaba ser una chica sana.
No debí haberlo tratado así.
Pero lo hiciste. Demostraste ser una carga.
Mis manos temblaron al escuchar a la voz decirme esas palabras. Una vez lo había escuchado de una boca real y... había dolido tanto.
Los dos gatos negros de Sofía entraron al cuarto, uno detrás del otro. Por alguna razón el que mejor se veía era el más paciente. El gordito maullaba al lado de la cama, pues no podía saltar tan alto como el más flacucho. No tenía hambre, ese gato solo quería comer porque había comida.
Yo, en cambio, perdí el apetito al recordar lo que hice. De nuevo. Otra vez. Siempre igual. Una tonta.
Bajé el plato al suelo y dejé que los gatos se apoderaran del alimento. Caminé hasta el espejo y me miré a mí misma. Tenía una blusa morada con diminutas motas rozadas que solía usar como pijama, una cómoda ropa interior que, sin intención, combinaba, y los pies estaban descalzos y muy blancos.
Me sacudí el cabello negro y me acerqué para ver mis ojos, estaban rojos y con ojeras de mapache.
Te ves horrible.
Me veo bien.
Aun así nadie te quiere.
Sofía me quiere.
Te usa. Solo eres su vendedora.
Ella no haría algo así.
Salí a la sala sin importarme el aspecto. Andrew estaba en el sillón de la sala, mirando la televisión mientras Sofía, a su lado, recostaba su cabeza en su hombro. Me pareció extraño que el chico se quedara más de una semana, sabiendo que los que entraban en la vida de Sofía rápidamente salían y no volvía a verse un rostro más de una vez. Así era Sofi, efímera, y todo lo que tocaba pasaba entre sus dedos como arena de playa.
—Sofi —llamé desde detrás del sillón.
Ambos tortolos se giraron.
—¡Al fin te levantaste, Julie! —exclamó Sofía. Saltó sobre el espaldero y fue a abrazarme—. ¿Ya comiste algo, pequeña?
—No pude, tengo nauseas.
Andrew se giró. Todo estuvo en silencio por un segundo. Sofía me miró extrañada.
Entonces entendí todo e hice un ademán de manos mientras negaba con la cabeza.
—No, no, no. Ni se te ocurra pensar eso —traté de explicarle—. Es solo una molestia y ya.
—Está bien, es lo menos probable —dijo Sofía—. A Martín se le llama "La Vaca Mala", porque no quiere dar leche.
—¡Sofía, no seas asquerosa! —le dije.
Andrew se echó a reír un poco tarde, pues no entendió muy bien.
—Necesito hablar con vos en privado un rato —exigió Sofi, estirando de mí hacia la cocina.
Llegamos a un rincón cerca de la nevera y Sofía sacó una caja de cartón con un litro de vino que abrió con los dientes, luego me lo ofreció.
Negué con la cabeza.
—Cuéntame —pedí.
—Necesito que seas sincera conmigo, Julie. —Bebió un trago del vino desde el cartón—. ¿Les molesta que Andrew viva con nosotros desde ahora? Es que me la paso bien y además a él no le molesta...
—Ejem —tosí—. No, no te preocupes. Se le ve bastante cómodo a pesar de... todo. Yo estoy feliz si tú estás feliz. ¿Son compañeros de trabajo, no?
—Prácticamente es mi superior —asintió Sofía.
—Uh, como en una película.
—Un poco.
Nos quedamos en silencio un par de segundos.
—¿Pasó algo con vos y con el larguirucho? —preguntó Sofía.
—Eso te quería preguntar. ¿Lo viste?
—Tomó un par de latas —dijo ella señalando el balcón— y salió al balcón. Se veía muy triste.
—Mierda. —Me sentía terrible—. Voy a hablarle. Soy una idiota.
Me giré para cruzar toda la sala y llegar al balcón.
Sofía me dio una nalgada.
—No vuelvas a decir eso, eh.
El peliblanco llevaba lentes de sol y un pañuelo en la cabeza. Martín estaba sentado en uno de esos sillones metálicos de jardín, con una lata de cerveza en la mano y un cigarrillo eléctrico en la mesa. El ambiente estaba húmedo porque el día anterior hubo una de esas leves lluvias artificiales que solían hacer dos veces por mes.
Me senté a un lado, en el sillón que sobraba. También miré la cúspide del domo. Algunos autos autómatas se escuchaban de fondo y los perros ladraban en las calles o en pisos inferiores.
—No sé cómo hacer estas cosas —le susurré, mordiéndome el labio inferior con vergüenza.
Estaba insegura sobre si pedir disculpas o dar una explicación razonable a sus ataques de sinceridad.
—No hace falta decir nada —respondió él. Parecía estar rendido y cansado, además de ebrio—. Ya dejaste todo bien claro.
—No dejé nada claro, Martín. Solo fui impulsiva.
—Esa es una buena disculpa.
Sonreí y entonces mostré la palma de mi mano y quedó abierta en el aire por un segundo.
Él me pasó una lata de cerveza.
—No, tontobobo. Tu mano.
Éldejó la lata en el suelo y me pasó su mano. Entonces entrelacé los dedos y meapoderé de esa mano en silencio, como si no tuviera nada que decir, porque élya lo había entendido.
NOTA: Hola, viajeros. Espero que el planeta Marte les esté gustando.
¿Qué opinan de la relación de Julie con el larguirucho? ¿Han tenido una relación así?
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