06 - 💋ANDREW OLSSON💋

Al día siguiente, desperté solo entre las blancas sábanas de una habitación desconocida. Era el cuarto de Sofía. Yo estaba solo, mareado por la resaca, confundido pero feliz. Muy feliz. El dolor de cabeza era terrible, así que rápidamente busqué en la mesita de luz alguna pastilla; sin embargo, en cuanto abrí el cajón, noté que las pastillas estaban extrañamente repartidas en tubos cilíndricos. No tenía sentido para mí, pero parecían organizadas en cierto orden. Preferí no tocarlas y levantarme de la cama.

Miré mi reloj de muñeca y marcaban las dos y media de la tarde. Miré a mí alrededor. La habitación era más espaciosa la noche anterior cuando... Sonreí al recordarlo. Aún se olía el aroma a sexo en el ambiente. Se oía la ducha en el baño privado del cuarto.

¿Baño privado?, pensé.

Ella cobraba menos que yo y parecía tener cosas más caras. En las estanterías flotantes de las paredes curvadas se veían cuadros, libros y joyas tiradas como si nada. Plata, oro y tarafil. El tarafil era un mineral que solo hay en el planeta Marte, demasiado caro para estar en una habitación de una mujer que cobraba el sueldo mínimo.

Aquello solo incrementó mi incertidumbre. ¿A caso administraba mal mi dinero? Ayudaba a mis padres con los gastos, estaba ahorrando para una monomoto pequeña para poder ir al trabajo...

Había un par de relojes Rolex en la alfombra. Era preocupante. Según me había dicho la noche anterior, ella sufría de un problema cleptómano. ¿No que iba ya a terapia los fines de semana? De pronto, comenzaron a sonar ruidos de naturaleza: aves silbando, hojas de árboles tambaleándose con el viento, la corriente de un río entre las rocas. Los sonidos venían de los parlantes ambientadores que estaban en cada esquina.

—¡Al fin funciona esa mierda! —exclamó Sofía desde el baño.

La puerta estaba abierta y pude ver las cortinas de plástico con un ligero vapor de agua recorriendo el suelo, difuminando la figura esbelta de la mujer allí dentro. Sofía Carusso. Tan mágica era esa mujer, tan entera. Más caliente que el fuego mismo, vibrante, entregada.

La ducha se apagó y ella salió desnuda con una sonrisa en el pálido rostro. Sin vergüenza alguna, tomó una toalla y comenzó a secarse. Tenía el cabello rubio nórdico cortado pompadour y se lo secó rápidamente con una especie de bincha secadora. Con una pasada, ya estaba como nueva.

Comencé a vestirme también mientras la admiraba en su suntuosidad. Labios rojos, piel tersa, pechos pequeños y rozados, curvas alocadas y estrías aún más blancas que marcaban sus nalgas como la piel de una cebra salvaje y liberta. Aún no podía creer que aquella noche la había pasado con ella.

Entonces se acercó hacia mí lentamente, como leona acechando a su tímida presa, y dijo con la cabeza inclinada a la izquierda:

—Lo que sea que pasó, no volverá a repetirse, Andrew.

Y con esas invernales palabras, borré esa sonrisa estúpida de mi rostro y me erguí con la camisa negra del trabajo a medio abotonar, mirándola totalmente confundido, desilusionado.

—Ah, no, no, no —dijo ella, moviendo los brazos de un lado a otro, como retractándose de lo que dijo—. Me entendiste mal: no me refería al sexo, sino a... —Hizo un gesto mostrando todo lo que vi hace unos instantes—. Me refiero a robar.

Me froté la barbilla, tranquilo, aliviado por dentro.

—¿No que llegaste hace solo tres meses? —quise saber, colocándome la corbata—. Y ¿robaste todo esto en esos meses?

—La mayoría los conseguí en el primer día que puse un pie en esta ciudad. —Ella comenzó a caminar en círculos sobre la alfombra—. La adrenalina, la excitación, el miedo de que te atrapen me hacía sentir como si..., como si estuviera viva. Pero esa sensación se acababa rápido y luego venían las ganas de más y más.

»Comencé en el tren de venida cuando llegaba del octavo domo. Enseguida me gustó y subía mucho a los buses públicos y luego en las fiestas. En las fiestas era tan fácil que lo dejé de hacer.

Ella se echó a reír. Era el sonido más hermoso que había oído en mi vida.

—¿De qué te ríes? —pregunté.

—Al verte con esa cara —dijo— no parecés estar espantado. Es extraño. La mayoría de hombres, al oírme hablar tan intensamente sobre querer robar algo solo por la sensación de robar, saldrían espantados a denunciar conducta delictiva en el Ministerio Domal.

—Sinceramente —le dije—, a veces suelo llevarme los cubiertos del casino a mi casa. No soy quién para juzgarte. Nadie es apto.

—Tenemos mucho en común —dijo.

—Quizás sea el universo —le dije—. Tal vez estoy aquí por algo, contigo. La fortuna.

Ella se me quedó mirando con ternura.

—¿La fortuna? —preguntó. Hizo un gesto de estar pensando—. Soy muy buena con las apuestas. Espero que seas la ficha ganadora.

No sabía a qué se refería, así que solo guardé silencio. Ambos callamos un rato.

—Hoy es Sol Martius —dijo Sofía, colocándose su última prenda y buscando algo en sus bolsillos sin despegarme la vista—; tenemos todo el mierdoso día libre. ¿Querés salir?

Admiré el rostro suplicante de la mujer que tenía enfrente. Sus ojos tenían un color celeste con pequeñas líneas lilas que aparecían en pequeñas cantidades. Tenía que regresar a casa, con mi padre y mi madrastra. Deseaba tirarme en mi cama y relajarme todo el día libre viendo series y películas de los 2000s, pero...

Pero ella era Sofía, y quería salir.

—Hay en Siempreverde un lago artificial con patos —declaró ella—. Dicen que la Tierra está llena de parques como Siempreverde, así que pensé que te gustaría ir ya que sos un obsesionado de ese planeta.

—Estoy más obsesionado contigo —le dije.

—Entonces no te podés negar —dedujo sonrojada.

—Está bien, Soff —acepté. ¿Cómo podía negarme a tal detalle? Además casi nunca salía a ver parques—. Pero desayunemos primero, ¿no?

Salimos de la habitación y cruzamos por la sala. Los ventanales se abrieron automáticamente cuando Sofía le ordenó a Alex, el automatizador que controlaba todas las partes eléctricas de la casa, que las abriera para dejar entrar luz natural. Alex respondió con su voz robótica y comenzó a hacer que el ambientizador caliente la sala a 25 grados.

En el sofá de la sala estaba una pareja dormida. Les miré extrañad. Un peliblanco alto abrazaba a una pelinegra medio despierta. La mujer parecía cansada y ambos tenían el aroma particular del alcohol. Era de esperar que las gentes de un domo tan activo, como lo era el central, fuera a fiestas todo el tiempo, aún más si eran así de jóvenes y atractivos como esos dos.

Afortunadamente a alguien se le había ocurrido inventar caramelos de menta que te sacaban el mal aliento y el dolor de cabeza al mismo tiempo. Ese alguien hizo más por la humanidad que el Imperio Romano.

Sofía tomó mi mano y me llevó hasta el sofá. Dio una patada a la parte inferior del mueble y Martín, como me había dicho que se llamaba el chico altísimo, despertó con un respingo.

—¡Sofía! —exclamó el alto cuando logró abrir los ojos decorados con ojeras.

Sofía se agachó frente a Julieta, la pelinegra con rasgos asiáticos, y le dio un beso en la frente.

—Vos seguí durmiendo, princesa —dijo Soff y luego miró fijamente a Martín—. ¿Qué tal las ventas de ayer, gigantón? Supongo que fue una grandiosa noche para tachar otra línea de tu lista.

—Nos fue genial, Sofi —respondió Martín, luego de un largo bostezo—. Vendimos casi todo. Julie es un genio en lo que hace.

Sofía parecía estar muy animada, con una enorme sonrisa en el rostro que yo supuse era por ver a sus compañeros de departamento. Lo que no entendí era ¿por qué estaban en el sofá si tenían su habitación propia? ¿A caso no pudieron mantenerse en pie por culpa del alcohol?

Mis dudas fueron resueltas rápidamente cuando Sofía sacó una llave de debajo de una lámpara de luz que estaba en la mesa central de la sala y se la ofreció al alto, que se había sentado y limpiado los ojos en busca de espantar al sueño.

—¡Creí que las había dejado en la motoneta! —dijo Martín agradecido y tomó las llaves.

—¿En la motoneta? —preguntó Soff.

—Ah, sí —recordó Martín—. Ella la vendió.

Sofía observó a Julieta con ternura.

—Ya podés llevarla a su cama y que duerma tranquila —dijo Sofía, luego me miró recostado por un mueble—. Martín, Julieta. Él es Andrew, un amigo.

Martín hizo un gesto de saludo, mostrando su brazo tatuado con dibujos que iban de un lado a otro. Aquello debería de doler. O al menos eso suponía. ¿Tinta que se movía debajo de la piel? Sin duda era de las cosas que nunca me haría.

Julieta, por el contrario, comenzó a roncar.

Sofía bufó y tomó la cartera de su amiga dormida, rebuscando alguna cosa. Parecía ansiosa por encontrar aquello. Entonces lo encontró. Era un tubo plástico que contenía algún polvo violeta que tenía un brillo similar a las brillantinas de cumpleaños infantiles (o al menos los que había visto en películas). Eran granos diminutos como la arena o como la harina. Era Violeta.

Sofía sonrió; era lo último que quedaba de su anterior preparación. Rápidamente sacó una lima de uñas de su cartera y abrió el frasco.

Yo no pude decir nada. No me sorprendía que se metiera esas cosas, ya que era una mujer muy inesperada. Todo lo que hacía me parecía impredecible, como si fuera que improvisaba todo. Pero ella no era así en realidad. Ella era el tipo de mujer que llevaba anotada cada cosa y también el tipo de mujer que te hacía parte de sus planes sin que te dieras cuenta.

Eso era lo sorprendente.

Y lo siguiente que hizo fue aún más sorprendente. Algo que confirmaba que esta mujer vivía la vida sin perder un solo segundo.

Sofía entonces metió con astucia la lima de uñas al tubo y sacó una mínima cantidad del polvo mágico Violeta sin dejar caer una sola partícula. Parecía saber mucho sobre el tema, como si lo hubiera hecho muchas veces antes. Luego de un giro sensual que provocó nuevas emociones en mí, me miró y se acercó con la lima hasta que la detuvo frente a mi rostro.

—¿Querés probar? —preguntó.

¿En serio me estaba ofreciendo droga? Nunca lo habían hecho. Nunca me había drogado antes. Ni siquiera era bueno con la bebida, así que comencé a pensar que aquello podría hacerme hacer cosas estúpidas.

—No hace falta —respondí.

—¿Seguro? —puso en duda—. Anoche dijiste que querías hacer cosas nuevas...

—Aprovecha —dijo Martín, que al parecer estaba mirándonos—. A mí me sigue cobrando...

Sofía le lanzó una mirada de soslayo.

—Mejor les dejo solos —dijo detrás, el chico alto mientras se llevaba a Julieta en brazos hasta la habitación que les correspondía.

Pronto quedamos solos en la sala. Ella seguía mirándome seductoramente, como engatusándome. Por todas las estrellas, ¿cómo puede ser tan sexy?

Apreté los puños tratando de resistir la tentación de ir a por ella, tomarla por la cintura y comerle la boca. ¿Podía hacerlo? ¿Qué pensaría de mí si lo hiciera?

—Me querés besar —supuso ella, correctamente.

Yo asentí embobado.

—No te imaginas cuánto...

—No hace falta que me lo imagine. Vos estás por completo obsesionado conmigo. Sé lo que querés y sé cómo usar eso a mí favor.

Ladeé la cabeza sonriendo.

Ella se metió el polvo en la boca, sobre la lengua, pintándola de violeta. Enseguida, las pupilas de sus ojos se volvieron violetas claro, entonces comprendí y tomé de la cintura a Soff, pegándola a mi cuerpo.

—Ganaste —le dije.

Nos dimos un beso de lengua, encendiendo todo en mi interior, compartiendo la saliva y la droga. El polvo se mezcló con la baba de Sofía y pronto comencé a sentir los efectos: mucho más ánimo, sentía el planeta moverse, sentía el beso mucho más intenso mientras todos mis sentidos aumentaban y mi corazón parecía querer salirse del tórax atravesando mi pecho.



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