04 - 💋SOFÍA CARUSO💋
Habíamos pasado dos horas dentro del bar Sorbetezzz. Y lo estaba pasando bien. Yo solo quería invitarle un trago para disculparme y conocer un poco más a Andrew. Compañeros de trabajo. Prácticamente él era un superior. Pelo oscuro rebajado, ojos grandes y curiosos color gris con finas líneas marrones. Planeé distraerlo un rato porque siempre parecía demasiado serio y aburrido. Sin embargo, lo que creía iba a ser una noche corta, terminó siendo la mejor de la semana.
Cuando habíamos entrado sentí un montón de ojos clavándose sobre nosotros, con miradas nerviosas. ¿Qué esperar de un lugar así? Igual me acostumbré rápido, estos dos meses frecuentando el Sorbetezzz, a que los vagabundos, las prostitutas y los drogadictos coman en el mismo lugar donde comía con mis amigos. Encendí un cigarrillo. Andrew no protestó, se limitó a mirar todo el proceso. Puse el cigarrillo en la comisura de mis labios y mi encendedor solo chispeó: el gas había acabado.
La mesera me ofreció un mechero laser.
—Ella me enseñó a fumar —dije, refiriéndome a Anna, la mesera—. A fumar bien, como se debe. De forma en que en los pulmones solo quede la mejor parte del cigarrillo. ¿Querés saber cómo?
—Dime —se interesó Andrew. Él claramente no era fumador. Nunca lo había visto acercarse a un cigarrillo antes y, de hecho, a veces parecía molestarle.
—Intercalar pitada y aire —dijo Anna, tras la barra—. Aunque el aire está un poco sucio por aquí así que no tendría sentido. Eso sí, en un balcón de un lugar alto, sería más sano.
—Dudoso —dijo Andrew—. Lo recomendable sería no fumar, creo.
Miré a Anna y nos echamos a reír.
—Cariño, tenés seguro médico —dije divertida—. ¿Cuánto tarda una recuperación de pulmones? ¿Una hora? Estarías como nuevo. No deberías preocuparte por eso ahora. Andá —Me saqué el cigarrillo de la boca y se la ofreció a Andrew—, te vas a sentir mejor.
Él tomó el cigarrillo. El humo se elevaba en un hilo fino hasta el cielo raso y se colaba por los ductos. Lo miraba con curiosidad.
Habíamos bebido mucho, pero yo parecía seguir vívida, como si nada. Sin embargo, no lo estaba. Cuando estaba muy ebria acostumbraba a fumar para bajar los mareos. Existían cigarrillos eléctricos, y los había usado en mi temprana adolescencia, pero nada como un buen tabaco extraído del octavo domo. Mi hogar..., extrañaba mucho ver la naturaleza en todas partes; aquí solo hay rascadomos, autos autómatas, robots y drogas. Aunque esas son las mismas razones que me trajeron.
—Está bien —aceptó Andrew. Se puso el cigarrillo en la boca y aspiró.
Aquel arrebato de valentía me hizo sonreír.
Andrew comenzó a toser y el humo salió hasta por su nariz. Anna le sirvió otro trago. Él lo bebió rápidamente para aliviar el dolor en el pecho. Conocía esa sensación. Era sentir que tus pequeños pulmones se contraían y achicharraban, como si alguien los estuviera apretando. Se detuvo y comenzó a reír.
—Debí parecer un tonto —dijo Andrew.
—¿Cuantos años tenés? —preguntó Sofía.
—Once —confesó Andrew—. Lo gracioso es que en la tierra esto sería ilegal, ¿sabes?
—¿Por qué? —pregunté.
—Allá sus años duran doce meses —explicó él—, aquí veinticuatro. Significa que...
—Que allá tendrías como veintidós años.
—Sí. Para ser mayor de edad debes cumplir los dieciocho, imagínate.
Eso me puso a pensar un rato, mirando el vaso en mi mano; calentando el vodka por consecuencia. Aunque no me importaba, siempre bebía sin hielo. Además, hacía frío dentro. En las esquinas había un par de chimeneas, pero el fuego era artificial. Encender una fogata dentro del domo central era ilegal, así que se las ingeniaban para crear hologramas.
—Ya está. Ya te conozco —le dije, robándole el cigarrillo a Andrew.
Él frunció el ceño.
—¿Puedes conocer a alguien así de rápido?
—Por supuesto —contesté—. Es mi habilidad secreta desde niña.
—¿Cómo lo haces?
—Fácil —dije—. Te dejo hablar, te analizo y luego me hago una imagen general.
Él sonrió como si estuviera bromeando.
—Dime entonces —pidió—. ¿Cuál es esa imagen general que tienes sobre mí?
—Sabés datos sobre la tierra —continué— que a nadie le importa pero que queda muy bien usarlas en estas ocasiones. Te gustan las películas de Jackie Chan, sé que reconociste la mayoría de las canciones que pusieron aquí hoy. Sos un entusiasta de la tierra.
Andrew bufó sonriente y avergonzado.
—¿Soy tan obvio? —preguntó Andrew.
—No te culpo —dije—. Es el paraíso de nuestros antepasados. ¡La cuna de la civilización! ¡El sitio donde ocurrieron miles de guerras! El cielo azul, los innumerables bosques, el mar infinito.
Sus ojos parecieron iluminarse por un segundo. Muy pocas veces había visto esa mirada: la de amor real. Como cuando mi padre hacía música o mi exnovio hablaba de dinero.
—El agua cubre casi por completo el planeta —dijo Andrew, emocionado—. Y no son como estos lagos artificiales. Ahí te metes y no podrías encontrar el fondo. —Se detuvo un momento—. Solo he visto el mar en videos. Se ve maravillosa y al mismo tiempo es aterradora. En cierta parte, tienen mucho en común.
—Querés ir algún día allá —deduje.
—Sería un sueño —dijo él con toda la sinceridad del mundo. Se veía tierno como un gato.
Nos miramos en silencio por unos segundos. Segundos nada incomodos, porque, de alguna manera, habíamos tenido una conexión extraña entre nosotros y nos dijimos lo que teníamos para decir.
—¿Tenés dónde dormir hoy? —le pregunté.
Él negó con la cabeza.
—Tengo un departamento a unas cuadras de aquí —le dije—, ¿venís?
Dieciocho grados por la madrugada. Eran las tres de la mañana y la noche abrazaba todo el domo central con una manta llana de estrellas. Cruzamos de nuevo la Avenida de Oro, totalmente transitada. Los autos autómatas pasaban de un lado al otro lentamente, deslizándose como si llevaran un bebé dentro. La mayoría de aquellos vehículos estaban vacíos.
Yo iba delante, guiando a Andrew, que caminaba con la capucha puesta. Hacía frío. Tenía frío y miedo. Se habían metido en dos callejones de seguido, por los costados de los edificios. Un par de borrachines y vagabundos nos asustaron, pero no nos hicieron nada. Solo discutían sobre el partido de la semana pasada. Las calles estaban limpias, algunos basureros Ark-2.46 paseaban por el asfaltado, recogiendo desechos y recolectando objetos.
No era lo mismo un autómata que un robot. Los robots solo seguían programaciones, guiados como marionetas por una especie de computadora central. Los autómatas, aunque seguían las leyes de obediencia, eran medianamente conscientes de sí mismos, como los humanos, pero eran sumamente caros, por lo que eran difíciles de encontrase con uno.
Al fin llegamos frente a un enorme edificio. Era el conjunto de departamentos de Santa María. El dueño era una empresa de la tierra multimillonaria, pero hacían edificios para que se acomodaban al sueldo mínimo. Yo tenía miedo al edificio. Era como un monstruo. Un monstruo de miles de ojos, gigantesco, sin brazos y sin piernas cuyas raíces se aferraban con fuerza a subsuelo marciano. Sin embargo, vivía allí.
Entramos a través de una enorme puerta principal a la recepción. Subimos con el ascensor hasta la novena planta. Había muchos pasillos: algunos largos y anchos, otros estrechos y oscuros. Al fin, encontramos mi departamento. Era la número 13-9. Supuestamente dos habitaciones totalmente automatizadas, pero sabía bien que la maquina se había descompuesto. Ya el café no se hacía solo, la calefacción era impredecible, la ventilación ni siquiera se adaptaba. Era un total desastre.
Entramos silenciosos. Andrew pasó tímido y cerré la puerta detrás de él.
—Lo siento por el desastre —dije.
—Descuida —contestó él.
Estaba muy ebria, algo desequilibrada. «¿Cuánto habíamos bebido?», pensé. No me importaba. A Martín sí le gustaba alocarse, y a Julieta le gustaba el alcohol más por la idea de perder un poco la noción. Sin embargo, yo generalmente no bebía así, porque me gustaba tener control sobre mí misma.
Miré como Andrew buscaba un lugar para sentarse. El sofá estaba ocupado por dos gatos negros; uno flaco y uno gordo. Él se mantuvo de pie, mirando la sala. Estaba llena de botellas por todos lados. Pero no esparcidas por el suelo, sino en estanterías. Ordenadas.
—Nada está fuera de lugar —dijo él.
—Ni debería estarlo —contesté—. Siempre tenía un día especial para hacer la limpieza y el orden. Mi casa es mi templo y mis cosas son sagradas.
—Es un cubículo interesante —declaró Andrew.
—¿Querés vino? —le pregunté.
—No, gracias —me rechazó—. Creo que tuve por hoy suficiente. Créeme, el alcohol solo me hace decir cosas estúpidas.
—Que dijeras cosas estúpidas —le dije— era mi intención desde un inicio.
Él soltó una risa divertida.
En los costados había un par de puertas. Dos habitaciones. El sitio era espacioso, cálido y tenía varias ventanas con excelentes vistas al parque Siempreverde. El lugar estaba cerrado desde las once de la noche. Solía relajarme mirando a las aves sobrevolar aquel lugar verde. Era como un pedacito de mi antiguo hogar.
Andrew se detuvo frente al sofá, giró y me miró como si estuviera viendo un ángel. Estaba despeinada, con la sonrisa por la mitad, con una mirada profunda, quitándome el saco y arrojándolo al suelo.
Él sonrió. El tiempo había pasado rápido.
—¿Mirás a todos así? —quise saber.
—¿Así cómo? —preguntó de vuelta.
—Como hipnotizado —expliqué.
—No, yo solo te miro a ti —contestó él—. No puedo creer lo hermosa que eres.
Comencé a caminar hacia él.
Andrew abrió la boca para hablar, pero ya me había acercado lo suficiente como para robarle un beso.
Él me miró extrañado por un instante, pero luego, con naturalidad, siguió el beso. Sus labios se aferraron a los míos como si no quisieran ser separados, como si de eso dependiera su vida, como si nunca hubiera probado algo similar. Me agarró de los brazos y los gatos salieron corriendo cuando ambos caímos sobre el sofá.
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