1.1.2 | Caballeros y princesas



     Maurice permanecía sentado en uno de los sofás de su sala, cruzó sus brazos, asomó el labio inferior y frunció el entrecejo.

     Escuchó el sonido de los neumáticos frenándose en la tierra y posteriormente un portazo. La cerradura de la puerta fue abierta, seguida del rechinido de las bisagras.

—Ya estoy en casa —anunció con una sonrisa ensanchada.

     Enarcó una ceja al percatarse de la presencia de su hijo, miró el reloj de pared, él debería de estar en la escuela.

—¿No tuviste clases? —indagó.

—Lo suspendieron —terció su madre con regaño.

—¿Qué? ¿Por qué?

     Su madre lo miró con seriedad, indicándole que era su turno de hablar y reflexionar sobre sus actos.

—Me peleé con otro chico —explicó sin dirigirles la mirada, se mantenía cabizbajo con una actitud apenada.

—¿Y ganaste? —recibió un manotazo en su hombro.

—¡Jules! —clamó enojada—. Le rompió la nariz al pobre.

     Explayó sus párpados de manera exagerada, llevó su vista al infante y torció la boca con desagrado.

—Él fue quien empezó —argumentó murmurante.

—Independientemente de quién haya comenzado, estás suspendido en semana de exámenes —reprendió.

—No fue mi culpa, ellos son los que siempre se meten conmigo. Me toman por fenómeno y anormal, incluso los profesores me rechazan —confesó con aires melancólicos—. Voy a mi cuarto, ya sé que estoy castigado.

     Maurice se incorporó del sillón y caminó a su habitación con desgano. Sus dos padres intercambiaron miradas, desde que descubrieron las habilidades extraordinarias de su hijo sabían que su vida sería difícil, pero no se habrían imaginado que la marginación sería tanta como para hacer que su personalidad estable se esfumara para darle paso a la violencia.

     El erizo se tumbó sobre su colchón mientras vislumbraba el día a través de la ventana. Su sentencia fue dada el miércoles, hoy era viernes. Había perdido dos exámenes y una exposición del cuarenta porciento. Tendría que aguantar el sermón de la pelea y después el de las materias reprobadas.

     Su puerta fue abierta, su madre fue la primera en ingresar y sentarse a su lado, Jules permanecía recargado en el marco de la puerta.

—¿Por qué nunca nos dijiste? —cuestionó.

—¿Para qué? Cuando los padres se involucran, las cosas no mejoran, van a peor —justificó.

     Los finos dedos de su madre se deslizaron por su mejilla enrojecida a causa de su disputa. Captó la atención del menor y le sonrió.

—No eres igual al resto y jamás lo serás —espetó—. Puede que eso de la velocidad sea una gran brecha entre los demás y tú; pero eso es lo más cercano que pueden estar de igualarte ¿no lo ves? Te molestan, te juzgan e intentan hacerte sentir inferior, no tienes nada que envidiarles —acarició sus comisuras desplomadas—. No desees ser como ellos, desea ser mucho más que ellos.

     Cual si se tratase de un lienzo en blanco, una débil sonrisa ladina se pintó en los labios del infante. Tener que vivir bajo el contínuo rechazo parecía una misión dificultosa, pero no pensaba fallarle a su madre. No valía la pena esforzarse en convertirse en alguien superficial y vacío.

—¿Qué día te reincorporas? —preguntó Jules desde la puerta.

—Hasta el próximo miércoles. Estoy suspendido toda una semana.

—Te quiero despierto mañana a las seis —enunció desafiante.

—¿Qué? —indagó siendo ignorado por sus padres.

—A las seis —afirmó saliendo del habitáculo.

[...]

     Jules entró con brusquedad a la habitación, su hijo aún soñaba sobre el colchón, tal como lo había imaginado. Sujetó en sus manos un trapo humedecido y lo soltó sobre el rostro somnoliento del infante. Obteniendo, como respuesta inmediata, a un joven erizo completamente despierto y alarmado.

—Levántate, ya nos vamos.

—¿Irnos? ¿A dónde? —nuevamente, el mayor actuó con indiferencia sobre el pequeño.

—Te espero abajo. Ponte algo cómodo.

Maurice.

Vestí un pants grisáceo y una sudadera rosa holgada. Busqué entre mis pares de zapatos, tomé unos tenis ya un tanto desgastados, caracterizados por todos los jirones en su tela.

Me cepillé los dientes y me miré sonriente al espejo. Aún tenía un poco inflamada la mejilla izquierda, Jay verdaderamente era una bestia sin cerebro.

Bajé a paso rápido, mi padre llevaba puesto su elegante uniforme azul, dibujé un semblante difuso y me animé a preguntar.

—¿Por qué vas en uniforme?

—Terminando contigo iré directo al trabajo —explicó—. ¿Ya estás listo? —asentí.

Me sonrió y abrió la puerta, ambos salimos de casa.

Caminé al lado de papá por varios minutos, miraba con asombro el horizonte, el cielo se iluminaba con tonalidades púrpuras y rojizas; las calles se hallaban vacías mayoritariamente y la temperatura era carente de calor.

[...]

—Es aquí —informó cambiando su ritmo de caminata a uno más lento y sin prisa.

Mi mandíbula se deslizó hacia abajo, quedé con la boca abierta en cuanto leí el nombre del sitio en el encabezado arriba de la entrada de vehículos, "Base Militar del Reino Acorn".

—¿Por qué me trajiste? —pregunté. Él se limitó a sonreír para sí mismo y me ignoró.

—Déjame hablar a mí —se dirigió a la entrada.

Charló con el guardia de seguridad que vigilaba el ingreso a la base, observé cómo éste le sonreía riendo a mi padre y sin el mayor de los problemas, me permitió pasar.

Jules saludó a cada soldado a la vista. Lo seguí por los amplios pasillos, observé incrédulo la gran cantidad de almacenes dentro de la base hasta llegar a la explanada principal.

—Comienza a calentar —demandó yéndose por otra dirección.

—Am, sí, seguro —miré a mi alrededor asegurándome que nadie me mirara.

¿Calentar? ¿En dónde me vine a meter?

Empecé con estiramientos de brazos y piernas, proseguí a ejercicios no muy exigentes. Mi padre regresó cargando todo un equipo de entrenamiento y un pequeño radio a baterías.

—¿Alguna estación en especial?

—98.5 FM —pedí, él aceptó con una sonrisa.

Giró las perillas hasta dar con la emisión, los parlantes del radio comenzaron a vibrar con Shout It Out Loud, una pegajosa composición interpretada por Kiss.

Mi padre colocó su mano diestra dentro de una acolchada manopla para entrenamiento, se dirigió a mí con decisión y prosiguió a arrodillarse.

—¿Le rompiste la nariz a ese chico, no? Muéstrame qué tienes —enderezó el equipo.

Pues en verdad el culpable fue el fortísimo golpe que se dio contra suelo, prácticamente no fui yo quién se la rompió.

Proporcioné un puñetazo en la manopla que usaba mi progenitor. Como respuesta él me sonrió divertido por mi actuación.

—Tienes buen brazo —elogió—. Pero no tienes ni la más mínima idea de cómo dar un puñetazo.

Posicionó su pierna derecha frente a él y se potenció para incorporarse del suelo, finalmente, se situó a mi lado tras haberse despojado del equipo de entrenamiento.

—Primera lección, la guardia —giró hasta quedar sesgado—. Tu pierna más fuerte va detrás, flexiona las rodillas, encorva tu espalda y tus manos deberán de estar abajo de la altura de tus ojos —demostró gallardo.

—Como en el Street Fighter.

Instantáneamente acaté sus órdenes, colocándome en guardia y dando pequeños saltos impulsados por las puntas de mis pies.

—Estás aprendiendo a pelear, no a fingir ser una rana. Tus pies se quedan en el suelo —regañó bufón—. De este modo, si lanzo un golpe, puedes bloquearlo con facilidad.

Empuñó su mano y la aproximó a mí con lentitud y sin fuerza alguna, subí mis brazos y éste impactó en mis antebrazos.

—Si quieres esquivar tendrás que movilizar todo tu cuerpo —volvió a posar en guardia—. Los golpes suelen ir siempre a la cabeza; un golpe a la derecha amerita que lleves tu cabeza hacia tu rodilla izquierda, flexiona la rodilla derecha para tener más movilidad —replicó su ejercicio.

Soltó un golpe sin fuerza alguna, tal como lo él me lo indicó, me moví en dirección de mi rodilla izquierda. Volví a posicionarme en guardia apenas lo esquivé.

—Muévete cada que esquives un golpe, si vuelves al mismo lugar no tendrá caso —me otorgó una palmada en la parte posterior de la cabeza con su mano extendida—. Practiquemos un poco.

[...]

—Tu hombro debe cubrir tu rostro en cada golpe, mueve los pies para transferir tu peso —ordenó sosteniendo dos manoplas en sus manos. Proporcioné dos golpes rápidos en el equipo—. Eso es.

[...]

—Gira más la cadera y procura pegar con la espinilla —obedecí dando una patada al centro acolchado del guantelete.

[...]

—Esa te dio. Muévete más.

Me agaché. Mi padre me arrojó una pelota de tenis cargada de velocidad. Sonreí confiado a lo largo de toda la prueba de reflejos, tenía una muy gran capacidad pronta a explotar.

[...]

—Veinte rings al hijo de Jules —entonó divertido.

—Veinte a Antoine —retó el otro.

—¿Quieren dejar de lucrar con mi hijo?—pidió Jules.

Papá barrió la mirada hacia su siniestra. Permaneció expectante a la manera en la que me desenvolvía en el centro de la explanada. Pese a la poca habilidad expuesta por mi contrincante, aún sentía la presión de controlar mi fuerza. Antoine era el hijo del encumbrado Armand D'Coolette, uno de los jefes de mi padre.

Esquivé con facilidad cada golpe que el chico intentaba conectar. Algo harto de lo tardada que estaba siendo la riña, me decidí a actuar al contraataque, logrando acertarle un puñetazo en el abdomen.

Él retrocedió asustado, abandoné mi guardia y torcí la boca con nerviosismo.

—¡Perdón!

Su padre se acercó a él, le preguntó por su estado y se volvió hacia mí con un semblante serio.

—Buen entrenamiento —halagó quitándole el equipo de protección a su hijo. Caminó con él hasta mi padre—. A Antoine se le da más el combate con espada que cuerpo a cuerpo, quizá puedas enseñarle un par de cosas —le dio una palmada en el hombro y se marchó.

Me acerqué a Jules, su mirada era divertida y con una ceja enarcada. Me sonrió y prosiguió a sacarme las protecciones.

—Por tu culpa tendré que ser niñero —despeinó mis púas.

—Creí que te reclamaría.

—Lo sé, su rostro asusta. Pero es un tipo de lo más amable —bromeó—. En cuanto a ustedes —se dirigió a sus compañeros soldados—. Denme esos veinte rings —reí.

[...]

Mamá me acompañó a la parada del autobús escolar, charlé con ella unos minutos más sobre su trabajo.

Bernette pertenecía al ejército, allí fue donde conoció a mi padre. Sin embargo, en cuanto nací ella prefirió retirarse, quería desempeñar un buen papel como madre, argumentaba que era peligroso que ambos trabajaran en algo tan riesgoso, en cualquier momento me habría quedado huérfano.

Actualmente trabajaba en un restaurante en el mercado principal del poblado, la mejor comida del reino.

El vehículo frenó al verme, me despedí de mamá con un abrazo y un beso en la mejilla. Subí al bus y caminé por el pasillo en busca de un asiento vacío, noté uno disponible al lado de mi colega. Me senté en él, Cyrus mantenía su vista en la ventana, ni siquiera se percató de mi presencia.

—No creerás todo lo que me pasó en esta semana —se giró sorprendido.

—¡Maurice! ¿Qué haces acá?

—Hoy vuelvo de mi suspensión, reprobado, pero volví —reí.

—Pues —alargó la e— no del todo—le dediqué una mueca difusa—. Te he salvado el trasero en la mayoría de las materias —ensanché mi sonrisa.

—¡Eres increíble! —Sacudí su melena.

[...]

Ingresé a la escuela, sentí la mirada del resto sobre mí. ¿Qué es lo que tanto les interesa?

Mis primeras clases transcurrieron con normalidad, Cyrus haciendo todo y yo perdiendo el tiempo dibujando garabatos.

Llegó el momento destinado al descanso, para mi grata sorpresa, tanto el león como yo nos quedamos con nuestros almuerzos.

—¿Y ahora qué hago yo con el otro sándwich? —preguntó.

Extendí mi mano hacia él, Cyrus tomó el alimento y, en respuesta, intercambió su segundo almuerzo conmigo. A fin de cuentas, no le mentimos a nuestros padres.

Entramos al salón, comenzando con la clase de artística. El profesor escribió la partitura en el pizarrón, contó los tiempos y el grupo dio inicio a su insoportable melodía hecha con sus desafinadas flautas Yamaha. Mientras que otros tres alumnos y yo nos encargábamos de acompañarlos con guitarra.

Las clases finalizaron, me coloqué los tirantes de la mochila y salí del salón acompañado por Cyrus.

—¿Viste? Hoy nadie se metió con nosotros. ¿Y todo gracias a quién? —señalé con mis pulgares hacia mí mismo—. De nada, de nada —presumí caminando por el suelo pavimentado propio de la entrada a la escuela.

—No puedo negar que fue de ayuda, pero no creo que debas seguir con este método.

—Qué aburrido eres.

—Solo soy precavido.

Reí risueño, enlacé mis manos en la parte trasera de mi cabeza y anduve a paso lento.

—¡Maurice! —llamó.

Reconocí la voz antes de girarme a verlo. Cyrus me tomó del brazo y siguió caminando.

—No volteés, vámonos rápido.

—Pero-. —me soltó.

—¿No tienes suficientes problemas ya?Vámonos —demandó siguiendo con la caminata.

Haciendo uso de mi razón, lo seguí. No necesitaba más reportes en mi acta de conducta.

—¿Piensas irte con tu novio o me vas a enfrentar? —insistió.

—Está provocándote, simplemente ignóralo y-.

—¡Pero si es mi buen amigo Jay! —saludé.

Me volteé sonriéndole engreído, si de verdad quería librarme de las burlas y el abuso tenía que enfrentarlo. Todos siempre sugieren hacerlo pacíficamente, el problema es cuando mi oponente es una completa bestia sin raciocinio.

Reí al percatarme de la gasa sujetada con trozos de esparadrapo a su nariz.

—Vaya, por poco y no te reconozco con esa rinoplastia.

—Un chiste sobre su nariz, claro. ¿Cómo no lo vi venir? —Cyrus arrastró una mano sobre su rostro.

—Quiero la revancha —demandó.

—No creo que sea buena id-. —le di mi mochila a Cyrus.

—Con gusto.

El chico se me acercó totalmente encolerizado, me puse en guardia y me limité a esquivar todo golpe que él me lanzara. Pronto, a nuestro alrededor se ubicaron decenas de alumnos interesados en presenciar la pelea.

Mi oído se veía inundado a causa del vocerío del resto de estudiantes. Me desplacé a paso rápido en torno a Jay, no tenía forma de darme.

Esperé a que cometiera un error. En cuanto noté que no medía bien sus tiempos entre cada uno de sus ataques, me decidí a responder, logrando percutir directo a su quijada. Él se apartó adolorido.

Repentinamente, los alumnos participes en la algazara comenzaron a bramar gritos envueltos en pánico. Me giré hacia donde su mirada apuntaba, el cielo se tornaba gris a causa de la gran nube de humo emitida desde el horizonte.

—Es el mercado —exclamó uno de los estudiantes.

Jay me conectó un fuerte golpe en el abdomen a causa de mi distracción.

Un escalofrío recorrió mi cuerpo, las palabras se quedaron atrapadas en mi garganta. El nubarrón era muy grande como para ser una casa, debía ser una edificación de gran tamaño.

Sin importarme el qué dijeran de mí, salí corriendo en dirección a la fumarada. La jornada de mi madre terminaba hasta las seis de la tarde, eran la una en punto, ella aún seguía trabajando.

—¡Maurice espera! —hice caso omiso.

     El león corrió tras Maurice, a su diestra se desplazaba una morsa de gran tamaño y una edad notablemente más avanzada que la suya.

     Pese a que el erizo no hacía uso de la velocidad tan explosiva que aún podía llegar alcanzar, el resto tenía complicado tan siquiera no perderlo de vista. Se movía entre las calles con astucia y agilidad.

     A causa del incidente ocurrido a unas cuadras de distancia, las avenidas contaban con bloqueos y automóviles atorados en el tráfico. El cobalto optó por tomar desviaciones, para alguien normal esto ameritaría más minutos perdidos, pero ya bien lo habían dicho sus padres, él estaba fuera de lo ordinario.

     Visualizó el mercado, se metió entre la masa de gente que espectaba la escena con pánico y temor. Consiguió llegar hasta la primera fila, los bomberos bloqueaban el paso de los civiles, el pequeño se angustió aún más al notar que las medidas de seguridad eran hacia el público y no con el fuego.

     Los uniformados intentaban controlar las altas llamaradas con litros y litros de agua rociada por la manguera. Mientras no pudiesen manipular el incendio, no podrían proseguir a rescatar a quienes yacían atrapados.

     Las llamas y la alta infraestructura que cubría el mercado hacía más complicada la labor de entrar. Pero aún había un método, probablemente no contemplado por los bomberos, debido a que ni ellos podrían acceder al interior por allí. Necesitarían a alguien con un salto potencialmente fuerte.

     Decidido, el infante se apartó de las masas, escabulléndose por debajo y entrando en la zona clausurada por los equipos de ayuda, quienes inmediatamente se dirigieron a él.

     Maurice subió al techo de una de las casas de no más de dos metros de altura, cercanas al riesgoso incendio. Dio cuatro pasos hacia atrás y exhaló con pesadez.

     Para cuando los oficiales habían logrado llegar a la azotea, él ya había corrido y posteriormente saltado hacia uno de los extremos del mercado.

     Se deslizó por uno de los techos levemente inclinados y logró adentrarse en las llamas. El humo era más denso y una muy molesta sensación de calor abrumaba su diminuto cuerpo.

     Anduvo por los pasillos con sus rodillas flexionadas, agachándose lo suficiente para intentar no respirar la humareda. Giró en una esquina perteneciente a un puesto de comida, prontamente chocó sus ojos esmeralda con los de una madre agobiada con el fuego y la presencia de sus dos hijos menores.

     Sintiéndose de ellos, le tendió la mano a uno de los pequeños. Tomó al chico en brazos y volvió sobre sus pasos con la progenitora de los infantes detrás de él.

—Espere aquí —le indicó a la adulta.

     Valiéndose de sus capacidades, subió al techo nuevamente y, propulsado por sus bríosas piernas, volvió al techo de la casa ubicada fuera de las llamas.

     Fue uno de los bomberos quien lo recibió, totalmente impresionado por la maniobra exitosa del erizo.

—Necesito que no dejen que las llamas alcancen a llegar hasta aquí —indicó—. No sé cuántos, pero hay más atrapados ahí dentro —volvió a tomar carrilla—. Tendré problemas tratando de sacar a los adultos, posiciónense lo más cerca que puedan —corrió hasta el borde para luego saltar.

     El hombre no estaba convencido, después de todo era un niño quien se estaba arriesgando, sí algo ocurría él sería quien cargara con el castigo de no haberlo detenido. Pero si lo detenía, era posible que tuviera que acarrear la culpabilidad mental de haber provocado la muerte de más de uno.

     El sujeto comenzó a movilizar a sus grupos de ayuda tal como lo había dicho el pequeño. Dirigieron el disparo del agua hacia el costado derecho, para intentar que las llamas no se propagaran o crecieran aún más.

     Maurice, regresó de un salto al tejado de las afueras con el segundo infante en sus brazos. El uniformado rápidamente se encargó de proporcionarle un paño húmedo al erizo.

—Si seguirás ahí dentro será mejor que lleves esto, ponlo en tu nariz para protegerte del humo —ordenó.

     El cobalto ingresó a las llamas nuevamente, mientras tanto, ambos infantes ya eran atendidos por los grupos de paramédicos.

     Simultáneamente, un soldado corría apresurado por los pasillos de la base militar. Había recibido un llamado de emergencia para ayudar en el incendio, necesitaban despejar las calles, escoltar a las ambulancias, y a su vez, controlar a las masas.

—¡Señor! —llamó. Su superior se giró a verlo—. Hemos recibido una señal de ayuda, hay un disturbio en la avenida principal —Jules frunció el ceño haciendo una mueca difusa—. Nos han reportado un incendio en el mercado.

     El erizo totalmente preocupado, tomó su radio e informó a sus hombres, ordenándoles su inmediata presencia en la explanada principal. Asimismo, demandó prepararse a los conductores de los camiones. Pronto, consiguieron subir a los vehículos y salir fugazmente a la zona del desastre.

     Angustiado por la vida de su amada, mantuvo la vista fijada en el horizonte, mirando cada vez más cercano el ennegrecido cielo.

     Repartió las tareas a cada uno de sus grupos, unos tantos debían acudir a las calles principales para conseguir despejarlas en compañía de la ayuda de tránsito.

     Al llegar al caos, Jules movilizó a sus tropas para formar una barrera e impedir el paso de civiles. Las dos unidades restantes se encargarían de escoltar a los vehículos médicos que, para su sorpresa, ya se encontraban atendiendo a pacientes con ropa y piel tiznada.

     Se trasladó a trote rápido en busca del sargento de bomberos para obtener un informe de los hechos hasta ahora. Se detuvo al momento de distinguir a Cyrus entre todos los individuos detrás de la barrera de soldados.

     Se acercó a él, Maurice siempre salía de la escuela siendo acompañado por su amigo. La presencia de Cyrus significaba que el erizo también debía de estar por la zona.

—¿Dónde está? —cuestionó alarmado, sujetando al menor por su hombro siniestro.

     El león no logró emitir respuesta alguna, sus labios tiritaron y farfulló sin formular una oración que lo dejara satisfecho.

     La multitud profirió al unísono, Jules se giró para observar la escena. Maurice abandonaba el interior de las fulgorosas llamaradas de un solo salto, siendo acogido por los bomberos y paramédicos.

—¡Maurice! —desgañitó sin obtener resultado favorable.

     El erizo azulado volvió a ingresar a la infraestructura, su cuerpo ardía a causa del esfuerzo y el entorno candente. Se colocó el paño húmedo en la nariz y tosió un par de veces.

     Escrutó a sus alrededores, se apoyó del suelo cubierto de tizne, el calor abrasador convertía toda acción en algo cansino. Pero aún no había encontrado a su madre, si algo definía su carácter, era la ultranza.

     Se reincorporó y corrió en busca de más sobrevivientes. Observando asustado diversas construcciones de madera yéndose abajo a consecuencia del fuego.

—¡¿Hay alguien?! —llamó en un alarido sórdido. Nadie respondió.

     Continuó con su camino, la rapidez con la que el fogonazo se esparcía lo convertía en una lucha contra el tiempo, no podía quedarse a indagar en cada área.

—¡Ayuda! —frenó.

—¡Sigue llamándome! —pidió redireccionándose.

     Se desplazó apresurado siendo guiado por la voz de, aparentemente, una fémina de mediana edad. Levantó ambas cejas al percatarse de que, acompañando a la chica que pedía auxilio, se encontraban todo un grupo de comerciantes confinados por las llamas, entre ellos, Bernadette.

     Maurice se lanzó a sus brazos apenas verla, su madre se arrodilló incrédula y acorbadada por su presencia, sintiendo la necesidad de guarecer a su pequeño.

—Yo sé cómo salir de aquí —informó apartándose de su contacto maternal—. Síganme —ordenó.

     Tomó a Bernadette de la mano y prosiguió a seguir su ruta anteriormente recorrida. Preocupándose en cada intersección por lo complicado que era ubicarse con todo siendo devorado por el fuego.

     Sonrió al percatarse de las huellas ennegrecidas de sus pisadas en el piso. Finalmente llegó a su destino, obteniendo su muy merecida recompensa, darle un rayo de esperanza al resto.

—Los sacaré de aquí, iremos uno a uno —indicó subiendo al techo del puesto comercial que utilizaba como salida.

—¿Qué haces? —lo detuvo asustada.

     Maurice se acostó sobre el tejado, aproximándose a la altura de su madre. Le dedicó un gesto enternecedor.

—Confía en mí —enunció con una sonrisa blanquecina en el rostro.

     El infante arrebató el trozo de tela hecho jirones de su cuerpo y se lo entregó a su madre. Bernadette levantó sus brazos, llevó sus manos a la cara ensuciada con los vestigios del incendio y acarició sus mejillas con las yemas de sus finos dedos.

Ten cuidado.

     El erizo se colocó de pie, estiró su brazo hacia uno de los afectados, quien lucía como uno de los más livianos y, por lo tanto, más fácil de transportar.

     El individuo de pelaje rubicundo se aferró a la espalda del chico y éste repitió el proceso. Sufriendo a causa del ardor existente en la musculatura de sus piernas y espalda.

     Del otro lado de las paredes de llamaradas, Jules permanecía en una discusión con el sargento de bomberos. Su hijo había sido quien ha estado rescatando a todos los desafortunados que fueron asistentes al mercado el día de hoy. Maurice estaba siendo partícipe de una buena acción, pero el temor a perder a su hijo y esposa en el mismo momento, era persistente.

     Observó al pequeño erizo emerger del incendio hasta una firme plataforma ubicada por los bomberos, inmediatamente él regresó al riesgo impulsándose con sus ya temblorosas piernas.

Maurice.

Ejecuté las mismas acciones una y otra vez, recoger, saltar, aterrizar, repetir. Respiraba agitado, el humo era un impedimento muy difícil de vencer. Me tiré de rodillas agotado y devastado, tosí fuerte intentando limpiar mis vías respiratorias.

—¿Puedes seguir? —interrogó uno de los uniformados.

Posicioné mi pierna derecha frente a mí, apoyé mis manos en ésta y recargué mi peso en ella para lograr levantarme. No le respondí, di un paso atrás y flexioné mis rodillas para saltar.

Repentinamente, una fuerte ola de calor me hizo caer de la plataforma. Cubrí mi rostro con mis antebrazos y encogí mis rodillas hacia mi abdomen para protegerme.

Abrí los ojos, las llamas habían acrecentado en número y tamaño. Mis oídos dolían, lo único que captaba era un pitido contínuo que disminuía a medida que pasaban los segundos. Me quedé vahío escrutando el incendio, rápidamente mis tímpanos eran atiborrados por el crepitar de la madera y los bramidos provenientes de las masas que presenciaban el rescate atemorizadas.

Mis ojos se llenaron de lágrimas y mis dientes castañeaban. Quise levantarme para ir por ella, pero una oronda mano me abstuvo de poder mantenerme de pie.

—¡Quédate abajo! —demandó la voz de mi padre al considerar una segunda explosión.

Desobedecí sus órdenes, traté de volver con mi madre, pero estaba tan débil que no podía lidiar contra su fuerza. Lloré tirado en el suelo, no entendía nada, aún podíamos hacer algo al respecto...

Pero mi padre jamás decidió ir por ella. Siempre lo decía, era un caballero que servía a los reyes, pero pertenecía enteramente a su princesa. La fantasía se acabó, él rompió su promesa, ni siquiera lo intentó.

Escrito: 23/09/2019.
Publicado: 12/09/2020.

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