Capitulo 23: debemos prepararnos
El sol apenas comenzaba a teñir el cielo con sus primeros rayos cuando Elizabeth terminó de alimentar a los dinosaurios y se preparó para iniciar el día. A pesar de su cansancio acumulado, sentía una extraña energía que la impulsaba a mantenerse alerta. El campamento seguía en silencio; las chicas, después de semanas de batallas y exploración, aún dormían profundamente, recuperándose de las agotadoras jornadas. Sin embargo, Elizabeth no podía ignorar la sensación de inquietud que la había acompañado desde la tarde anterior.
Había algo extraño en el aire, un presentimiento que no podía explicar, pero que pesaba sobre ella como una niebla. Decidió aprovechar la calma de la mañana para hacer una revisión exhaustiva del perímetro y asegurarse de que todo estuviera en orden antes de que las chicas despertaran. No quería preocuparlas, pero sabía que no podían permitirse ningún descuido.
Después de revisar que todos los animales estuvieran bien alimentados y vigilando cada rincón de la base, Elizabeth subió al mirador más alto de la zona, una plataforma de madera que les permitía ver el vasto paisaje que se extendía más allá de la base. Desde allí, contempló las praderas, el río serpenteante y las colinas que se extendían hasta los densos bosques al sur. Era un día claro, pero el viento traía consigo el olor de algo fuera de lugar. Sus ojos captaron una columna de humo en el horizonte, pero no se trataba de un fuego de campamento cualquiera.
El humo era oscuro, denso, y ascendía en espirales desde un punto en el bosque que Elizabeth no había explorado aún. Una sensación de peligro la recorrió de inmediato.
—Esto no me gusta nada —murmuró, ajustándose el arco a la espalda y tomando una decisión.
Sabía que debía investigar. Si había otros humanos cerca, tenían que estar preparados para lo peor. En el Arca, confiar en desconocidos era un lujo que no podían permitirse. Sin perder tiempo, montó a Toro, su fiel Carnotauro, y se dirigió hacia la fuente del humo.
A medida que se acercaba al bosque, la atmósfera se volvía más opresiva. El aire estaba cargado, y la densa arboleda parecía cerrarse a su alrededor. Mientras avanzaban, Elizabeth sentía que no estaban solos, como si algo o alguien los estuviera observando desde la oscuridad de los árboles. No era la primera vez que sentía algo así en el Arca, pero esta vez, el sentimiento era más intenso, más real.
Al llegar a un claro del bosque, el origen del humo se reveló: un pequeño campamento, con tiendas improvisadas hechas de cuero y restos de fogata que aún humeaban. Sin embargo, lo más inquietante era la completa ausencia de personas. Era como si quienes habían ocupado el lugar lo hubieran abandonado apresuradamente. Las huellas frescas en la tierra indicaban que al menos una docena de individuos había estado allí, pero ahora no quedaba rastro de ellos.
—No me gusta esto, Toro —dijo Elizabeth mientras desmontaba con cautela y comenzaba a inspeccionar el campamento.
Había algo raro en el aire, una quietud antinatural. Se agachó para estudiar las huellas; parecían recientes, pero desorganizadas, como si los ocupantes hubieran salido apresuradamente. Justo cuando estaba a punto de seguir uno de los rastros, Toro gruñó bajo, señal de que algo se aproximaba.
Elizabeth se levantó rápidamente, tensando su arco. No había visto ni oído nada, pero el comportamiento de Toro era claro: no estaban solos.
—¿Quién está ahí? —gritó con voz firme, aunque la tensión en su estómago la traicionaba.
No hubo respuesta. Solo el crujir de las ramas y el movimiento fugaz de algo en las sombras del bosque. Las hojas se agitaban de una manera extraña, como si algo grande y rápido se deslizara entre ellas. Elizabeth dio un paso hacia atrás, intentando calmar su respiración mientras mantenía el arco listo. Tenía que regresar a la base. Esta no era una pelea que pudiese enfrentar sola.
—Vámonos, Toro —murmuró, montando al Carnotauro con rapidez.
Tomó un último vistazo al campamento antes de emprender el regreso. Durante todo el trayecto, la sensación de ser seguida la acompañó. Las sombras parecían moverse a su alrededor, aunque cada vez que intentaba fijarse en ellas, desaparecían. Sabía que alguien o algo la estaba acechando, esperando el momento adecuado para atacar.
Cuando finalmente llegó a la base, desmontó de Toro apresurada y corrió hacia las cabañas. No había tiempo que perder.
—¡Chicas, despierten! —gritó mientras golpeaba la puerta de la cabaña principal.
Sam fue la primera en salir, todavía adormilada, pero el tono urgente en la voz de Elizabeth la hizo reaccionar de inmediato. Las demás no tardaron en aparecer detrás de ella, todas con expresiones de preocupación.
—¿Qué sucede? —preguntó Sam, frotándose los ojos.
—Hay un campamento en el bosque, y no estaba vacío —dijo Elizabeth, sin rodeos—. Nos están observando. No sé quiénes son ni cuántos, pero están cerca, y no creo que tengan buenas intenciones.
Las chicas intercambiaron miradas nerviosas. Sabían que, hasta ahora, los enemigos más peligrosos que habían enfrentado en el Arca eran los dinosaurios. Pero la posibilidad de tener que lidiar con otro grupo de humanos era algo completamente diferente. La incertidumbre de las intenciones de aquellos extraños añadía una nueva capa de tensión.
—¿Qué hacemos? —preguntó Iris, su lanza firmemente agarrada en su mano.
Elizabeth respiró profundamente. Sabía que tenían que actuar rápido y ser inteligentes. Cualquier paso en falso podría ponerlas en grave peligro.
—Tenemos que prepararnos. No sé cuándo atacarán, pero estoy segura de que lo harán. Necesitamos estar listas para defendernos, pero también necesitamos un plan para contrarrestar cualquier amenaza. No podemos quedarnos aquí esperando.
La fogata central fue encendida, y alrededor de ella, las chicas se sentaron en un círculo mientras discutían las opciones. Elizabeth, aún con la adrenalina del reciente descubrimiento, tomó la palabra.
—Creo que llegó el momento de cambiar la estrategia —dijo—. Hasta ahora hemos sido cautelosas, pero si esos tipos nos están vigilando, es probable que sepan de nuestra base. No podemos quedarnos a la defensiva para siempre.
Sam asintió, pensativa.
—Tienes razón. Pero si vamos a enfrentarnos a ellos, necesitamos más fuerza. No podemos confiar solo en las trampas o en los dinosaurios que ya tenemos.
Elizabeth se inclinó hacia adelante, su mirada decidida.
—Hay algo que he estado considerando desde hace un tiempo. Un Tiranosaurio Rex.
El silencio que siguió a esa declaración fue pesado. Todas sabían lo que eso significaba. Domar un Rex no era solo una hazaña extremadamente peligrosa, sino que también requería de una cantidad impresionante de recursos, planificación y tiempo. Sin embargo, ninguna podía negar el poder que semejante criatura añadiría a su arsenal.
—Un Rex... —murmuró Nina, con una mezcla de asombro y temor en su voz—. Eso nos daría una ventaja definitiva.
—Sí —respondió Elizabeth—. Pero necesitaré ayuda. No puedo hacerlo sola.
Sam fue la primera en ofrecerse.
—Cuenta conmigo —dijo—. Si vamos a enfrentarnos a estos desconocidos, necesitamos todo el poder posible, y un Rex puede inclinar la balanza a nuestro favor.
Nina, aunque nerviosa, también asintió.
—Yo también iré. Hemos llegado hasta aquí juntas, y no vamos a detenernos ahora.
—Está decidido entonces —concluyó Elizabeth—. Mañana al amanecer, las tres saldremos en busca de un Rex. Las demás se quedarán aquí, fortificando la base y manteniendo la guardia alta.
Con el plan decidido, el grupo se dispersó para prepararse. Mientras las llamas de la fogata morían lentamente, Elizabeth se quedó observando el horizonte oscuro, sabiendo que el día siguiente marcaría un punto de inflexión en su vida en el Arca.
El amanecer se asomaba tenuemente en el horizonte cuando Elizabeth despertó, un nudo en el estómago y los nervios afilados como cuchillos. El viento era frío, cargado de la humedad de la selva que envolvía su campamento, pero lo que realmente la inquietaba no era el clima, sino lo que enfrentarían hoy. Habían decidido domar un Tiranosaurio Rex, un acto que muchos describirían como locura, un suicidio. Pero en ese mundo implacable, la necesidad de dominar a la bestia más temida era clara: sobrevivir o ser devoradas.
Elizabeth salió de su cama improvisada en silencio, se ajustó su armadura de cuero y se aseguró de tener su ballesta y las flechas narcóticas listas. Mientras se acercaba a los Pteranodones, Amber, su fiel montura, agitaba las alas en señal de inquietud. Viejo Azul y Mora, los Pteranodones de Sam y Nina, también mostraban signos de nerviosismo. Ninguna criatura, ni siquiera aquellas que surcaban los cielos, estaba ajena al peligro que significaba enfrentarse a un Rex.
Se acercó a Amber, acariciando suavemente su pico para calmarla.
—Hoy necesitamos que estés en tu mejor forma, chica —susurró Elizabeth—. Ningún error.
Las otras chicas, Sam y Nina, ya estaban preparándose en el centro del campamento, ajustando sus equipos. Había una tensión palpable en el aire, una mezcla de miedo y excitación que electrizaba cada movimiento. Sam, siempre la más audaz, probaba el lanzador de redes que sería crucial si las cosas se salían de control. Nina, más metódica, revisaba los dardos tranquilizantes con una precisión que delataba su ansiedad.
—¿Están listas? —preguntó Elizabeth, su voz cortante y directa.
Ambas asintieron con determinación, aunque Nina apretó los labios, mostrando el nerviosismo que trataba de ocultar.
Subieron a sus Pteranodones y levantaron vuelo en dirección al noroeste, hacia el territorio conocido por estar habitado por los Rex. El viaje fue silencioso, roto solo por el sonido de las alas batiendo en el aire y el susurro del viento entre los árboles. El paisaje abajo se extendía como un mosaico verde, pero Elizabeth apenas podía apreciar la belleza. Su mente estaba enfocada en lo que estaban a punto de hacer: enfrentarse a una de las criaturas más despiadadas y poderosas del Arca.
Volaron por horas, el sol ascendiendo lentamente hasta alcanzar su punto más alto en el cielo. Fue Sam quien, finalmente, rompió el silencio.
—Miren... ahí —dijo, señalando hacia un claro entre los árboles.
Elizabeth entrecerró los ojos y lo vio. Ahí estaba. El Tiranosaurio Rex. Majestuoso. Terrible. Era enorme, más grande de lo que cualquiera de ellas hubiera imaginado. Sus poderosas patas aplastaban el suelo bajo su peso, y su piel, curtida y llena de cicatrices, contaba historias de incontables batallas. El monstruo caminaba lentamente, sus ojos buscando presas, su mandíbula goteando saliva, esperando el momento de destrozar cualquier cosa que se cruzara en su camino.
Elizabeth sintió un escalofrío recorrer su columna vertebral.
—Es ahora o nunca —murmuró, intentando ahogar el terror que crecía en su pecho—. Descendamos con cuidado.
Aterrizaron en una colina cercana, a una distancia segura pero lo suficientemente cerca como para comenzar su ataque. Elizabeth desenfundó su ballesta, sus dedos temblorosos por la adrenalina. El plan era simple, pero arriesgado: dispararían flechas narcóticas desde diferentes ángulos, manteniendo su distancia, hasta que la bestia cayera. Pero un solo error... un solo desliz, y serían comida.
—Sam, si se nos acerca demasiado, usa la red —ordenó Elizabeth sin quitar los ojos del monstruo—. Nina, cubre nuestros flancos. Si algo sale mal, retrocedan sin dudar.
Las chicas asintieron, tensas pero enfocadas. Elizabeth respiró profundamente, apuntando con su ballesta hacia el costado del Tiranosaurio. El viento soplaba ligeramente, y por un instante, todo se quedó en silencio. Disparó.
La flecha silbó en el aire y se clavó en la gruesa piel del Rex. La bestia se detuvo en seco. Un rugido ensordecedor salió de su garganta, sacudiendo los árboles y haciendo temblar el suelo. Giró su colosal cabeza hacia ellas, sus ojos inyectados en sangre buscando al agresor. En cuestión de segundos, el Rex localizó a Elizabeth. El rugido que siguió fue más feroz, cargado de odio y promesas de destrucción. Elizabeth disparó de nuevo, pero sabía que su tiempo estaba contado.
—¡Disparen, ahora! —gritó mientras retrocedía rápidamente.
Sam y Nina comenzaron a disparar flechas narcóticas desde diferentes ángulos, pero el Rex ya estaba enfurecido, y su mirada se fijó en Elizabeth. Las chicas intentaban distraerlo, pero nada podía desviar la atención de una bestia tan enfocada en su presa. El suelo temblaba bajo sus pisadas mientras cargaba hacia ellas, moviéndose con una rapidez aterradora.
—¡Sam, la red! —gritó Elizabeth desesperada.
Sam apuntó con precisión y disparó la red en el último segundo. La malla de acero se desplegó en el aire, atrapando las patas delanteras del Rex justo cuando estaba a punto de alcanzarlas. El monstruo rugió, luchando contra la red que lo mantenía parcialmente inmovilizado, sus poderosas mandíbulas chasqueando en el aire a centímetros de Elizabeth. El aliento caliente y fétido de la bestia le golpeaba la cara mientras luchaba por liberarse. Parecía imposible contener tanta furia.
—¡Sigan disparando! —gritó Elizabeth, retrocediendo.
Flechas y dardos volaban en todas direcciones, golpeando al Rex en su cuerpo masivo. Pero el monstruo era resistente. Aunque comenzaba a tambalearse, seguía luchando. Con un rugido desgarrador, desgarró la red con sus fauces, liberando una de sus patas delanteras. Golpeó el suelo con furia, creando una onda de choque que lanzó a Elizabeth y a las otras hacia atrás. El dolor en su cuerpo fue inmediato, pero no podía detenerse.
—¡No! ¡No podemos dejar que se libre! —gritó Sam, con la voz ahogada por el terror.
El Rex se lanzó contra ellas, pero un último disparo de Nina, directo al ojo de la bestia, hizo que el monstruo finalmente cediera. Sus patas fallaron, y su cuerpo colapsó en el suelo, levantando una nube de polvo y escombros. El silencio que siguió fue perturbador. No sabían si había muerto o simplemente caído en un profundo sueño.
Elizabeth se acercó lentamente, con la ballesta lista para disparar de nuevo si era necesario. Su corazón latía desbocado, y su cuerpo temblaba por la adrenalina y el miedo. Miró al Rex, aún respirando, pero derrotado. Estaba hecho.
—Lo... logramos —murmuró, sin poder creerlo del todo.
Sam, jadeando, se dejó caer sobre el suelo.
—Pensé que estábamos muertas.
Nina se acercó, con una mano temblorosa acarició el áspero cuero de la bestia.
—¿Esto es... lo que queríamos? —preguntó, su voz llena de asombro.
Elizabeth no respondió. Sabía que habían ganado algo más que una simple ventaja militar. Habían visto la verdadera crueldad del mundo en el que vivían, un lugar donde la vida y la muerte pendían de un hilo cada día.
Capítulo 27: El Precio de la Bestia
El viento soplaba con furia a través de las llanuras, levantando polvo que se arremolinaba alrededor de las patas gigantes del Tiranosaurio. Su cuerpo, aunque inmóvil por los dardos narcóticos, exudaba una sensación de pura amenaza. Elizabeth, Sam y Nina, temblando por el agotamiento y el miedo, lo observaban desde la distancia. Las luces del amanecer comenzaban a teñir el cielo de un rojo enfermizo, como si la misma naturaleza presagiara la carnicería que se avecinaba.
—Tenemos que hacerlo antes de que despierte —dijo Elizabeth, su voz firme pero cargada de tensión. Sabía que si fallaban ahora, la muerte no solo sería brutal, sino inevitable.
El cuerpo del Rex seguía estremeciéndose ocasionalmente, en espasmos violentos que hacían retumbar el suelo bajo ellas. A pesar de estar temporalmente derribado, el depredador seguía emanando una energía primitiva, feroz, que parecía estar lista para desatarse en cualquier momento. Ninguna de las chicas se atrevía a acercarse más de lo necesario.
Sam se secó el sudor de la frente y miró a Elizabeth con una mirada que lo decía todo: no había mucho tiempo. El efecto de los dardos narcóticos no duraría mucho más. El Rex no se iba a quedar indefenso para siempre, y si no encontraban una forma de mantenerlo bajo control, la bestia pronto recuperaría su fuerza total y las destrozaría.
—Este monstruo no se conformará con cualquier cosa —dijo Nina, rompiendo el silencio con un tono casi susurrante—. No podemos esperar que devore carne muerta. Necesita algo vivo… algo que pueda sentir morir entre sus fauces.
El eco de esas palabras flotaba en el aire, tensando los nervios de todas. La noción de que debían ofrecerle una presa viva al Tiranosaurio lo hacía todo más crudo, más sangriento. Esta no era una simple domesticación. Era una prueba de supervivencia, un enfrentamiento directo con la naturaleza más violenta del Arca.
—No hay tiempo para discutir —dijo Elizabeth finalmente, su mandíbula apretada—. Nos dividimos, encontramos algo grande. Lo traemos aquí. Hoy, este Rex será nuestro o moriremos intentándolo.
Sin perder un segundo más, se lanzaron a sus Pteranodones, Amber, Viejo Azul y Mora. Alzaron vuelo con una prisa desesperada, el viento azotando sus rostros mientras recorrían el cielo en busca de una presa lo suficientemente grande como para satisfacer al monstruo. Cada minuto que pasaba sentía como una cuenta regresiva hacia su posible destrucción.
Después de varios minutos de vuelo, Sam fue la primera en avistar una manada de Brontosaurios al borde de un acantilado. Los herbívoros gigantes se movían pesadamente, su tamaño impresionante pero su velocidad lenta. Una oportunidad perfecta.
—¡Allí! —gritó Sam, señalando con urgencia—. Si podemos hacer que uno caiga, será suficiente.
Elizabeth asintió. No había más opciones. Con un simple gesto, todas descendieron sobre la manada. El caos fue inmediato. Los Brontosaurios comenzaron a moverse con torpeza, asustados por la repentina invasión aérea. Las chicas maniobraban sus monturas con destreza, lanzando dardos para aturdir a la presa seleccionada: un Brontosaurio más joven y vulnerable.
Cuando la criatura cayó pesadamente al suelo, temblando de dolor y confusión, supieron que no había vuelta atrás. Amarraron sus patas con cuerdas gruesas, atándolo para asegurarse de que no escapara. La caza había sido cruel, pero lo peor estaba por llegar.
Al regresar al lugar donde yacía el Tiranosaurio, la atmósfera era aún más tensa. Los ojos del Rex parpadearon ligeramente, y sus garras comenzaron a moverse con pequeños espasmos. El tiempo se estaba acabando. Rápidamente, arrastraron al Brontosaurio hacia la boca del Rex, con sus piernas atadas y sus gemidos ahogados en un dolor silencioso.
Elizabeth observaba en silencio, el corazón en la garganta. Todo el proceso, desde cazar hasta llevar la presa viva, era una batalla constante con la culpa y la necesidad de sobrevivir. Pero sabían que no podían detenerse. El Arca no era un lugar para los débiles de corazón.
De repente, un rugido ensordecedor sacudió el aire. El Rex había despertado. Sus ojos inyectados en sangre se posaron sobre el Brontosaurio, y en un instante, el depredador lanzó un mordisco salvaje. El crujido de huesos rompiéndose resonó en el claro. La sangre brotó en torrentes, empapando la tierra y llenando el aire con un hedor metálico.
El Brontosaurio aún estaba vivo mientras el Rex lo devoraba. Sus gritos se apagaban bajo el estruendo de la mandíbula del depredador, que arrancaba grandes pedazos de carne, desgarrando músculos y huesos sin misericordia. Elizabeth, Sam y Nina miraban, sus rostros pálidos pero decididos. Este era el precio que debían pagar.
—No hay vuelta atrás ahora —dijo Nina en voz baja, sus manos temblando ligeramente mientras observaba el espectáculo sangriento frente a ellas.
—Está funcionando —añadió Sam, aunque su voz no mostraba satisfacción alguna. Solo agotamiento.
Pero mientras el Rex devoraba, algo cambió. Devoró con una intensidad que parecía insaciable, como si la carne no fuera suficiente. A pesar de sus heridas y el cansancio visible, seguía atacando al cuerpo del Brontosaurio con furia, esparciendo tripas y huesos por el suelo, mientras la sangre corría como un río a sus pies.
—Tenemos que alejarnos —dijo Elizabeth de repente, notando que los movimientos del Rex eran cada vez más erráticos—. Algo no está bien.
El Tiranosaurio levantó su cabeza, aún con los colmillos llenos de sangre. Soltó un rugido estremecedor que parecía partir el aire en dos. Estaba saciado… pero también descontrolado. Su instinto de depredador estaba en su apogeo, y las chicas sabían que ahora tenían que ganarse su sumisión o enfrentarían su furia.
Elizabeth, con el corazón acelerado, respiró profundamente. Esta era la parte más peligrosa. Se acercó lentamente al Rex, sin dejar de mirarlo a los ojos. Era un juego mortal de confianza. Si lograba que el monstruo la reconociera como su nueva alfa, lo tendrían en su poder. Si fallaba, no habría segundas oportunidades.
La sangre aún goteaba de las mandíbulas del Rex cuando Elizabeth tocó su hocico con una mano temblorosa. El calor de su piel era palpable, y bajo sus dedos, podía sentir el latido poderoso de su corazón.
—Vamos, maldita sea... —susurró Elizabeth, con la esperanza de que la bestia cediera.
Hubo un momento de silencio absoluto. Las chicas contuvieron la respiración. Finalmente, el Rex bajó lentamente su cabeza, como en un gesto de rendición. Habían ganado. Pero a un costo aterrador.
—Lo llamaremos Coloso —dijo Elizabeth, su voz apenas audible, mientras miraba al depredador a sus pies—. Porque sobrevivimos a lo imposible. Pero nunca debemos olvidar el precio de esta victoria.
La tierra empapada de sangre y los restos del Brontosaurio serían un recordatorio eterno de lo cruel que era el Arca… y lo crueles que ellas debían volverse para sobrevivir.
El aire era pesado, tenso. Elizabeth, Sam y Nina volaban de regreso a su base tras la brutal doma del Tiranosaurio Rex. El crio pod, donde descansaba Coloso, el recién domado y feroz depredador, estaba guardado de forma segura entre las provisiones. Sin embargo, el triunfo que deberían estar sintiendo se veía empañado por el agotamiento y los recuerdos de lo que acababan de vivir: las fauces sangrientas del Rex, el rugido salvaje, y la lucha desesperada que casi les había costado la vida. El peligro siempre estaba presente en el Arca, pero hoy se había sentido más salvaje, más cruel.
Elizabeth alzó la vista. Una densa columna de humo ascendía en el horizonte, oscura y ominosa. Había algo inquietante en su forma, como si no fuera un simple incendio de vegetación o alguna fogata mal apagada.
—Eso no se ve bien —comentó Nina desde lo alto de Viejo Azul, su Pteranodón. El tono de su voz dejaba claro que sentía el mismo mal presentimiento que Elizabeth.
—Deberíamos investigar —respondió Sam, frunciendo el ceño mientras intentaba ver más allá del humo.
Elizabeth asintió, aunque su instinto de supervivencia le gritaba que se alejaran. —Vamos. No podemos ignorarlo.
Las tres aceleraron el vuelo, el frío viento golpeaba sus rostros mientras se acercaban al origen del humo. El olor a carne quemada llegó a ellas mucho antes de que pudieran ver la escena. Era un olor fuerte, nauseabundo, que les revolvía el estómago. Cuando finalmente llegaron, lo que vieron las dejó heladas.
La fortaleza de Ragnar, una imponente estructura de piedra que había sido su refugio durante tantos meses, estaba ahora reducida a escombros ennegrecidos por las llamas. Las paredes que antes eran impenetrables, ahora se desmoronaban en pedazos carbonizados. Pero lo peor, lo que realmente hacía que el aire pareciera espeso y sofocante, eran los cuerpos. Cuerpos por todas partes.
Los hombres de Ragnar, aquellos que Elizabeth había conocido en algún momento, yacían destrozados en el suelo, irreconocibles. Algunos estaban completamente calcinados, sus cuerpos retorcidos por el fuego; otros presentaban heridas horribles, como si hubieran sido atacados por algo mucho más grande y fuerte que un ser humano. Sangre. Sangre por todas partes, manchando la tierra y mezclándose con las cenizas.
Elizabeth bajó de Amber con el estómago revuelto, mirando horrorizada la escena. No era solo un ataque, era una masacre. Se arrodilló cerca de uno de los cuerpos que aún no estaba completamente quemado, un joven con el que había hablado varias veces en sus visitas a la fortaleza de Ragnar.
—Dios… ¿quién haría algo así? —murmuró Sam, con una expresión pálida y la mirada clavada en los cadáveres.
Nina se acercó a las ruinas de la base, observando con frialdad. —Esto no fue un simple ataque. Esto fue personal. Querían que sufrieran.
Elizabeth asintió. No había duda de que quien fuera que había hecho esto, no solo quería matar a Ragnar y a su gente. Querían enviar un mensaje. Pero algo en medio de esa devastación llamó su atención: entre los cuerpos de los hombres de Ragnar, había otros rostros conocidos. Rostros que no deberían estar allí.
—Espera… esto no puede ser —dijo Elizabeth, su voz temblando mientras se acercaba a uno de los cadáveres.
Era Matthew, el líder de otro grupo con el que Elizabeth había cruzado caminos varias veces en el Arca. Él y su gente, que habían sido acogidos por Ragnar meses atrás, cuando eran unos recién llegados, y no entendían ni la mitad de los peligros que ofrecía este mundo. Ragnar les había dado un hogar, les había explicado lo que era el Arca, les había mostrado cómo sobrevivir en este infierno de criaturas prehistóricas. Pero ahora, Matthew y los suyos yacían muertos junto a sus benefactores, con los mismos rostros desfigurados por el dolor y el horror.
—Matthew… —susurró Elizabeth, sacudiendo la cabeza, incapaz de comprender.
El cuerpo de Matthew estaba destrozado, desgarrado como si hubiera sido atacado por una bestia salvaje. Sus manos aún apretaban su arma, pero no había sido suficiente. A su alrededor, los cadáveres de su grupo estaban en condiciones similares, algunos parcialmente devorados. Elizabeth sintió que el estómago se le revolvía. Era un espectáculo horrendo. Algo, o alguien, había desatado una furia asesina sobre ellos, y no les había dejado ninguna posibilidad.
—¿Por qué ellos? —preguntó Sam, su voz rota por la confusión—. Ragnar los acogió. Eran como una familia.
Nina caminó entre los cuerpos, encontrando más señales de violencia. —Esto no fue solo una batalla entre hombres. Algo más los atacó. Fíjense en las marcas de las garras. Y estos mordiscos… no son de un carnívoro común.
Elizabeth se acercó a las jaulas de los dinosaurios que Ragnar y su grupo habían mantenido para protegerse. Las puertas habían sido arrancadas, no forzadas, arrancadas de cuajo. Dentro de una de las jaulas, el cadáver de un Velociraptor yacía partido en dos, como si algo lo hubiera aplastado con una fuerza descomunal. Pero lo más desconcertante era la sangre que cubría el interior de las jaulas. Era como si los mismos dinosaurios hubieran sido utilizados en su contra, o controlados por algo más grande, más oscuro.
—Esto es peor de lo que pensamos —dijo Elizabeth en un tono grave, mientras inspeccionaba las huellas alrededor de la escena—. Esto no fue solo un ataque humano. Algo más estuvo aquí, y fue brutal. Estas marcas no son normales.
De repente, un crujido en la distancia las alertó. Elizabeth sacó su arma, al igual que Sam y Nina. Algo se movía entre las sombras, más allá de los escombros. Las tres se giraron hacia el sonido, listas para cualquier cosa. Pero lo único que encontraron fue el silencio, roto únicamente por el crepitar de las llamas que aún consumían los restos de la fortaleza.
—Debemos irnos —dijo Elizabeth, intentando mantener la calma—. Sea lo que sea que hizo esto, podría seguir cerca. Y no estamos preparadas para enfrentarlo.
Las otras dos asintieron rápidamente. Elizabeth dio un último vistazo a la devastación que alguna vez fue la fortaleza de Ragnar. Su mente intentaba procesar lo que habían visto, pero solo una cosa estaba clara: el Arca se había vuelto aún más peligrosa. Y la amenaza no solo estaba en los dinosaurios que cazaban por instinto, sino en algo mucho más siniestro.
Mientras subían a sus Pteranodones y comenzaban a alejarse, Elizabeth notó algo en el suelo, entre las ruinas. Un símbolo. No era parte de la estructura original de Ragnar, ni tampoco de Matthew. Era un símbolo tallado en la piedra, una garra afilada, grabada profundamente en el suelo como una marca de advertencia o un macabro trofeo.
—Nos vamos —dijo Elizabeth, su voz llena de una inquietud creciente mientras volvía a montar en Amber—. Y debemos prepararnos para lo que venga.
Con una última mirada a los cuerpos destrozados de los que alguna vez fueron sus aliados, emprendieron el vuelo de regreso a casa. Pero el miedo, la duda, y la sensación de que el peligro aún las acechaba, no las abandonaron. El viento silbaba a través de las colinas, y el humo de la destrucción se desvanecía en el horizonte. Sin embargo, en el aire, flotaba una advertencia silenciosa: lo que sea que había acabado con Ragnar y Matthew, seguía allí. Y pronto podría ir tras ellas.
El Arca había mostrado un nuevo rostro, más cruel, más sangriento, y más implacable.
El regreso a la base fue un camino tenso para Elizabeth y sus amigas. La atmósfera a su alrededor era densa, como si el aire mismo estuviera cargado de electricidad. Cada sombra en el camino parecía ocultar un peligro inminente, y las luces titilantes que Elizabeth había visto antes en el bosque seguían allí, danzando entre los árboles, como si se burlaran de su incertidumbre.
Al entrar en la base, el entorno familiar que antes les había traído consuelo ahora se sentía extraño y amenazante. Las cabañas estaban en silencio, y el sonido de sus pasos resonaba como un tambor que marcaba la inminente llegada de la guerra. Elizabeth sintió que cada latido de su corazón marcaba el ritmo de un peligro que no podía ver, pero que claramente estaba allí.
—Nos tenemos que reunir —dijo con firmeza, atrayendo la atención de sus compañeras. Las chicas, aún exhaustas por la reciente batalla con el T-Rex, se agruparon alrededor de ella, sus rostros iluminados por la luz temblorosa de la fogata.
—¿Qué has visto? —preguntó Sam, su tono lleno de preocupación.
—Esas luces en el bosque… Creo que son ellos. No podemos permitir que nos encuentren desprevenidas —Elizabeth habló con una determinación que resonaba en cada palabra. Su voz, aunque temblorosa, se mantenía firme. El recuerdo de las atrocidades cometidas las impulsaba a actuar.
Las chicas intercambiaron miradas preocupadas, pero la gravedad de la situación no les dio espacio para dudar. Elizabeth sabía que debían actuar rápidamente, antes de que las sombras se convirtieran en una amenaza tangible.
—Necesitamos sacar a nuestros dinosaurios de las criopots. No solo son nuestros compañeros; son nuestra primera línea de defensa —dijo Elizabeth, ya dirigiéndose hacia el área donde estaban los criopots.
Con esfuerzo, comenzaron a liberar a sus dinosaurios. Uno a uno, salieron de las criopots, listos para responder al llamado de sus dueñas.
Primero apareció Garras, el imponente Therizinosaurio, que se movía con la gracia de un bailarín a pesar de su tamaño. Sus garras afiladas reflejaban la luz de la fogata, y Elizabeth sabía que serían útiles si la situación se tornaba violenta.
A su lado, Tigresa, el astuto Thylacoleo, se deslizó hacia afuera, su pelaje brillante bajo la tenue luz. Elizabeth siempre había sentido un vínculo especial con ella, y su presencia ahora era reconfortante en medio de la inminente amenaza.
Toro, el robusto Carnotauro, emergió con un rugido que resonó en el aire. Sus ojos centelleantes indicaban que estaba listo para luchar. Detrás de él, los dientes de sable se acercaron sigilosamente, y la mezcla de su pelaje suave y su ferocidad era una advertencia a cualquier enemigo que se acercara demasiado.
El temible oso salió de la criopot con una tranquilidad imponente, seguido de Rappy, el veloz velociraptor, que siempre se mantenía alerta, observando cada movimiento en el entorno. Finalmente, Pie Pequeño, el gigantesco Brontosaurio, emergió lentamente, su presencia calmada y poderosa.
—Ahora que todos están listos, debemos dividirnos en grupos y hacer rondas. Coloso se quedará con nosotros. Su tamaño y fuerza nos serán útiles si nos encontramos con un problema —anunció Elizabeth, sintiendo la presión de la responsabilidad en su pecho.
—¿Y si esos que están allí son enemigos? —preguntó Sam, con el ceño fruncido.
—Entonces estaremos listas para defendernos. No les daremos la oportunidad de acercarse a nuestro campamento —dijo Elizabeth, con una mirada decidida—. Garras y Tigresa irán conmigo. El resto de ustedes debe patrullar las otras cabañas, manteniéndose en contacto constante.
Las chicas se dispersaron rápidamente, dejando que sus dinosaurios tomaran posiciones estratégicas alrededor de la base. Coloso, el gigantesco giganotosaurio, se acomodó cerca de la entrada de la cueva, su cuerpo masivo como una barrera protectora. Las chicas, en parejas, comenzaron a patrullar, vigilando atentamente los alrededores.
Elizabeth y Sam se adentraron hacia el bosque, mientras Nina y Tigresa recorrían la zona de la base más alejada, y el resto de las chicas hacían lo mismo. Con cada paso, el crujido de las hojas y el canto lejano de los dinosaurios resonaban en la noche. La atmósfera era tensa, y cada movimiento se sentía amplificado, como si el silencio estuviera esperando una explosión.
Las chicas mantuvieron a sus dinosaurios en neutral, listos para actuar al primer indicio de peligro. Garras y Toro permanecieron cerca, sus cuerpos en tensión, mientras las chicas hacían rondas, asegurándose de que cada rincón de su territorio estuviera protegido.
Elizabeth sintió el peso del miedo y la preocupación aplastándola, pero no podía permitirse dudar. Sus pensamientos regresaron a las luces en el bosque, preguntándose si lo que acechaba más allá de los árboles era realmente lo que temía. ¿Eran ellos los responsables de lo que había pasado? La rabia comenzó a burbujear dentro de ella, una chispa que la mantenía en movimiento.
Coloso se movió ligeramente, despertando a la entrada de la cueva, mientras las chicas mantenían sus sentidos alerta. El rugido de un dinosaurio a lo lejos provocó que el corazón de Elizabeth se acelerara. Sin embargo, no podían permitirse asustarse. Era hora de mantenerse firmes y demostrar que estaban listas para cualquier cosa.
A medida que la noche avanzaba, el aire se volvió más frío y las sombras se alargaron. Elizabeth y Sam continuaron su ronda, observando cada sombra que se movía y escuchando cada sonido que podría indicar peligro.
—¿Crees que los que vimos antes están cerca? —preguntó Sam, bajando la voz.
—No lo sé, pero debemos estar preparadas. No podemos permitir que nos tomen desprevenidas —respondió Elizabeth, mirando en la dirección de las luces parpadeantes.
Al final de su ronda, se reunieron con el resto de las chicas cerca de la fogata. Todos se mantuvieron en silencio, prestando atención a la calma tensa que rodeaba la base. Era una noche en la que el peligro acechaba en cada sombra, pero también era una noche para la vigilancia y la determinación. Estaban juntas, más fuertes que nunca, y preparadas para enfrentar lo que sea que se avecinara.
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