Final

Atravesé el vidrio justo antes de que explotara; mientras los cristales volaban a mi alrededor, me rajaban la ropa, me causaban algunos cortes y chocaban contra el terreno de rocas enrojecidas por surcos de sangre seca, el estallido me lanzó un par de metros por el aire.

Después de que mis rodillas impactaran contra las rocas, amortigüé la caída con las palmas, apreté los dientes y contuve el dolor. Arrodillado, separé las manos del terreno rocoso, levanté la cabeza y vi temblar las gigantescas losas de metal, hueso petrificado y sangre solidificada que mantenían preso a un mal muy antiguo.

—Las puertas no aguantarán mucho más —pronuncié entre dientes, me levanté e ignoré el escozor en la piel rasgada de las rodillas—. Tengo que pararlo.

Me giré y recorrí ese paraje maldito con la mirada; el terreno rocoso se extendía cientos de metros en todas direcciones hasta unas descomunales columnas de humo rojo y ceniza gris.

—Los que te importan sufrirán. —Las voces de insania, las que me turbaron la primera vez que estuve cerca de las puertas, retornaron para tratar de volver mis pensamientos en mi contra—. Nos encargaremos de que pierdas la cordura y de que los sometas a un tormento eterno. —Cientos de risas de niños, muy roncas, como si los pequeños apenas pudieran respirar, se oyeron muy cerca mientras el tacto gélido de unos dedos me recorría la nuca—. Haremos que recuerdes y seas consciente del dolor que les causes. —Un pútrido hedor, como el de intestinos descompuestos picoteados por buitres, me obligó a taparme la nariz y la boca con la manga y a girar un poco la cabeza—. Erigiremos una ciudad de castigo en un tu mundo y te convertirás en nuestro verdugo. —Gritos ahogados, afónicos, de personas que parecían estar sometidas a las limaduras de sus cuerdas vocales, resonaron dentro de mis pensamientos—. Los inocentes que caigan tras la destrucción, los que arrancaremos de la existencia, sufrirán nuestra ira a tus manos. —Centenares de susurros repitieron "culpable"—. El dolor será eterno.

El mal que propagaba su esencia por la hendidura de las grandes losas me afectaba con mayor fuerza que la primera vez que estuve ahí; apenas era capaz de no sucumbir ante las voces de insania que nacían de su oscura naturaleza.

—¡Basta, ya! —grité, di unos pasos y meneé la cabeza—. ¡No vais a ganar! —De algunas grietas, que resquebrajaron el terreno rocoso, surgieron chorros de vaho azul—. ¡Seguiréis encerrados hasta el final de los tiempos!

Las voces de insania, convertidas en risas burlonas, se alejaron hasta transformarse en débiles y casi inapreciables ecos.

—He de reconocer que admiro tu tenacidad, Nhargot. —Me giré y vi a Torhert, ese asqueroso juez de la corte negra adicto a ahogar a enfermeros, a una veintena de metros de las puertas—. No puedo evitar despreciar que no hayas aprovechado el don con el que viniste al mundo, que reniegues de tu verdadera naturaleza y que te engañes. Al igual que tampoco puedo evitar el odio que me produces y las ganas que tengo de que pagues por haberme privado de mis deseos y haberte atrevido a infundirme temor. —Los ojos de Torhert, durante una centésima de segundo, se recubrieron con un débil brillo azul—. Fuiste astuto al convertirte en un enmascarado y esconder tu identidad. Conseguiste lo que nadie ha conseguido: reprimirnos. —El resto de jueces de la corte negra, a partir de la condensación del vaho azul que surgía de las grietas del terreno rocoso, apareció cerca de Torhert—. Pero todo ha cambiado, ahora no eres más que otra oveja del rebaño esperando su turno para que se le enseñe quiénes son los que mandan.

Una risa se escuchó detrás de mí al mismo tiempo que unas garras me rajaban la gabardina, la camisa y la piel de la espalda.

—Cobardes —mascullé y me di la vuelta—. Venid de cara.

Un par de carcajadas acompañaron otro ataque que me produjo una herida en el muslo, muy cerca de la rodilla. Apreté los dientes y, aunque estaba descargado, desenfundé el revolver.

—Aquí no eres nada —me dijo Hanreot Draengol, ese cerdo al que castigué en su residencia por su perversión por los jóvenes, tras dar unos pasos y ponerse por delante del resto de jueces de la corte negra—. Este mundo tiene otras reglas.

Algo invisible me golpeó la mano, el revolver cayó, parte del terreno rocoso se hundió un poco y el arma resbaló por una ligera pendiente. Iba a ir a recuperar el revolver, pero una rodilla, oculta a la vista, se incrustó en mi estómago y me forzó a inclinarme.

—Cuanto antes aceptes que has perdido, antes ocuparás tu lugar —me dijo Torhert, que caminó para ponerse al lado de Hanreot—. No hay salida, Nhargot.

Retrocedí un par de pasos, giré rápido la cabeza de izquierda a derecha y traté de percibir algún sonido que me indicara un ataque, pero el nuevo golpe fue silencioso; el impacto en la cara de un puño con una llave de pugilato, esa odiosa arma que recubre los nudillos con gruesos aros de metal, me hizo girar la cabeza y escupir sangre.

—Cobarde... —pronuncié entre dientes, tras secarme los labios ensangrentado con la manga de la gabardina.

Me era imposible predecir de dónde vendrían los golpes, no podía bloquearlos, estaba indefenso y la mezcla de impotencia y rabia amenazaba con nublarme los pensamientos; parecía un boxeador ciego y sordo en guardia en dirección opuesta a su oponente.

—Espabila, Nhargot, espabila —me repetí en voz baja y recorrí el entorno con la mirada.

Como necrófagos hambrientos con ansias de alimentarse de un cadáver andante, las voces de insania retornaron convertidas en susurros que insistían en lo inútil que era y en que no servía de nada seguir resistiéndome.

—Únete y tus pecados serán absueltos. —Las palabras que provinieron de las voces de insania, como el hipnótico siseo de una serpiente venenosa, despertaron una inquietud arraigada en un instinto más primitivo—. Cumple tu propósito.

Gran cantidad de pilares de piedra pulida roja resquebrajaron el terreno rocoso, se alzaron un par de metros y una llovizna de ceniza escarlata descendió despacio, se posó en montones en lo alto de los pilares y se trasformó en los corazones resecos de las víctimas de los asesinatos rituales que cometió el enfermo del antifaz.

—Tantos inocentes... —susurré y miré a los sonrientes jueces de la corte negra; el repulsivo deleite en sus rostros aumentaba mis ansias de hacerles pagar—. Todo por esos despojos...

Una patada frontal, que me hundió la camisa en el estómago, me lanzó contra el terreno rocoso. Caí de espaldas, me golpeé la cabeza y quedé aturdido y tumbado mientras parpadeaba y miraba la densa capa de ceniza roja en suspensión que cubría el cielo.

—Tu futuro no es más que cenizas... —pronuncié en voz baja, medio conmocionado, acordándome de lo que me dijo la antigua anciana imaginaria—. Las cenizas de las pesadillas...

Alguien me agarró de los tobillos y me arrastró unos metros; las rasgaduras de la parte trasera de la gabardina y de la camisa, producidas por las garras y los cristales, se hicieron más grandes y la piel hirvió con el roce de las rocas.

—Tu destino está unido al nuestro. —Escuché la voz de Torhert atenuada por unos molestos pitidos que entorpecían mi audición—. Servirás como el ejecutor que cerrará el círculo y te convertirás en el nexo con los que están más allá de la vida y la muerte. —Unas grandes manos invisibles me presionaron la barriga, me obligaron a soltar el aire de golpe y hurgaron con las puntas de los dedos palpando los órganos por encima de la camisa—. Es hora de despertar.

Los músculos pesaban como sacos de piedras y un fuerte mareo me aturdía dificultándome ordenar los pensamientos; era incapaz de resistir la presencia invisible que me drenaba las fuerzas con la perseverancia de un ladrón de gasolina que aspira un tubo para vaciar el depósito de un camión. Los segundos, convertidos en instantes eternos, alargaron el aturdimiento mientras unos pasos resonaban como vagones de trenes colisionando.

—Lo que te dice es cierto —me habló el enfermo del antifaz, que se paró a mi lado y me miró con una rígida inexpresión dominando sus facciones—. Ya no puedes retrasar más lo inevitable. —El tabique y la mano se le habían curado y no había rastro de sangre—. Estás en el final de tu camino.

Lo miré con el desprecio de un experto cazador que tiene delante a un aficionado; ese cerdo tan solo había sobresalido como asesino en serie porque tenía poderes provenientes de las pesadillas, por eso fue capaz de moverse entre mundos y escapar tras los crímenes.

—No me puedo fiar de las palabras de un crío traumado con complejo de pintor fallido —le dije e inicié una tanda de golpes dirigidos a herir su ego—. ¿Tanto miedo pasaste en tu mundo que tuviste que huir y esconderte en una réplica de tu casa en las pesadillas?

El enfermo del antifaz permaneció en silencio varios segundos mientras los corazones resecos en los pilares latían con rapidez.

—Has sido vencido, Nhargot —repuso—. Asúmelo y acepta que no puedes hacerme perder los nervios. En tu mundo, tuviste suerte de que mi poder aún era limitado y también de que esa maldita bruja interviniera, pero aquí, en mi hogar, no eres más que otro durmiente.

Aunque me produjeron rabia y dolor como si fueran gases corrosivos deshaciéndome el estómago, ignoré las risas de los jueces de la corte negra conformándome con la idea de que ya tendría tiempo de hacer que pagaran por sus carcajadas.

—Veo que no le tienes mucho aprecio a la antigua anciana imaginaria —volví a hablarle al enfermo del antifaz—. Supongo que en algún momento te puso en tu sitio, te mostró que no eres más que una garrapata, flaca y asquerosa, que necesita parasitar a perdedores como los jueces de la corte negra para controlar la incontinencia y no mearse en los pantalones. —Aun sin que el enfermo del antifaz revelara el malestar que le producían mis palabras, percibí cómo le incomodaban—. Supongo que dentro de tu trastornada mente necesitas arrodillarte ante una figura de autoridad y por eso buscas abrir las puertas para convertirte en el lamedor de botas de los que están ahí dentro. —El odio, encubierto, se reflejó en su mirada—. Quién sabe, quizá te perdonen que hayas tardado tanto en liberarlos. Puede que tengas suerte, que no dure mucho la imagen de incompetente que tanto te has esforzado en construir y que pasen por alto tu ineptitud.

El enfermo del antifaz se dio la vuelta y caminó hacia los pilares de piedra pulida.

—Levantadlo y traedlo —ordenó y dos jueces de la corte negra se acercaron, me pusieron en pie, echaron mis brazos en sus hombros y me llevaron cerca del enfermo del antifaz—. ¿Crees que no he hecho nada en la eternidad que llevó morando en las pesadillas? ¿Crees que tu mundo ha sido el primero? —Me miró de reojo—. Tienes suerte de que has llamado su atención, que eres capaz de cerrar el círculo y que eso te convierte en alguien apto para morar entre los futuros temores extintos de los habitantes de tu mundo. —Hizo un gesto con la mano y aparecieron infinidad de vidrios grises que mostraron ciudades en ruinas; lo poco de las construcciones que quedaba en pie revelaba gran cantidad de tipos de arquitecturas—. Muchos mundos han caído por mi mano, he edificado con sangre y dolor, y solo falta que caiga la última pieza.

Por encima de nosotros y por debajo de la capa de ceniza se creó el reflejo de un enorme círculo de planetas calcinados que supuraban un líquido negruzco.

—Cerrar el círculo —susurré mientras miraba el hueco que había entre dos planetas—. Mi mundo cierra el círculo.

Un atronador zumbido provino de las puertas; las gigantescas losas de metal, hueso petrificado y sangre solidificada se resentían, ya no aguantaban más, el antiguo poder que las mantenía selladas se extinguía.

—Tu mundo cae y todos despiertan —me dijo el enfermo del antifaz, antes de acercarse, presionarme el pecho con la palma y que los ojos se le iluminaran—. La ceniza consumirá los cuerpos, las mentes y las almas de la humanidad. El sacrificio final traerá a la existencia lo que nunca tuvo que ser encerrado. —Apreté los dientes mientras se me escapaba un gemido al sentir que mis huesos ardían como un lago de aceite hirviendo—. Cumple tu destino.

Los jueces de la corte negra me soltaron y quedé de pie, inmóvil, sin ser capaz de moverme, percibiendo que era un extraño en mi cuerpo, que ya no me pertenecía.

—¿Qué has hecho? —le pregunté al enfermo del antifaz, conservando tan solo la capacidad de hablar, de mover los ojos y de parpadear.

—Darte el último empujón —respondió, movió la mano y en el centro del espacio entre los pilares de piedra pulida se alzó un altar de roca rugosa con una anciana tumbada que no paraba de gimotear—. Cumple tu destino. —El enfermo del antifaz creó el puñal de hoja roja y empuñadura de hueso—. Cierra el círculo.

No quería ejecutar a una inocente, me negaba a convertirme en el verdugo de la anciana, no aguantaba la idea de arrancarle el corazón, pero, aunque quise resistirme, fue inútil, mi mano agarró el puñal y empecé a caminar.

—No vas convertirme en una marioneta —mascullé, sin ser capaz de detener mis pasos, con la distancia al altar acortándose—. Mi oscuridad no se alimenta de luz.

Cerré los ojos, busqué dentro de mi ser la fuerza necesaria para romper el embrujo y encontré algo que resplandecía en las oscuras profundidades de mi alma, en los límites que bordeaban lo que estaba mucho más allá de mí.

El calor del polvo rojo, el que esparció la antigua anciana imaginaria en mi cara, me ayudó a desprenderme un poco del control del enfermo del antifaz y me otorgó la capacidad de trascender.

Abrí los ojos y me negué a ser el instrumento que sentenciara a mi mundo a su fin. Mientras mi mano dirigía el puñal hacia el pecho de la anciana, mi alma se separó de mi cuerpo y retrocedió un par de metros.

—Maldita bruja entrometida —pronunció el enfermo del antifaz, antes de mover la mano y hacer que mi cuerpo, vacío, completara el sacrificio y cerrara el círculo—. Repugnante vejestorio, escapaste al exterminio, pero no puedes hacer nada para evitar el despertar.

Me miré los brazos etéreos y blanquecinos de la representación de mi cuerpo construida con mi alma y escuché una voz familiar.

—Nhargot, ¿dónde estamos? —me preguntó Mirhashe, también con un aspecto etéreo y blanquecino, aprisionada por cadenas de niebla gris y con la consciencia algo adormecida—. ¿Qué es este lugar? —El temor se plasmó en sus palabras—. ¿Cómo puedes ser como un fantasma? —Miró la representación de mi alma y dirigió la mirada hacia mi cuerpo y la mano que sostenía el corazón de la anciana—. ¿Y cómo puedes estar también matando a esa mujer?

Con mi espíritu unido a mi cuerpo no fui capaz de ver el alma de Mirhashe; creí que el enfermo del antifaz la tenía retenida en un rincón recóndito del oscuro mundo onírico.

—Estamos en las pesadillas, esas puertas originan los temores nocturnos —respondí y señalé las gigantescas losas—. Los cerdos de la corte negra han llevado al mundo al borde de la destrucción.

Quería seguir hablando con Mirhashe, decirle que pronto acabaría todo, que la liberaría, pero mi cuerpo tiró de mi alma y volví a unirme a él.

—El círculo se ha cerrado —sentenció con satisfacción el enfermo del antifaz con la mirada fija en las puertas—. Por fin seréis libres.

Miré mi mano con el corazón sanguinolento y lo coloqué con cuidado en el pecho del que había sido extraído.

—Lo siento —pronuncié con pesar, aun sabiendo que no era el culpable de la muerte de la anciana—. Lo siento mucho. —Me giré, escuché el estruendo de las colosales losas de metal, hueso petrificado y sangre solidificada al moverse y rozar el terreno rocoso—. No puede acabarse así. —Eché un vistazo a la leve pendiente de rocas hundidas donde cayó mi revolver y fui a por él—. Aún se puede evitar, aún se debe evitar. —Recogí mi arma, la cargué y quise apuntar al enfermo del antifaz, pero me tuve que conformar con dirigir el cañón hacia los jueces de la corte negra; el cerdo morador del oscuro mundo onírico había desaparecido—. Desechos, es hora de abandonar las pesadillas y pisar el Infierno.

Hanreot rio.

—No puedes hacernos nada, Nhargot —aseguró con sorna—. ¿Has olvidado que somos inmortales? —Señaló las losas que se movían despacio—. Y, además, ellos ya están aquí. —Disparé a un juez que estaba al lado de él, le atravesé el cráneo y se convirtió en ceniza—. No puede ser...

Hanreot retrocedió un par de pasos, antes de que le disparara en la rodilla y cayera contra las rocas.

—Tú no te irás tan rápido —murmuré—. Tú vas a sufrir mucho.

Torhert miró a Hanreot.

—Lo siento, viejo amigo —le dijo—. Las plazas para el despertar son limitadas y solo hay sitio para mi familia y para mí. —Disparé a Torhert, pero la bala se detuvo a unos centímetros de su frente—. Nhargot, no malgastes balas y tiempo intentando matarme, he sido bendecido y me he trasformado en un emisario del despertar. —Giró despacio la cabeza para dirigir la mirada hacia los otros jueces de la corte negra—. Te ahorraré trabajo.

Menos a Hanreot, que gimoteaba tirado en el terreno rocoso, Torhert convirtió a sus antiguos amigos en ceniza.

—Cierto, me has ahorrado trabajo —contesté y le apunté—, pero me has privado del placer de matarlos.

El que Torhert fuera capaz detener las balas y canalizar un poder nacido de las pesadillas, el que se creyera intocable y lo mostrara con mucha soberbia y una mueca de desprecio en su rostro, despertó el recuerdo de cómo los disparos, impregnados por el polvo rojo que la antigua anciana imaginaria me sopló a traición en la cara, espantaron al enfermo del antifaz en nuestro primer encuentro en el oscuro mundo onírico.

Todo dependía de que fuera capaz de volver a usar el polvo rojo; el destino, si es que no estaba aún sellado como un sarcófago con pinchos hundidos en un infeliz bajo toneladas de cemento seco, acabaría inclinándose hacia un lado u otro de la balanza dependiendo de mis siguientes pasos.

—Todavía tienes un papel que cumplir, Nhargot —me habló Torhert, complacido ante mi aparente derrota, saboreando su victoria—. Los que están por encima de la vida y la muerte te convertirán en su verdugo. —Traté de conectar con el polvo rojo y disparé—. Podemos seguir todo el día, pero lo único que vas a hacer es gastar munición.

Las gigantescas losas de metal, hueso petrificado y sangre solidificada, moviéndose muy despacio, se separaron lo suficiente para que por la hendidura escaparan gritos espectrales.

—Tengo que pararlos —pronuncié en voz baja, cerré los ojos y reviví el escozor que me produjo el polvo rojo en la cara—. Todo depende de mí.

Inspiré despacio mientras Torhert reía; recordé los asesinados por el enfermo del antifaz, padecí por ellos y por la muerte de la anciana a la que mi cuerpo poseído le había arrancado el corazón. La rabia, unida a la sed de venganza y al deseo de infligir dolor en los monstruos, avivó las brasas de mi fuego interno y prendió inmensas llamas rojizas en mi ser.

—No te esfuerces, Nhargot, somos impara... —El disparo, recubierto con el polvo rojo, lo calló. Abrí los ojos y lo vi presionar la herida de bala en el hombro—. Ellos me prometieron la vida eterna —balbuceó, incrédulo—. Fui elegido...

Torhert se dio la vuelta y caminó rápido para tratar de huir y esconderse, pero le disparé dos veces en las piernas y cayó de boca contra el terreno rocoso.

—Luego me ocuparé de ti y de tu amigo Hanreot. —Enfundé el revolver, corrí hacia las puertas y me quedé parado unos segundos delante pensando qué hacer—. Tengo que pararlo.

Las losas, con la lentitud con la que se desplazaban, aún tardarían en separarse para permitir que por la hendidura escaparan algo más que gritos espectrales y una brisa pútrida y fría.

—No pueden abrirse. —Apreté los dientes, inspiré con fuerza, toqué las losas, puse las palmas cerca de la hendidura y presioné con todas mis fuerzas sin conseguir frenarlas—. Es ridículo, lo sé, no vas a cerrarlas así, pero tienes que intentarlo —me dije mientras echaba el cuerpo hacia atrás, flexionaba los brazos y forzaba los músculos—. ¡Vamos! ¡Van a destruir la existencia! ¿¡Es que en esta creación no hay nadie capaz de ayudar?! —grité, desesperado, tras sentir cómo el mal que ansiaba la libertad se complacía con impotencia—. ¡¿Dónde mierda estáis los constructores de las puertas?! ¿¡Vais a dejar el destino de todo lo que existe en las manos de un detective con una moral cuestionable y una fuerte adicción a la tortura?!

Las imágenes borrosas que asaltaron mi mente en mi primera visita a las puertas, la de los largos rostros deformados por una abrasadora niebla de minúsculas gotas de lava, brillantes partículas de una aleación oscura y esquirlas de huesos putrefactos, se adentraron de nuevo en mis pensamientos.

—Ya no queda nadie que tenga la capacidad de evitar el despertar. —La voz, como la vez anterior, retumbó como centenares de truenos y se filtró por la hendidura de las losas—. Los héroes cayeron y se convirtieron en ceniza. Y los constructores hace mucho que desaparecieron. Ya solo quedamos los hijos de los disonantes ecos del delirio que engendraron las pesadillas de los primeros.

Grité, mi cabeza iba a estallar, sentí como si me hundieran a golpes gruesos clavos al rojo en el cráneo, pero no me rendí, no podía hacerlo, todo dependía de mí y aguantaría hasta que mi corazón explotara.

—¡Aunque no haya héroes, hay monstruos! ¡Y yo soy uno! —bramé y empujé con más fuerza—. ¡Y este monstruo os va a dar una patada y os va a mandar de vuelta a vuestra oscura prisión!

Las voces de insania retornaron con risas burlonas mientras la superficie de las losas se cargaba con una fina capa de energía rojiza y producía un estallido que me lanzó varios metros por el aire.

—Ni una sola vez puede ser fácil... —mascullé, después de que el terreno rocoso frenara mi caída y sentir lo poco que le faltó a mi columna para partirse—. Vamos, Nhargot. Un asalto más. —Me levanté, dolorido, apreté los dientes y caminé casi tambaleándome—. No vais a salir.

Una niebla de humo verde se condensó delante de las puertas y creó al enfermo del antifaz.

—Ya llegó el momento —dijo mientras apretaba una piedra amarilla, la convertía en polvo y trazaba una línea cerca de la hendidura—. El despertar por fin está aquí.

Aguanté el dolor en las costillas, aceleré el paso y me lancé a por ese cerdo.

—Aquí no va a haber ningún despertar. Y tú solo tendrás dolor, mucho dolor —solté y lancé un puñetazo contra la nuca de ese desgraciado.

El enfermo del antifaz se convirtió en humo verde, mi puño lo atravesó y chocó contra la gigantesca losa; los nudillos crujieron y el dolor me arrancó un gemido.

—Nhargot, todo acabó —aseguró, tras volver a tomar forma a mi lado—. Acepta la derrota y prepárate para el honor que te espera al convertirte en el nuevo verdugo.

Con una fuerza sobrehumana, me golpeó con la palma en el pecho y me hizo retroceder un par de metros; las suelas de los zapatos chirriaron con el roce de las rocas.

—No voy a rendirme —pronuncié entre dientes mientras las losas se movían más rápido—. Voy a luchar hasta el final. Voy a hacer que pagues.

Ese cerdo se convirtió en humo, se materializó detrás de mí y me dio un rodillazo en la espalda. Me incliné, moví el pie para no caer y giré un poco el cuerpo para darle un codazo.

—No voy a perder el tiempo contigo y privarme de disfrutar de la liberación y el despertar —me dijo, tras frenar el codo con la mano, presionarlo con fuerza y romperlo—. Consuélate con que nunca tuviste oportunidad de ganar.

Me cogió de las solapas, sus ojos se iluminaron, me levantó, me tiró unos metros por el aire y caí a peso muerto. Quise ponerme de pie rápido, pero mi cuerpo se negó a obedecer; era como si cientos de apisonadoras en fila me hubieran aplastado el alma y las entrañas.

—Nhargot, eres un maldito inútil... —pronuncié con un hilo de voz—. ¿Cómo te puede vencer un crío traumado con complejo de pintor fallido y un mal más antiguo que la humanidad? —Tosí, eché la cabeza hacia un lado y escupí sangre—. Qué decepción. Eres una maldita decepción.

El ruido de las losas al rozar el terreno rocoso se incrementó y un potente fulgor rojizo se proyectó desde el otro lado de las puertas.

—¡Libertad! —decenas de voces, atronadoras, que hicieron vibrar el aire, repitieron la palabra.

Levanté un poco la cabeza; el espacio de la hendidura crecía rápido y pronto las losas se separarían por completo y las puertas quedarían abiertas.

—Se acabó... —susurré, casi sin fuerzas—. Ya no se puede hacer nada. Este es el final.

Fui a coger el paquete de tabaco y las cerillas, quería fumar un último cigarro antes de la destrucción de la existencia, pero, al meter la mano en un bolsillo, toqué el sobre cerrado con cera que me dio Gharberl.

—¿Qué mierdas? —El papel tembló y la cera se derritió—. La anciana imaginaria está llena de sorpresas. —Saqué una página amarillenta del sobre y la miré—. ¿Es posible que sea...?

El crujir de un cristal hizo que mirara hacia la izquierda; decenas de fragmentos de vidrio blanco se unieron para crear una superficie cristalina que reflejaba la imagen de una habitación.

—Es el hombre que colgó, al que le arrancó el corazón mientras se ahogaba —dije, apreté los dientes, la página amarillenta se pulverizó, me puse de pie, presioné con una mano las costillas y la otra cayó por la rotura del codo—. Es uno de los recuerdos almacenados en los libros polvorientos. —Miré al enfermo del antifaz, que estaba delante de las puertas, y vi los gigantescos dedos de niebla y de minúsculas gotas de lava sujetar las losas desde el otro lado y empujar—. Si lo salvo, el ritual no estará completo y evitaré que se abran las puertas. —La incertidumbre me hizo dudar—. Si lo hago, me arriesgo a que mi pasado también cambie, olvide todo y esas cosas detrás de la puerta sí recuerden y se aseguren de que no haya otra oportunidad. —A través del vidrio blanco, miré al hombre que fue víctima del enfermo del antifaz sentado en un sofá leyendo un libro—. No puedo salvarlo, pero retrasaré su muerte y ganaré tiempo.

Caminé todo lo rápido que pude, puse los dedos en el vidrio y aparecí en el recuerdo cerca del hombre. Me toqué el codo, no estaba roto; era un reflejo dentro de un reflejo, me había proyectado y mis heridas me aguardaban en las pesadillas.

—No tengo tiempo —mascullé y agarré al hombre, que gritó al ser levantado por una fuerza invisible.

—¡Socorro! —bramó—. ¡Ayuda! ¡Que alguien me ayude!

Lo arrastré hacia una fina película cristalina que emitía un tenue fulgor blanquecino.

—¿Cómo? —Escuché cuando estaba a punto de fundir mis dedos con el brillo; era la voz del enfermo del antifaz, de su versión del pasado, que había abierto la puerta de la habitación—. ¿Cómo lo has hecho?

Me giré; él sí me veía.

—Digamos que soy un hombre de recursos y que tengo buenos contactos entre amigos que alguna vez fueron imaginarios —contesté, mirándolo con rabia y odio—. La partida aún no ha acabado.

—¡Ayúdeme! —le pidió el hombre a gritos al enfermo del antifaz mientras yo tocaba la película cristalina y el brillo blanco crecía hasta inundar la habitación con un intenso fulgor.

Aparecimos a una treintena de metros de las puertas; el hombre se separó de mí, miró a su alrededor, aterrado, y fue incapaz de moverse.

—¿Qué es este sitio? —tartamudeó.

Mis heridas retornaron, el codo volvía a estar roto, tenía el cuerpo dolorido y apenas era capaz de mantenerme en pie.

—Mejor que no lo sepas —respondí, escuché un fuerte crujido, como si un glaciar se partiera por la mitad y cayera a un mar gélido cientos de metros por un precipicio escarpado, me giré y vi cómo desaparecía un corazón de un pilar—. Ha funcionado. —Miré las puertas y vi las losas detenerse—. Hemos ganado algo de tiempo.

El enfermo del antifaz se dio la vuelta mientras todo se cubría por una nebulosa capa gris.

—Sigues insistiendo —pronunció con rabia, tras convertirse en humo verde y aparecer junto a mí—. Eres testarudo. Demasiado testarudo.

Lo miré a los ojos satisfecho por hacerle perder los nervios.

—No eres el primero que me lo dice —contesté, antes de que me diera un puñetazo en el estómago—. Tendrás que esforzarte más —mascullé, tras inclinarme—. Pegas como un crío traumado con complejo de pintor fallido,

Me quitó el sombrero, me agarró del pelo, me dio un rodillazo en la cara y me partió la nariz.

—Tanto que te has esforzado durante tu vida en contener el mal y no te ha servido de nada —soltó, me cogió el brazo sano y me dislocó el hombro—. Eres una patética sombra de lo que podrías haber sido.

Me golpeó en el costado y me rompió un par de costillas.

—Y tú eres un mal chiste que da pena y no hace gracia —repuse, entre costosas respiraciones, casi sin aliento—. En mi mundo, sin tus poderes sacados del reino de pesadillas, te habría dado caza en menos de un día.

Me cogió del cuello, apretó y me levantó.

—Tienes suerte de que te quieran convertir en su verdugo. —Esperó a que echara saliva por la boca, a que la cara se me enrojeciera y a que la vista se me tornara borrosa—. Si no fuera por eso, hace mucho que habría acabado contigo.

Me tiró contra el terreno rocoso, dirigió la mirada hacia el hombre que traje del recuerdo y caminó hacia él.

—Me estoy quedando sin trucos —susurré—. Y ya no estoy para otro asalto.

Exhausto, escuché al hombre gritar y oí el zumbido que los fragmentos de vidrio producían al unirse y conectarse con el recuerdo.

—¡Déjame! —gritó el hombre, condenado a morir con una soga en el cuello mientras le extirpaban el corazón.

La lejana risita de la antigua anciana imaginaria, que produjo un detestable eco, consiguió que me preguntara si deliraba o si a esa adicta fumadora de dientes podridos le hacía gracia que hubiera acabado como un oso de peluche en manos de unos niños poseídos por espíritus demoníacos.

—Tu futuro no es más que cenizas. —Oí su voz en forma de susurro cerca de mi oído mientras los relámpagos naranjas, que recorrieron la capa de ceniza roja que cubría el firmamento, acompañaron las proféticas palabras de la antigua anciana imaginaria.

—Ceniza... —pronuncié en voz baja—. Ceniza roja... —Recordé cómo me cubrió la cara con polvo rojo y comprendí que lo que me tiró fue ceniza sacada de las pesadillas—. Guardarte ceniza y tirársela a la gente, qué manías más raras que tienes...

Un relámpago rojo recorrió el cielo y un distante latido, que señalaba el renacer de un gigantesco corazón parado durante mucho, se escuchó con fuerza.

—Maldita bruja —pronunció el enfermo del antifaz—. No debiste volver de tu destierro.

Un nuevo latido se oyó más cerca y al poco otro vino acompañado por una llovizna de partículas rojizas en un lento descenso.

—Y tú no debiste construirte una casa en las pesadillas —dije mientras una espiral de ceniza roja me rodeaba y se fundía con mi cuerpo—. Debiste quedarte en tu mundo garabateando y manchando las paredes con pintura. —Me miré la mano, sentí un agradable calor en la piel y noté cómo mis heridas sanaban—. Así te habrías evitado enfrentarte a un monstruo sediente de sangre.

Me levanté y dirigí la mirada hacia el enfermo del antifaz que tenía cogido al hombre al lado del vidrio que conectaba con el recuerdo. Desenfundé el revolver, apreté el gatillo y una bala envuelta en ceniza roja destrozó el vidrio.

—No puedes pararlo —habló entre dientes, soltó al hombre, se convirtió en humo verde y apareció a mi lado—. No eres nada. —Lanzó un puñetazo, pero lo esquivé—. No eres nadie. —Trató en vano de darme otro golpe—. ¡¿Me escuchas?! No eres nadie.

El puño se me recubrió de ceniza roja, dirigí mis nudillos contra su mandíbula, lo forcé a girar la cabeza y escupir sangre.

—¿Cómo sienta que tus poderes no te den ventaja? —Le hundí la rodilla en el estómago y retrocedió con las manos en la barriga—. Ahora será una pelea más justa. Al menos para mí.

Miró las puertas, vio cómo las losas retrocedían y gritó.

—No puedes detenerlo por siempre —soltó, se trasformó en humo verde y apareció al lado del hombre—. El círculo se cerró y se cerrará de nuevo. —Materializó el puñal de hoja roja y empuñadura de hueso y lo hundió en la barriga del hombre—. Es imparable.

Le disparé en el hombro y lo forcé a soltar el puñal. Corrí, lo sujeté por la espalda y lo tiré al terreno rocoso.

—Despreciable despojo —mascullé mientras lanzaba la suela contra su cara—. Vas a pagar por tus pecados. —El hombre se tambaleó, lo sujeté y lo miré con pesar; aunque siempre fue imposible, llegué a convencerme de que quizás podría salvarlo—. Lo siento. —Lo ayudé a sentarse cerca de un pilar—. Lo siento mucho.

El hombre sangraba mucho y su mirada comenzaba a perderse.

—Solo has retrasado lo inevitable —me dijo el enfermo del antifaz—. Las puertas se abrirán. —Caminé hacia él, me agaché y le puse el cañón en la frente—. Hazlo y lo que provocarás será mucho mayor que el despertar.

Sin importarme si decía la verdad o no, me faltó poco para apretar el gatillo, pero el ruido que produjo una brecha azul al resquebrajar el aire me hizo mirar de reojo cómo la antigua anciana imaginaria traspasaba una neblina de ceniza roja.

—Tiene razón, querido —me dijo, después subirse el velo y encenderse un cigarro—. El reino de pesadillas tiene que tener un morador. Si lo matas, los tormentos negros quedarán libres y será como si las puertas nunca hubiesen sido construidas. —Dio una calada y echó el humo mirando las gigantescas losas—. Partiríamos desde un inicio muy diferente.

Maldije, miré el rostro complacido del enfermo del antifaz y le golpeé con la culata del revolver en los dientes y le partí varios.

—Si no había forma de evitarlo, ¿por qué me has arrastrado a este infierno? —le pregunté a la anciana, tras levantarme y acercarme a ella—. ¿De qué ha servido todo lo que he hecho? ¿Ha sido inútil? ¿Solo ha valido para alargar el dolor y aferrarme a una vana esperanza? —Miré el círculo incompleto de planetas—. Mi mundo caerá y Mirhashe, Noaria, Gharberl y los inocentes morirán. —Señalé las puertas—. El final siempre conducía a que quedara libre lo que está encerrado.

La anciana dio una lenta calada y sonrió.

—Esto es mucho más grande que tú, que los que están encerrados y que yo —respondió mientras el humo escapaba de su boca—. Este reino necesita un nuevo morador, un nuevo guardián. —Su sonrisa se agrandó y, por un segundo, sus dientes negros se cubrieron por una tenue neblina negra—. Alguien que vele para que los ecos del delirio disonante sigan resonando en las pesadillas de los mortales y lo vuelvan a hacer entre las de los inmortales. —Miró al enfermo del antifaz—. Este advenedizo usurpador usó las atormentadas mentes de los habitantes de su mundo para convertirse en morador. Acabó con todos e inició el círculo para abrir las puertas.

Dirigí la vista hacia las gigantescas losas y me quedé pensativo.

—Si se cierran, este cerdo volverá a intentar abrirlas. —Miré lo complacido que estaba el enfermo del antifaz, como sentía que había ganado y acariciaba la victoria—. Y si lo mato, dará igual que estén cerradas, será como si las puertas nunca hubieran existido. —Giré la cabeza y vi al hombre malherido apoyado en un pilar—. Esto es un callejón sin salida.

La anciana tiró el cigarro consumido, sacó otro y lo encendió.

—No del todo, querido. —Señaló con el torcido dedo índice el altar donde yacía la mujer mayor a la que mi cuerpo le quitó la vida y le extirpó el corazón—. Los moradores y guardianes pueden moldear parte de lo que sucede en el reino de pesadillas. —Dirigió la mirada hacia el hombre malherido—. Aunque ese mortal está condenado a convertirse en una ofrenda, aún se puede evitar que se cierre el círculo.

El enfermo del antifaz intentó levantarse, pero se lo impedí pisándole el pecho.

—No va a cambiar lo que ha pasado, maldita bruja —soltó—. Es inevitable que se liberen los guías y que llegue el despertar.

Miré el cuerpo sin vida de la mujer mayor, giré un poco la cabeza y centré la mirada en el lugar donde vi el alma de Mirhashe, donde aún permanecía encadenada sin que fuera capaz de verla; su vida, al igual que las de los que me importaban y las de los inocentes, dependía de mí.

Escuché el estruendo que produjeron las losas al encajarse, supe el poco tiempo que tenía hasta que el círculo se volviera a cerrar, hasta que las puertas comenzaran a abrirse de nuevo, y acepté mi destino.

—Vamos a dar un último paseo —le dije al enfermo del antifaz, le golpeé varias veces la cara con la suela, lo cogí de la chaqueta y lo arrastré mientras caminaba hacia las puertas—. Es hora de que estés siempre cerca de los que están encerrados y así puedas lamerles las botas durante toda la eternidad. —El enfermo del antifaz, que tenía el rostro lleno de sangre, trató de que lo soltara, pero lo golpeé hasta atontarlo y lo seguí arrastrando—. Démosle un buen final a tu historia, uno que recuerde a todo el que te vea lo patético que eres.

Lo cogí de las solapas, lo levanté y di unos pasos hasta que su espalda chocó contra una de las dos gigantescas losas.

—Ellos son imparables —replicó y sus dientes rotos, ensangrentados, quedaron al descubierto—. Son eternos. Y tú no eres más que una insignificante mota de polvo que trata de interponerse en el tránsito de la siguiente ascensión de su naturaleza perpetua.

Su rostro lleno de sangre y heridas, junto con las venas rojas de sus ojos a punto de estallar, reflejaban su inquebrantable fanatismo; al enfermo del antifaz, sumido en su alterada percepción de la realidad, no le importaba morir.

—Yo también soy imparable —repuse y mi mano se cubrió de ceniza roja—. Y, por muy eternos que sean, van a estar siempre encerrados. —A la vez que se hundían en el pecho del enfermo e iban en busca de su corazón, mis dedos brillaron con un tenue fulgor rojizo—. Y tú formarás parte de las puertas que los encarcelan.

El enfermo del antifaz gritó mientras lo empujaba y su cuerpo se incrustaba en la losa convertido en piedra; saqué la mano de su pecho para extraerle el corazón trasformado en un montón de polvo.

—Disfruta de tu eternidad —pronuncié en voz baja, abrí la mano y el polvo amontonado en la palma voló por una repentina y cálida ráfaga de aire—. Es hora de deshacer tu locura.

Me giré, la anciana me miró y sonrió.

—Por fin volverá a haber un guardián medio cuerdo —habló sin perder su profunda sonrisa—. Valió la pena apostar por ti.

Caminé hasta mi sombrero tirado en el terreno rocoso, lo cogí, lo sacudí y me lo puse.

—Empecemos —susurré, me miré las manos y de la piel surgió una llovizna de ceniza que descendió despacio—. Las pesadillas se pueden moldear. —Fijé la mirada en el altar, alcé la mano y se recreó la figura de mi cuerpo justo en el momento en que iba a matar a la mujer mayor—. El círculo nunca se cerrará, me encargaré de ello. —Moví los ojos hacia la izquierda y la representación de mi cuerpo fue golpeada por una fuerza invisible que la alejó del altar—. Todo cambiará.

La figura de mi cuerpo se desvaneció y la mujer mayor, como si nunca hubiera muerto, se incorporó aterrada en el altar.

—Tranquila, todo ha sido un mal sueño —le dijo la antigua anciana imaginaria, tras acercarse a ella—. Sigue durmiendo. —Dio una calada, le echó el humo en la cara y la mujer mayor y el altar se desvanecieron—. Mucho mejor.

Miré al hombre malherido, me dolía no ser capaz de evitar su muerte sin poner en peligro la existencia e hice lo único que estaba en mi mano: usar la ceniza de las pesadillas para sumirlo en un profundo coma y que no sufriera en la ejecución a manos del enfermo del antifaz.

—Lo siento —pronuncié, apenado—. Siento no ser capaz de hacer más.

El vidrio blanco que conectaba con el recuerdo se recompuso y el hombre, trasformado en una neblina azul, retornó a la habitación.

—No puedes salvarlos a todos —aseguró la antigua anciana imaginaria, después de acercarse—. Algunos deben padecer para que los demás sigan viviendo. —Alzó la cabeza y vio cómo desaparecía la imagen del incompleto círculo de planetas—. El destino es caprichoso, endiabladamente caprichoso, pero es lo único que nos queda.

La nebulosa capa gris que cubría todo se fue difuminando mientras algunos rugidos escapaban por la hendidura de las puertas.

—Solo has retrasado lo inevitable —las palabras pronunciadas por infinidad de voces espectrales traspasaron las gigantescas losas—. El despertar está escrito con la sangre de los antecesores desde antes del origen y en él tú cumplirás tu destino y serás nuestro verdugo.

Saqué un cigarro, lo encendí y caminé a paso lento hacia las puertas mientras fumaba.

—Vais a seguir ahí, encerrados, para siempre. —Di una profunda calada y me detuve delante de cuerpo pétreo del enfermo del antifaz incrustado en la losa—. Me encargaré de que vuestra prisión sea eterna.

Apagué el cigarro en el ojo petrificado del enfermo del antifaz y me di la vuelta mientras la hendidura se volvía oscura y las voces, convertidas en susurros, se silenciaban.

Mi conexión con el reino de las pesadillas era completa, me había vinculado al oscuro mundo onírico y la ceniza roja impregnaba mi ser. Alterné la mirada entre un gimoteante Hanreot y un aterrado Torhert, acabar con ellos habría sido muy fácil, tan solo tenía que desearlo, pero decidí que pagaran en el mundo de la vigilia junto al resto de jueces de la corte negra.

—Vais a pasar muchos años en Dhorton —sentencié, traje de vuelta a los jueces que fueron convertidos en ceniza y mandé a la corte negra a que despertaran en mi mundo—. Nadie os va a salvar de ser condenados por todo lo que habéis hecho.

Observé cómo desaparecían temiéndome, temiendo en lo que me había trasformado: en un depredador con hambre de almas oscuras, morador y guardan de las pesadillas; el pánico de ver a un verdugo capaz de caminar entre mundos fue demasiado para ellos.

—Nhargot —me llamó Mirhashe.

Inspiré despacio, dirigí la mirada hacia la mujer que amaba y caminé hacia ella; al unirme a la ceniza de las pesadillas conseguí ver su alma aprisionada por cadenas de niebla gris.

—Ojalá todo hubiera sido diferente —dije, apenado—. Ojalá hubiéramos tenido una feliz y larga vida juntos, habría sido perfecto, pero nuestros caminos no estaban destinados a que los recorriéramos juntos. —Pasé los dedos por las cadenas de niebla gris y los eslabones se descompusieron trasformados en diminutas partículas grises—. Que no pueda envejecer a tu lado, no significa que dejaré de amarte. Siempre estarás en mis pensamientos y, cuando duerma, siempre estarás en mis sueños. —Acerqué los dedos a su mejilla y su alma se solidificó lo suficiente para acariciarla—. Eres el amor de mi vida y eso nadie puede cambiarlo.

La emoción se reflejó en su rostro; me miró con ternura y nostalgia.

—Nhargot, siento tanto lo que pasó —pronunció las palabras con mucha tristeza—. Siento haber creído a Thonan, siento haber pensado que eras un monstruo. —Una lágrima etérea le recorrió la mejilla—. Eres un buen hombre, y te amo.

Mirhashe, manteniendo su alma tangible, me besó. Cerré los ojos, recordé cómo la perdí, cómo el enfermo del antifaz la abrasó, cómo casi la mató de nuevo en las fábricas viejas y me fue imposible que mis ojos no se humedecieran.

—También te amo —susurré, cuando sus labios se separaron mientras una diminuta lágrima recorría mi mejilla—. Y siempre te amaré.

Antes de retornar a su cuerpo, el alma del Mirhashe brilló y ella sonrió; por un instante, volvimos a ser esa feliz pareja que paseaba por el parque fantaseando con vivir una tranquila vida en una casa de campo.

—Mi corazón siempre te pertenecerá —pronuncié en voz baja, después de que un débil destello blanco se extinguiera y el alma de Mirhashe ya no estuviera delante de mí—. Eso no cambiará nunca.

Bajé un poco la cabeza y me perdí varios segundos en recuerdos; mi vida había cambiado y no había marcha atrás, acepté convertirme en morador y guardan de las pesadillas para salvarla aunque eso significara separarme de ella y vivir entre los temores que acechan por las noches.

—No sé si lo originario fue malévolo o benévolo cuando creó el amor —me dijo la antigua anciana imaginaria—. Y no creo que lo descubra nunca. Es uno de esos misterios insondables de la creación.

Me ofreció un cigarro, lo cogí y lo mordí. Me dio fuego con una cerilla y di una calada.

—Quién sabe por qué lo creó —contesté, pensativo, antes de apartar mis sentimientos para centrarme en los males que acechaban. Eché el humo y la miré a los ojos—. ¿Y ahora qué? Hemos impedido que se liberen los que están encerrados tras las puertas y evitado que se cerrara el círculo, pero solo falta un corazón para que se complete el ritual. —Miré los pilares descomponerse convertidos en ceniza—. Tengo que recorrer el reino de pesadillas y asegurarme de que nadie más quiera abrir las puertas.

La antigua anciana imaginara sonrió.

—Sí, querido. Ahora empieza el trabajo duro, hay que evitar que el reino de pesadillas se desmorone. —Soltó una risita—. Ahora tienes que poner orden en este lado y mantenerlo en el otro. Debes caminar entre mundos y vigilar que nada pérfido despierte en los sueños de los mortales y los inmortales.

Observé las gigantescas puertas, centré la mirada en el cuerpo pétreo del enfermo del antifaz y di una profunda calada.

—Un nuevo día, un nuevo trabajo —dije para mí mismo mientras me preparaba para dar mis primeros pasos como morador y guardián de las pesadillas—. Mandaré a alguien a que construya un colegio para los críos raros. —Di una calada—. No puede ser que vuelvan a aparecerse a canturrear cosas sinsentido. Hay que impartir educación, tanto a ellos como a los demás seres extraños.

Me quedé fumando junto a la antigua anciana imaginaria mientras escuchaba sus risitas. Gracias a ella, a Noaria y Gharberl, había evitado que un mal mucho más antiguo que la humanidad se liberara y destruyera la existencia.

Cuando empecé a investigar los asesinatos rituales que asolaban la ciudad, creí que iba detrás de un trastornado más, otro monstruo al que había que cazar y enseñarle el verdadero significado del dolor, pero inicié un viaje que me adentró aún más en mi oscuridad, que me llevó a recorrer las pesadillas y enfrentarme contra fuerzas que me superaban por mucho.

Al final, el perseverante detective y el sádico enmascarado que atemorizaba a los monstruos se acabaron fundiendo y transformándose en alguien más, en alguien nuevo: en Nhargot, el morador y guardián de las pesadillas.

Mi viaje acabó lejos de donde empezó, en frente de unas puertas tan antiguas como el mismo origen de la existencia. Aunque nunca me detuve mucho a pensar en si existían fuerzas oscuras no vinculadas a las almas de las personas, aunque me centré en cazar monstruos con cuerpos humanos, tras acabar con el enfermo del antifaz, ver la inmensidad del reino de pesadillas y descubrir la existencia de otros mundos, supe cuánto se agrandaba mi coto de caza.

El final conducía a un nuevo inicio, a uno en el que nadie amenazaría otra vez a los inocentes y a los que me importaban. El cazador dentro de mí afilaba los cuchillos para evitar que eso volviera a pasar y mi oscuridad se proyectaba deseosa de imponer duros castigos. Los monstruos caerían unos tras otros; yo me encargaría de eso.


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