Epílogo
Una semana después de la derrota del enfermo del antifaz
Tras la victoria, después de asegurarme de que las puertas quedaron bien selladas y de recorrer las pesadillas junto a la antigua anciana imaginaria y soportar su penetrante y molesta risita, contacté mediante sueños con Noaria y con Gharberl, pero no me atreví a hacerlo con Mirhashe. Me conformé con verla feliz soñando con disfrutar de una bonita casa de campo en un día soleado; estaba preciosa en el sueño, vestida con un vestido blanco que reflejaba la luz que trajo a mi mundo el tiempo que estuvimos juntos.
Nunca fui un hombre de dar mucha cabida a mis sentimientos; mis bien organizados impulsos, junto la necesidad de cazar a los monstruos para que los inocentes no sufrieran, fueron los grandes motores de mi vida, pero quizá el perder a Mirhashe, el verla morir ardiendo y el estar a punto de volver a perderla, despertó algo nuevo dentro de mí... Quién sabe.
Estuve familiarizándome con las reglas del oscuro mundo onírico y, aunque les costó aprender, les enseñé modales a algunas criaturas extrañas. Al convertirme en el morador y guardián de las pesadillas, me miraron con otros ojos; los que tenían ojos, los que no supongo que me vieron a través de algún tipo de proyección de pensamientos mientras soltaban gruñidos roncos.
Los críos raros no me hicieron mucho caso y siguieron canturreando y corriendo por los techos con los rostros goteando pintura negra y las manos sosteniendo puñales teñidos de rojo. Aunque algo sí cambió, pasaron de decirme que "él iba a venir a por mí" a "el rojo tiñe el traje". A saber qué querían decir; los niños diabólicos del reino de pesadillas eran muy difíciles de entender.
La mayoría de repugnantes revividos fueron aniquilados por Noaria y Gharberl; en cuanto se cortó el vínculo entre el enfermo del antifaz y esos asquerosos despojos, las balas y las granadas por fin los enviaron de vuelta al Infierno.
Sucios cerdos con suerte, seguro que se sintieron felices de que las pesadillas no alcanzaran el Inframundo y de que el castigo de los seres espectrales no fuera nada comparado con el que habrían sufrido a mis manos. Les tocó la lotería sin haberse gastado ni una moneda en comprar un cupón.
Pasada una semana, realicé una última visita a las puertas para comprobar que las losas seguían igual y para ver la cara petrificada del enfermo del antifaz; su rostro trasmitía lo mismo que cuando estaba vivo: egolatría, frialdad y el reflejo de pensamientos delirantes.
—Solo han pasado siete días, pero antes de que pasara uno ya me preguntaba si no debí mantenerte con vida, retenido entre ceniza y torturarte hasta el final de los tiempos —le hablé al petrificado enfermo del antifaz, sabiendo que los fragmentos de su ser estaban fundidos con las losas y que ya no podía escucharme—. Sé que no debía arriesgarme, que aún no sabía si controlaría del todo la ceniza roja y que quizá usarías eso en mi contra, pero me duele no haberte hecho pagar la muerte de Mirhashe y las de los inocentes en los asesinatos rituales como deberías. —Guardé silencio unos segundos mientras un par de relámpagos recorrían la capa de ceniza roja que cubría el cielo y dos truenos retumbaban—. Aplacaré mi sed de venganza con el convencimiento de que estás sufriendo con tu alma dispersa por las puertas.
Miré a los ojos pétreos durante casi un minuto, pensando en todo el dolor que ese miserable había provocado, me di la vuelta y caminé mientras una ráfaga de viento empujaba la parte baja de la gabardina.
El reino de pesadillas era como una engañosa fruta que por fuera parece deliciosa pero que está llena de gusanos, una de esas que tras darle un bocado escupes de asco o tragas para tener una nutritiva dosis amarga de proteínas. Las capas más externas, las que fluctuaban rozando los inconscientes de las personas, aún percibían algo de luz de la pureza de las almas que no habían sido envilecidas por la salvaje oscuridad que acechaba dentro de cada ser humano.
—Menos mal que no uso reloj —me dije en voz alta, tras detenerme y crear un vidrio que conectaba con mi mundo—. No me serviría de nada. El tiempo aquí es diferente y hay que guiarse por los sueños. —Atravesé el vidrio y aparecí en las escaleras que conducían a la planta del departamento de Mirhashe—. Nuevo trabajo, nuevas reglas y hábitos.
Subí los peldaños y caminé despacio por el pasillo recordando el último día que estuve ahí, cuando Mirhashe perdió la consciencia y la ciudad cayó aún más en la locura. Me detuve delante de la puerta del departamento, mis recuerdos me trasportaron al pasado y reviví muchos momentos felices de mi matrimonio.
—Hemos pasado tanto juntos —pronuncié un pensamiento.
Durante la semana que recorrí parte del reino de pesadillas pensé mucho en qué le diría a Mirhashe, en cómo le explicaría lo que implicaba mi nuevo trabajo. Necesitaba despedirme, pero me costaba porque significaba desprenderme del todo de ella y, al hacerlo, ya no habría marcha atrás.
—Ojalá hubiera otra forma —dije en voz baja, recordando el beso que nos dimos antes de que ella abandonara el oscuro mundo onírico—. Aunque mi alma no tiene valor, la vendería mil veces para poder estar a tu lado, pero ahora las vidas de millones dependen de mí y debo asegurarme de que ningún monstruo las amenace.
Antes de que viera a Mirhashe en sus sueños y lo percibiera, la antigua anciana imaginaria me explicó que los recuerdos de la mujer que amaba se emborronaron y que no se acordaba con claridad lo que pasó.
Me alegraba que no recordara lo que sufrió a manos del enfermo del antifaz y se olvidara de mi faceta oscura, pero me dolía que pensara que ya no me importaba. Aunque no sabía hasta dónde alcanzarían sus recuerdos, esperaba que recordara lo que le conté de Thonan y por qué le di una paliza.
Piqué a la puerta y retrocedí un paso. Inspiré despacio y repasé lo que iba a decir, pero, tras esperar casi un minuto, no escuchar ruido dentro del departamento y oír unos pasos en el pasillo, me giré y vi al anciano que vivía al lado acercarse con un periódico doblado.
—Nhargot, me alegro de verte —me dijo, casi cuando ya estaba en la puerta de su departamento—. Hace no mucho, estando en el hospital, soñé contigo.
También me alegraba de verlo y de que su vida no hubiera acabado en el sucio rincón de las pesadillas donde lo salvé de la tortura de un tormento negro.
—Espero que lo del hospital no haya sido nada —contesté.
El anciano bajó un poco la cabeza, sacó un llavero de un bolsillo y, entre el montón que tenía, buscó la llave de su departamento.
—Solo un susto —respondió, después de introducir la llave en la cerradura y abrir la puerta—. Es todo un poco confuso, pero lo que importa es que estoy bien.
Sí que estaba bien; vi varias veces cómo soñaba que era algo más joven, su nieta era una niña y jugaba con ella en el parque.
—Eso es lo único que importa —aseguré.
Giró la cabeza y miró una fotografía encima del mueble del recibidor en la que sonreía junto a su nieta.
—La vida es un regalo y hay que disfrutar de cada segundo —habló, pensativo, y miró la puerta del departamento de mi exmujer—. Mirhashe se fue hace unos días a casa de su hermana. —Caminó hasta el mueble del recibidor, sacó una llave de un cajón y me la enseñó—. Me la dejó para que le regara la planta que le regalaste. Me repitió varias veces cada cuanto debía hacerlo.
Miré la llave y me perdí un instante en recuerdos; le regalé a Mirhashe una planta que florecía cada poco, la compré después de una caza al otro lado del país y se la traje por lo mucho que le gustaban las flores. El día que se la di, el anciano estaba en nuestro departamento, su nieta le había traído un motón de dulces artesanales y nos dio unos cuantos.
—Gracias por todo —contesté, agradecido con ese buen hombre, tras mirar cómo desdoblaba el periódico y se veía el anuncio de un partido—. Esta noche juegan los Glanglers, espero que ganen. —Me cogí el ala del sombrero e hice un ligero gesto de cabeza para despedirme—. Cuídate.
El anciano estuvo a punto de hablarme, supongo que para preguntarme si quería que le dijera algo a Mirhashe, pero me conocía bien, sabía que casi siempre era hombre de pocas palabras y me miró en silencio mientras me daba la vuelta y caminaba por el pasillo.
Escuché la puerta del departamento cerrarse cuando casi había llegado a las escaleras, descendí unos escalones, creé un vidrio que conducía al callejón que bordeaba la comisaria de la sección ciento uno, lo atravesé y sentí la calidez del sol en las manos y en la parte de la cara que no quedaba oscurecida por el sombrero.
—Sigamos con las visitas —dije en voz baja y caminé hasta alcanzar la calle y ver lo vehículos policiales aparcados.
Los agentes que estaban fuera del edificio me miraron con un profundo respeto reflejado en sus rostros. Casi como si se pusieran firmes ante un desfile militar, permanecieron inmóviles mientras entraba en la comisaria.
Caminé pisando las tablas de madera caobas del amplio vestíbulo, observé las lámparas de araña de bronce del techo, pasé por al lado del largo mostrador blanco y miré a la recepcionista.
—Buenos días —le dije, la saludé con un movimiento de cabeza y seguí caminando.
—Buenos días, Nhargot —contestó, un segundo antes de que sonara el teléfono y lo descolgara para atender la llamada.
Al verme, los agentes sentados junto a sus escritorios se levantaron e imitaron el comportamiento de los compañeros de afuera; en mis años de servicio, tras resolver los peores casos, me fui ganando la admiración de los agentes de la sección ciento uno, pero esta llegó a sus cotas más altas después de que Noaria y Gharberl redactaran sus informes tras la caída del enfermo del antifaz.
—Bien hecho, Nhargot —me dijo un veterano de la sección ciento uno, Clamert, con sus características largas patillas, su fino bigote unido con la barba poblada del mentón y sus penetrantes ojos castaños, tras acercarse y tenderme la mano; la pulcritud de su traje ceñido marrón y su bombín del mismo color lo dotaban de un aspecto aún más único—. Por fin han caído esos despreciables corruptos. Ya era hora de que se pudrieran en Dhorton.
Le estreché la mano.
—Al final mordieron más de lo que podían tragar —contesté—. Se creían intocables, protegidos, que no pagarían por sus asquerosas crímenes y depravaciones, pero la justicia, por más que se tome su tiempo, siempre llega.
Escuché cómo se abría la puerta de un amplio despacho de la segunda planta de la comisaria y vi a Noaria bajar los grandes escalones de mármol negro.
—¿Vendrás con nosotros a trasladarlos a Dhorton? —me preguntó Clamert mientras abría un cajón de su escritorio y cogía su revolver—. Seguro que, si te ven, su viaje será aún mejor. —Enfundó el arma—. Me apuesto una ronda de cervezas a que agacharán la cabeza y no separarán los ojos del suelo.
Negué con la cabeza, antes de caminar hacia Noaria.
—No, os dejo la diversión a vosotros. —respondí—. Cuando os vean, empezarán a sudar. Saben que sois de los más duros de la sección ciento uno y que no os temblará la mano de camino a Dhorton.
Me acerqué a Noaria y vi la inmensa alegría que reflejaban sus ojos y su rostro.
—Lo hemos conseguido —me dijo, satisfecha—. Han caído todos. Vinieron a entregarse antes de que fuéramos a por ellos. Teníamos las pruebas, pero se inculparon solos.
Tras la caída del enfermo del antifaz, durante días me recreé en las visitas a las pesadillas de los jueces de la corte negra; esos desechos sufrieron mientras jugaba con sus temores y terminaron de convencerse de que no había salida.
—Van a pasar una larga condena de noche y de día —respondí—. Esos cerdos tienen lo que se merecen.
Una ligera sonrisa se dibujó en la cara de Noaria.
—Los paramos —me dijo—. Los paraste.
Su felicidad era contagiosa; el día que tanto esperamos por fin se había hecho realidad.
—Lo conseguí gracias a ti y a Gharberl —contesté—. Su poder se convirtió en cenizas.
Clamert se acercó.
—No hagamos esperar más a los presos de Dhorton —le habló a Noaria—. Estarán deseando que lleguen sus juguetes nuevos.
Noaria asintió con la cabeza.
—Ve al furgón, yo voy ahora —respondió y me miró a los ojos—. En cuanto llevemos a los jueces de la corte negra a Dhorton, vamos a registrar los juzgados policiales y a incautarlo todo. Gharberl hizo unas llamadas y el principal de la autoridad central le ha dado el control de la jurisdicción. —Volvió a sonreír y fue hacia la salida de la comisaria—. Este día va a ser grandioso.
La miré hasta que salió y me sentí agradecido de tenerla como amiga y orgulloso de lo que habíamos conseguido; el reino de terror ya no era más que un cúmulo de recuerdos amargos de un pasado incapaz de proyectar su oscura sombra en la vida de los habitantes de la ciudad.
—Buena caza —pronuncié en voz baja y me dirigí a la segunda planta de la comisaría.
Subí los grandes escalones de mármol negro, me crucé con un agente que venía de los archivos especiales con varios informes, lo saludé y llegué al largo pasillo que recorría la segunda planta.
Caminé por la alfombra roja que cubría el suelo del corredor, me detuve delante de un amplio despacho y piqué a la puerta.
—Adelante —respondió Gharberl
Entré y lo vi sentado revisando la montaña de documentos, informes y fotografías de su escritorio.
—Mucho trabajo —le dije mientras mi mentor dejaba una declaración sobre una carpeta y me indicaba que tomara asiento.
—Mucho —contestó—. Cuando me llamó Noaria, pensé que, después de ayudaros en la caza, volvería a mi vida de retirado, pero no me pude negar cuando me ofrecieron dirigir la sección ciento uno. —Sacó una botella de una agria bebida negra, la descorchó y sirvió dos vasos—. Me quedaré unos meses hasta que esté todo cerrado. La ciudad no volverá a caer.
Me acercó el vaso, lo cogí y di un trago; la garganta ardió y la lengua se entumeció un poco.
—Pasan los años, pero sigues con los mismos gustos —hablé después de un par de segundos, tras poner el vaso en el escritorio.
—Son costumbres y vicios de los que me cuesta desprenderme. —Dio un trago y colocó el vaso al lado de la botella—. Para alguien abstemio que alguna vez disfrutó del ardor en la garganta del wiski, esto es una bendición.
Ojeé de reojo la botella.
—Ni que lo digas, no sé la de vasos que habré bebido en nuestras patrullas. —Recorrí los documentos, informes y fotografías con la mirada—. Tenéis todo bien hilado y no vais a dejar ni una alfombra sin levantar. Nadie va a poder esconder sus trapos sucios.
Gharberl miró una fotografía de los jueces de la corte negra.
—No vamos a permitir que ninguna rata quede libre. —Cogió el vaso y dio otro trago—. Quieren que ocupe un puesto mayor una vez la ciudad quede limpia. —Me miró a los ojos—. Quieren nombrarme intendente superior y darme la jurisdicción de las capitales y los territorios donde los jueces de la corte negra han tenido actividades. Se van a tomar la limpieza en serio.
Era una gran noticia; cogí el vaso, lo alcé y bebí.
—Esto se pone cada vez mejor. —Puse el vaso en el escritorio—. Por fin se van a podar las ramas podridas.
Cruzó las manos, las apoyó encima de unos informes y se echó un poco hacia adelante.
—Lo he rechazado. —Hizo una pausa mientras mantenía la mirada fija en mis ojos—. Les he dicho que en unos días les daré el nombre de alguien de confianza, alguien capaz de limpiar toda la porquería acumulada durante años. —Apartó un poco la vista—. Sé que no soy tan viejo para jubilarme, pero me retiré para estar con mis nietos. La muerte de mi hijo fue dura para todos, pero más para mi nuera y para mis pequeños. —Volvió a mirarme a los ojos—. Limpiaré la ciudad, lideraré unos meses la sección ciento uno, pero después me retiraré. —Descruzó las manos, puso las palmas en el escritorio y apoyó la espalda en el asiento—. Tú eres a quien necesitan.
Ambos guardamos silencio durante unos largos instantes.
—Te lo agradezco —le dije, bajando un poco la mirada y fundiéndola con los documentos, carpetas, informes y fotografías—. Me encantaría poner orden, pero he aceptado otro trabajo. —Alcé la mirada en busca de sus ojos—. Ahora viviré lejos de aquí.
Gharberl asintió con un leve movimiento de cabeza.
—Lo sé —contestó, sin dejar de mirarme—. Y eso te honra. Has elegido servir alejado de todo para que no volvamos a enfrentarnos con una amenaza como la del miserable excremento andante salido de las pesadillas. —Guardó silencio un par de segundos—. Te debemos mucho. Luchaste contra lo imposible y venciste. Estoy muy orgulloso de ti.
Gharberl contuvo la emoción, cogió el vaso y apuró la bebida; era un gran hombre, mucho más que un maestro, era como un segundo padre.
—Aprendí a servir del mejor. —Cogí el vaso, bebí y también contuve la emoción.
Dejamos los vasos en la mesa y mantuvimos un largo silencio; en muchos aspectos éramos casi como dos espejos que reflejaban siluetas casi indistinguibles.
—Si alguna vez me necesitas, cuenta conmigo —me dijo—. Espero que no haga falta, porque eso significaría que nuestro mundo corre un gran peligro, pero, si sucede, estaré ahí para acabar con la basura.
Aunque esperaba que ese día nunca llegara, que nadie volviera a amenazar mi mundo, me alegraba contar con mi mentor.
—Te lo agradezco. —Saqué la placa de un bolsillo, la puse en el escritorio y se la acerqué—. Mis días de servicio en la sección ciento uno quedaron atrás.
Negó con la cabeza.
—Siempre serás uno de nosotros. Aunque no estés por aquí frenando a la escoria, lo harás desde el otro lado. —Cogió la placa y me la devolvió—. En lo que respecta a la sección ciento uno, sigues de servicio.
Dudé, pero cogí la placa y la guardé.
—¿A quién vas a recomendar para el puesto de intendente superior? —le hice una pregunta de la que ya intuía la respuesta—. Creo que será más que capaz.
Gharberl se sirvió un poco más de bebida y me sirvió otro poco a mí.
—Aún no se lo he dicho. —Dio un trago, apuró el vaso y lo colocó al lado de la botella—. Quiero que pasen las detenciones y los registros en los juzgados policiales. Entonces se lo diré y en los meses que pase al cargo de la sección ciento uno la preparé para que sepa manejarse con la burocracia y para llevar el mando en un territorio tan grande.
Cogí el vaso, bebí de un trago, lo puse en el escritorio y me levanté.
—Noaria es perfecta para el cargo —aseguré.
Gharberl se levantó y caminó hasta ponerse a mi lado.
—Cierto, es perfecta para acabar con toda la podredumbre y evitar que la corrupción vuelva a arraigar. —Miró una vieja fotografía de él y otros veteranos de la sección ciento una enmarcada en la pared tomada en la puerta de la antigua comisaria—. Y será bueno que tenga a alguien de confianza como segundo.
Dirigí la mirada hacia la fotografía.
—Clamert es otra buena elección. —Permanecí unos segundos contemplando los rostros de los veteranos caídos, de los retirados y de los que aún seguían en activo—. Harán un buen trabajo. —Miré a Gharberl a los ojos y le tendí la mano—. Todos haréis un buen trabajo.
Me la estrechó.
—Y tú lo harás en el otro lado —aseguró.
Me separé de mi mentor, caminé hacia la puerta, salí al pasillo, eché un último vistazo rápido a los documentos, carpetas, informes y fotografías del escritorio y miré a Gharberl.
—Mantendremos el mundo limpio —le dije, me cogí el ala del sombrero e hice un ligero movimiento de cabeza—. Nos veremos en los sueños.
Gharberl me miró serio con un claro gesto de aprobación.
—Ahí nos veremos —respondió.
Cerré la puerta, caminé rememorando mis años de servicio en la sección ciento uno, bajé los grandes escalones de mármol negro, fui hacia la salida y los agentes me miraron con respeto y se mantuvieron inmóviles y firmes.
Salí de la comisaria, regresé al callejón y vi a la antigua anciana imaginaria dar una profunda calada a un cigarro.
—Esta marca es nueva —me dijo mientras el humo escapaba de su boca—. No sé qué le ponen, pero da más picor en la garganta. —Extendió la mano con el paquete de tabaco—. ¿Quieres probar?
Tardé unos segundos en coger un cigarro.
—Estaba pensando en dejarlo —contesté—, por eso de tener nuevos hábitos en un nuevo trabajo, pero siempre habrá tiempo. —Mordí el cigarro, me dio fuego y di una calada—. Tienes razón, es más áspero.
La anciana imaginaria rio.
—Como todo lo bueno de la vida, te genera sensaciones inolvidables. —Sonrió y los dientes negros se le recubrieron con una neblina oscura—. Un día de estos te llevaré a que pruebes unos gruesos cigarros de hojas de un tabaco fermentado. —Dio una calada—. Seguro que te gustan tanto como la región del mundo donde los hacen.
Creé un vidrio que conectaba con el reino de pesadillas.
—Un día de estos, cuando tenga tiempo de tomarme unas vacaciones —respondí, di una profunda calada, eché el humo, tiré el cigarro y lo pisé—. ¿Vienes o te vas a quedar por aquí?
La antigua anciana imaginaria soltó una risita.
—Tengo que hacer un encargo. —Me ofreció el paquete de tabaco—. Quédatelo, ya conseguiré más.
Cogí el paquete y lo guardé mientras la antigua anciana imaginara se daba la vuelta y caminaba hacia el final del callejón.
—Más enigmática no puedes ser —pronuncié en voz baja.
Atravesé el cristal y regresé al oscuro mundo onírico dispuesto a cumplir con mi nuevo trabajo, detener a los monstruos y acabar con las amenazas antes de que surgieran. Mi destino se había unido a la ceniza roja de las pesadillas y usaría su poder para que los miedos nocturnos sirvieran para contener al mal: viviría en una noche eterna para que los demás disfrutaran de un día sin fin.
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