Capítulo 7

La oscuridad, densa, asfixiante, pegajosa y glacial, era omnipresente. Durante un tiempo que me pareció eterno, caminé a ciegas pisando una sustancia gelatinosa y fétida; el ruido de los pasos, como chapoteos en una piscina de vejigas reventadas, era lo único que alejaba al silencio.

—La antigua anciana imaginaria me podría haber dado un manual de instrucciones de cómo moverse por las pesadillas. —Me callé hasta que se silenció el eco de mis palabras—. O podría haber dejado de sonreír con esa dentadura necesitada de atención profesional y haberme avisado de que, al pasar el remolino, tan solo habría tinieblas, que así habría sacado una linterna del petate. —Enmudecí ante el potente titileo de una luz y ver que, a tan solo unos metros, apareció una mesa negra y una lámpara de queroseno encima—. Bueno, no es tan manejable como una linterna, pero me servirá.

Me quedé observando la lámpara unos segundos y recordé que mi abuelo me regaló una parecida cuando aún trabajaba en la mina; me sumí en recuerdos de manos ennegrecidas por el carbón y de férrea disciplina.

—El tiempo vuela —susurré y alejé mis pensamientos de esa época.

Cogí el asa de la lámpara, me separé un par de pasos de la mesa y esta se desvaneció convertida en polvo mientras la luz de la llama se intensificaba y revelaba un camino de placas oxidadas; a lo lejos, centenares de edificios de distintos tamaños, descompensados, rectos, torcidos y algunos a medio construir, emergieron del terreno oscuro y brillaron con tenues destellos grises.

—No sé quién tendrá tan mal gusto para vivir ahí —dije, tras empezar a recorrer el camino de placas de metal oxidado—, pero es un buen sitio para encontrar respuestas.

A medida que avanzaba, cada vez que las suelas caían contra el metal, alrededor del camino surgían unos arbustos de finas ramas llenas de espinas; en algunas, como los que fisgonean en los rellanos detrás de las mirillas, había ojos clavados que me seguían con la mirada.

Me paré, puse la lámpara en una placa oxidada, saqué un cigarro, lo mordí y lo encendí.

—Ha sido coger la lámpara y este lugar ha cobrado vida. —Di una profunda calada, agarré el asa y continué la marcha—. Me parece que pronto empezará la diversión.

Seguí fumando, degustando el humo analgésico y venenoso, mientras poco a poco el camino de placas oxidadas se transformaba en una vieja carretera de asfalto agrietado; los vehículos, rodeados de arbustos, vacíos, sin puertas ni cristales, no tardaron en aparecer cerca.

—Esto se pone cada vez mejor. —Di una última calada, tiré el cigarro, lo pisé y me adentré en una amplia calle con las aceras repletas de gente cubierta de cera seca; los rostros y los cuerpos estaban llenos de abultados pegotes—. Esto sí que se va pareciendo más a una pesadilla.

Miré los edificios en busca de portales, pero lo único que tenían eran ventanas tapiadas y cabezas con cemento seco amontonado sobresaliendo de los muros; los rostros en poses agónicas no funcionaban mal como decorado, aunque habrían hecho bien en escenificar mejor el sufrimiento añadiendo gritos agónicos.

Al bajar la mirada, vi que la gente cubierta de cera me señalaba. Ignoré a las decenas de personas llenas de abultados pegotes y caminé hacia un edificio que se tiñó de rojo al final de la calle. En el último tramo, poco antes de alcanzar una entrada cubierta por una niebla azul, las farolas con ahorcados con caras sin facciones, sin ojos, narices, bocas ni orejas, con las manos atadas a las espaldas, vestidos con pijamas a rayas, me acompañaron mientras ráfagas discontinúas de viento mecían los cuerpos.

—Nhargot. —Los ecos de voces espectrales resonaron proyectando mi nombre alrededor del edificio—. Va a comerse tu corazón.

Me paré delante de la entrada.

—Pues será mejor que lo aliñe —dije—, que de lo amargo que está le dará una indigestión.

Atravesé la niebla y aparecí en un largo pasillo con una pared mucho más alta que la otra, ambas pintadas a cuadros rojos y azules, sin casi apenas suelo y con un inexistente techo por el que se filtraba el brillo de unas estrellas moribundas de ceniza.

—Nhargot, tus pecados te esperan. —Los ecos de las voces espectrales, como instrumentos desafinados y cuchillas arañando vidrios, crearon una siniestra disonancia—. No tienes escapatoria.

Ignoré las amables advertencias y caminé por el pasillo mientras aparecían ventanas sin cristales y se asomaban hombres y mujeres que eran puro pellejo y tenían la piel verde y un cabello, canoso y escaso, cayendo en el rostro y hundiéndose en las mejillas.

—Pecador —hablaron al unísono.

Una de las mujeres trató de agarrar mi sombrero. Me aparté y levanté un poco la lámpara para verle bien la cara.

—Señora, señorita o cosa, sea lo que sea, respete el espacio personal y no intente robarle el sombrero a un agente de la ley. —La mujer abrió la boca y una larga lengua, tan gorda como una culebra mediana, surgió muy despacio desde la garganta y azotó el aire—. Ya, ya, se queda sin argumentos y tiene que comenzar con las groserías. Aunque estemos en una pesadilla, guarde la compostura.

—Nhargot —repitió un par de veces y movió más rápido la lengua mientras esta se tornaba bífida.

Negué con la cabeza, indignado del nulo razonamiento del espectro de una pesadilla, y me alejé escuchando los golpes de la lengua en la pared.

—Educación —pronuncié en voz baja—. Me dan un cargo de orden en este oscuro mundo onírico y lo primero que hago es que aprendan los límites. Está bien que busquen aterrorizar, pero respetando un poco.

Llegué al final del pasillo, abrí una puerta de madera, roja, vieja y carcomida, alumbré con la lámpara y una inmensa sala con cientos de camas con personas durmiendo, con pilares cubiertos por rostros derretidos, con un suelo de relucientes baldosas negras y blancas, paredes que supuraban sangre y una neblina brillante ocultando el techo, fue cubriéndose por tonos claros.

—Son habitantes de la ciudad —murmuré un pensamiento y me acerqué rápido a una cama—. Es el vecino de Mirhashe. —Miré al anciano que tenía la cara empapada en sudor, sufría temblores y balbuceaba palabras sin sentido—. Está soñando...

Le toqué la frente, la habitación desapareció, la oscuridad la reemplazó y, a una decena de metros, un foco iluminó una silla en la que el anciano, sentado, preso por cuerdas, imploraba delante de un hombre que tenía agarrada a una mujer joven.

—Déjala, deja a mi nieta, por favor —suplicaba, impotente—. Te daré lo que quieras.

El rostro del hombre que tenía apresada a la mujer joven estaba oscurecido y las facciones no eran más un conjunto de trazos emborronados; era como un lienzo que arrojan en medio de un psiquiátrico penitenciario para que los dementes presionen las brochas negras y luchen por ver quién pinta peor.

—Ella sufrirá, ella es mía —dijo ese sucio desgraciado mientras sus dedos se volvían negros, se alargaban y rodeaban la cara de la mujer joven—. Vivirá para sufrir.

Exploté, pesadilla o no, realidad o ficción, la escoria no tenía derecho a existir.

—Eh, tú, ¿qué te parece si te enfrentas con alguien que se pueda defender? —Dejé la lámpara en la cama y caminé a paso ligero—. Baila con una pareja de tu talla.

El hombre se giró, centró su rostro en mí y me señaló con sus dedos alargados.

—Esto no te incumbe, él es mío, es mi alimento y puedo drenarlo —pronunció las palabras con un ligero seseo—. Vete, búscate a otro que atormentar.

Le agarré dos dedos, apreté, bajé la mano y se los rompí; crujieron como centenares de cáscaras de nueces al ser pisoteadas por un ansioso hambriento desnutrido.

—Tú eres a quien quiero atormentar. —La mujer joven se desvaneció convertida en una neblina de humo; no era más que el miedo proyectado del anciano—. Tú eres mi presa. —Le di un cabezazo y los trazos emborronados de su cara se hundieron mientras él retrocedía—. Así aprenderás.

El anciano parpadeó, confundido.

—Nhargot, ¿qué sucede? —me preguntó—. ¿Dónde estamos? ¿Por qué estoy atado?

—Ahora le explico, deme un momento —contesté y fui a por el hombre de la cara de trazos emborronados.

—Tú no eres... —El espectro de la pesadilla dudó; no comprendía por qué le atacaba y rompía las reglas del oscuro mundo onírico—. Hueles como nosotros, estás impregnado con nuestra esencia, pero no eres un tormento negro.

Lo cogí de la solapa, lo tiré y le pisé la cara hasta que los trazos emborronados se derritieron y se convirtieron en un charco de tinta hirviente; parecían los vómitos de un hombre ardiendo.

—Nunca seré como vosotros ni como ningún monstruo —mascullé—. Mi oscuridad se alimenta de oscuridad, no de luz.

Me di la vuelta, fui rápido hacia el anciano y lo desaté.

—Nhargot, ¿quién era ese? —Me cogió del brazo y lo ayudé a levantarse—. No recuerdo haber venido hasta aquí... —Se quedó pensativo—. Viniste a mi casa. —Movió la mano temblorosa—. Mirhashe, le pasaba algo a Mirhashe. —Me miró—. ¿Está bien?

Mis ojos amenazaron con humedecerse como los cristales empapados por el vaho de la pérdida y la nostalgia.

—No se preocupe, lo está —mentí.

Él sonrió.

—Me alegro —respondió y se convirtió en una neblina de humo.

Miré la cama y vi cómo el anciano dejaba de sufrir temblores; la pesadilla había acabado. Mientras me acercaba a él, un inmenso cristal blanco compuesto por infinidad de capas de muchos tamaños se creó cerca del cabecero de la cama.

—Ya voy, mi niña —susurró el anciano, antes de transformarse en una niebla blanca que atravesó el cristal.

Me acerqué rápido, miré a través de las capas de vidrio y vi la habitación del hospital donde estaba ingresado; junto a la cama donde permanecía sin conocimiento, estaba la mujer joven que el hombre de la cara de trazos emborronados atormentó: era la nieta que deseaba con toda su alma que despertara.

—Abuelo —pronunció, emocionada, cuando el anciano abrió los ojos.

Observé complacido cómo se abrazaban.

—Hay que despertar al resto —dije para mí mismo y me fui a dar la vuelta, pero me detuvo un cosquilleo en la mano—. ¿Qué es esto...?

Las yemas de los dedos se cubrieron por un polvo rojo muy parecido al que la antigua anciana imaginaria sopló en mi cara; era como si, de algún modo, el cristal y lo que había tras él se conectaran conmigo.

—Puedo ir y venir... —susurré, al comprobar que mi mano atravesaba el cristal y mi piel notaba la calidez del aire de la habitación del hospital.

Retiré la mano, el cristal blanco desapareció y la inmensa sala llena de personas dormidas, sufriendo aterradoras pesadillas, volvió a tomar forma.

—Los sacaré de aquí —dije, tras recorrer la sala con la mirada y ver cómo las personas padecían ligeros espasmos—. Se acabaron las pesadillas.

Fui a coger la lámpara, estuve a punto de hacerlo, pero un temblor sacudió la sala, resquebrajó las baldosas blancas y negras, los pilares cubiertos de caras, las paredes que supuraban sangre y me obligó a agarrarme al cabecero de la cama.

—¡No interferirás! —La voz rugió y los temblores aumentaron—. ¡Tu llama oscura alimentará los disonantes ecos del delirio primigenio!

Una intensa quemazón me abrasó por dentro y resquebrajó mi piel. Grité, incapaz de evitar caer de rodillas; sentí como si minúsculas agujas picotearan mis tendones y como si cientos de gusanos hambrientos devoraran mi cerebro.

—No —hablé entre dientes, me aferré a la cama y logré levantarme un poco.

Un nuevo temblor derruyó una pared y quedó a la vista una fila de niños ataviados con pijamas con caras demoniacas estampadas, con los rostros goteando pintura negra y las manos sosteniendo puñales teñidos de rojo.

Los pequeños me señalaron.

—Te dijimos que iría a por ti —pronunciaron al unísono, antes de soltar una sucesión de risitas que reverberaron en ecos que hicieron que el aire vibrara.

—Malditos críos raros —mascullé, apoyado en la cama.

Una fuerte ráfaga de viento, que contenía centenares de diminutas brasas, arrastró varias camas y calcinó a las personas que estaban tumbadas.

—¡No! —bramé, tras ver los grandes cristales blancos que se formaron cerca de la brillante niebla que ocultaba el techo y ser testigo de cómo esa gente moría en el hospital—. ¡No, maldita sea, no! ¡Ven a por mí, me quieres a mí, no a ellos! —Di unos pasos, tambaleándome, y volví a gritar—: ¡Estoy aquí, da la cara!

Los críos raros rieron y una nueva ráfaga de viento calcinó a más personas. Apreté los dientes, impotente, y saqué la pistola.

—¿Crees que puedes hacerme daño en mi reino? —Las palabras retumbaron en la sala al mismo tiempo que poco a poco una sombra compuesta por polvo negro adquiría el aspecto de una figura casi humana—. Aquí soy todo.

Inspiré con fuerza, di un par de pasos y me encaré con ese casi humano de sombras.

—No te tengo miedo —pronuncié, con rabia, deseoso de trocear cada una de sus minúsculas partículas de polvo.

—Lo sé —respondió—. Y eso, más tu llama oscura, es lo que hace que seas tan necesario.

Movió el brazo y una nueva ráfaga de viento con diminutas brasas calcinó a otro grupo de personas.

—¡No! —grité y alcé la pistola mientras los críos raros reían.

El casi humano iba a mover el brazo, pero un cosquilleo recorrió la mano con la que sostenía el arma, el polvo rojo la recubrió y la pistola brilló.

—¿Cómo puede ser? —preguntó la figura de sombras.

Di un paso y disparé.

—Traga plomo —dije mientras la bala envuelta por un potente brillo rojo impactó en el casi humano y le arrancó un grito.

Iba a volver a disparar, pero la figura de sombras movió el brazo y me lanzó por el aire directo a un agujero de polvo negro que se creó a una decena de metros.

—¡Pronto alimentarás los disonantes ecos del delirio primigenio! —rugió, antes de volver a gritar por el dolor.

Quise frenarme o cambiar la trayectoria, pero no pude hacer otra cosa que girarme un poco antes de ser engullido por el agujero. En el oscuro mundo onírico había alguien capaz de moldear las pesadillas, alguien poderoso, pero, al igual que a los corruptos y sucios poderosos de mi mundo, le demostré que le podía infligir dolor. Como a ellos, lo herí en el ego y en su cuerpo de sombras. La próxima vez que nos viéramos, le vaciaría el cargador en la cabeza y lo bajaría muerto de su altar.



Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top