Capítulo 41. «Treta de prueba»

Los bailes siempre hacían que Connor se sintiera asqueado y con ganas de estar en cualquier lugar menos bailando, y aquel, aún cuando era distinto a los demás, (con la comida como intermedio, varios espectáculos fantásticos después de la comida, y hasta coreografías distintas), seguía siendo igual de aburrido y tedioso.

Porque en los bailes no puedes ser tú mismo. Todo es ostentosidad, fingir que eres todos menos tú mismo, alguien elegante, educado, con buenas costumbres.

Y ese no era él. Connor era salvaje, un lobo, con habilidades inhumanas que, aunque apreciaban la música, despreciaban las poses refinadas, la actitud elegante y serena.

En aquel momento Friedrich estaba en el centro de la pista, cantando con tanta maestría que algunas de las elfas inmortales que parecían más jóvenes habían comenzado a llorar, conmovidas por lo bella que era su voz.

Connor se levantó, harto de toda aquella pomposidad. Caminó de nuevo hacia el comedor, subiendo las escaleras y buscando una de las bancas de la esquina. Allí encontró a la princesa, a la persona menos que creyó se alejaría de todos.

Su mirada estaba decaída, pero eso no dejaba de hacerla ver hermosa. Su cabello estaba sostenido con una pequeña tiara negra, su vestido era dorado con bordes negros, largo y lleno de brillos de todo tipo.  Eran runas, Connor podía sentir la magia surgiendo de ellas, más o menos como un arma esperando ser usada.

La mirada de Connor cayó a sus manos. Parecía ansiosa, se la pasaba jugando con sus pulseras y brazaletes sin parar.

—Él me vió, y, aún así, no quiso verme —musitó ella con enojo—. Es de esos elfos con pensamientos cerrados. Hay dos lados en la moneda, los libres y los atemporales, que prefieren que todo se mantenga como siempre, tranquilo. No quiere tener que luchar.

—Pero lo hará si su rey le manda que lo haga.

—Lo hará, sí. El problema es qué... —Connor entrecerró los ojos. Suzzet suspiró, se detuvo de hablar, para luego continuar—: Estoy cansada de que me degraden por culpa de ese elfo. Yo no quería volver de la muerte, ni ser quien soy, estaba bien allá, en el inframundo, teniendo estas interesantes cenas y no viviendo toda una eternidad a la deriva. Nunca quise esto.

Connor sintió que se le cortó la respiración al oír aquellas palabras. Frente a todos aquella chica quería parecer fuerte, pero era débil, frágil, como todos.

—Yo también he deseado morir —confesó él, llevado por sus sentimientos—. Incluso entre mi reino he dejado de encajar. Mi familia ya no existe, soy una bestia, el único de mi especie. ¿Crees qué tengo alguien por quién pelear? ¿Qué puedo ver más allá, en el futuro, y desear algo aparte qué morir de forma honorable? —la princesa negó—. Todos lo tenemos difícil. Lo importante es qué muestres lo fuerte que eres y qué, a pesar de todo, ellos no pueden quebrarte. Nunca lo harán, sino que seguirás fuerte e imponente como desde que te vi por primera vez.

—Yo no puedo más que...

La princesa seguro tenía muchas cosas que decir, pero se interrumpió a sí misma al escuchar la multitud de pasos que se aproximaban hacia ellos. Al principio del grupo iba el rey, Piperina a su lado.

Connor siempre había sido bueno para leer a las personas. Tal vez fuera irónico, pero las personas tenían más cosas primitivas y salvajes de lo que cualquiera pudiera notar. Su instinto de supervivencia, deseos y vicios eran oscuros, tanto como para que, con el tiempo, hubiera aprendido a leerlos.

Pero con Piperina las cosas siempre habían sido distintas. Un día podía ser firme como la roca, testaruda y obstinada, mientras que, al siguiente, podía ser elegante, humilde y consciente de cada una de sus acciones.

La Piperina que observó esa noche era distinta a cualquiera que hubiera visto antes. Parecía una reina, sus ojos expresaban seguridad, sus gestos, el nerviosismo que trataba de ocultar. Parecía intimidante, porque, de algún modo, desde que tenía habilidades existía este poder desmesurado intentando salir de ella que, más que nada, la había obligado a mantenerse tranquila y meticulosa con cada uno de sus actos.

El rey y su grupo los pasaron de largo y fueron directamente hacia el comedor. Connor iba a reunirse con ellos, pero Suzzet lo detuvo, y, de forma tenebrosa, se metió en su mente con sólo tomarlo de la mano.

—No puedo decirte mucho, porque tenemos que ir a la reunión, pero, simplemente, no dudes, no seas brusco, no te emociones pase lo que pase. No temas, simplemente no temas, recuerda eso. Si Zedric lo sabe entonces...

—¿Vas a unírtenos, Suzzet, o tendremos que esperarte a tí y a tú mascota hasta que se les ocurra que sea el momento para venir? —los interrumpió el padre de la misma, un hombre alto, de cabello blanco y rasgos alargados. Era todo menos alguien amable, y Connor tuvo que contenerse de sacar las garras para intimidarlo. 

Suzzet giró el rostro a su padre visiblemente recompuesta. Era maravilloso como hace segundos estaba apunto de llorar y, justo en aquel momento, pareciera tan serena y calmada que hasta daban escalofríos.

—Vamos, padre, no te preocupes —respondió.

—Sólo apresúrate —insistió él. Connor frunció el ceño, tratando de recordarse mentalmente todo lo que tenía que hacer, y fue a sentarse justo al lado de Zedric, que hablaba con Amaris en voz baja y con lentitud.

Al verlo, se giró hacia él, y le susurró:

—Escuché lo que te advirtió Suzzet, una cosa sobre el miedo. Recuerda ponerlo en práctica para lo que venga.

Connor se sintió aún más intimidado al escuchar aquello. Suspiró, apretó los labios y volvió su vista a Suzzet, que hablaba animadamente con algún miembro de la corte. Justo entonces el rey habló, dando inicio a la asamblea.

—Hace más de mil años, cuando la civilización de los humanos no tomaba forma, cuando el Reino Sol y el Reino Luna no existían, hicimos nuestra primera asamblea con la gran reina Tyronë. Ella nos prometió la paz y, a cambio, le dimos algo que le pertenecía. El cetro de los dioses.

—¡Salve Tyronë! —aludieron todos en la mesa. Connor fingió que siguió aquel coro de guerra, pero sabía que no se le daba fingir ser algo que no era.

—Hace exactamente mil años, cuando los reinos estaban formándose, tuvimos la segunda asamblea. Un nuevo reino, una nueva alianza se estaba llevando a cabo, pero no había quien gobernara. Vino a mí el monje Polcryus Meilí, a quien mi más grande sacerdotisa, la madre de Suzzet, le susurró que las Stormsword serían las elegidas para gobernar.

—¡Salve Meilí! —volvieron a corear todos aquellos hombres de la corte.

—Y, hace sólo doce generaciones, Elem Mazeelven, proveniente del Reino Sol, buscaba estabilidad para su reino. Le concedimos el don de rey de reyes, un trato que, de acuerdo a todas las cláusulas de nuestro reino, termina hoy.

—¡Salve Mazeelven! —corearon, haciendo que Zedric se tensara al oír lo anterior.

—Hoy, el ventiun día de otoño del año cinco mil trescientos cuarenta y ocho de la décima era, estamos aquí para llevar a cabo la cuarta y última asamblea. La elegida, la que tiene la propuesta aquí para nosotros, es Piperina Stormsword, hija de Erydas, semidiosa, y princesa del Reino Luna. Así que, para comenzar, le daremos el tiempo a ella.

Piperina se levantó. Su mirada fue hacia Zedric, que asintió para mortivarla a hablar.

—Como saben nuestros reinos, la Luna y el Sol, han luchado constantemente durante años. Son reinos rivales, opuestos por completo, de costumbres tan diversas como hemos podido demostrar en la primera prueba. Son reinos que vale la pena salvar, y, ahora, que la amenaza está sobre nosotros, intimidante, les pedimos que nos ayuden a hacerlo. ¿Cómo? Con sus ejércitos y tácticas de defensa. No es sólo un enemigo el que está sobre nosotros, son dos. Zara, (bruja con poderes y habilidades mejoradas por el cetro), y los elfos oscuros, que volverán de la muerte por todos, tanto viejos como nuevos enemigos. No hay nadie mejor para ayudarnos que ustedes, ya que antes han luchado contra los elfos y que tienen un conocimiento mucho más basto de la magia, la muerte, el inframundo. Una era termina, sí, y la mejor forma de dominar la luz, de mantenerla por encima de la oscuridad, es manteniendo la mayor ventaja que sea posible. ¡Ustedes podrían darnos esa ventaja! Puedo leer lo mucho que necesitan que la luz gane, porque se alimentan de ella, es la que les da la inmortalidad, es... —se detuvo, haciendo que Connor contuviera el aliento—. La vida. Lo que les da vida.

El rey bajó mirada, pensando. Entonces, contestó:

—Tal vez yo no tenga habilidades notorias y banales, como el manejo que ustedes, los cuatro elegidos por los grandes dioses de ahora, tienen. Tal vez yo no vea todo, como este chico Mazeelven, (que Lee nuestras mentes), o como la chica Stormsword, (que puede urgar en el futuro y en el pasado), pero puedo entender las cosas con más claridad porque he vivido mucho tiempo. El tiempo, la inmortalidad, da sabiduría. Y, por lo mismo, puedo ver lo que está sucediendo aquí. Piperina, tú... —chasqueó la lengua—. Tú ves más allá de lo que quieres admitir. Tienes un buen don de profecía, hay que admitir eso. Pero no es todo lo que sucede aquí. Tienes una conexión, telepática, con él.

Señaló a Zedric. Este apretó los labios, el rey siguió:

» Este chico ha visto lo que estaba pensando. Lo que también ella —señaló a Amaris— pensaba. Ella, con este gran poder de clarividencia, tiene certezas sobre nuestra historia. Certezas que pasó a la mente de Piperina, muy buena oradora, y que han logrado dejarme sin palabras. Es por eso que, ahora, y frente a todo, seré honesto. Ustedes son poderosos. Más poderosos que cualquier ser que haya venido antes a mí corte. Estos poderes, semejantes a los de los dioses, en camino a ser como los de ellos, podrían salvarlos si supieran usarlos bien. Y eso no sucederá hasta que no logremos encaminarlos, ¿Logran captarlo? Es exactamente lo que Piperina dijo.

—Somos buenos —intervinó Nathan, un tanto escamado—. Ya lo entendimos, y, siendo así, ¿Nos ayudará?

—Tal vez. Es claro que necesitan de nuestra ayuda, pero hay un contratiempo que se interpone entre ustedes y nosotros.

—¿Cuál es? —preguntó Piperina.

—La verdadera y última prueba.

Un silencio incómodo llenó el ambiente. Zedric fue el único que tuvo las agallas para hablar para expresar las inquietudes de los demás, porque siempre, antes que todo, había sido él el que lograba entender a todos. El fuerte, el líder. Cada vez que hablaba adquiría un nuevo sentido de liderazgo, como si cada palabra que dijera estuviera encaminada a convertirlo en un dios, en un rey, en alguien grande y poderoso.

—Ha dicho que somos muy poderosos. Prácticamente nos ha dado su aprobación —rogó—. ¿Es realmente necesaria esta última prueba? ¿No hay otra manera?

—Es necesaria —contestó el rey, indómito—. Nuestra filosofía es así, basada en las pruebas. La vida en sí es una prueba, y de eso, específicamente, se trata todo. No cambiaremos sólo porque tú lo pides, preferimos asegurarnos de que no hacemos las cosas en vano debido a experiencias anteriores y todo, absolutamente todo, tiene una razón para nosotros.

—Usted no puede... —insistió Zedric, con ojos entornados.

—¿Rechaza la última prueba y, con ella, la oportunidad de qué su pueblo se alie con el nuestro?

—No —esta vez la que habló fue Piperina—. Estamos tan confiados en nuestra proposición como para saber que somos los indicados, que sin duda pasaremos la prueba. 

—Bueno, pues que así sea. Qué la prueba comience.

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