Capítulo 4. «Una era»
—Debes haber perdido la cabeza —fue la forma en que Sephira contestó después de oír los planes y sospechas de Amaris— El inframundo es peligroso, desconocido, y está lleno de muerte. Cuando alguien muere lo hace para siempre, eso está hecho, y ya.
Amaris estaba soñando. Generalmente su mente vagaba en las noches, libre para ir a cualquier momento en el espacio tiempo, teniendo todo tipo de visiones, desde las más tristes hasta las más grotescas.
Aquella noche se había encontrado con Sephira, otra clarividente con la que hablaba de vez en cuando y que vivía en el pasado. Estaba joven, como de unos dieciocho o diecinueve años, lo que significaba que, en cierto modo, aun no había llegado a ser la gran reina que Amaris había conocido en su primera visión.
La luz del jardín al medio día era maravillosa, en especial porque la nieve reflejaba los rayos del sol y hacían ver todo mágico.
—No creo que eso sea cierto —insistió—. Recuerdo un cuento en mi libro, hablaba de un rey valiente que con su cuerpo ya inmortal había defendido a su nación. ¡Antes había muerto, pero aun así volvió de la muerte!
—Tus ilusiones son muy bonitas —dijo Sephira, anhelo en su rostro—. No sabes a cuantas personas me gustaría traer de vuelta, pero es imposible. Simplemente no se puede.
—Claro que debe poderse —dijo Amaris—. Tiene qué.
—Tengo otra forma de ayudarte —Sephira parecía emocionada, tanto como para que la tristeza que surgió al pensar en sus familiares muertos se desvaneciera— Puedo advertirte. Decirte lo que va a suceder.
—Yo... —Amaris trató de formular bien las cosas en su mente, pero era difícil tomando en cuenta lo grave de la situación— No lo sé.
—A mí me gustaría que me lo dijeran. Eso podría arreglarlo todo.
—Es que... —Amaris trató de explicarse, pero hablar de muerte, de lo que había pasado, todo seguía siendo difícil— He visto muchas cosas. La verdad es... —sintió un nudo en la garganta, tan fuerte como para que le impidiera hablar— No ha servido de nada. En todo caso creo que es todo lo contrario. De no haber visto Calum esas cosas de mi mente no habría sabido donde se encontraba el cetro, nada hubiera comenzado en primer lugar. ¿Y si las cosas se ponen peores?
—Nunca te lo perdonarías —completó Sephira. Amaris asintió.
—Tal vez yo no sabría los resultados, pero tú sí. Tal vez... —Amaris estaba a punto de llorar, su cuerpo se sentía pesado, como si tuviera un gran peso sobre sus hombros— No. No quiero saberlo. Las cosas son como son, los traeré de vuelta por mi cuenta. Prométeme que nunca me dirás nada del futuro, aun cuando sea tan triste.
Sephira no parecía entenderlo.
—¿Por qué no cambiarlo todo si tenemos la oportunidad? —dijo—. Yo lo cambiaría.
—Sólo prométemelo, por favor.
Sephira bajó la mirada. No parecía convencida, aun así respondió:
—Lo prometo.
🌙🌙🌙
—Nunca oí que los Jewelblade tuvieran lugares sagrados en sus tierras —dijo Zedric con vacilación mientras cabalgaban por los sembradíos de la finca—. ¿Está muy lejos?
Llevaban cabalgando ya varias horas. Zedric estaba bastante sorprendido, en parte porque Dahmer había soportado todo ese tiempo sin agotarse a pesar de su edad.
—Es tan antiguo que ha perdido su valor, así de simple. Las personas suelen temerle a lo que es diferente. ¡Vamos!
Dicho esto, ajustó las riendas e hizo a su yegua ir más rápido de lo que ya iba. Pronto pasaron las plantaciones que había, pasaron un valle no muy largo, y llegaron.
—Es aquí —dijo Dahmer.
Zedric tragó hondo al ver el panorama frente a él. Estaban en la cima de un risco, el precipicio debajo de ellos y, en el nivel de suelo más allá y de nuevo en la superficie, habían muros. Tal vez en la antigüedad había sido una gran edificación, —o varias grandes edificaciones—, pero habían perdido sus tejados y se habían convertido en múltiples muros acomodados en un orden bastante desconcertante.
Parecía un laberinto, las pinturas seguían estando brillantes, como si las acabaran de hacer.
—¿Qué es esto? —no pudo evitar preguntar, algo que Dahmer seguro esperaba desde el principio.
—Restos de una antigua civilización —respondió. Las palabras salían con familiaridad de sus labios, como si las hubiera dicho un millón de veces y nunca se cansara de hacerlo— Las leyendas dicen que eran prósperos, que vivían bien, que incluso estaban creciendo más rápido que nosotros en inteligencia y perspicacia. Desgraciadamente y a pesar de eso, desaparecieron. Todo lo que hubo alguna vez de ellos está aquí.
—Es...
—Provoca sentimientos encontrados —completó Dahmer—. Alivio porque nuestra civilización vive, pero intriga y miedo porque, si algo tan bello cayó tan magistralmente, ¿Cómo no podemos caer también nosotros?
Zedric permaneció callado, atónito. Los pensamientos de Dahmer mostraban anhelo, ganas de conocer a esa civilización y poder ser parte de ella. Eran conmovedores, lo hicieron sentir compasión hasta lo más profundo de su ser. Zedric sabía lo que era sentirse solo, buscar compañía que nunca llegará, personas que te entiendan, que tengan las mismas convicciones y motivaciones.
Dahmer volvió a ajustar las riendas de su caballo. Rodeó el precipicio y bajó por el bosque, yendo por lo que dos conocían como el bosque encantado.
Zedric sabía que debía cuestionarlo todo, que no podía confiar en nadie, pero aun así siguió a Dahmer a través de esos oscuros pasajes llenos de bestias irreconocibles, abedules y abetos enormes, pinos altos, arbustos llenos de espinos y de sonidos de chillidos animales que podrían haberle helado la sangre a cualquiera.
Después de andar unos minutos Zedric notó que estaban rodeando el precipicio desde que habían observado todo, enseguida bordeando aquellas impresionantes ruinas.
Dahmer comenzó a avanzar más lentamente. Pronto se detuvo, su vista posada en algún punto alto que Zedric no pudo distinguir bien. Los árboles tapaban a cualquier cosa que pudiera estar arriba, razón por la que, cuando Dahmer bajó de su caballo y empezó a escalar el árbol más cercano, Zedric pensó que había perdido la cabeza.
—¡¿Qué esperas?! —gritó Dahmer cuando estuvo lo suficientemente alto como para que no lo viera—. ¡Hay algo que tienes que ver, está arriba!
Zedric soltó un sonoro suspiro, enseguida subiendo al árbol detrás de él. Sentía la magia de aquel lugar, pero no había nada en su campo de visión que pareciera mágico o diferente.
Subió agarrándose con agilidad del tronco de ese árbol, con cuidado de no tocar alguna rama débil que pudiera quebrarse. Dahmer era más lento que él, razón por la que pronto apareció en su campo de visión.
El árbol parecía interminable. Era mágico, sin duda, porque pronto hubieron pasado a todos los demás, estando tan alto como para que se pudieran ver las ruinas y se rebasaran a todos los demás árboles.
Era una vista magnífica.
—Aquí es —dijo Dahmer. Acto seguido, dijo—: Quod magicae sunt et creavit te, et ostende te praeterita.
Un fulgor brillante llenó todo el lugar, por un instante nublando la vista de Zedric. Este volteó su rostro para no mirarlo, enseguida mirando hacia abajo, justo en el punto por el que había subido, pero todo era distinto. En vez de haber selvas, ruinas, y animales volando por todas partes, todo había cambiado.
La ciudad que, según Dahmer se había extingido, estaba ahí, frente a sus ojos, de vuelta a la vida.
Zedric estuvo a punto de tallarse los ojos por la impresión, pero no podía porque entonces caería del árbol y moriría.
—Esto es imposible —dijo, apunto de desmayarse—. Totalmente.
—El lugar es mágico —dijo Dahmer—. Le he dicho que se muestre como fue antes y eso es lo que ha hecho. Ahora, si digo, monstra te ipsum, que significa muéstrate como eres, lo hará.
Y exactamente eso sucedió. Lo que antes fueron grandes edificaciones brillantes, en forma triangular, y de colores dorados y rojos, se convirtió en lo mismo de siempre, lleno de ruinas y bestias salvajes. La diferencia fue que, en vez de que el cielo sobre ellos siguiera azul y despejado, había una gran casa flotante sobre ellos.
—Esto es lo último que queda —dijo Dahmer, un rastro de tristeza en su voz, como si anhelara algo que nunca tendría—. Mi familia lo ha preservado por años a la espera de que ellos vuelvan. Entra conmigo, te enseñaré algo que debes de ver.
—¿Pero cómo subiremos? —aquella casa flotante estaba como a treinta pies de distancia, era imposible alcanzarla— No hay forma...
—Saltator veni huc, tu lindo, princeps et ductor.
Oír a Dahmer hablar en una lengua antigua era paralizante. No había más que una forma de hablar, y, según las antiguas creencias de los del Reino Sol, e incluso también del Luna, hablar en otras lenguas se consideraba un acto deliberado y de mala reputación, ritos negros y paganos.
Fue por eso que, cuando dos dragones aparecieron desde la parte alta del palacio flotante, ya nada pareció raro.
Ambos eran rojos y brillantes. Medían unos dos metros, tenían escamad doradas en la cresta y colmillos enormes que resplandecían con la luz del sol.
—Ellos nos llevarán —dijo Dahmer. Pronto subió al lomo de uno de los dragones, la maestría con la que lo hizo le cortó a Zedric la respiración.
Zedric nunca le había tenido miedo a las alturas. Había estado en palacios y torres altísimas, practicado todo tipo de deportes extremos, subido una vez a la mascota de Vadhur mientras estaban en su misión.
Aun así, aquello le dio un terror difícil de enmascarar. Estaban en un punto demasiado alto, tanto como para que viera todo a miles de pies a la redonda, sólo había un árbol del que sostenerse y, aunque se sostiviera de aquel dragón, —en el que ya de por sí era difícil confiar—, habrían unas milésimas de segundo en las que su cuerpo quedaría a la deriva hasta que el gran bicho ese lo atrapara.
—Vamos niño, ¡Salta! —gritó Dahmer desde lo alto.
Zedric tomó aire, inseguro, pero lo hizo. Dejó que sus miedos se desvanecieran, y cuando aquel dragón lo sostuvo fue uno dos momentos más reconfortantes de la vida entera.
El rumor del aire cayó en su rostro, el dragón se movió y aleteó hasta llegar al palacio.
Una vez ahí, Zedric siguió a Dahmer y entró al lugar. El gran portal estaba abierto de par en par, dejando ver la hermosa decoración del lugar.
Adentro habían grabados hechos de puras piedras preciosas. El fulgor era tanto que Zedric se sintió abrumado por unos segundos, hasta que Dahmer se acercó a la parte más cercana del grabado y empezó a narrar una especie de historia.
—Las eras han existido desde el comienzo de los tiempos. Son momentos en los que el poder es tan grande y tan incontrolable que se manifiesta en cualquier momento y en cualquier cosa. Quiero decir en los humanos, quiero decir en los dioses. Incluso en los animales —acarició la cresta del dragón a su lado, que se removió cual mascota al igual que el animal que iba con Vadhur, grande pero dócil—. Las eras son el tiempo que pasa en lo que el poder emerge y, ahora que he tenido la oportunidad de hablar con Sir Lanchman por correspondencia, sé muchas cosas más que debe de saber.
—¿Qué tipo de cosas? —preguntó Zedric, no pudiendo dejar de ver los grabados con forma de dragones, bestias con varios tentáculos, alas, y colmillos afilados, así como también de elefantes, leones, y tigres.
—Sólo observa esto —Dahmer abrió las puertas que estaban frente a él, dejando ver otro gran salón aun más impresionante que el anterior— Antes no entendía lo que esto quería decir pero, después de que Sir Lanchman solicitó mi ayuda, puedo entender las cosas de forma distinta.
Zedric tenía miedo de entrar a ese cuarto. Había magia, la sentía fluyendo hacia él. El cuarto brillaba, las luces fluorecentes no parecían ser reales. Aun así, estaba oscuro. No había ni un poco de luz a parte de la que era producida por la magia.
Al entrar todos sus sentidos se vieron aturdidos por lo majestuoso del lugar. Las luces se unían para dar forma a imágenes en distintos puntos del cuarto y mostraban, de forma exacta, a personas.
Pasaban una después de otra, pasado rostros de personas que, para cualquiera, pudieron haberse visto al azar, pero que para Zedric tenían sentido.
Primero vió a un chico con el rostro brillante, cabello rubio y ojos mieles, después una chica de cabello negro, ojos azules, y piel blanquísima. Era hermosa, tanto que cortaba la respiración. A ella le siguió un chico idéntico a Skrain pero con el cabello corto y nariz un poco más fina, y a ese mismo le siguió otro chico con ojos y cabellos iguales a los de Piperina.
Era un ciclo. Cada uno de los chicos que venían tenían las mismas características físicas, y aun cuando sus rasgos cambiaran el orden seguía siendo el mismo.
Como si leyera su mente, Dahmer dijo:
—Fuego, agua, aire, tierra. Los cuatro elementos fundamentales que surgen y que nivelan el equilibrio. Es mi deber decirte que, pase, el final de una era está llegando.
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