Capítulo 23. «Rojo sangre, la señal de la muerte»
—Tienes que levantarte —le insistió Amaris a Piperina tres días después, ya habiendo llegado a provincia Goldshine.
Piperina no quería levantarse. Levantarse sería mirar el lugar, la habitación, recordarlo a él. No quería hacerlo.
No quería mirar aquellas paredes, parcialmente doradas pero especialmente rojas, el rojo sangre que Nathan siempre usaba en sus vestimentas. No le gustaba ver aquel escudo de siempre, dos espadas de oro enlazadas al Sol.
No quería pensar en él, en su destino y lo que los demás habían supuesto.
Amaris abrió la ventana de su alcoba intentando generar alguna reacción en su hermana. Piperina simplemente se mantuvo bajo las cobijas, (que no necesitaba y que la estaban fundiendo en calor), pero que tapaban la molesta luz de llegar.
—¿Qué tanto quieres a Zedric? —preguntó Piperina, sin más remedio. Estaba intentando distraerla, pero también aquella era una pregunta que le había pasado por la mente muchas veces después de que Nathan desapareciera—. ¿Cómo te sentirías si desapareciera?
Piperina sacó los ojos de la manta para mirar la reacción de su hermana. Por primera vez en mucho tiempo, notó cuánto estaba madurando. Ella pensó lentamente su respuesta, sin apresurarse.
Y así había sido desde el momento en que habían bajado del barco. Permaneció seria, incluso comunicó las noticias de la desaparición de Nathan a su familia y no se inmutó cuando lo dieron por muerto.
Aun en aquel momento, mientras meditaba, usaba el vestido rojo de luto sin remordimiento o pesar. Parecía estar buscando una forma de resolverlo, cosa totalmente cuerda tomando en cuenta que creía posible traer de vuelta a Ranik, a Cara, y ahora se había agregado Nathan.
—Estoy segura de qué no lo creería los primeros días. Todas las noches rezaría a la Luna por que me lo devolviera. Lo buscaría en mis sueños, en los campos de pena, lo sacaría de ahí tal y como hice con Ranik. Yo... —carraspeó— No creas que no sé lo que sientes. Lo he pasado, y... simplemente te digo que lo resolveremos.
—¿Has visto a Nathan en los campos de pena? ¿Estás seguro de qué está muerto?
—No, no lo he visto —respondió Amaris, cabizbaja. Piperina estaba, poco a poco, entendiendo que la única forma en que ella mostraría sus sentimientos sería cuando se sintiera avergonzada de no poder usar bien sus habilidades—. Tratándose de él es difícil.
—¿Por qué? —preguntó Piperina, que hasta cierto punto estaba perdiendo la paciencia. Salió de las mantas, fue hasta su ropero y sacó uno de los muchos vestidos que Amaris había conseguido nada más llegar. Hasta tiempo había tenido para eso.
—Pues porque Nathan estaba muy consciente de qué estaba a punto de morir, lo que quiere decir, al menos en ese caso, que no estaría mucho tiempo asimilando su muerte en los Campos de Pena e iría al lugar de su retiro espiritual.
—¿Y no puedes encontrar este, "lugar"? —Amaris negó— ¿Por qué?
—Porque Nathan tuvo una vida compleja. Murió luchando, sí, pero también entregado al placer, con muchos problemas y... —se detuvo— Puede que esté en cualquier lugar.
Piperina suspiró. Hablar de Nathan estaba poniéndole los nervios de punta.
Se descalzó la bata que traía para dormir, luego pasó a vestirse y sentarse frente al espejo esperando que Amaris la peinara. Sus habilidosas manos fueron por su cabello haciendo una sencilla trenza de raíz, cosa que le dió a Piperina un aspecto pulcro, pero no derrotado, como el que su cabello, (rizado pero también lacio cuando quería), le daba.
De por sí ya se veía bastante mal. Sus ojeras parecían del tamaño de una empanada como las que hacían en casa, grandes y oscuras. Sus ojos, inyectados en sangre por llorar toda la noche. Y su tez, pálida como la misma piel de Amaris.
Ya no había nada de lo que antes la caracterizaba, esa vivacidad. Nathan, aquel chico que creía odiar, se había llevado todo lo que la mantenía tranquila.
Ya de por sí varios de sus amigos se habían ido... ¿Pero él también? Piperina no supo cuanto lo apreciaba hasta que se fue.
—Te prometo que estará bien. Sea donde sea que esté... —Amaris parecía sentir cada palabra que decía, porque hasta se detuvo para tomar aire de nuevo— Lo encontraré.
🌙🌙🌙
—Nathan, un joven que conocía muy bien —dijo el rey en su discurso aquella mañana—. ¡¿Qué es lo qué está guerra piensa que podrá llevarse?! ¿Por qué seguimos creyendo que terminará?
—¿Qué está diciendo? —susurró Alannah en los oídos de Amaris, que estaba sentada entre sus dos hermanas— No fue la guerra lo que lo mató.
Amaris suspiró. Había visto tres veces seguidas aquel discurso en sus sueños y prácticamente se lo sabía de memoria. Al mismo tiempo que el rey hablaba, ella susurró el discurso.
—El poder está en manos de los que no lo merecen, y crece. No seré yo el que mienta, que diga que todo está bien, porque no es así. Sólo les prometo, como su rey, que ustedes pueden decidir quien lo merece. Quién debería gobernarlos, ser su rey, como en algún momento me eligieron a mí. Y yo, Amón Mazeelven, espero que elijan bien. Puede que no elijan a mí hijo, y no estaría mal, pero hoy les digo que él es en el único en quién confío, que sé, con toda seguridad, que nos guiará hasta la victoria. Él hubiera dado todo por salvar a Nathan, era su mejor amigo. ¡Qué Nathan descanse donde sea que esté!
—¡Nathan, Nathan, Nathan! —gritaron al unísono los campesinos. Los nobles, por su parte, se levantaron y alzaron pañuelos rojos, símbolo de la sangre derramada por la guerra.
—¡Él siempre vivirá, porque el Sol no olvida! —gritó el rey.
El funeral, (el rey parecía tener especial talento en convertir los eventos fúnebres en todo menos en un evento tranquilo y calmado), se llenó de vítores, declaraciones de guerra, insultos a Zara. Por el atardecer las personas comenzaron a descender, así que Amaris aprovechó para conseguir que su grupo de amigos se reuniera en las afueras del palacio.
El palacio de Nathan era más pulcro de lo que hubiera imaginado alguna vez.
La ciudad en la que se encontraba y la capital de la provincia Goldshine, Urúah, estaba ubicada en la costa, sí, y podría considerarse tropical, pero ocurría algo muy gracioso, porque así como había partes selváticas también habían extensas llanuras, parajes desiertos y, tierra adentro, (la mayoría de los palacios en el Reino Sol evitaban la costa, un medio de protección contra el Reino Luna), empezaba la ciudad. Una gran fortaleza, amurallada por completo y no muy extensa en tamaño, pero si lo suficientemente alta para ser por completo impenetrable.
Afuera de la ciudad abundaban granjas, herrerías, carpinterías y toda especie de locales en los que generalmente trabajaban obreros, y la razón porque el movimiento dentro y fuera de la ciudad era muy abundante.
Las casas estaban hechas casi todas de piedra lisa y clara sacada de los restos de un antiguo volcán que se había secado hacía miles de años y del que sólo quedaban cuevas y yacimientos subterráneos al sur de la provincia y en la frontera con el Reino Luna.
Por su parte, el palacio era pulcro. Alto, estético y cuadrado, con una antigua laguna, (y el centro de la ciudad), frente a él, y donde Amaris se encontraba esperando a sus compañeros, y donde cada uno fue llegando con un rostro distinto.
Cuando todos hubieron llegado, Connor, (que el día anterior había llegado al reino a escondidas y mucho más salvaje que nunca), fue el primero en hablar.
—Así que hemos llegado hasta aquí, (he tenido que cruzar ese horrible bosque encantado), sólo para encontrar pistas sobre los elfos, una civilización que lleva unos cuatro milenios muerta... ¿Y todo porque unos cuántos de esos animalillos estaban en el santuario de mi familia? Y, aunque tengan relación con los elfos, ¿Creen qué aún siguen cómo sus esclavos?
—Eran cientos —lo corrigió Amaris—. No unos cuántos.
—Y yo puedo confirmar que siguen siendo esclavos —dijo Piperina. Todos giraron su rostro hacia ella, que explicó—. Aquél día parecía estúpido, pero creo que hoy he llegado a entenderlo. Hay un don que desarrollé ese día. Creo que es algo así como un sentido empático que me permite percibir lo que ellos están programados para hacer según su instinto salvaje. Ellos estaban ansiosos. Querían encontrar algo, ir de nuevo a su amo y matar a quién se interpusiera en su camino. No lo noté en ese momento porque estaba asustada, pero ahora lo entiendo.
Amaris sonrió. Muchas veces se había sentido así con sus habilidades, constantemente encontrando nuevas cosas que hacer, herramientas útiles en toda su extensión.
—Yo sé que viven —reafirmó Zedric—. Lo he sabido por boca de nuestros aliados.
—¿Qué aliados? —preguntó Amaris, sintiendo que, por primera vez en la conversación, algo se le estaba pasando por alto.
Zedric tragó hondo, (los sentidos de Amaris se habían desarrollado lo suficiente para, incluso, escuchar los latidos de su corazón, que se aceleraron en gran manera), y luego respondió:
—Cara, Elena, Hiden, Ranik. Nuestros amigos caídos. He hablado con ellos y me han advertido sobre el tema.
—No puede ser —murmuró Amaris por lo bajo, hasta cierto punto molesta. Había intentado contactarse con Ranik múltiples veces, pero pareciera que la conexión que tenía con él se había perdido.
—Sucedió —la tensión de Zedric era palpable, aun cuando Amaris no podía leer mentes— Y justo por eso debemos de ponernos en marcha en vez de estar discutiendo sobre sí son o no ciertas nuestras suposiciones.
—Es qué es eso lo que me molesta —volvió a decir Connor—. Se trata de suposiciones.
—Ellos lo afirmaron, dijeron que los elfos vendrían, señalaron algo agitándose y yendo a favor de Zara. ¿Qué más quieres qué te diga?
—Quiero qué dejes de pensar que eres nuestro líder. Porque tú padre está ahí, afirmando que eres el mejor, aprovechándose de la muerte de tú mayor contrincante y fingiéndose fuerte, heroico y honesto, cuando no tiene nada de eso. ¡¿Es qué vas a quedarte ahí sentado siempre qué el decida hablar por tí?! ¿Dejarás que mienta y tergiverse la información?
—Mi padre ha decidido que seré rey y hará lo que sea para asegurarlo. Generalmente hablaría mal de él, y de que sólo ve en sus intereses, pero este discurso no fue obra suya.
—Explícate —exigió Piperina. Hablar de Nathan era una cosa que seguía agitándola, y más si se atrevían a desprestigiarlo.
—En el momento en que llegaron supe lo que había sucedido. La conexión entre Amaris y yo... —ella tragó duro por la sorpresa, él se aclaró la voz y siguió—: Simplemente lo leí de ella aunque ni siquiera habían zarpado y, viéndolo como una obligación, fui hasta mi padre para comunicarle lo sucedido. Pero él no estaba solo, los sabios también estaban ahí, y mi padre dijo que, si realmente quiero ser un rey, tengo que lidiar con ellos.
—Así que los sabios le dijeron a tú padre lo que tenía que decir —dedujo Piperina—. ¿No se supone que él es el rey? ¿Por qué los obedecería?
—Porque los sabios son poderosos. Todos saben el gran alcance que tienen, su dominio sobre el comercio, las tierras, el poder. La mayoría de los que se les unen saben leer las mentes, son buenos en la lucha y los principales entrenadores de ejércitos, comandantes de legiones. Son muy buenos y tienen influencias, razón por la que es extremadamente peligroso decirles que no. Debo admitirlo, me siento por completo ofendido por esto, pero no puedo hacer nada. Si me le revelo a mi padre él dejará de ser permisivo y perderé los privilegios de su favor. Dejaré que crea que soy el elegido para reinar, dejaré que crea que conseguirá mi sumisión porque el nunca me tendrá tan dominado como yo lo tengo a él.
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