Capítulo 14. «Ver más allá»
—Sephira, ¿Tienes idea dónde estuvo la ciudad de los elfos antes de qué desaparecieran? Es algo que me abruma bastante.
Amaris y Sephira estaban sentadas en el medio del jardín del palacio en el principio de alguna mañana del pasado. Sephira dibujaba en las rocas, mientras que Amaris, juguetona, intentaba cachar a una cucaracha que, de alguna forma, podía verla y huir de ella a pesar de su estado fantasmal.
—Debajo de la recién construida provincia Swordship. Ellos siempre hacen alarde de lo bien que han sabido esconder la guarida de los elfos, naciendo de las cenizas y no sé que tanto cuento más. ¿Estás planeando ir...?
—Por mí cuenta y en mi estado normal, en mí tiempo, a investigar. Eso es lo que haré.
Sephira bajó la mirada. Amaris sabía que no estaba de acuerdo con ella, pero agradecía que tuviera la edad suficiente como para saber que preguntas hacer y en qué momento sin tener que quejarse.
—Te daré un consejo —esto lo dijo con voz baja, debía tener unos veinte años o más, porque tan joven como otras veces no estaba—. No pienses mucho las cosas, el destino te llevará antes de que siquiera lo pienses, jalándote por su corriente y ahogándote o dejándote en la orilla del mar antes de que siquiera lo notes. Haz lo que creas mejor, duda de todo, pero nunca esperes demasiado.
—Gracias —Amaris sonrió—. Aprecio tú preocupación. Es un buen consejo y lo seguiré, más ahora que tengo que cuidar a Piperina, está apunto de casarse.
—Con Nathan Swordship —Amaris entrecerró los ojos, Sephira completó—. Recuerda que yo también veo el futuro, sé cosas que pueden y no pueden pasar. Como sea, tampoco hay mucho que pueda decirte.
—Pues yo si quiero saber cosas de tí —dijo Amaris—. Dijiste que toda tú familia murió en la guerra, ¿No es cierto?
—Sí —tan recompuesta estaba Sephira como para no verse afectada al oírlo—. Amaba a mis hermanas mayores, a mí madre y padre, pero fallecieron en una de las luchas contra el Reino Sol más sangrientas que puedas imaginar. Uno de ellos y el más poderoso, Josías Ramgaze, fue el creador de todo ese desastre. Él se metió en la mente del batallón de mí padre, implantó cosas en sus cabezas hasta que no pudieron soportarlas y sangre comenzó a salir por sus oídos. Mi padre trajo a cuantos pudo de vuelta, incluyendo a mí padre y hermanas, pero murieron antes de volver a la normalidad, días después él las seguiría en camino al inframundo, y...
—¿Pero puede haber alguien tan poderoso cómo para hacer eso? Zedric apenas si puede leer las mentes, y él es...
—Zedric es poderoso —concordó Sephira—. Pero él mismo se está inhibiendo. Yo te recomendaría que lo ayudes a encontrarse a sí mismo, porque así, cuando el poder llegue, podrá manejarlo y no lo caerá por sorpresa. Siempre que pienso en Josías me da un gran dolor de cabeza, pero lo único que me alivia de él es que ya está muerto.
—¿Ah sí? ¿Y cómo sucedió?
Los ojos de Sephira estaban helados. Dejó de jugar, miró a Amaris fijamente, luego respondió:
—Yo lo maté, así fue como terminó la guerra.
☀☀☀
—Zedric.
Una voz, tan cálida, tan reconocible como ninguna otra. Una voz que solía reconocer porque siempre le inspiraba amor. Porque venía de una persona con sentimientos puros a pesar de tener malas experiencias, de ver las peores cosas tanto en el pasado como en el futuro.
Y lo estaba llamando entre sueños.
—Amaris —él estaba sonando también. Saber que podía moverse entre sueños y seguir la voz de Amaris no fue importante con tal de estar cerca de ella—. ¿Qué sucede?
Al fin pudo verla. Sus ojos azules iluminaban todo en un lugar que Zedric reconocía por viajes anteriores. La isla Sezelhem.
—He visto cosas, cosas que tienen que ver con Nathan —dijo ella—. Es complicado y siento que debo decírtelas.
—¿Por qué no esperar a qué tú barco llegue? No creo que estén tan lejos —respondió él. La isla le quitaba una poca concentración por ser tan real, pero aparte de eso no podía dejar de mirarla a ella. A la princesa que se veía mucho más débil que en cualquier otro momento, que no parecía ella.
—Tardaremos. Siento vientos y lluvias venir hacia nosotros en el futuro. Skrain quiere atrasar un poco las cosas.
—¿Pero por qué? —preguntó Zedric, totalmente curioso—. He visto a Skrain en una visión y está tan motivado como nosotros en su disposición de detener la guerra. ¿Por qué haría esto para detenernos?
—No es a nosotros, es a todos. El planeta llora porque Skrain quiere atrasar las cosas. Hay algo que aún me falta ver en cuanto a los elfos.
—Pero...
—Sé lo que te estoy diciendo. Desearía verte, poder hablar cara a cara, pero esta era la única opción.
—¿Y cómo lo hiciste? —Zedric frunció el ceño, creyó haber sido él mismo el que entró a la mente de Amaris, no que ella hubiera entrado a la de él.
Amaris negó. Poco a poco se acercó a él, tomando su mano entre las suyas y llevándolas de nuevo a su pecho.
—Aquí —dijo, señalando el corazón de Zedric—. Piensas demasiado las cosas. Tú siempre me has dado consejos sobre mis habilidades, ahora yo te quiero dar uno a tí. Olvida que eres un príncipe, vive y descubre lo que puedes ser. No pienses qué porque nadie lo ha hecho antes tú tampoco lo harás. Experimenta.
Zedric miró fijamente a los ojos azules de Amaris. Antes de que pudiera siquiera notarlo ya estaba viendo más allá de lo que su misma mente le hacía creer, estaba sintiéndose a sí mismo siendo llevado por la energía hasta ella.
Sentía a Amaris más que como una esencia, sino como un todo. Una máquina compleja, perfecta, y con otras máquinas perfectas a su manera rodeándola.
El mundo era un sistema, Zedric era parte de él.
Vió a Piperina, que lloraba a los pies del camastro de su hermana.
Vió a Nathan, que más serio que nunca se paraba a un lado de ella y le acariciaba el hombro en un gesto de cariño.
—No quiero que muera —sollozó, entre lágrimas logrando seguir con su discurso—: No ha despertado en dos semanas, está metida en ese mundo, no sé como sacarla de ahí. ¡Tiene que vivir!
Vió a Amaris, aun más débil que en su propia mente, vió a las nubes habitar todo Erydas mismo.
Y, justo por encima de todo, al Sol.
☀☀☀
—Despierta Amaris, vuelve.
Piperina estaba arrodillada a pies de Amaris. Nathan, que dormía a su lado, roncaba y respiraba entrecortadamente, acostado en el suelo después de estar velando a su lado.
Era un poco gracioso, pero dejó de serlo en el momento en que, de golpe, despertó.
—Zedric —dijo. Sus ojos llameaban como nunca, viéndose de un castaño amarillento—. Él está aquí. Puedo sentirlo en su mente.
Piperina entrecerró los ojos. Volvió la mirada hacia su hermana, (lo que quedaba de ella), con una necesidad que nunca había sentido, sintiéndose del todo débil y sin ganas.
—Es simplemente estúpido. Nuestra estúpida misión, la estúpida razón por la que estoy en este barco. He creído todo lo que me han dicho, ¿Pero esto?Me abstengo de creer esto.
—¡Pero es cierto! —Nathan se levantó, del todo enérgico, algo raro después de dos semanas de estar decaído a su lado— Es cierto. Te lo he dicho, no soy tan malo como piensas. A Zedric podría reconocerlo aunque estuviera al otro lado del mundo, con tal de que su mente esté aquí, y de alguna forma lo está.
—Entonces, si está aquí —Piperina trató de creerlo— ¿Por qué no la salva?
Nathan frunció el ceño. Seguro que no tenía ninguna idea, pero lo sentía. Sentía a Zedric despertando una parte de Amaris que poco a poco estaba comenzando a morir.
No había querido decírselo a Piperina, pero Amaris cada vez tenía menos esperanzas. Estaba tan delgada como un palillo, su cabello había comenzado a caerse después de la primera semana, las cosas seguían sin mejorar y, para el colmo, los vientos eran poco favorables. Para los hijos del Sol el mar no era especialmente su mejor modo de transporte, pero aun con los conjuros de los tripulantes del Reino Luna las cosas habían mejorado.
Estaban en un punto muerto, un lugar sin magia excepto la de Amaris, que de alguna forma la mantenía dormida y no la dejaba despertar.
Un crujido llamó su atención antes de que pudiera hablar para tratar de convencer a Piperina de que las cosas podían ir mejor. Entonces, un salto.
—¡Ah! —gritó Piperina, a la cual Nathan tuvo que tomar de la cintura antes de que fuera directo sobre él. Amaris, en su cama, tenía tanto poder rodeándole que se mantenía flotando en la habitación sin generarse daño alguno.
El barco dejó de moverse. A eso le siguió un silencio sepulcral y, como sacado de un relato de terror, gritos de dolor.
—Tenemos que ver que está sucediendo —dijo Nathan haciendo obvio lo que era necesario, pero Piperina lo miró fijamente, furiosa, lo que no tenía mucho sentido—. ¡Tenemos que hacer algo, o no llegaremos a tiempo para empezar la caravana, a tiempo para sacar a Amaris de esto!
Piperina suspiró. No quería dejar a Amaris pero, a pesar de eso, tenía que ayudar en algo.
—Está bien, vamos —dijo.
Nada pudo haberla preparado para lo que le esperaba. El barco había chocado contra una gran roca de al menos el tamaño de dos árboles, se hallaba inclinado y todos, absolutamente todos en la tripulación, estaban dormidos.
Subió la mirada. Sobre ellos estaba una brillante ave multicolor, alumbrando y viéndose bellísima a la luz de la Luna y la lluvia y...
Piperina notó que esa extraña ave estaba haciéndole perder el conocimiento. Vió a Nathan y, antes de que cayera al suelo, lo sostuvo y le dio una fuerte cachetada que lo trajo de nuevo a la cordura.
—¿Qué está?
—¡Despierta! —gritó ella, Nathan recordaría sus brillantes y decididos ojos con admiración desde aquella reprimenda—. ¡¿No ves qué esa cosa nos está haciendo perder la razón?! ¡Lleva a todos a un área segura y yo lucharé contra ella!
Nathan asintió. Todavía se sentía aturdido, incluso estuvo apunto de caerse al dar la vuelta, pero se mantuvo en pie porque Piperina lo hizo dar la vuelta, lo tomó de las mejillas y lo zangoloteó gritando:
—¡Despierta, maldita sea, no se te ocurra mirar a ese bicharrajo!
Esto realmente lo despertó. Piperina nunca se había visto tan bella, imponente y luminosa como en ese momento. Parecía una guerrera.
Nathan la tomó de la cintura y le implantó un fuerte beso en los labios. Ella lo respondió con la misma euforia que él, poniendo las manos en su cabello, dejando que él le apretara de la cintura y transmitiéndole su calor.
Al separarse, Nathan dijo:
—Que este sea el primer día de un nosotros trabajando en equipo. Ahora nos pertenecemos.
Tal vez Piperina hubiera gritado que no en cualquier momento, pero sabía que Nathan estaba aturdido y tomó su demostración de amor como una cosa sin importancia. Le apretó las mejillas y, acto seguido, fue a luchar.
El ave no parecía querer atacarlos. Estaba en su lugar irradiando esa extraña luz, alas extendidas y un impacto sorprendente. Fue así que, en vez de enfrentarla, Piperina se enfocó en volver al barco a andar.
No podía mover la madera, no podía manejar el agua como Amaris haría, ¿Entonces qué?
Suspiró, se quitó el agua de la cara y buscó algo que pudiera manejar. Las rocas, pensó enseguida. Si las movía lo suficiente el barco caería por fuerza propia e iría lejos, llevado por la corriente de la lluvia.
Piperina corrió hasta llegar a la proa del barco, de dónde la vista era amplia tanto como para que pudiera ver lo grande que era la roca contra la que habían chocado.
Prácticamente media lo de tres árboles y era muy ancha, aun así, (y para suerte suya), no parecía tener deformaciones tan peligrosas como para penetrar en el barco, sino se trataba de una rocosidad lisa.
—¡Ah! —soltó Piperina, extendiendo las manos en un intento de mandarle a las rocas que se movieran. Las sintió temblar debajo de ella, sí, pero no se movieron ni un poquito.
Piperina sintió un tirón en el estómago. No estaba acostumbrada a usar tanto poder.
Pensó en Nathan, pensó en su hermana. En todas aquellas personas que morirían sin ver la tierra firme. Pensó en ella misma, en la vida que tenía por delante.
En que Amaris, probablemente, era la persona más importante cuando se trataba de salvar a Erydas de Zara y su oscuridad.
De nuevo un tirón. Un escalofrío, el sentimiento del agua helada sobre ella y, después, nada.
Un vacío, nada más que la roca que, frente a ella, respondía a sus órdenes.
—¡Muévete! —gritó, una voz que no sabía que tenía, que es incluso más fuerte que la del susurro mortal.
El barco comenzó a bajar. La corriente los llevaba de nuevo hasta que, de improviso, la lluvia comenzó q caer con mayor intensidad.
El ave comenzó a aletear y, con un sólo graznido, la lluvia comenzó a caer, pero esta vez envuelta en colores.
El agua le causó un ardor a Piperina que no podía soportar. Las velas se empezaron a derretir, algo raro estaba sucediendo.
Nathan salió de las profundidades del barco y, notando la furia y aleteo de la bestia, soltó un grito feroz de guerra.
—¡Llévame a ella! —le pidió a Piperina. Esta entrecerró los ojos, el insistió—: Usa la roca, yo lo terminaré como sé hacerlo, no importa que tan difícil sea.
Piperina asintió. No le parecía una buena idea, pero estaba desesperada y no soportaría por mucho tiempo el agua ácida cayendo sobre ella sin parar.
Alzó la mano, guiando a la roca para que se alzara y, una vez a la vista, Nathan saltó sobre ella. La roca, firme, lo tomó y llevó justo a tiempo hacia el ave. Cuando estuvo lo suficientemente cerca, Nathan soltó una fuerte llamarada que, guiada por él, impactó en el ave y la asesinó.
El ave soltó un chillido, cayó al agua junto con Nathan y, después de eso, nada se oyó aparte del repiquetear del agua.
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