𝕏𝕍𝕀𝕀

𝓢𝓽𝓮𝓹𝓱𝓮𝓷

「༻ ☪ ༺」

«"Somos piezas de un rompecabezas que no encaja desde nuestra infancia"», me dijo esta misma mañana. Parecía irreal: ella y yo en ese abrazo en el que se me fue el tiempo. Una pausa en donde todos mis pesares se desvanecieron por instantes.

Tal vez porque me entiende, o porque su naturaleza es crear un ambiente de paz con su mera presencia. El golpe de la culpa y la resignación me sucumbió cuando nos separamos, cuando la vi irse a sus clases, cuando yo partí a las mías... y desde entonces he querido abrazarla otra vez.

No es tan mala idea si lo pienso...

Si creyera en el destino, no estimaría que exista lo espontáneo. Y yo prefiero pensar en que no nacemos con un manual que rige nuestro camino, sino que, cada día es un lienzo en blanco, sin marcas ni instructivo; solo la creatividad de nuestra esencia para crear momentos como ese que se cuelan hasta lo más recóndito del alma.

Y yo a ella la sentía cada vez más cerca de la mía, con temor de que la vea y no le guste su forma... con temor de que sepa lo que está plasmado en ella y decida alejarse...

—Maldito seas, Connor Darmond —murmuro frente al espejo del lavabo del baño—. Espero haberte dejado uno igual. ¿A que no lo esperabas?

He tardado más de veinte años en prepararme para ser capaz de hacerlo, para hacerlo antes de perder esa fuerza que me haría derrumbarlo. Y la verdad, fue tan satisfactorio verlo retroceder con un pómulo rojizo... Como había querido desde el primer golpe que me insertó hace años.

Pero me empeñé en recaudar esa fuerza física sin pensar en proteger mi interior, ese que siempre ha sido más frágil que el jarrón de cristal que tiene mi abuela como colección. Ese sí que fue destrozado como una célula dispersa sin rumbo. Y hasta ahora solo tengo un poco del confort que me ha dejado ese abrazo de Gianna, no sé qué signifique para ella, pero para mí lo fue todo.

—Maldito hombre con el que te casaste, eh. —Miro la fotografía que está sobre la mesita de noche, cuando salgo del baño.

Para colmo de todo este escenario, hoy vienen mis abuelos de visita. Carajo. Es como si una persona fuese capaz de trazar un camino de venganza sin esforzarse, solo con la simpleza de existir y quererlo.

A pesar de que el hielo sobre mi piel comienza a quemar, no es lo suficiente desinflamatorio para este golpe cerca del ojo. Ni si quiera sé qué demonios les voy a decir.

­—¡Estamos aquí, Stephen! —grita mi abuela desde el vestíbulo.

—Carajo, debí asaltar una tienda de cosméticos para cubrir esto.

La única opción que me pareció acertada fue portar lentes oscuros. ¡Vaya idiota!, dentro de casa, cuando la brisa primaveral se queda en los ventanales y el sol ya se ha puesto... Bueno, fue lo único que se me ocurrió.

Me digno a bajar, encontrándome con esos ojos claros y caídos de mi abuela, analizándome de pies a cabeza con alegría y emoción. Y yo me le quedo mirando, detallando su rostro, esas facciones que me transmiten un amor maternal que no perdí del todo gracias a ella.

—Hijo... Mi Stephen... —Me envuelve en sus brazos suaves y el aroma de su fragancia se cuela en mis fosas nasales. La extrañaba.

Hacía dos meses que no venían. Y para mí fue como una eternidad.

Traza un camino de sus besos cálidos en mi frente y mejillas, como era su costumbre cada que nos veíamos.

—¡Ey!, ¿Cómo está el más...? ¿Cómo es que te dice Plummer? —Mi abuelo Zachary me llama—: Ah, sí, ¡el sabroso! —alza la voz desde la cocina, invitándome a seguir el hilo de sus palabras hasta allá.

Mi abuela sonríe y asiente para que vaya.

—Sabes, en ti eso sueña insípido.

—¿Prefieres cariñitos en la mejilla o que te desordene el cabello? Así como cuando niño —Su tono era avejentado pero fraternal.

—Preferiría una patada en el culo.

Ríe desde su ubicación, sin girarse. Fue hasta que me acerco a él y le doy un abrazo apretado, intentando disipar todo en sus delgados brazos, que se alejase por unos momentos. Y sus palmaditas en la espalda amenazaban con derrumbarme justo ahí, justo así.

Pero me aferro a contenerlo.

— Deben estar cansados por el vuelo —digo al separarme de esa comodidad.

—Ya no tenemos veinte años, hijo. —Mi abuela bromea con esa sonrisa tan amena que usa todo el tiempo—. Pero no te preocupes, tienes abuelos fuertes aún.

Mi abuelo vuelve a su tarea en la estufa, que casi se le quema lo que sea que estuviese haciendo. Yo me encargo de ayudar a mi abuela a sacar las compras.

—Trajimos algo de despensa para tu alacena. ¡Mírate!, estás más delgado. ¿Es que no comes bien? —reclama. Se acerca a mí y encapsula mi rostro en sus delicadas manos—. No le hagas a la abuela Camyl venir a vivir contigo.

Su dedo anular llega hasta la hinchazón de mi golpe oculto, pero me aseguro de no mostrar ninguna mueca que la ponga alerta. Esbozo una sonrisa cuando aprieta más, curveando mis labios como pescado.

—Es el final del curso, hay pendientes por todos lados. Además... he dejado el ejercicio hace poco.

Ambos me miran.

—Pudiera retomarlo al graduarme o después, no lo sé, solo ya no me da tiempo.

Mi abuela comienza a ordenar algunos alimentos refrigerados en el congelador en un silencio que retoma a los segundos.

—Más vale que así sea. ¿Quieres café? —asiento corto—. De todas formas, no te saltes ninguna comida. Tal vez esta ocasión podamos quedarnos unos días de más, ¿verdad, cariño?

—Si se trata del pequeño sabroso, siempre será un «sí» —dice entre risas, tratando de que no se escape la yema de la clara.

—¡Abuelo!

Voy a matar a ese Colton por ser tan transparente y contarles literalmente TODO.

Cuando ellos entraban por esa puerta siempre era diferente, más claro, más plácido. Yo no tenía que balancearme en pensamientos ofuscantes porque ocupaban mi mente con banalidades. Su paso por aquí sólo era un fin de semana cada mes, incluso llegaba a pensar en decirles que viniesen más seguido... Pero, como todo, nunca se los decía.

Su estancia acogedora me recordaba todo lo bello que podía ser y existir en mi vida, incluso creía en la perseverancia de la que tanto me hablan, pues le daba significado con esas perspectivas que siempre he admirado.

Camyl me acerca una taza con agua tibia y un pomo de cristal con café de la estantería. Revuelvo, y sorbo con normalidad, sin darme cuenta de que esos ojos claros me analizaban cada gesto.

—¿Sin azúcar y leche? Antes no te atrevías a beber café sin esos dos componentes —dice confusa—. ¿Cómo decías? Ah, sí, gruñías diciendo: «carajo, ¿qué es esto?».

Suelta una risita avejentada.

—Ah, creo que es la costumbre. Boston es intolerante a la lactosa, y prefiero no darle esa tentación que difícilmente deja pasar. Y Colton casi no consume azúcar, entonces...

Curvea sus labios, con pliegues de piel en las comisuras; una sonrisa orgullosa de escuchar esas palabras. Es un hecho que mientras más te adentras en la convivencia con terceros, tus hábitos cambian, para bien o para mal.

—Me agradan esos chicos —expresa—. No han cambiado nada. ¿Cómo lleva Boston su estudio de tatuajes? Tal vez debería ir a que me haga uno.

—Carajo, no, abuela. —Se ríe, sorbiendo de su café—. La verdad, la lleva bien. Apostaría que esa habilidad para atraer gente nueva a su estudio es de otro mundo.

Asiente con aprobación.

—Siempre ha sido extrovertido. Espero que lo estés cuidando bien, ¿escuchaste? —me apunta con el índice—. Está pequeñito.

—Tiene veintidós, abuela —reniego con un puchero.

—¡Me llega el olor a celos! —gritan entre risas.

—Tú concéntrate, abuelo, que se te pueden caer los huevos por ser un chismoso.

Nos llega una carcajada contagiosa.

—Esa fue buena, ¿eh? —dice.

Mi abuela mueve la cabeza con una sonrisa de «no tienen remedio». Le da un último sorbo a su café para mirarme.

—Por cierto, Colton nos ha llamado constantemente. También espero que no le estés dando dolores de cabeza a ese pobre muchacho indefenso con tu carácter, y seas obediente.

—¿Indefenso?

—¡Por dios!, qué necio has salido. ¿No puedes decir por una vez «sí, abuelita, voy a obedecer»? —chasquea la lengua—. Definitivamente tienes el carácter de Emily.

—Emily era el doble de terca, cariño. —Mi abuelo sale al umbral con un bowl de crema batida—. Recuerda que ella siempre gruñía con una letanía como: «el día que yo obedezca, será el mismo en que la humanidad se dé cuenta de su insolencia con el medio ambiente».

Ambos sueltan otra carcajada con una pequeña palmada al aire. Yo me les quedo mirando mientras comparten ese momento, sin llanto, sin lamentos, solo recordando lo bello que mi madre les dejó como recuerdo, su única hija. A pesar de que en su momento ambos quedaron destrozados...

—Estoy segura de que fueran ese tipo de relación madre-hijo que discute y bromea en la misma conversación. Y te tendríamos llamándonos todos los días porque mamá te ha "peleado".

Mi silencio pasa a ser un puente estable para sus palabras.

—Emily tan inmadura que veces le tomaba por hacer berrinches. Era todo un reto del otro mundo hacer que tomara su medicamento, como una niña —confiesa mi abuelo, ha dejado de batir el contenido del recipiente—. Pero incluso con su corta edad en el embarazo, demostró ser una guerrera contra la vida.

Busco alguna mueca, algún indicio de una tristeza que comúnmente la gente demuestra cuando habla de alguien que se ha ido, pero no lo encuentro... Tan inesperado y esperado a la vez. Como ella: mi madre.

—¿No les duele hablar de esto? Podemos cambiar de tema.

Ambos niegan sonriendo, recordando.

—Nos costó tiempo, hijo, lo puedo admitir sin vergüenza. Hubo días en que creímos que lo habíamos perdido todo: las ganas de seguir, de aventurarnos a la realidad, pero entonces llegabas tú con alguna anécdota divertida en el jardín de niños, con una rama seca que encontrabas en el árbol de la vecina o con esas mejillas infladas jugando a ser un pez bajo el mar... —Mi abuelo palmea la mano de su esposa con un amor palpable—. Eras parte de ella. Te convertiste en el mejor recuerdo que nos pudo dejar Emily. Y sí, pasaron algunos años para que pudiéramos hablar de ella sin que doliera.

Recordar a alguien sin que duela... ¿Podré lograrlo yo? Debería comenzar a intentarlo.

—Yo... —hablo por lo bajo—. ¿Alguna vez me odiaron? Entenderé si me dicen que sí, era su hija.

Ambos se miran, confusos. El olor a vainilla inunda nuestro alrededor, combinado con una dulce calidez familiar.

—Hijo, ¿por qué lo haríamos?

—Porque hice que ella se fuera... Si no hubiese estado embarazada de mí, tal vez ella...

—Ella estaría en donde lo está ahora —aclara mi abuela al ponerse de pie y besar mi frente—. Tú nunca serías culpable de eso, Stephen. Pasaría de todas formas. Emily siempre dejó en claro que se decidiría por ti, en su lugar, y así fue. ¿Y sabes qué? Tenerte en nuestros brazos fue lo más hermoso que la muerte nos prestó...

Encapsula mis mejillas con ambas manos, sonriendo como siempre que me ha visto abatido.

—¿Entonces por qué...? —desvío la mirada hacia el borde de la isleta que estaba roto; por una pelea—. ¿Por qué él sí me odia?

El abrazo de mi abuela actúa como cual manto dispuesto a combatir una brisa de sentimientos negativos que hielan mi interior.

—Lo sentimos, Stephen —expresa Zachary, palmeando mi hombro—. Nunca debimos dejarte a su cargo. Emily nos pidió que te mantuviéramos alejado de él... Y lo primero que hicimos cuando fue a nosotros con ese invento de ser el padre que necesitabas, ha sido acceder. Espero puedas disculparnos. No merecías vivir así.

Los ojos se me escuecen, aunque intente reprimirlo; es la primera vez que se disculpan, y no es que tuviesen culpa, pero siempre me he preguntado cómo sería mi vida si nunca hubiese salido de Edmonton.

—Nunca los he culpado por nada, al contrario...

Mi abuela me ofrece un beso maternal en la sien, luego despliega mis gafas oscuras con cautela, dejándoles una vista de ese hematoma.

—¿Por qué nunca nos lo dijiste? Pudimos haber venido por ti.

—Porque jodidamente creí que yo era el problema. Solo... quería que me abrazara una vez, aunque fuese también la última —suspiro un aire pesado—. Pero eso ha cambiado, ya no lo quiero cerca de mí.

Sería hasta este momento en que lo pensara con claridad: ya no rogaría esperanzas de recibir algo más que golpes y migajas de un concepto vago y despistado de la palabra padre. Connor no merece ser llamado así.

—Ustedes son mis padres, mi madre es mi madre... Pero ese sujeto nunca ha sido nada —confieso, en tensión—. Si los tengo a ustedes, no quiero nada más. No me hace falta cariño en su presencia.

Tengo muchas preguntas para ese destino del que habla Colton: ¿Por qué no nos dejó conocernos a mi madre y a mí? ¿Por qué cruzó a Connor Darmond en el camino de una persona como Emily Becket? ¿Por qué personas tan buenas como mis abuelos deben sufrir?

Debe haber una respuesta más real y profunda que «es cosa del destino». Al menos en mi perspectiva, para que pueda darle un peso a esa palabra.

• ────── ✾ ────── •

Cuando mi abuelo por fin pudo terminar esa preparación tan misteriosa comenzamos a cenar. Siempre le gustaba entrar a la cocina cuando venían de visita, así mi abuela descansaba un poco y se dejaba consentir por él.

Tartaleta de mantequilla y sirope de arce. La nostalgia me saborea entre recuerdos al oler la misma fragancia que en aquellos años.

—Te gustaba esto, ¿no? No recuerdo un fin de semana sin que pidieses esta preparación —menciona mi abuelo.

—¿Cada sábado? —Camyl pregunta.

—Sí... Cada sábado.

Solo conozco a mi abuelo que haga estas tartaletas con sus tres texturas tan presentes. Su exterior crujiente se desmorona en cada mordida; la parte chiclosa superior era tan apetitosa y el interior casi líquido te hace querer comerlas todo el día.

—Debí heredar tu sazón, no solo esa habilidad para la música —reclamo, tomando mi segunda tartaleta.

—Oye, oye. Si tuvieras todas mis virtudes, fueras perfecto. —Se da un golpecito en el mentón, orgulloso—. Confórmate con ese físico que te di.

—¿Qué dices, cariño? Obviamente es idéntico a Emily, y ella tenía más de mí... aunque, bueno, debemos admitir que la nariz y esas cejas que te dio tu padre te hacen ver precioso.

—Abuela, ya nadie usa esa palabra.

—Ah, ¿no? Bueno, pues mejor para mí, así nadie me copea.

Se encoge de hombros, divertida.

—Lo único que ese infeliz hizo bien: un hijo guapo... No, no, un hijo sa-bro-so. ¿Verdad?

Entrecierro los ojos.

—Deberías dejar eso ya. Hablar con Colton te está descontrolando. —Suelta una carcajada, ahora entiendo por qué Colton siente protección—. Estoy seguro de que unirías fuerzas con él para hacerme obedecer.

—Sí, que tu abuela te defienda.

—¿Qué? Yo defiendo al pequeño Boston. Lo siento, Steph, pero hay que cuidarlo.

—Son unos descarados traidores —sonrío, con algo en mi interior que palpita en paz—. Bien, me defenderá Giann...

—¡¿Quién?!

—Nadie, nadie.

La cena termina con algunas anécdotas de estos dos meses que no nos hemos visto: como el recital de marzo, mi pelea con Connor, incluso les comenté sobre algunas academias de orquesta en las que mi talento podría resaltar una vez me gradúe.

Y mi parloteo comienza cuando en una de sus tantas preguntas, se llega una en donde me preguntan por mis amigos.

No me cae la cuenta de que actúo como ese chico adolescente que siempre esperaba su llegada para contarles mi día a día. O a ese niño al que le gustaba salir al porche cuando el sol se había puesto para conversar con ellos de temas que a esa edad un niño no debería preocuparse.

Me miran, sonriendo, en silencio.

Mis mejillas se entumen por un instante, por sonreír tanto, y es aquí donde me callo. Apuesto a que Gianna se sorprendería si me viese hablar hasta los codos como ahora, como ella. Puedo distinguir la felicidad en los ojos de ambos mientras me miran orgullosos. Incluso a mí me dio gusto escucharme así: emocionado.

—Son unos buenos chicos —dice al final, Camyl—. Me da gusto que ellos sean tus amigos.

—Sí. Créeme que a mí también.

—Son mejores que Lavoie, sin ofender su ausencia. —Mi abuelo lanza esas palabras con más seriedad—. Espero no te moleste, hijo, pero a estas alturas deberías saber que Lavoie cambió aspectos en ti. No eras el mismo cuando estabas con él.

Dejo que el silencio responda cualquier cosa que no me atreví. Porque la culpa no me dejaba decir en voz alta los defectos que Grayson tenía: cuando me decía que era un egoísta, cuando lo esperaba al final de clase, siempre, pero al ser mi turno él nunca lo hacía. Cuando me rogaba para que bebiera con él los fines de semana, aunque a mí no me apeteciera, y terminaba aceptando porque me aseguraba sentirse mal y querer que lo escuchase. Y, de nuevo, cuando yo lo necesitaba, un inconveniente se le cruzaba en la rutina...

—Él dejó en ti este vicio... —expone sobre la mesa un par de cajetillas de tabaco; los nervios me alcanzan—. La última vez que revisé ese cajón, eran distintas. Hijo, ¿estás...?

—Ya no fumo. —Mi voz casi ahogada.

La mirada dolida de mi abuela me apuñala, me destroza.

Lo había abierto todas las veces que me ha visitado, sin decírmelo. Es así como las personas a mi alrededor hacen para saber lo que me pasa... Y es una maldita mierda. Debería ser capaz de decir: no estoy bien, los necesito, pero la verdad me ofusca más de lo que debería.

—Entonces me los llevo. —Levanto mi vista con la rapidez suficiente para delatar mis palabras. Aun así, se los embolsa en el pantalón, y añade—: Dijiste que podíamos confiar en ti.

Sé que intenta no herirme, pero su tono casi decepcionado me resbala todo el proceso.

—Y lo sostengo, pero...

—No queremos controlarte, acordamos darte tu espacio. —Camyl palmea mi mano sobre la mesa—. Pero está de más decir que no debes.

—Lo sé —los encaro—, en ese aspecto denle los puntos a Colton, que me está ayudando en el proceso.

Mi abuela suspira y se queda en silencio un par de segundos, sopesando lo que está por decir:

—Steph, ¿no has pensado en visitar algún especialista? Aquí en Toronto debe haber alguno. Si tomamos los ahorros, tal vez...

Niego acercándome a ella.

—No se preocupen, en verdad. Estoy bien, así que no volveré ahí —le dirijo una sonrisa persuasiva—. Sabes que no me gustan los hospitales, pero tranquila, que no he tomado un solo tabaco desde hace dos días... ya es un avance.

—¿Ves que sí eres necio como ella? —aprieta sus arrugados labios—. Una visita nunca hace mal, él o ella te pueden guiar. Buscaré algún espacio...

—Vamos —interrumpo tranquilo—, no creerán que esté retrocediendo, ¿o sí? ¡Mírenme! Estoy por graduarme, algo que al principio parecía imposible. He llegado hasta aquí. Sin Grayson...

El bichito del miedo se aviva por un instante en mi interior. Y su silencio le abre las puertas a las palabras.

—A veces es difícil... Pero intento buscar esa perseverancia de la que han hablado. Joder que lo intento de verdad. Sé que suelo ser necio y cerrado, incluso con cierta persona me he comportado un poco duro. Estoy intentando mejorar, en serio —suelto un suspiro—. Nadie tiene la culpa de lo que me persigue, y solo quiero sentirme bien al despertar.

Camyl me extiende sus brazos para envolverme en ellos. Mi abuelo se acerca y nos enmanta a los dos.

—En esta vida, hijo, pierde aquel que no lo intenta, el que se da por vencido —palmea mi espalda—. Y déjame decirte que tú no eres culpable de que estés viviendo lo que Grayson Lavoie ya no pudo. Son circunstancias. Olvida lo que Connor te ha hecho creer sobre ese día. —Su tono se vuelve más profundo—: Vive, siente, recuerda todo lo que quieras y ya no mires atrás. No tengas miedo a ser feliz.

Podría tener cuarenta años y sentir esas palabras como las de un padre que se preocupa por su hijo; porque ese rol ha tomado siempre. Y no solo porque soy su nieto, sino porque en verdad me aman... Y eso no se puede ocultar.

—Te amamos, Stephen, por favor ven a nosotros si algún día no te encuentras.

Ambos me envuelven enese manto protector que extrañaba, en uno que sí es real y acogedor.

「༻ ☪ ༺」

¿Cómo van? Espero que les haya gustado este cap. 🥰

Su voto y comentario me ayudan mucho a seguir y saber cómo la llevo con esto.

¡Muchas gracias por leer!
📚🤎

¡Hasta el próximo!
~🕰️~

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