𝕏𝕏𝕍𝕀𝕀

𝕲𝖎𝖆𝖓𝖓𝖆

「༻ ☪ ༺」

El gotero empaña el parabrisas con fuerza, repiqueteando con un sonido tenue que danza en mis oídos. Las intermitentes de los autos pasean por la ventanilla con prisa, las farolas de las calles parecen moverse en sintonía con nuestro trayecto. El agua se desliza por el cristal al colocar mi índice y seguir el camino de las gotas.

Miro a Stephen, quien parece estar atento al frente, tenso y con los dedos bailando sobre el volante.

—Cuando era pequeña, —digo retrocediendo en el tiempo con mis pensamientos—, Antoine y yo salíamos al jardín a escondidas cuando llovía. Mi madre se daba cuenta y nos sancionaba, pero lo que más recuerdo era a mi hermano cuidando de mí porque tomaba resfriados por mi falta de defensas.

Sonrío con sutileza, abrazando mis hombros con el recuerdo de nuestras travesuras. Solo una vez logramos que Lis y Mirella se unieran a nosotros. Antoine se las ingenió para convencerlas de salir al jardín. Fue el único día en que los cuatro compartimos un momento de hermanos sin pelear, sin reclamar ni estar rencorosos.

Estoy segura de que todos recordamos ese día cuando vemos la lluvia caer.

—Me gustan los días lluviosos. —Suelto un suspiro acompañado de una sonrisa. Vuelvo mi vista a él, que parece inflexible.

Me acerco un poco a su asiento, pero juraría que no ha notado los pocos centímetros que nos separan.

—Colócate el cinturón, por favor —dice, en cambio.

Regreso a mi asiento y pongo el broche, pero antes de que mi ánimo se vea apagado por su solemnidad, dirige su mano sore la mía y la lleva a sus labios. Ahí deposita un beso suave. Su mirada fija en el trayecto, pero su tono menos ronco:

—Odio conducir en la lluvia, es eso —revela, manteniendo mi mano envuelta en sus dedos—. Me pone tenso. Discúlpame.

Llegamos a su casa cuando la noche ya ha bañado la ciudad, las farolas de su entrada parpadean un par de veces cuando las enciende. Me insta a pasar primero. Abrazo mis hombros cuando mi cuerpo tirita y mis labios se fruncen.

—¿No habrá problemas con tus abuelos? Tal vez debería...

Se acerca a mí y encapsula mis mejillas con cariño. Eleva mis comisuras con sus dedos y abre la puerta; el olor a vainilla y moras nos recibe nada más entrar. La calidez del vestíbulo me atrapa en el confort igual al de un manto.

La sala de está vacía, pero las risas sutiles se encaminan desde la cocina, donde seguramente estén ambos. Le sigo el paso a Stephen con calma, cruzo los brazos y me hundo en los hombros.

—¡Dios mío! —exclama la señara Camyl, con las manos repletas de harina—. Estos niños, ¿no arrancó el auto?

Su voz pausada y confusa, como si intentase buscar ella misma sus respuestas. Alterna la vista entre ambos y suelta una leve carcajada.

—Tal parece que has encontrado con quién brincar charcos de agua —sugiere su abuelo, acercándose con un guante de cocina desprendiendo el otro—. Apuesto a que este muchacho fue el de la idea, ¿me equivoco?

Asiento con una sonrisa nerviosa.

Stephen y él se hacen muecas divertidas antes de echarse a reír, mientras que Camyl le da uno leve con el codo a las costillas.

—¿Qué haré con él, señor? —expresa mirando hacia arriba.

—Quererme hasta el final de mis días, abue —le dice plantando un beso en su coronilla. Su abuela frunce los labios y se deja recibir el cariño.

Minutos después, subimos a la segunda planta para lavarnos y evitar algún resfrío, mientras la abuela de Stephen prepara algo caliente de su vasta lista de cocina. Era como si fuésemos viniendo del instituto o incluso la primaria, empapados porque el transporte nos dejó y no nos quedó más remedio que andar a pie.

Llegar a casa y ser recibidos con un abrazo y palabras cálidas que hacen que tu cuerpo deje de tiritar es sin duda de las mejores sensaciones que existen.

—¿Cuántas veces en tu adolescencia tu abuela hizo algún caldo mientras tú te lavabas después de llegar así? —pregunto con ingenuidad, sin recordar algo que debía.

Puedo ver su espalda tensarse mientras él busca entre su armario. Deja que el silencio se cuele entre nosotros, pero al final se decide a hablar.

—Ninguna —responde con naturalidad. Encuentra una prenda y le quita el ganchillo; una sudadera con el logo de una banda de los ochenta, de los Ángeles—. Esta estará bien, hace tiempo que no la utilizo. Creo que se amolda más a tu estatura.

—Gracias... —la tomo, mirándolo a él. Su piel fresca y húmeda desprende el aroma de su fragancia con sutileza, inspiro con una sonrisa.

—El baño está ahí, cualquier cosa no dudes en decirme —apunta y asiento. Comienzo mi trayecto al baño, pero antes de cerrar la puerta su voz me detiene—: Sabes, lo único que me esperaba en casa en mi adolescencia era el puño de Connor... Ah, pero en mi niñez hubo infinidad de caldos, eso sí. —Me da un guiño, restándole importancia a lo anterior.

Al salir del baño lo encuentro humectando su rostro; lleva unos pantalones de chándal y una camisa manga corta oversize en un azul como la profundidad del mar. Me sonríe cuando el reflejo de su espejo me capta de pie, detrás de él, repasándolo por completo.

—Harás que me sonroje —dice, girándose hacia mí. Sus ojos bajan hasta el borde de la prenda y sonríe con inocencia, pero sus pupilas me dictan algo más que no quiere demostrar—. Te queda bien —apunta con la mirada.

—Es linda —la admiro de las mangas, donde también lleva el bordado del nombre de la banda en línea vertical—. ¿Te gusta este grupo?

El color negro aun es intenso en la tela, así como el logo guarda la suavidad en el bordado. La compró hace más de un año, cuando iba a asistir a una tocada de cover con Colton en Vancouver, pero que al final decidieron no ir, según lo que me dijo después.

—La utilicé solo una vez —comenta y se ofrece a cepillar mi cabello.

—Conociendo a Colton, debió ser algo importante para echar para atrás sus planes —suelto una risita—. Le gusta que todo salga como lo planea.

Sus yemas tocan mi cuello cuando sujeta un mechón para pasar el cepillo; mi piel reacciona al instante.

—El mismo Colton, así es.

—¿Puedo preguntar por qué no fueron?

—No. —Se apresura a responder con reserva, pero solo pasa un segundo cuando su semblante se suaviza y me mira—. Quiero decir... —carraspea—: Claro, eh, fue por una indigestión. Bajemos ya, ¿te parece? —termina evadiendo mi mirada.

Sus comisuras se elevan en una sonrisa sin fondo, solo el simple movimiento. Extiende su mano y la tomo para bajar juntos. Cenamos un caldo de verduras exquisito que su abuela ha preparado, hablando de banalidades y recordando este día con carcajadas.

Cuando se lo propone es bastante divertido.

Sacamos el pastel de moras que había en el horno y compartimos el postre mirando un documental de mariposas monarcas y el cómo ha ido cayendo en extinción. Cuando Stephen llega de la cocina con un par de vasos con agua tumba su cuerpo más pegado al mío, rozando su pantalón con mis piernas desnudas.

Merda...

Un cosquilleo me recorre la espalda cuando lo atrapo mirándolas; desvía la vista y suelta una risita ronca. Trago saliva ante cientos de posibilidades que se me han formado en la mente, en esa invitación que aun resuena en mis oídos. El documental pasa a segunda estancia, la voz del narrador toma lejanía.

Le doy un sorbo prolongado al agua, y resbala de una de mis comisuras. Los dedos de mis pies jugueteando como mis latidos.

—No creo que sea normal sentir vergüenza después de lo que hemos hecho en el salón de música —dice, con las orejas más rojas que un tomate.

La cuerda del miedo toma su desliz y me permite respirar en tranquilidad. Suspiro. Acerco mi cuerpo al suyo y él respira con fuerza.

—Tal vez suceda que debemos darle cierre a ese momento —expreso con la misma valentía de aquel día. Traga saliva y remueve sus piernas, mirando la televisión.

—No creo que sea buena idea hablar de sexo en este estado.

—¿Por qué no? —me atrevo a sentarme en su regazo dejándolo consternado y más nervioso. Sus puños tensos, evadiendo esas ganas de tocarme. Alza la mirada—. ¿No te gusta hablar de eso?

Mis manos en su cuello acariciando su piel erizada. Remuevo un poco mis caderas; respira con fuerza, mira entre sus piernas. Niega con la cabeza y encuentra sus ojos con los míos.

—¿Te haces responsable de esto? —apunta ahí abajo.

—Ya lo hice una vez, ¿no?

Uno mis labios con los suyos, avivando esta sensación que enriquece mis acciones. Su mandíbula tensa como sus hombros; no relaja sus puños. Tal vez está nervioso. El descenso de mis manos comienza contorneando su abdomen sobre la tela de la ramera. Se estremece cuando las hundo en su piel.

—Anima... —susurra en mi cuello.

Siseo con mi índice en sus labios. Los delineo. Lo beso, y llego a morderlos con sutileza. Él no lo sabe, pero oso de poner en práctica aquellas letras que he grabado mentalmente con libros de mi rinconera.

—¿Quieres subir? —pregunta, aferrando sus puños para no ceder al descontrol. Alzo una ceja con diversión y bajo de su regazo, provocando un extenso suspiro de su parte. Tomo su mano para guiarlo hacia la segunda planta como si el camino fuese lo más sencillo de esto.

Escucho el golpe sutil de la puerta tras de mí y el click del seguro. Me invade el cosquilleo, pero la valentía se interpone para despojar su ramera de un solo intento. Mi cintura a su disposición cuando por fin posa sus manos sobre ella; me acerca a él.

—¿Y tus abuelos?

Me da una media sonrisa de complicidad.

—También fueron jóvenes, así que hay que agradecerles.

Ahora veo por qué ninguno ha cenado con nosotros. Es decir, ¿están en casa? Asumiendo estas palabras, diría que han salido con propósito.

Sus besos se intensifican; sus caricias más seguras, pero igual de cautelosas. Su respiración agitada me danza en las mejillas y su fragancia contundente impregna sobre mi piel. El descontrol me persuade sin un ápice de decencia justo cuando la sudadera se desliza por mi cabeza y cae al suelo.

Me dedica un suspiro cuando sus ojos se pasean por mi cuerpo y sonríe. Hago lo mismo con su pantalón, sin prestar atención a nada más que no sea su proximidad buscando mi contacto. Traga saliva, pero mantiene su distancia, por eso decido ser yo quien la acorte. Me permito sentir otra vez, estremecerme bajo sus caricias, y que explore en mí un mundo genuino que estoy dispuesta a ofrecer.

Cruzamos la línea de lo que nos ha tenido en tensión desde hace tiempo, y nos entregamos el consentimiento mutuo cuando mi cuerpo cae sobre las sábanas, seguido del suyo. El calor es lo primero que expone nuestro deseo, tan fuerte como transparente; sus manos deslizándose por mis muslos, trazando todo aquello que no podemos explicar. La suavidad de sus besos desciende hasta mi abdomen, se instala y emprende un juego que difícilmente podría ganar.

El meneo de las cortinas deja pasar una ráfaga de viento que nos impulsa de cierto modo. Me aferro a las sábanas cuando soy consciente de su visita en mí, tomando un partido respetuoso, pero que me roba los jadeos.

—Por favor... —jadeo—. Esta vez no detengas esto.

No responde a eso, pero tampoco culmina su accionar. Encuentra el punto que me desata mariposas en el bajo vientre, como en el documental que dejamos a medias. Aleteando sin control, buscando un hábitat para asentarse. Sus dedos enmarcan mis caderas y los movimientos de sí mismo toman intensidad, tanto que, esa colmena que revolotea fluye sin control. Se dispara.

Alza la mirada y sonríe. O se ríe de mi semblante. Intento levantarme, pero su cuerpo me aprisiona cuando extiende uno de sus brazos hacia la mesita de noche. Mis latidos se aceleran cuando el objeto reluce entre sus dedos. Lo miro, él me mira. Ambos miramos el preservativo.

—Lo harás, ¿verdad? —inquiero, sus ojos permanecen en ello por más tiempo. Traga saliva—. Stephen...

—Eh, sí...

Encapsulo sus mejillas para fijar nuestras miradas, y aunque intenta evadirme, al final lo hace. Reconozco esa expresión con dudas, la he visto muchas veces en él.

—¿En serio quieres hacer esto? —pregunto.

Irrumpe mis palabras rompiendo uno de los lados del producto. Se levanta y se da la vuelta unos instantes para colocarlo. Los músculos de sus hombros se tensan, pero se vuelve a mí para retomar el momento con besos. Le sigo el paso, aunque esta vez sea con menos equilibrio.

Hay dudas. Hay tensión en su toque. Hay una inseguridad que no sé de dónde se ha formado.

—Steph...

—Puedo hacerlo.

El proceso se repite, las sensaciones brotan como la llegada de una primavera sobre el invierno. El calor se asienta en esa zona como una tarde soleada de verano, y mi frente perlada, descendiendo cada gota como el comienzo de un otoño inminente.

Jadeo en merced de sus movimientos, y su nombre revota en mis labios cuando se ha dado paso con lentitud hacia mi interior. Permanece ahí, intacto, tranquilo. Sus ojos cerrados, pero ahogando sus respiraciones. Entonces lo beso de nuevo y le sonrío, asegurando el pase intangible de esta continuación.

Mi cuerpo lo recibe con facilidad, pero él no hace nada. ¿Por qué no se mueve?

—Anda, Stephen... —jadeo en su oreja.

Y su primer meneo se inaugura, cauteloso e indeciso, pero suficiente para que mi espalda tome una arcada sutil. Las venas de sus antebrazos toman un grosor evidente. Nuestras respiraciones conectadas. El segundo llega con menor prisa, atrayendo un ápice de impaciencia que intento reprimir. Ajusto las caderas para darle más accesibilidad, para que las embestidas suban de intensidad.

El cosquilleo parece distante, aventurándose a una tensión en esa zona que cuesta no ignorar. Mis manos ahora en su espalda, buscando encajar de algún modo. La ventisca me resulta menos confortante, pero intento equilibrar mis pensamientos y concentrarme en el momento. En el que él me está dando.

—Al carajo... —gruñe entre dientes.

Las yemas de sus dedos se clavan en mis caderas con poderío, fortaleciendo la energía de su resistencia. Jadeo en sus labios cuando mi interior lo alberga con disposición. Su mandíbula tensa, apretando sus dientes. Atrapa mis labios con los suyos en un acto más feroz y ansioso que me roba el aliento; entierro mis uñas en sus dorsales.

La tensión se palpa en estos momentos, avivando el deseo otra vez, creciendo en el interior y llevándose toda sensación a su paso. Ahora precisa sus movimientos, los marca. Tiene claro cómo y en qué medida. Se aventura a mi cuerpo con sus caricias, bordando cada lunar, cada marca... Creando una melodía en un lenguaje mudo.

Se separa de mi boca para inhalar y exhalar dos veces, pero retoma el pulso de su respiración y va sobre mi cuello. El cosquilleo corriendo en mi sistema toma partido protagónico y se asienta en mi bajo vientre, a la espera de ese momento en que deba salir. Los dedos que mantiene en mis muslos pinchando con más fuerza, clavándose en mi piel. Tal vez es la adrenalina del momento y no se ha percatado. No duele, pero si sigue así dejará marcas.

Menea hasta que la agitación nos sucumbe y el deleitar de su última embestida compone un grato recuerdo en mi cuerpo. En el centro de mi pecho rebota su respiración que intenta incorporarse al desenlace. Inhala y exhala dos veces. Traga saliva y me mira.

Mis movimientos blandos, pero con lo suficiente para alcanzar su mejilla y regalarle una caricia con el pulgar. Sonrío, nerviosa, contenta, con las emociones abriéndose paso en mi semblante. El silencio se cuela entre nosotros, siendo la respiración lo único perceptible. Con lentitud sale de mí. Su mirada escondida entre los mechones que caen desordenados en su frente.

Por unos instantes parece perderse en sí mismo al tiempo que intenta componer su respiración; su frente contra mi abdomen, deslizando el calor de su aliento en mi ombligo.

—Stephen... —lo llamo, masajeando en círculos su trapecio derecho con mi índice—. Stephen.

—¿Me dejas dormir así? Tu abdomen es muy cómodo. —Deposita un beso suave.

—La ventana está abierta —miro hacia ella cuando el meneo de las cortinas valida mis palabras—. Nos vamos a resfriar.

Reacciona cuando intento inclinarme. Toma impulso con sus brazos y se pone de pie, cubierto con sus manos la entrepierna. Suelto una risita y me atrevo a darle un repaso con la cabeza inclinada.

Carraspea como regaño sutil.

—Bien, ya cerré la ventana. ¿Gusta algo más de mis gratos servicios? ¿Un vaso de agua? ¿La acurruco como a un bebé? —Se lanza a mi lado y nos cobija—. Usted exponga sus peticiones y yo con encanto las cumpliré.

Finjo pensar en algo antes de abrazarme a su pecho y descansar mi cabeza ahí. Sus latidos apresurados e intensos.

—Deléitame con tu grata presencia silenciosa antes de rendirme ante el cansancio físico e interno.

Ambos reímos, culminando esta noche como mejor se nos puede ocurrir. Los minutos pasan bajo un silencio acogedor y envuelto en calidez; su mano masajeando mi cráneo con suavidad, mi mente está al borde del sueño. Pero es la tercera vez que le escucho suspirar.

—¿Sucede algo? —pregunto, somnolienta.

Deposita un beso en mi coronilla.

—No, no es nada. 

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¿Cómo van? Espero que les haya gustado este cap. 🥰

Su voto y comentario me ayudan mucho a seguir y saber cómo la llevo con esto.

¡Muchas gracias por leer!
📚🤎

¡Hasta el próximo!

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