Simone (I)
Hacía años que no contemplaba la lluvia. La recordaba fina, postrándose con timidez sobre las calles de Lupercalia. Apenas dejaba un vestigio tras su rastro que, fugazmente, se diluía con el ardiente asfalto hasta desaparecer. Samhain era otro mundo en ese aspecto. Una vez al año, la borrasca acechaba la ciudad convirtiéndola en un riachuelo rebosante de mugre y desechos humanos. Comúnmente conocida como Gran Riada, la corriente de agua desbordada se convertía en el terror de los miles de sin techo que poblaban la ciudad. En contraposición, el pánico generalizado en Lupercalia lo protagonizaba su sequía eterna. Las nubes parecían avergonzarse de la Ciudad Púrpura, siempre recubierta por una gruesa capa de arena violácea que cubría las tumbas sin nombre de millares de desconocidos.
Quizá, en otras condiciones habría apreciado el fenómeno atmosférico de la borrasca. Al fin y al cabo, no todos los efectos de la lluvia eran nocivos, ya que barría la contaminación y, en su lugar, originaba la vegetación que tanto le faltaba a Lupercalia. Aunque visto de otro modo, el adelanto del diluvio aniquilaría las cosechas que no habían finalizado su ciclo. Una catástrofe como aquella ocasionaba un mal para la economía, por tanto, los supervivientes tendrían que mediar con mayores dificultades a la hora de salir adelante. Eso si los había.
Varios eran los cuerpos que había visto pasar. Flotaban dispersos entre los amplios ventanales que rodeaban el corredor directo hacia las calles púrpuras. En el exterior, los niveles de agua eran elevados en aquella parte inferior de la ciudad, donde se localizaba la zona dedicada a la explotación sexual. Le parecía irónico, a la par que perturbador, encontrarse individuos practicando sexo con un fondo de muertos flotantes, sumergidos bajo una ciudad acuática, cuyo escenario era separado únicamente por la transparencia de los cristales.
Tampoco los culpaba del todo a ellos. Las manchas violetas, rosadas y purpúreas infectaban el suelo, las paredes acristaladas e, incluso, el techo. Las luces parpadeaban en el mismo color, los trabajadores del placer portaban insignias de igual tonalidad, los billetes se moteaban del morado que se derramaba de los labios extasiados de los compradores, esa saliva contaminada por un brebaje adulterado propulsor de la libido. Conocía los peccatum porqué eran originarios de Lupercalia. En teoría, polvos fabricados para garantizar horas de actividad sexual y alargar los orgasmos; en la práctica, un fuerte adictivo que despertaba los instintos más primarios y anulaba la voluntad. No había mayor industria sexual que la acaecida en su ciudad natal; Samhain podía tener su barrio púrpura, pero no era más que una manifestación pequeña de la depravación, un entretenimiento banal prácticamente insignificante en comparación a Lupercalia. En la ciudad de Plata, Samhain, el negocio sexual fuera de las calles púrpuras estaba prohibido. Según la información que habían logrado aglutinar, en el resto de ciudades de la Península Inclinada sucedía exactamente lo mismo. No era el caso de Lupercalia, una ciudad nacida exclusivamente para el turismo sexual.
Esa era la razón por la cual Simone, a sus veinticinco años, tenía el aspecto de una niña de quince. Ella aun podía considerarse afortunada, su cuerpo se había desarrollado antes y aunque su rostro era juvenil, sus curvas mostraban formas de mujer. Por tanto, no estaba condenada a vivir atrapada un cuerpo infantil de por vida. Otras como ella no corrían tanta suerte. Sus caderas estaban formadas y su pecho era generoso en comparación con la proporción de su menuda estatura. Su amiga Ada, cuya edad real suponía un misterio incluso para sí misma, aparentaba un par de años menos que ella. Por eso mismo, se había empeñado en efectuar la misión de infiltración en Samhain, hecho que había despertado el recelo y la inseguridad en Simone. Siempre defendía la necesidad de tomar medidas activas para erradicar el sistema que primaba en cada una de las —hasta la fecha— cinco ciudades que formaban la Península Inclinada. No obstante, cuando se decidió que la ejecutora del primer paso del plan fuese su amiga de la infancia no pudo ocultar su reticencia.
Valoraba demasiado su amistad como para arriesgarse a perderla. Y eso era justo lo que había sucedido.
Mientras se dirigía hacia el centro de las calles púrpuras no dejaba de pensar en la posibilidad de que Ada fuera uno de los cuerpos que se balanceaban entre la marea de agua. El agonizante entorno tampoco le ayudaba a pensar en positivo. Le repudiaba la fusión olfativa del sexo, el alcohol y el peccatum. Le producía ansiedad no volver a saber de Ada. Ella estaba hecha de otra pasta, cierto, por eso había sido la escogida. Pero ¿y si estaba muerta? Llevaba meses sin dar ni una señal...
Una brecha serpenteante se dibujó en una de las cristaleras, el agua se coló con una inicial timidez que ahondó en una apertura cada vez mayor. La presión atacó sus oídos, creando un vacío entaponado que sólo dejaba pasar un zumbido. La afluencia del agua dirigió una marea de cadáveres hacia el incipiente agujero, aglomerándolos como si fueran necesitados realizando una cola en búsqueda de comida. Uno de ellos clavó sus ojos putrefactos sobre Simone, azul oscuro casi negro, dos botones redondeados y carentes de brillo alguno. El corazón se le encogió y emanó un suspiro ahogado justo antes de aguantar la respiración. La falta de aire le impedía hablar, gritar, chillar.
Unos dedos largos y fuertes se entrelazaron a los suyos y de pronto recordó que Set estaba junto a ella.
Su silencio perpetuo, a menudo, le hacían olvidarse de su presencia. Aunque Set pocas veces pasaba inadvertido, con sus dos metros de altura y sus rasgos arios. Sus ojos grises la observaban con cautela; «¿una alucinación?», le preguntó su compañero con las señas de sus dedos. Simone asintió y Set le apretó la mano en sentido protector. Eso le aportó cierta seguridad, anulando por completo las alucinaciones que poblaban su mente. Era la segunda persona en el mundo que permitía que le tocara después de Ada. Junto a ésta, Set era la amistad más antigua que poseía.
Continuaron el resto del camino cogidos de la mano. Una escena llamativa para todo aquel que los viese: una adolescente negra que a duras penas alcanzaba el metro cincuenta con un gigante fornido de dos metros. Claro está que nadie se centraba en ellos pudiendo gozar de la bacanal que decoraba las calles.
El Palacio de las Nínfulas poseía una tetería donde sus clientes podían deleitarse de los placeres carnales a la par que degustaban infusiones que despertaban el sentido de sus papilas gustativas. «Todo un paraíso para los amantes del buen gusto» reflexionó con ironía. Desde un comienzo, el plan había sido infiltrarse en él, puesto que era el prostíbulo de mayor fama de la ciudad. Aunque algunos de la asociación tenían dudas, Set y Simone no habían dudado ni por un instante de las habilidades de Ada. Poseía un magnetismo único del que era consciente y había trabajado para explotarlo. De niñas lo había empleado para escapar de problemas, detalle que había hecho sospechar a Simone que Ada poseía más de una habilidad «especial». Nada más lejos de la realidad. Simplemente, se le daba bien engañar y ser encantadora a partes iguales. Y aunque valoraba mucho sus cualidades, temía que pudieran convertirse en un arma de doble filo y volverse en su contra. Por otro lado, le preocupaban las consecuencias emocionales de revivir experiencias pasadas. Por muy capacitada que estuviera para el puesto, ¿por qué había tenido que ser ella quién capitanease la misión?
A las puertas del palacio Set le dio dos apretones en la mano para llamar su atención. «¿Es aquí? —preguntó. Su compañera asintió; Set movió los labios fingiendo un silbido de asombro— Ninguna casa del placer de Lupercalia invierte en una estructura tan ambiciosa».
—Lo sé. Pero recuerda que esto es un palacio, no una casa. Si una ciudad como Samhain, cuya economía no se sustenta en el sexo, puede permitirse este lujo, imagínate como serán las zonas adineradas de Lupercalia.
El edificio de planta octogonal ascendía hasta la friolera de nueve pisos, uno por cada una de las especialidades que ofrecía. Independientemente del material gastado para su construcción, éste había sido cubierto por una gruesa capa de mármol grisáceo, en honor al sobrenombre de la Ciudad de Plata. En la fachada se levantaban cuatro columnas cuyos capiteles se remataban con figuras escultóricas retorciéndose en grotescas escenas orgiásticas. La sola idea de imaginar a Ada subiendo los escalones que llevaban al recibidor le produzco angustia. La misma que estaba experimentando en ese momento. Por el rabillo del ojo, vislumbró a las lujuriosas gárgolas rugirle desafiantes. Apegó su cuerpo al de Set, autoconvenciéndose que no era más que otra de sus alucinaciones, y ascendieron por las escaleras hasta alcanzar la planta principal. En esta ocasión, fue Simone quien se sujetó con firmeza a la mano de su amigo. Había llegado el momento de dar rienda suelta a sus habilidades y nada la atemorizaba más. Se concentró cuánto pudo y visualizó en sus propias carnes a una mujer de mediana edad de tez clara. Tragó saliva, y conteniendo las arcadas se adentraron en el interior.
Dentro les esperaba un amplio y luminoso recibidor; nada que ver con el decadente escenario a las afueras del Palacio. A su derecha se encontraban los ascensores, junto a los cuales había un panel indicando el contenido de cada uno de los pisos. Antes de poder dirigirse a éstos fueron acechados por una joven de cabellos trenzados y azulados, ataviada con lo que parecía el uniforme laboral: una falda pomposa bermellón que le cubría hasta las rodillas y unas cintas lo suficientemente ínfimas como para cubrirle los pezones bajo una blusa trasparente que dejaba poco a la imaginación. Una explosión colorida de maquillaje exaltaba su jubiloso rostro, seguramente, añadiéndole algún que otro año de más. La muchacha les dedicó una sonrisa forzada y con una reverencia se les presentó.
—Sean bienvenidos al Palacio de las Nínfulas, donde los sueños son caricias que nos despiertan al anochecer y no existe cabida para las pesadillas. Mi nombre es Damiana y si lo desean puedo ofrecerles una guía de nuestros servicios para que se decanten por la opción más conveniente. Pero antes —levantó la vista manteniendo la postura reverencial; tenía uno de cada calor y ambos parecían artificiales. Simone y Set intercambiaron miradas de desconcierto ante tanta parafernalia—, necesito vuestra identificación, pues como bien imagino que sabrán, los «excrementos» tienen su entrada vetada como clientes en nuestro Palacio.
—Por supuesto —Simone notó las pulsaciones acelerarse, las eludió y contuvo todas sus fuerzas en el objetivo principal. A lo largo de su vida lo había hecho millones de veces, y aun así, siempre se ponía nerviosa. Extrajo una tarjeta de identificación y se la mostró a la joven—. Aquí tiene.
Damiana abrió los ojos impresionada y titubeó varias veces antes de recobrar el habla.
—S-señorita Pond e-es un honor recibir a una de las regentes de la Casa de las Hydras —se arrodilló hasta tocar la cabeza con el suelo mostrando su pleitesía—. ¿Q-qué le trae por tan humilde palacio?
Set acarició con la yema de su pulgar la mano de Simone, pues notaba el sinuoso temblor en sus dedos. Ésta se enderezó, alzando el mentón con una pose de superioridad que había visto realizar infinidad de veces a los de su estatus social. «Métete en el personaje, métete en el personaje. Lo hemos ensayado miles de veces antes de venir».
—La carne repetitiva se vuelve soez al paladar —tragó saliva; normalmente era Ada quien adoptaba el rol de actriz y Simone se encargaba de manipular el resto. Cambió el peso de una cadera a otra, con la intención de remarcar una apariencia más divina, con tan mala pata que dobló el tobillo y tropezó. La mano de Set le aportó la estabilidad necesaria para no caer. «¡Maldición! ¿Quién se tropieza consigo misma sin tan siquiera caminar?» sonrió, no sin antes percatarse de que su interlocutora trató de reprimir una mofa. Lo que le faltaba. Buscó la poca dignidad que le quedaba y gesticuló exageradamente con las manos para eludir los temblores—. Deseo probar otros sabores; en Lupercalia describen las delicias sensoriales que puede ofrecerte el Palacio de las Nínfulas.
«¿De verdad no se me ocurre nada mejor que hacer símiles con la comida? ¿Qué demonios me pasa?». Para alivio de Simone, Damiana parecía satisfecha con su respuesta o quizá le causaba mayor interés la figura de Set. Rodeó al varón observándole de arriba a abajo analizándolo con ojos lujuriosos.
—¿Y su acompañante es...?
—Mío. Lo compré recientemente —al menos eso lo habían ensayado.
—Oh, ya veo... —Damiana palpó sus bíceps sin reparo alguno como si analizara el género antes de realizar un intercambio comercial en el mercado— Es un gran espécimen, ha debido costar una fortuna —le abrió la boca e inspeccionó la calidad de su dentadura—. Los tiene en perfecto estado. ¡Oh vaya! —miró a Simone anonadada.
—Le corté la lengua. Hablaba mucho. No me gustaba —las oraciones cortas se le daban mejor cuando trataban temas que no había previsto con anterioridad. La verdad es que su actitud la encrespaba, pero desconocía hasta qué nivel su comportamiento entraba dentro del protocolo. Obviamente no acudía como clienta a los prostíbulos.
—Comprendo —deslizó la mano sobre su torso y en lugar de frenar prosiguió el camino en dirección a su entrepierna. Set abrió los ojos acongojado, suplicando auxilio en silencio. Simone reaccionó y lo apartó de Damiana de un plumazo.
—Creo que eso tiene un precio —la joven levantó las manos en son de paz y acto seguido se arrodilló en señal de sumisión.
—Ruego que me perdone señora, me he dejado embriagar por su belleza descomunal. En compensación la casa le invita a lo que desee.
No contaban con ese giro de los acontecimientos, aunque bien mirado podría reservar las energías para circunstancias futuras. Al haber acudido a Samhain sin respaldo, a escondidas de la asociación, apenas poseían dinero suficiente para subsistir unos días. Habían planificado utilizar sus poderes para emplear dinero falso, pero las capacidades de Simone eran limitadas, por lo que no debía abusar de ellas. Desaprovechar una ocasión como aquella sería de necios. Esbozó una sonrisa sincera y quizá demasiado agradecida para alguien que se bañaba entre quilates.
—Acepto tu oferta —Damiana respiró aliviada—. Nos gustaría probar el salón de té.
—Por supuesto —fue hacia el mostrador a recoger una tarjeta y una especie de collar dorado—. Una vez dentro del ascensor posadla sobre el tarjetero y os llevará al piso adecuado. ¡Ah! —entregó el collar a Simone— Como vuestro esclavo tiene una apariencia poco usual os recomiendo que le coloquéis el collar alrededor del cuello. Impedirá que lo confundan con un cliente y que le acechen como... animales.
«¿Cómo tú?» rectificó para sus adentros Simone. Asintió con gratitud y se dirigió junto a Set hacia los ascensores con suma celeridad. Quería alejarse de esa mujer lo antes posible, pero imaginaba que su siguiente destino no sería más agradable.
Dentro del ascensor y una vez asegurada la ausencia de cámaras, suspiró de alivio y retomó su forma original. Estaba tan tensa que no había notado el sudor cayéndole por la nuca. Miró a Set aterrorizada; éste mostraba un aspecto ridículo con el collar dorado aferrándose a su cuello. «Cálmate. Estás hiperventilando» le dijo entre señas. Para él era fácil, no era quien estaba haciendo uso de su maldición para alterar la percepción visual de todo su entorno. Además, modificarse a sí misma requería de un esfuerzo extra del que no se sentía preparada. Eso por no mencionar las consecuencias de utilizar sus habilidades...
Set se acercó a ella, guardando una distancia prudencial, posó las manos sobre sus hombros. No utilizó el lenguaje de señas que años atrás habían inventado junto a Ada, pero no fue necesario. Le estaba dando ánimos con la mirada, reafirmando que todo saldría bien. Simone asintió, suspiró y modificó su aspecto. Habían llegado a la tercera planta: el Candy's Tea.
Lo primero de lo que se percató Simone no fueron las chicas ataviadas con vestidos cortos y medias estampadas hasta la altura de los muslos, tampoco el grupo de clientes de avanzada edad que se aglomeraba en mesas rectangulares que contrastaban con las redondeadas ubicadas a lo ancho de la estancia. Lo primero en lo que se fijó fueron las decoraciones infantiles de las paredes, esas figuras delineadas con trazo fino que parecían clamar por su liberación. Por mucho que las mirara, parecían insatisfechas, deseosas de marcharse de allí. No importaba la intensidad con la que habían sido coloreadas para dotarles de un aura de felicidad, Simone sabía que ansiaban escapar del salón de té con el bamboleo desesperante de sus extremidades y el horror calcado en sus pupilas dilatadas. Creyó que en cualquier momento las figuras de la pared saltarían sobre ella, acompañadas de un grito de socorro, pero, si Set no había reaccionado a ellas, suponía que no eran más que un producto de su imaginación. Aún así, le costaba no apartar la vista de sus expresiones perturbadoras, temía manifestar un gesto de horror en su rostro y que todo el mundo fuera consciente de la pantomima.
Buscó el respaldo de su amigo, pero Set clavaba su mirada azulada con sumo desprecio en la actitud de los señores con las jovencitas. Supuso que no podía apartar de su pensamiento los horrores experimentados por Ada en aquel lugar. En ese momento, una chica le atosigó con una serie de preguntas, seguramente le cuestionaba por los servicios en los que estaba interesada y si le apetecía saciar su sed. La pobre sólo hacía su trabajo, pero Simone era incapaz de escucharla. Parpadeó varias veces y asintió sin estar segura de a qué estaba accediendo; se sentó en una de las mesas vacías sin preocuparse en si estaba reservada. El sudor de su nuca se había trasladado a su frente, notaba las gotas dibujándole las facciones, como delineando sobre sobre papel mojado. Set se posicionó enfrente, mostrando su ceño fruncido; con disimulo movió los dedos por encima de la mesa deletreando su nombre. Simone negó con la cabeza y se levantó de sopetón.
—¿Dónde está el baño? Necesito ir —una chica de cabellos verdosos le señaló la dirección indicada y Simone se apresuró a entrar.
La fortuna quiso que el compartimiento fuera individual, asegurando intimidad y, por tanto, seguridad. Colocó las manos sobre el lavabo, contemplando con el corazón acelerado su rostro mutando hasta convertirse en el suyo propio. Cuando los restos de su tez cristalina fueron completamente absorbidos por la oscuridad de su piel, se percató de las lagrimas inundando cual tempestad sus mejillas. «No puedo hacerlo» se dijo mentalmente. Su maldición siempre había supuesto dos caras de una moneda: por un lado, si se concentraba lo suficiente, era capaz de alterar la percepción de su entorno creando falsas ilusiones ante los ojos de los demás, de las cuales era dueña exclusiva. Por otro, sus mayores temores se manifestaban a través de alucinaciones únicamente alcanzables a su vista. Todo ello, la había convertido en una niña asustadiza, carente de audacia. Un mero sonido espontáneo a sus espaldas le provocaba un sobresalto. De pequeña, cuando todavía no comprendía su maldición, tuvo que aprender a subsistir en un mundo de pesadillas. «Orina», le llamaban las otras niñas, por todas las veces que mojaba sus muslos y se escondía dentro de los armarios con la esperanza de que no la golpearan por manchar las bragas.
Durante toda su infancia vivió con el regusto amargo del terror, en alerta constante, temiendo ser descubierta por los monstruos que la acosaban. Como huérfana, fue acogida en las casas de adiestramiento a muy temprana edad. Quizá tenía cuatro o cinco años; borrosos eran los recuerdos de su vida anterior. Allí le instruyeron para ser potencialmente apta en el negocio del placer, aunque ninguna mentora albergaba fe en las capacidades de una niña miedica y problemática. Durante los años de su instrucción estuvo siempre sola. Sin embargo, estaba tan acostumbrada a esa sensación que la primera vez que percibió la agonía de la soledad fue cuando Ada se marchó rumbo a Samhain para realizar la misión. Probablemente, la carencia con anterioridad de este nefasto sentimiento se debía a que antes de Ada, Simone no tenía a nadie a quien añorar.
Sobre los once o doce años, Simone fue separada del grupito de niñas con el que se había criado en la casa de instrucción. Cada una de ellas fue enviada a una casa del placer de Lupercalia, incluso, oyó rumores que a algunas las llevaban a otras ciudades de la Península Inclinada. Fue en la Casa de las Hadas donde coincidió con Ada. Recordaba perfectamente el interés en sus ojos rasgados y la forma en la que arrugaba su pecosa nariz.
—Te he oído llorar toda la noche. ¿Te da miedo este lugar? —Simone negó con la cabeza— ¿Echas de menos a tu familia? —ante la negativa siguió preguntando— ¿Alguien te ha hecho daño?
—No importa. Igualmente no me creerías —sorbió la nariz.
Se sentó a su lado sobre el frío suelo de la habitación. Sus iris negros apenas se distinguían de sus pupilas. Le dedicó una sonrisa de duendecilla.
—Pruébame —debido a experiencias anteriores, Simone pensó que era una ocasión ideal para activar su mutismo, ya que en el pasado la habían maltratado por «mentir»—. ¿No? Está bien, yo quería compartir contigo algo especial pero veo que no te interesa —Simone alzó los ojos del suelo, observándola con interés—. Vaaale, te lo cuento. ¿Alguna vez has visto un lugar dónde nunca has estado? —Simone frunció el ceño, confundida.
—Si no he estado nunca... Eso no tiene sentido.
Se acercó a su oído, formando una cueva con sus manos para que nadie más oyera lo que iba a susurrarle.
—Yo lo hago desde que era pequeña. Anoche no sólo llorabas, hablabas con alguien o... algo —Simone se sobresaltó cuando notó la mano de la niña sobre la suya—. Tú también eres como yo, ¿verdad?
Simone no respondió. Se le quedó mirando, con la boca entreabierta y los ojos como platos. ¿Su enfermedad... era contagiosa? ¿Debía alegrarse o por el contrario martirizarse al conocer que otros padecían como ella? La niña apretó la mano; le calidez del contacto con su piel le conmocionó tanto como su dulce sonrisa.
—Por cierto, soy Ada. ¿Cómo te llamas tú?
Fue la primera persona que la comprendió y cuidó. Fue su primera y única amiga. No sólo le ayudó a conocer y controlar sus poderes, sino que la mantuvo «intacta». A lo largo de una década, Simone había formado parte de la Casa de las Hadas como trabajadora activa, no obstante, jamás había ejercido en el oficio. Desde un primer momento, Ada se las ingenió por atraer la atención de cualquiera que se fijara en Simone, aludiendo que ella llevaba muchos años mancillada. Esa situación las había llevado a infinidad de discusiones en las que Ada jamás daba su brazo a torcer. Estaba decidida a protegerla de todo mal y nada podía hacerle cambiar de parecer. No viviría lo suficiente para agradecerle todo cuánto había sacrificado por ella.
Tampoco para perdonarse todo cuánto ella había permitido que se sacrificara.
Se miró en el espejo, avergonzada de ser incapaz de hallar el valor necesario para contenerse y concentrar sus fuerzas en la misión. Acudió al único recuerdo que le proporcionaba fuerzas en momentos de desesperación.
Había transcurrido un año desde su primer encuentro. Parecía recién sacada de la bañera, con el pecho y la espalda relucientes. No era agua; la bañaba el sudor. Ada empapaba una camisa vieja en agua, pasándola sobre la frente de Simone con la intención de apaciguar los sudores fríos. Simone se retorcía, respiraba forzada, gimoteaba y lanzaba gritos de auxilio y plegarias a un dios inexistente. Ada siseaba, la abrazaba, le entregaba su mano, después le soltaba, le susurraba.
—¡NO! ¡AYUDA! ¡AYUDA! —repetía la de piel morena.
—Concéntrate —le respondía, una y otra vez.
—¡No puedo!
—Sí puedes.
Palabras incomprensibles para las pocas personas que les acompañaban en la habitación común, pero cargadas de significado para las amigas.
—¡No soy como tú! Tengo miedo... —sollozó.
—Todo el mundo teme, Simone. Eso no te hace inferior a los demás, puedes hacerlo. Concéntrate. Tú tienes el control sobre tu poder; no él sobre ti. Si yo aprendí, tú también.
—¡NO! Yo no soy como tú. No tengo tu confianza. ¡AHHHH! ¡POR FAVOR! —las tenía encima, iban a por ella. En cualquier momento perdería de vista a Ada y con ella, su único vínculo que la aferraba a la realidad.
Su amiga la obligó a abrir los ojos, los cuales no recordaba haber cerrado y la contempló con esa mirada decidida.
—Escúchame Simone, he creído en ti desde la primera palabra que cruzamos. Somos iguales, ¿recuerdas? Tú has sido la primera que he conocido como yo y viceversa. Eso nos une, hermanita. Puede que te cueste más, pero sé que lo lograrás porqué confío en ti por las dos. Ese es mi verdadero poder, recuérdalo cuando tengas miedo. Yo siempre velaré por ti.
Siempre velaría por ella. Y ahora le tocaba a Simone tomar el relevo. Pese a no haberse comunicado en meses, algo en su interior le dictaba que Ada seguía con vida. Set también lo creía. Por ese motivo habían desobedecido las órdenes de la organización de mantenerse a la espera, habían planeado adentrarse en Samhain por su propia cuenta. Sin aliados, sin recursos y contando, exclusivamente, con la información que Ada les había facilitado de la ciudad.
Se secó las lágrimas de los ojos, echando un último vistazo a su rostro antes de adoptar otra forma.
A diferencia de Ada, era una cobarde. Pero, alzó el mentón como le había enseñado. La actitud importaba más que la apariencia para definir su papel.
Set permanecía inmóvil en el mismo lugar donde lo había dejado: sentado en una de las mesas redondas, ante sus narices le habían colocado una jarra con una bebida de contenido multicolor; no la tocó, como buen esclavo que fingía ser. Sus grisácea mirada viró en dirección a Simone; estaba preocupado. Ella forzó una sonrisa lo mejor que pudo para tranquilizarle.
—¿Se encuentra bien? —le preguntó una de las chicas antes de llegar hasta Set.
—Estaba indispuesta —se anticipó a cualquier respuesta, siguiendo el plan que habían elaborado—. ¿Me traes el catálogo de jóvenes, por favor?
La muchacha pareció sorprenderse, pero la dejó sentarse junto a Set mientras ella acudía a por el producto demandado. Posiblemente, tanta amabilidad era excesiva viniendo de una Celestial, aunque lo había dicho sin darse cuenta. Una vez sentada dibujó un par de símbolos con sus dedos «no te preocupes» le dijo a Set. La chica regresó enseguida con un grueso manual que parecía una enorme carta de servicios. En su interior, se podía seleccionar las características físicas requeridas, hecho que en otras circunstancias le hubiera horrorizado, pero en el presente le serviría para acotar la búsqueda. Como muchos celestiales no se interesaban en aprender a leer, la selección se podía realizar con letras o iconos sencillos. Pulsó para adaptarse a las características de Ada, pero el buscador no localizó nada semejante. Por un instante, se le encogió el corazón. La expresión de Set se contrarió. «No significa nada» el joven marcó la última palabra con decisión en las manos.
—Disculpa —interpeló a una de las jóvenes de cabello largo y mechones verdosos—, ¿no hay ninguna de cabello azabache?
Su interlocutora la observó con sumo interés, despertando las alertas en Simone. Puede que no estuviera siendo lo suficientemente sutil y su falta de experiencia la delatara. Intercambió una mirada nerviosa con Set.
—No —tardó unos segundos en reaccionar, quedándose completamente callada. Y, rápidamente, actuó como cualquiera esperaría de una trabajadora educada para complacer—. Pero, podemos tintarle el pelo a alguna si es lo que le complace.
—No hace falta —contuvo la respiración, temía que los latidos acelerados fueran percibidos a simple vista—. Me habían hablado muy bien de una chica, creo que se llamaba Enebro.
—Nunca ha habido nadie con ese nombre —espetó. Se gesto cambió sutilmente, puede que arrepentida de expresarse con contundencia—. Señora, si puedo ayudarle... —Simone negó con la cabeza y le entregó el catálogo.
—No te preocupes —cada vez se sentía más incómoda con ese rol y si no iba a ofrecerle información sobre Ada prefería marcharse cuanto antes y reestructurar el plan junto a Set—. Estoy segura de que en otro lugar encontraré lo que busco.
Alegó que ninguna de las chicas ofertadas era de su agrado, anunciando su partida del Palacio de las Nínfulas. Cuando estaban a punto de coger el ascensor, la joven con la que acababa de dialogar los interceptó.
—Perdonad, se os ha caído algo —Simone la oteó extrañada, más aún cuando ésta colocó una tarjeta sobre la palma de su mano. En ella había una luna negra sobre una pirámide roja. La chica bajó su voz—. Buscad esta señal en los edificios periféricos de la ciudad, preguntad por Dadá o por cualquiera de los suyos. Decidles que vais de parte de Brönte. Son los únicos que os ayudarán en la ciudad.
—¿Entonces la conoces? ¿Ellos saben dónde está?
—¿A Enebro? Claro que sí. Y dudo mucho que sepan su paradero, ni siquiera la conocen. Pero, no es la primera que desaparece en los últimos meses y si alguien sabe algo son ellos. Tienen a una vidente —de pronto, apareció un símbolo parpadeante en el antebrazo de la joven—. Lo lamento mucho, he de irme.
—¡Espera! —Simone la sujetó con fuerza; desesperada por indagar más— Necesito saber todo cuánto sepas de Ad... de Enebro.
—No puedo. Me han reclamado y tengo que... trabajar.
Set llamó la atención de Simone e hizo el gesto del dinero.
—Pagaremos lo que haga falta para que te quedes con nosotros.
La joven apartó la mano de Simone con delicadeza y le dedicó una sonrisa melancólica.
—Ninguna suma equipara el poder. Buscad el símbolo, si no lo encontráis, venid mañana a primera hora. Solicitarme e intentaré deciros todo cuanto sé. Pero aquí no y menos ahora.
Ambos asintieron. «Es un comienzo» meditó, algo más aliviada. Antes de que la chica se adentrara de nuevo por la puerta del Salón del Té, Simone le preguntó:
—¿Por qué... por qué nos ayudas?
La de melena verdosa miró el símbolo reluciente en su brazo, como calibrando cuánto podía hacer esperar a su cliente. Se mordió ligeramente el labio, pero acotó la distancia con la pareja de forasteros para hablarles entre susurros.
—Me ha descolocado la presencia de una chica de tez oscura y vestida con andrajos siendo tratada como una Celestial. He supuesto que estabas maldita, como yo —se encogió de hombros—. Aunque mi maldición consiste en eludir las vuestras e imagino que la tuya altera la percepción de tu imagen. De no ser así, ya te hubieran esclavizado.
Acto seguido se dio la vuelta y se marchó. Simone estaba tan aturdida que se le olvidó agradecérselo. Se había aproximado bastante a la verdad y aunque desconocía la motivación de sus actos, les había abierto un camino donde comenzar a indagar. Ambos entraron en el ascensor. Miró a Set a los ojos y mediante señas le preguntó: «¿crees qué es de fiar?». «No lo sé —le respondió—. Pero de momento no tenemos otra opción».
—Ya... —murmuró.
Observó la ilustración de la tarjeta y la memorizó. No era difícil teniendo en cuenta que estaba diseñada sobre trazos simples. Acto seguido la destruyó, intuyendo que poseerla acarrearía problemas, tanto a ellos, como a la chica llamada Brönte.
Eran las doce de la noche. Un día más. Ada llevaba dos meses y tres días desaparecida.
N/A:
Bueno, pues con este capítulo he presentado a dos protagonistas más y con ellos, otra de las ciudades de este mundo conocido como Península Inclinada.
El nombre de Lupercalia viene por la festividad romana —bastante turbia y sangrienta xD—, de la cual siglos más tarde —y ya con la cristiandad— se reinventaría para crear la festividad de San Valentín.
Damiana, la chica que los atiende en la entrada del Palacio de las Nínfulas, es el nombre de una planta afrodisiaca.
El nombre de Brönte es por Emily Brönte, autora de Cumbres Borrascosas, una novela que me gustó muchísimo ^^
El siguiente capítulo será desde la perspectiva de Ada.
¡Muchas gracias por leer! Si notáis alguna errata no dudéis en hacérmela saber, estaría muy agradecida ^^
¡Feliz navidad y feliz año nuevo!
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