La importancia de las cosas
2017, sin editar.
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—¿No estás cansado de pelear, Shinya? —preguntaste, manteniendo un tono de voz neutral.
Habías interrumpido, sin previo aviso, una nueva y muy absurda discusión entre ambos.
—Sí, estoy cansado —contesté.
En ese momento, creí que podríamos solucionar todo. La insulsa esperanza encendió mi alma, hizo latir a mil por hora mi frágil corazón.
Suspiraste y, como si fuera arte de magia, mi cuerpo entero se estremeció. Simultáneamente, la inquietante sensación del mal presagio sacudió mi estómago.
—Esto no es lo mismo de antes. ¿Lo sabes, no?
Asentí. Ya no podíamos seguir negándolo, ya no podía seguir negándolo. No importaba cuánto doliera asumirlo, debíamos aceptarlo;
Esto no se sentía igual.
—Sí, lo sé —respondí. Pero no me limité sólo a eso, porque en mi cabeza había una creciente duda, la cual plasmé sin pensar más:— ¿Sigues sintiendo lo mismo por mí?
Tal pregunta a muchos les parecerá cliché, no obstante, yo creo que no lo es; A pesar de que es un cuestionamiento un tanto repetitivo, estoy seguro de que nadie se siente igual al formularlo.
Quizás alguien lo preguntó por curiosidad, otro por inseguridad, incluso puede ser que por impulso... En mi caso, sólo con la idea de confirmar.
—Ya no. —Moviste la cabeza, en sinónimo de negación—. No siento lo mismo por ti.
Me sentí repentinamente abrumado. Eso era todo lo contrario a lo que yo estaba esperando.
No supe qué hacer. Entré en un estado de shock momentáneo, para luego entrar en la ligera desesperación; la cual no se vio reflejada en mis facciones porque intenté mantenerme tranquilo.
Soltando todo el aire que no supe cuándo acumulé en mis pulmones, decidí preguntar de forma cautelosa:
—¿Me quieres?
Era una pregunta tonta. De esas que se supone deberían ser redundantes, burdas; más en una relación aparentemente estable y duradera como la nuestra.
—Sí, pero... Sólo un poco.
Tu respuesta fue casi inmediata, como si realmente no lo hubieses deliberado en tu mente. Lo sabías desde hace tiempo.
Pero, en vez de responder a mis incógnitas mentales, sólo hiciste que comenzara a ahogarme en unas nuevas.
¿Cómo se quiere a alguien «sólo un poco»? No tenía idea, Guren. Porque yo te estaba amando con todas mis fuerzas.
No lo comprendía, estaba muy confundido en ese entonces y actué como un verdadero imbécil. Hice lo que no debí hacer: me resigné.
—Creo que lo siento así también —mentí vilmente, como nunca jamás en la vida pensé que podría llegar a mentir; menos a ti.
No te culpo, pero hasta hoy en día me pregunto: ¿Cómo no fuiste capaz de detectar mi gran mentira?
A veces creo que en realidad sí lo sabías; que yo en realidad te estaba amando en ese preciso instante. Pero que también decidiste resignarte a terminar.
—Creo que entonces no debemos seguir con esto —sentenciaste.
Y así sucedió.
Mantuvimos una fachada de «todo está bien», que nos duró una muy corta semana, la cual pasó rápido cuán destello de relámpago en el cielo.
Consideré que dejar de hablar contigo sería lo mejor. ¿Para qué mantener el contacto contigo? No servía más que para abrir aún más la reciente herida.
Me dolía, pero todo se sentía tan irreal que no lloré nuestra ruptura. Algo me decía que definitivamente no íbamos a volver, que no debíamos volver.
Tuvimos una ruptura antes. Fue una gran pelea que desembocó en una guerra de insultos, la cual finalizó con un «no quiero volver a verte». Una promesa que se anuló al día después, cuando volviste a mí diciendo que lo lamentabas.
Quizá estaba esperando a que volvieras por mí, pero tú no lo hiciste... Y yo tampoco fui por ti. Ya me había hecho de la idea de que no me querías, que entonces no había razón alguna para buscarte.
Los meses corrieron, de una forma tortuosa y lenta.
En un principio, mantuve la calma. Estaba en una etapa de negación: Yo no te amaba. A mí no me importaba si habla contigo o no, porque no quería hablar contigo.
Fue un lapso en el que mantuve el pensamiento de «fue algo lindo, debo recordar lo bueno que fue en su momento». Me negaba a sufrir por algo que finalizó de buen modo.
Pero lo inevitable pasó: mis verdaderos sentimientos me asfixiaron. Todo ese amor que aún tenía para entregarte me estrangulaba.
Vivías lejos, por ende no volvimos a cruzarnos ni de pura casualidad. Sólo recobramos el contacto cuando te envié un mensaje por tu cumpleaños, el cual dio inicio a una reveladora conversación de tres días; la cual finalizaste con un doble tilde azul que marcó un punto final.
Me habías confesado que te lamentaste por meses, que no podías parar de revisar nuestras fotos y que por un tiempo te morías de ganas de volver a hablar... Aún así creías que fue lo mejor ya no hacerlo.
A partir de ahí, me hundí en un mar de arrepentimiento e indagaciones.
¿Qué hubiese pasado con nosotros si te decía lo que en verdad sentía? ¿Qué hubiese pasado si tú no me hubieses dicho que no me querías como antes? ¿Qué hubiese pasado si en vez de resignarme tan rápido, hubiera luchado por ti?
No servía de absolutamente nada seguir torturándome con ello. Tú no me buscaste, yo no te busqué y ya no había vuelta atrás: tú me habías superado en muy poco tiempo, cuando yo apenas comenzaba a hacerlo.
Para cuando pude borrar tu número, nuestras conversaciones y el registro de llamadas, nueve meses ya se habían ido; ocho de ellos en los que me la pasé llorando contra la almohada cada noche, sin excepción.
Guardé nuestras fotos en una carpeta recóndita de mi laptop, la cual no me atreví a abrir hasta que estuve el efecto del alcohol en Navidad. Ese mismo veinticinco de diciembre, te marqué desde el celular de uno de mis familiares. Tú no contestaste al número desconocido. ¿Lo hubieses hecho si mi nombre aparecía ahí? Jamás lo sabré.
En Fin de Año me dejé llevar por el alcohol una vez más, intentando borrar el recuerdo de esa misma fecha, pero algunos años atrás, cuando te confesé que te quería. ¿Por qué no era igual de fácil que enviar fotografías a la papelera de reciclaje de un computador?
Tu recuerdo parecía estar pasmado en mis retinas. Cada vez que cerraba los ojos, sólo me encontraba con tu lindo rostro. Tú, sonriendo, como nunca lo hacías. Tú, dándome la mano. Tú, acariciando mis labios con los tuyos. Tú, brindándome la calidez de tus brazos. Tú, despidiéndote de mí.
Sabía que un organismo común y corriente necesitaba de oxígeno. Esa y otras sustancias eran las que ingresan al cuerpo, recorren los pulmones, posibilitan el bombeo del corazón, la oxigenación de la sangre y llevar a cabo las funciones vitales. Pero, cada vez que yo inspiraba, estaba oliendo el peculiar aroma de tu shampoo que quedó impregnado en mi nariz. Jamás podré olvidarlo.
En realidad, estaba seguro de que jamás podría olvidarte. ¡Apenas y podía seguir con mi vida sin ti! Te necesitaba tanto. Cuando los tiempos difíciles comenzaron, necesitaba tu consuelo; tus palabras cursis, esas pequeñas cosas que me hacían sentir bien. Pero tú ya no estabas, y aún no era capaz de aceptarlo.
No pude dejarte ir hasta que nos reunimos por última vez, a pedido mío, en aquella plaza donde nos vimos en nuestra primera cita. La diferencia es que esa vez no pedimos un café en el Starbucks de la esquina, tampoco nos tomamos de la mano para caminar por la manzana, nuestros labios no se tocaron y por pura casualidad nuestras miradas se encontraron.
Ese día tomé valor. Busqué en tus ojos una señal, y lo único que encontré fue un rotundo no. Me apañé en la idea de que, si me amabas tanto como solías decirme, entonces debías sentirte igual que yo. Se suponía que debías hacerlo, que tú también me amas. Así como yo lo seguía haciendo.
Encontré la esperanza ahí. En el remoto recuerdo de nuestras conversaciones de madrugadas, donde me decías que lo más importante de tu vida era yo. Que yo te hacía feliz, que yo era tu razón de ser, que jamás dejarías de sentirte así de loco por mí.
Fue entonces cuando decidí soltarlo todo. Te dije que te amaba, que aún podía percibir el aroma de tu cabello en mi almohada, que anhelaba la fusión de nuestras bocas, que no podía sentirme seguro en ningún otro lugar que no fuera tus brazos, que incluso al ver tu color favorito me acordaba de ti. Te platiqué acerca de todas mis inseguridades, de lo patético que me sentía, de lo mucho que me hacías falta.
No estuve seguro de que si escuchaste atentamente cada palabra que articulé. No dijiste nada. Sólo me miraste, me dedicaste lo que pareció una eterna mirada.
Y te fuiste. Me dejaste ahí, con el corazón en la mano, pelos en la lengua y el alma quebrada. Sin respuestas, sin nada.
Claro que no volví a insistir. Fue ahí cuando caí en cuenta, cuando me choqué contra el frío suelo y pude pisar tierra de nuevo: tú ya no estabas. Y no ibas a estarlo nunca más.
Contemplé tu espalda a medida que te alejabas, hasta que desapareciste de mi campo de visión; y de mi vida. Fui consciente, desde ese instante, el gran vacío que habías dejado en mí. Me sentí muerto por dentro. Te entregué mi alma, mi corazón, mi sudor y mis lágrimas. Ya no tenía nada.
A pesar de que más de un año pasó, hay cosas que me sigo preguntando...
¿Por qué, aún sabiendo mi verdadero sentir, me dejaste ahí para que me quemara?
¿Por qué no te importó?
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