Capítulo 6
Dana Chevalier
Descubrí que no era bueno para mantener la distancia.
Descubrí que la espera secaba mi alma.
Descubrí que extrañaba más a una persona marcada por la vida que a la señora Watson.
Descubrí muchas cosas, entre ellas, una capa oculta de mi interior, un trazo irregular en la piel de mi pecho y una cerradura abierta, colocada por manos expertas en mi frágil corazón.
Un corazón caprichoso, cuyo disfrute era llevarme la contraria.
Los días en primavera avanzaron acalorados, en verano llegaron peores, otoño fue esa estación en la que podía excusarme diciendo que pesqué un resfriado y en invierno la soledad me visitaba con constancia, tocando mi puerta por largos periodos matizados con tristeza y gris urbano.
Navidad estuvo bien; la viví encerrado en el desván, escribiendo sin detenerme, incluso con la sangre manchando mis manos, reemplazando a la tinta negra con la que comencé el relato. Nevaba ese día, como todos los anteriores, el viento colérico golpeaba las ventanas con un odio profundo, aunque no sabía si el odio iba para mí o para el cristal que detenía su avance.
Con el movimiento repetido de mi mano sobre el papel, perdí la capacidad de sentir frío, a mi mente no le importaba la sensación austera y ruda de estar desprotegidos en un clima tan brutal, en esos instantes nos encapsulábamos en las palabras y lo que queríamos transmitir.
Ya tenía un nombre para ese poemario, uno nuevo que relataba más dolor que el resto, que todos juntos.
La señora Watson leyó el primero y lloró, se lo mostró a sus amigas durante una de sus reuniones y entre todas inundaron la sala.
Por un momento quise que él lo leyera también. Mi deseo era llegar al parque, encontrarlo, gracias a otra absurda casualidad o por mera coincidencia, lanzárselo en la cara y decirle que se hiciera responsable, cuando claramente la culpa estaba más en mis hombros que en los suyos.
Sonreí al recordar la idea, un latido apareció de repente en mi pecho, acelerado, cambiando el rumbo de mis pensamientos a ese camino tan extraño que frecuenté en los últimos meses.
En la oscuridad el color de mi rostro quedaba bien oculto y el frío adormecía el calor que acompañaba el tinte rojo, prueba de lo que estaba mal en mí.
Yo estaba mal.
Toqué mi pecho, atento a los movimientos de ese corazón descompuesto que nunca trabajó como debía ser.
Tenía miedo de eso.
Me aterraba que siguiera avanzando y estallara.
Una ráfaga helada me golpeó la cara, combinando la nieve blanca con el rojizo de mi pelo, atado por detrás en una trenza mal hecha. Parte de esa nieve se introdujo en mi ropa, tocando con su temperatura mi piel. Tirité y abracé mi cuerpo, buscando la manera de volver a ignorar aquella devastadora tortura.
Sentado en el tejado, mi visión se extendía, enseñándome los hogares festivos y la gente dentro, mis ojos se llenaron de regalos, comida y gestos cariñosos.
Olvidé la soledad a mi alrededor, la nieve que caía en mayores cantidades y el frío, el único que me abrazaba dada mi ubicación.
Olvidé mi nombre y mi dolor.
Me olvidé de lo que era y de lo demás.
Hasta que las campanas sonaron en lo alto de las iglesias, yo no recordé, y, al hacerlo, parte del dolor salió en forma de lágrimas heladas.
Varias copas se alzaron y, al chocar, el año más amargo de mi vida se quedó atrás.
No iba a regresar.
Admiré el cambio, me empapé de la sensación de un nuevo inicio y me armé de valor para sonreír con tristeza y hablar.
—Feliz año nuevo, Kenai.
Le hablé al silencio, la nieve y la soledad. No esperaba que alguien me respondiera diciendo:
—Feliz año nuevo, Dana.
Reí llorando, moqueando. Hice una bola de nieve, imperfecta, como nosotros, y la lancé sin ver. No todavía.
—Bête —dije, arrastrando el insulto carente de odio, escuchándome ronco por el frío y la verdadera gripe que atrapé días atrás—. ¿No te dije que no quería verte?
Se sentó a mi lado, dejando una brecha entre nuestros cuerpos.
—Dijiste que no podías verme, lo recuerdo bien. —Sus dedos agarraron un mechón demasiado corto de mi cabello, el cual escapó de la trenza, volando alrededor de mi oreja con la agitación del viento invernal—. Jamás te escuché decir que no quisieras verme —dijo, soltando el mechón travieso al tiempo que pasaba su tacto por mis sienes, mis párpados escarchados y las montañas pálidas de mis mejillas. Se detuvo en la comisura de mis labios, sin tocarlos bajó más, apoderándose del filo peligroso en mi mentón—. Dana, mírame.
—Kenai, no.
Su agarre se suavizó.
—No es por la mafia, ¿cierto?
No totalmente, no... No era eso.
Bajé más la cabeza, él lo permitió; sin embargo, siguió esperando una respuesta.
—No —solté a regañadientes—. No, no es la mafia. —Entonces lo miré, tardando en recuperar las palabras que iba a decirle—. ¿Qué hay de ti? No son los poemas, ¿cierto?
Sonrió.
Ahí estaba la causa de muchos desvelos, la principal razón del exceso de corazones rotos en el país.
Kenai debía de estar preso y no por sus crímenes, bueno, sí, pero aparte de eso. La causa fundamental la llevaba grabada en la cara, en la curva demasiado atractiva que formaban sus labios.
Maldije dos cosas: primero a mi corazón y luego a su sonrisa. Ambos me destrozaban por igual, me obligaban a pasar un momento vergonzoso, siendo los principales culpables de reabrir heridas y periodos llenos de dudas, periodos que di por cerrados hasta que apareció.
—Fueron los poemas. —Liberó su agarre, la mano que me estuvo sosteniendo, incitando al mal, quedó apoyada en una de sus rodillas, tan cerca y tan lejos a la vez—. El poema de las Camelias rojas para ser exactos. —Buscó una posición cómoda entre la nieve que le humedecía la ropa, desistió después de intentar muchas y terminó en la inicial—. Dana, te gustan las historias, ¿cierto?
—¿Eso qué tiene que ver?
—¿Quieres escuchar una?
—¿Cómo se llama?
—No tiene nombre. No todavía, pero tú puedes darle uno si lo prefieres.
—Y, ¿de qué trata?
—De un niño. —Kenai dibujó una figura hecha de palitos sobre la superficie blanca—. Un niño que odiaba la vida porque nunca tuvo motivos para seguir luchando por ella. Quería morir, aunque nunca pudo hacerlo. Quería desaparecer; sin embargo, cada vez su nombre era pronunciado por más bocas. Su propósito estaba vacío, ¿a qué había venido a la tierra? ¿Por qué no se sentía satisfecho con nada? Las mismas preguntas rondaban siempre el interior de su mente y corazón. Vivió asustado hasta que aprendió a defenderse, vivió en lo más bajo hasta que construyó una escalera y comenzó a subir. Alcanzó la cima, el dinero, la fama, el poder, el estatus, una posición alta y ni siquiera así quería seguir viviendo. En el fondo no sabía qué quería. No se conocía del todo. Se llenó de enemigos, gente que pagaría por verlo muerto. Su cabeza se vendió a un valor alto y su cuerpo no se quedó atrás. Peleas, sexo, drogas, sangre, muertes, todo eso conformaba su día a día, era lo que lo formaba a él. Entonces, un día de lluvia, llegó por accidente al lugar equivocado, donde estaba un tipo con una puntería pésima, un arma cargada, un periódico del día anterior y un poco de ron en la cabeza. Le disparó, falló todos los tiros, arrojó también la botella y la hizo añicos, con lo único que acertó fue con el periódico, aunque, al ser papel, no le lastimó en absoluto. Dentro de ese periódico una sección atrajo su atención, raro, ¿sabes? Le gusta leer, pero el periódico lo evita por motivos personales. Hay quienes dicen que se avergüenza de algo. Da igual, en esa parte encontró narraciones interesantes, cuentos y, un poema. Otra cosa, ¿sabías que tus poemas son más sanguinarios que mi vida?
Escondí mi risa en el pequeño hueco entre mis rodillas, sintiendo su media sonrisa clavarse en mi nuca.
—Lo sé —dije.
Kenai arrugó la nariz.
—Qué cruel es saber que hoy en día la salud y estabilidad mental de los lectores está infravalorada. —Kenai suspiró ante la indiferencia que mostré al respecto y siguió—. En fin, leyó el poema y se vio descrito ahí. Su vida, su historia, su interior. La forma en la que las palabras tocaron su alma fue sutil, casi imperceptible, la mezcla armónica de naturaleza y realismo lo dejó cautivado y encendió una llama que no prendió en ninguna ocasión antes que esa. Por primera vez sentí que quería hacer algo. Quería conocerte, porque, a través de cada poema notaba la desnudez de tu alma y la fragilidad de ella. Por primera vez tuve un propósito, Dana. Tú te volviste ese propósito.
—Así que sí eran los poemas.
—Siempre fueron los poemas.
Me puse de pie, tropezando por la velocidad de mis movimientos. No perdí el tiempo estando de rodillas, volví a pararme y avancé.
—¿A dónde vas? —gritó Kenai desde su lugar.
—Por papel y tinta —respondí, bajando los primeros escalones que me dejaban en el balcón de mi pequeño resguardo al que podía llamar hogar—. Contigo me dan ganas de escribir una buena historia. ¡Así que no te muevas! —Subí lo suficiente para poder fulminarlo con la mirada como amenaza—. Te mataré si lo haces.
—¿Me matarás en mi propia historia? —Asentí—. ¿Por qué muerte? ¿No hay mejores formas de deshacerse de un personaje?
—Sí las hay, pero la muerte es la que más me gusta de todas ellas.
—Hagamos esto, te dejaré escoger la forma de deshacerte de mí, con una condición: si te atreves a mentir en mi historia seré yo quien te mate, ¿bien?
—Me parece justo. ¿Algo más?
—Sí. —Esta vez su sonrisa fue diferente a todas las anteriores, más calmada. Un reflejo del mar en tiempos sin viento ni oleaje—. Dame un buen final, ¿quieres?
Le respondí con otra sonrisa, intensa y satisfecha.
Sí quería y era justo lo que iba a hacer.
Le daría un buen final, el mejor que hubiera escrito, siempre con la esperanza de que pudiera hacerse realidad.
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