Capítulo 5


Dana Chevalier


Antes de salir de casa tuve que mirar primero hacia todas partes, para cerciorarme de que, en efecto, Kenai no se encontraba por ningún lado.

Suspiré, dejando fluir una mezcla de alivio y decepción.

Caminé despacio, haciendo tiempo que quizá me ganaría un nuevo retraso. Mientras más me acercaba a las vías principales, mi sorpresa crecía conforme la gente que habitualmente llenaba las calles desaparecía en una misma dirección.

Yo me dirigía al lugar opuesto y aun así terminé avanzando con el resto, siguiendo la corriente hasta el lugar.

La casa, no, la panadería que frecuentaba una vez cada semana, ya no era lo que acostumbraba. Ni siquiera podía decir con certeza qué seguía siendo en ese momento.

El aire se volvía denso con el humo que escapaba de las ventanas sin vidrio, en el corazón de la panadería, llamas rojas se encargaban de arrasar con aquellos cimientos, sostén del negocio. La escena me recordó a un pasaje bíblico, a una puerta que, si decidías cruzarla, te llevaría directo a uno de los principales niveles del infierno.

Una mujer comenzó a rezar, escuché a una pareja decir que al comienzo todavía se lograban escuchar los gritos de las personas que no escaparon a tiempo. Hubo quien mencionó algo que relacionaba al dueño con la mafia, esa misma persona comentó que tenía una deuda y no pudo pagarla a tiempo.

—...Walker dejó este territorio —siguió diciendo en medio de los gritos y algunos lloriqueos—. Su manera de hacer las cosas era menos drástica. Esto es obra de él.

Lo miré, aunque un grupo de personas nos separaban sabía que mi voz llegaría a ser escuchada por el viejo.

—¿De quién?

El hombre apuntó con el bastón al cuerpo del dueño, tirado en las escaleras de la entrada principal junto a dos de sus empleados, todos con un arma en la mano y un panal en el pecho.

Cubrí mi boca, si seguía viendo el desastre que las balas dejaron atrás, vomitaría. No, estaba seguro de que, fuese como fuese, de todas maneras iba a vomitar.

—Es mejor que te mantengas lejos de saber, muchacho —dijo el hombre saboreando mi miedo, deleitándose con la respiración irregular que no dejaba pasar suficiente aire al interior de mis pulmones—. La ignorancia puede ser un pecado, pero estar en ella te salvará de la muerte. Vete a casa, este no es lugar para ingenuos y curiosos. Recuérdalo bien.

Sin embargo, no me moví, no pude hacerlo, fue una mano fantasmal la que tiró de mí, llevándome lejos, a un lugar en el que la muerte no pudiera alcanzarnos.

°°°

—Gracias —musité, sentándome al lado de Kenai. No esperaba que luego de dejarme en la imprenta esperara dos horas a que terminara de arreglar mis asuntos con el director de ediciones—. Por todo —agregué a media voz, recordando la forma en la que se hizo cargo de regresar mi alma a mi cuerpo por la mañana, sacándome de la escena del crimen y llevándome a donde tuve que haber ido desde un principio.

Me estuve comportando como un niño y ya tenía tiempo que no actuaba así.

Una paloma voló delante de nosotros, combinándose luego con las nubes blancas en lo alto del cielo azul.

Inhalé profundo y exhalé, integrando la paz del ambiente al caos nervioso que resguardaba mi alma.

—No fue nada. —Entrelazó sus manos, que esta vez no llevaban guantes, permitiendo así que la textura de su piel, junto a las cicatrices en esta, se mostraran bajo la luz del sol, ardiendo salvajes a pesar de que estaban curadas por completo—. Sin embargo, creo que no es todo lo que quieres decirme.

—No. —Por alguna razón no me alejé de su lado, no puse la distancia prudente que debí haber establecido desde el principio, sobre todo por la certeza de que él no pertenecía a un grupo "normal" dentro de la sociedad—. Fuiste tú.

No dijo nada, no lo afirmó ni lo negó.

Nada.

—¿Qué es lo que sabes? —preguntó sin mirarme, perdido en sus pensamientos, o en la familia que compraba ropa en la boutique de en frente. Una familia normal.

La hija del matrimonio bailaba sobre la base de madera, girando una y otra vez, agitando los holanes rosados de su vestido nuevo.

—No es lo que sé, Kenai. Es lo que deduje. —La esposa aplaudió la presentación de su hija, la tomó de la mano y dijo unas palabras que las hicieron reír a ambas—. Si hablamos de saber yo soy igual a Sócrates, no sé nada.

Sus labios temblaron, las comisuras subieron un poco, tuvo que pasarse una mano por el rostro para neutralizar la expresión agradable que nacía de manera inevitable.

Al final no pudo hacerlo y estalló, sellando sus labios para que el sonido no los traspasara.

—Eres raro —dije, sabiendo que si él lo era yo no me quedaba atrás.

—¿De verdad? —Alzó una ceja—. Creo que el más raro aquí eres tú. Descubres la identidad de un Don de la mafia y ni siquiera te muestras un pelín asustado, ¿a qué se debe? ¿Masoquismo o problemas mentales?

Ahí sí me alejé de su lado, abrazándome mientras analizaba las posibilidades de escapar con vida.

—No lo sabía. —El apoyabrazos de metal se clavó en mi espalda, ya no quedaba más espacio para alejarme. Iba a morir—. Nunca pensé que tú...

—¿Era un Don?

Mi voz falló, tuve que usar la cabeza para asentir.

Los recuerdos de esos pequeños encuentros de antes me bañaron, cubriéndome de un frío glacial. Temblé. Su aliento seguía rozando mi oído, cada palabra susurrada golpeaba mi corazón, acelerándolo, matándolo. La tibieza de sus manos, la firmeza de su agarre en mi cintura...

¿Debía pedir perdón o piedad?

—¿Vas a matarme? —pregunté, temeroso de la respuesta, cualquiera que fuera.

Kenai se recargó en el lado contrario, recostando su cabeza con aburrimiento y pereza.

—Debería hacerlo.

—¡Por favor, no! —Alcé las manos en oración—. No diré nada.

—Y no importa si lo haces. —Golpeó con dos dedos mi frente, obligándome a abrir los ojos, su rostro estaba tranquilo, magno—. Atwood opera fuera de la comisión. Nuestras bases son las mismas a pesar de que las reglas cambian. No importa si sabes el nombre y los rostros de los dones; somos los reemplazables en este juego. Siempre y cuando no te involucres con el capo, estarás bien. No corres peligro, Dana.

—Dime, ¿por qué sabes mi nombre? Sé que no es por una casualidad o una absurda coincidencia.

—Es por tus poemas.

—No te creo.

—Tampoco hace falta que lo hagas. —Extrajo del interior de su saco uno de los primeros poemarios que publiqué, entregándomelo junto a una pluma adornada con oro—. ¿Puedes firmarlo? Dakma también disfruta de tu poesía y me pidió, o mejor dicho obligó, a que te buscara hasta tener un autógrafo en su poemario favorito. No puedo regresar a la base sin tu firma, así que agradecería tu colaboración.

—Dakma. —Sujeté los dos objetos que me tendía—. ¿También es...?

—Tiene el puesto de Don, aunque se le llama cara mamma.

—Así que sí fueron ustedes. —Terminé de firmar la primera hoja del poemario y sujeté fuerte la pluma, despejando mi mente de lo sucedido en la mañana—. Los que mataron al maestro panadero, fueron ustedes.

Kenai revisó la firma, moviendo la cabeza al compás de la misma melodía que lo acompañaba siempre.

—Fui yo. Ellos no operan aquí. Y solo para que quites esa cara de corderito te voy a decir que el maestro panadero, como tú lo llamaste, en realidad se encargaba de producir alcohol ilegal para nosotros, formaba parte de un contrato que produce y distribuye licor en los bares nocturnos. Deja de sufrir por él, no era un santo.

¿Alcohol ilegal?

Lo miré aterrorizado, a punto de decirle que la ley prohibía la venta de aquel producto, me contuve, recordando que las mafias se oponían a esa y otras leyes, buscando su propio beneficio a costa de negocios ilícitos.

Mataban.

Robaban.

Y Kenai formaba parte de eso.

Algunas cicatrices en su piel cobraron sentido. Ya no podía verlas como heridas de guerra, sus manos y el calor que emanaban ya no me resultaban gratificantes, podía distinguir la sangre que lo manchaba, los puntos de sutura de algunas heridas que fueron causadas por hojas afiladas de navajas y otras por impactos de bala, golpes, castigos.

Dijo que estaba ahí por mis poemas, ¿qué podía encontrar él en ellos?

Dolor.

Tristeza.

Más muerte, más sufrimiento.

La repulsión llegó a mi garganta. ¿Era eso lo que veía en mi escritura? ¿Por eso se acercó a mí?

Por un momento también sentí esa conexión sanguinaria, un espejo entre ambos que nos mostraba esa vida callejera de dos maneras intercaladas y, sobre todo, distintas.

—Déjame en paz —dije, apartándome de la banca—. No puedo volver a verte. No puedo verte.

—Dana...

—No. —Encogí mis manos, pegándolas a mi pecho para que no pudiera sostenerlas de nuevo, para que su agarre no influyera en mi decisión final—. Adiós, Kenai.

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