ESCAMAS
Sentía las escamas bajo su tacto, cada una de ellas, con su forma de lágrima, duras y calientes. Disfrutaba de cada segundo, pues no sabía cuando iba a volver a tocarla, su Tyfannis, su dragón. Pues la guerra no dejaba títere con cabeza.
Si los dragones no estuvieran vetados de la batalla, montaría dirección al campo sumiéndose en una tormenta de fuego.
Dos días después montó sobre su cabalgadura, un caballo bayo de más de metro ochenta, crin negra y pelaje mostaza manchado.
El yelmo solamente le dejaba ver dirección adelante, nada de costado, pues en la guerra solamente se debe mirar al enemigo de frente. La última vez que llevó armadura fue años atrás en su décimo quinto cumpleaños, cuando su padre se la regaló: plata engarzada en zafiros, tan azules como los ojos de su dragón. Pues bien sabía ya su padre que la guerra se fraguaba tras las paredes del castillo.
Cuando las líneas de sangre real se fragmentaron en dos, tras el nacimiento de los gemelos, Miras y Samal, nacidos para reinar juntos, pero, incapaces de ello. Los dos fueron coronados ochenta años antes del nacimiento de Shelis, casados con dos mujeres de diferentes reinos, con hijos diferentes. Ambas progenies ambicionaban la corona del otro, pero fue para el primer nacido, hijo de Samal, el cual falleció a la edad de diez años en extrañas circunstancias y así ocurrió con los dos siguientes hijos varones, uno de cada, la tercera nacida fue niña, hija de Samal. Apenas había cumplido su novena primavera cuando la sangre corrió en sus salones, los reyes, gemelos, se ofuscaron en una pelea espada en mano. Ambos murieron esa noche, hincándose sus espadas hermanas, e injuriándose mutuamente sobre los asesinatos de sus hijos.
La corte se sumió en una temible tempestad, primos y sobrinos deseosos de heredar el reino y con él: oro, tierras, castillos y dragones... Un bando defendió los derechos de Mangat de nueve años, hija de Samal, otros al nonato Pescot, que aún seguía en el vientre de su madre, hijo de Miras.
Mangat estaba ahí lista para llevar una corona sobre la cabeza con su correspondiente regente, sin embargo su maldición fue nacer mujer, y su bendición nacer primera, en comparación a su primo, quien nació seis meses después del inicio de la guerra.
Las batallas fueron subvencionadas por las familias de ambas reinas, duraron unos veinte años, hasta que en una treta, Mangat fue secuestrada por unos mercenarios del otro lado del mar; los cuales la violaron y mutilaron en algunas partes de su cuerpo. Aquello la dejó sin esperanzas de ambicionar al trono, nadie quería a una reina mancillada.
Pescot I ascendió al trono a la edad de diecinueve años, tomó a su prima en la corte para aplacar las malas críticas de sus estratagemas, en las cuales él apenas había participado, pues no era más que el títere de sus partidarios. Su reinado fue tranquilo dentro de lo esperado, duró veintitrés años, a su muerte dejó una progenie de cinco niñas y ningún varón, todas las miradas se giraron una vez más hacia Mangat, quien dio a luz a tres varones, bien sanos, engendrados con un señor que ya había enviudado tres veces antes de casarse con ella. Fue un matrimonio sin amor, de mutuo acuerdo, junto al único gran señor que accedió a casarse con una princesa mancillada y desfigurada.
La línea de sucesión volvió a ser disputada, pues todas las hijas menos una estaban ya casadas y con hijos, hijos listos para heredar la corona. La guerra volvió una vez más, sin embargo apenas dos años después del comienzo, Mangat, la princesa mancillada murió de causas naturales, o al menos eso es lo que quedó para la prosperidad.
Las siguientes décadas quedarían en la historia como una época de ascensos y descensos de reyes y reinas. La guerra finalmente acabó con la boda de un nieto segundo de Samal y una sobrina primera de Miras. Y así ha reinado la paz establecida hasta el nacimiento de la princesa Shelis. Aunque sí ocurrieron algunas revueltas externas, ninguna como la que se formó cuando su padre delegó la corona a ella y no a su hijo mayor, casado con la reina Yamas III, nieta segunda de Pescot I, heredera al trono de su ya fallecido padre el rey Jalos VI.
El rey había concertado el enlace con la esperanza de evitar revueltas por parte de los descendientes de Samal. Cada dos décadas había quedado como costumbre concertar matrimonios entre ambas estirpes.
Su padre, Ramadas IV y su madre Galante III, habían engendrado al rey consorte Carhos, la princesa Shelis y al infante Pescot, el último apenas era un niño de pecho cuando su hermano les declaró la guerra.
Ramadas meditó durante varias semanas su declaración de estado, su consejo lo apoyó y lo desestimó en contadas ocasiones, pero al final se decidió que para evitar que dos países diferentes separados por mares acabarán bajo el mando de una única familia, Carhos I no debía heredar la corona. Su hija fue su primera y única opción, aunque algunos grandes señores quisieron nombrar como su heredero a alguno de sus sobrinos, pero el rey alegó que ya había habido mujeres antes en el trono.
El caballo levantó una de sus patas apartando las moscas; que insistentes continuaba posándose encima de sus cuartos traseros.
No sabía bien a dónde se dirigía, pero su padre le había dicho que si quería que su pueblo la siguiera, debía estar al pie de la trinchera, con ellos, preparada para sangrar.
Su padre y rey se encontraba al mando de la caballería, aunque después de que esta saliera él quedaría atrás, cediéndole su puesto. Ella debía liderarlos contra las huestes enemigas.
—¡Todos somos hermanos y hermanas ante los ojos de los Dioses! —Su caballo paseaba delante de la primera fila, haciendo un ocho en su trayecto—. ¡Mi hijo, ha osado ensuciar nuestra tierra, con nuestra propia sangre! ¡MI PROPIA SANGRE! ¡Él ya no es un hijo del Dragón, quemó nuestro escudo, quemó nuestro emblema! ¡Siempre en el aire! —Los hombres siempre han escuchado; cuando su rey les habla—. Muchos me preguntáis, ¿por qué no usó a mis dragones en su contra? ¡Soy un rey, no un carnicero! ¡No mataré a miles por culpa de uno! ¡USAREMOS NUESTRA ARTILLERÍA! —Todos lo vitorearon, nunca dudaron ni un segundo en perder la vida por él—. Hoy, mi hija, vuestra princesa; y futura reina os llevará hasta las puertas de la gloria. ¡Hoy patearemos esos culos extranjeros devuelta a sus costas! —la mano de su padre se extendió, invitándole a tomar su puesto.
Las riendas parecieron solidificarse en sus manos, tuvo que darle con la pierna al animal, pues no se veía capaz de hacer ningún otro movimiento con el cuerpo. El mundo entero se puso negro cuando su cabalgadura giro dirección a las tropas. Todos la miraban, o al menos así lo sentía, su corazón parecía latir más fuerte que el del animal, su pecho ardía.
—¡Hermanos, este... —cerró los ojos un segundo, y todo volvió a la luz—. ¡ESTE ES MI DÍA! ¡NUESTRO DÍA! ¡MI HERMANO A JURADO MATARME, PERO SE EQUIVOCA, SOMOS DE OTRA PASTA, MÁS DUROS QUE CUALQUIER OTRO! ¡PIENSA QUE PUEDE LLEGAR AQUÍ Y TOMAR LO QUE ES NUESTRO! ¡PERO CÓMO EN TODO SE EQUIVOCA! ¡LUCHAREMOS, VENCEREMOS Y GANAREMOS ESTA MALDITA GUERRA! —Shelis utilizó las palabras como mil veces había visto a su padre hacer. Convertir sus problemas en los de la plebe, hacerlos partícipes de algo grande, más que ellos, demostrando que los necesita y que se acordará de ellos cuando llegue al trono.
—Sé fuerte hija. ¡Clávala por la punta! —fue el primer consejo que le dio su padre cuando puso una espada en su mano y el último antes de matar a la niña y dejar nacer a la mujer.
El caballo encaró las huestes enemigas y al quinto toque del cuerno las primeras dos filas se aventuraron al choque de escudos, ella salió junto a la tercera, cuarta y quinta fila, fundiéndose con estas. Las dos primeras, ya habían atravesado la caballería enemiga y llegado hasta la avanzadilla, con la segunda oleada de tres filas, consiguieron romper la fila de escudos, llegando así hasta los lanceros.
Blandió la espada como en el entrenamiento, pero al poco, cuando el segundo cadáver cayó, se dio cuenta de que el entrenamiento no se parecía en nada a la cruda realidad. La espada comenzaba a pesarle, la respiración se le descompuso y las manos en las riendas se le entumecieron; estas se le cayeron. Otro jinete arremetió contra su caballo, haciéndole caer.
Sus rodillas y manos se clavaron en la tierra removida por las pisadas y empapada en sangre. Escupió antes de alzarse. Su caballo, peleaba por ponerse en pie al igual que la otra montura. Su espada había caído en el impacto y la maraña de cadáveres la ocultaba. Saco la qué el caballo llevaba colgada a un costado, su segunda espada. Sin embargo, en vez de subir de nuevo en su cabalgadura decidió quedarse en el suelo. Su padre siempre le dijo que la altura era la que daba ventaja, pero en esos momentos su mente se encontraba sedienta de lucha, quería seguir blandiendo la espada, sentir el choque de esta contra otra, el peso de la armadura sobre sus hombros.
Se enfrentó a dos soldados, antes de que tres de sus hermanos de armas se rodearan de ella, espalda con espalda. Fue una batalla ardua, aunque no duró más de seis horas desde el comienzo hasta el final. Las tropas que desembarcaron apenas llegaban a ser dos cuartos en comparación a las tropas del rey Ramadas IV. Los invasores jamás tuvieron opción de ganar. Y aunque nunca sospecharon de que su hijo tuviera segundas intenciones, bien se dieron cuenta de su error más tarde, pues mientras todas las tropas estaban alejadas del castillo; este aprovecho para mandar una avanzadilla. Un dragón desapareció y con él una docena de huevos en diferentes estadios de incubación.
Cuando el enemigo dio la retirada, Shelis agarró uno de los estandartes enemigos, un Minotauro azul, rodeado de un campo violeta. Lanzó el yelmo, enfundó la espada y con el estandarte en mano y sus tres fieles, se encaminó de vuelta hasta su padre, no monto, no corrió, paseo observando toda la inmundicia de la guerra. Los supervivientes que podían huir lo hacían, los que no, quedaban para ser pasto de los buitres o en el mejor de los casos, ahogados por su propia sangre cuando una espada les atravesará la garganta. Esta es la piedad de la derrota, el final para los inocentes que no tuvieron opción de escoger. Sin embargo Shelis no se apenó por ellos más de lo esperado, eran ellos o su pueblo, sabía que si hubieran perdido, habrían sido sometidos a un saqueo, seguido de violaciones, expropiaciones y posiblemente su muerte. Ella estaba casi segura de que su hermano la hubiera asesinado a ella y a sus padres, si hubiera ganado, en cambio matar a un niño de pecho era injustificable, así que su hermano pequeño estaba seguro, por el momento.
Llegó hasta su padre quien seguía montado en su corcel blanco. Cuando estuvo a escasos metros de su rey se arrodilló.
—¡La victoria es suya, mi rey! —lanzó el estandarte ante sus pies, y proclamó la victoria.
Por un segundo Ramadas pensó que una lágrima correría por su mejilla, su hija acababa de convertirse en una mujer. Su cabello cobre brillaba a causa del sudor y la sangre, un pequeño corte atravesaba su mandíbula, aunque por lo demás seguía siendo su hija, una mujer peculiar, de rostro ovalado y nariz puntiaguda, con pecas esparcidas a trazos desiguales.
Enseguida mandó a los generales a extender la noticia de la victoria.
El regreso fue tranquilo, no tenían sospecha de la noticia que iban a recibir a las puertas de palacio. El viaje duró dos semanas, y mientras tanto la reina ordenó que ningún cuervo saliera de palacio, pues quería evitar que los héroes sintieran que habían fallado cuando nadie era capaz de prever el robo que iba a ocurrir.
Entró con el brillo en los ojos, ese brillo que solo da la victoria y la seguridad del hogar. Las puertas y el puente levadizo se abrieron ante ella. Su madre la esperaba allí mismo, con su hermano en brazos, en el balcón de recibimientos.
El pueblo los había aplaudido y alabado, todos celebraban la victoria, las caras eran alegres. Pero la noticia llegó al rey como un balde de agua fría.
Ramadas IV golpeó la mesa esa noche y las siguientes, mientras intentaba averiguar cómo había sido posible el robo, las cadenas del dragón habían sido abiertas, no rotas y los huevos de dragón eran posesiones a las que difícilmente habrían podido llegar sin ayuda del interior.
En las semanas siguientes fueron colgadas doce personas, Shelis no pudo negar las órdenes de su padre, pero ella prefería la decapitación, más rápida y limpia. Los traidores a la causa no fueron más que criadas y doncellas, que en su momento recibieron los favores del príncipe ahora coronado rey del país de su mujer, y del de su padre por él mismo.
Monto en su dragón Tyfannis, tantas veces como pudo durante esos días, le encantaba la sensación de poder escapar de todo, saber que podría marcharse y no regresar jamás... Saber que esa opción siempre la tenía al alcance de sus manos.
El castillo no estaba muy lejos del mar interior que regaba sus costas norteñas, apenas un día de viaje con carabina, medio al galope, sin embargo en dragón tardaba menos de una hora. Ser jinete no era tarea fácil, pero no había conocido otra cosa desde su nacimiento.
Cuando ella vino al mundo Tyfannis ya llevaba recorrida toda la guerra de su familia. Fue uno de los pocos dragones que sobrevivo y bien lo sabía, pues cuando pasaba la mano por sus escamas, estas contaban su historia, a cada pocos centímetros era imposible no encontrar alguna melladura, o escama de diferente color por el paso del tiempo. Algunas ya no eran color yeso, sino de un hueso sucio, aunque seguía siendo un animal majestuoso, con una envergadura de diez metros y dientes abismales.
La belleza de los dragones siempre ha sido dilema de conflicto entre escritores y poetas, pero para Shelis lo más maravilloso era verlos cazar y dormir: cazando eran todo sangre y tripas, y durmiendo una mariposa podría posarse encima de sus hocicos y no moverían un músculo en horas.
Tyfannis solía posarse en un pequeño archipiélago, cada vez en una isla diferente, habrían unas veinte en total, y ninguna de más de un kilómetro de largo y ancho, aunque sí altas y rocosas. Shelis siempre llevaba su catalejo para observar las aves, había muchas en esas islas, la fauna era variada, en especial parecía que había un tipo de ave diferente por isla. Intentaba pasar el máximo tiempo posible alejada de sus responsabilidades como princesa y heredera, sobre todo desde que su padre había tomado la decisión de buscarle un príncipe consorte que apoyará monetariamente al reino. Aunque ella se había encargado de esquivar a todos los pretendientes, con bastante éxito hasta entonces.
Los planes de su padre para recuperar los huevos de dragón no llegaron a nada y al dragón de su hermano lo dieron por perdido. Hacía más de mil años que un dragón no surcaba los cielos fuera del continente, pues bien era sabido que fuera de este enfermaban y morían en extrañas circunstancias.
Los sobornos acabaron en nada, en el mejor de los casos, en el peor en decapitaciones. La guerra por la información reinó durante seis largos meses.
Mientras tanto en el reino de Carhos I no se hablaba de otra cosa que de guerra y planificación. Shelis en cambio se concentró en la defensa: creación de buques de guerra, ballestas y nuevas armaduras de placas.
Al final, por mucho que ella lo intentó acabó prometida con un primo tercero de su padre, príncipe segundo en la línea de sucesión de un archipiélago a menos de tres días de navegación hacia el oeste. Su prometido, era un hombre flaco, de aspecto enfermizo, aunque de ojos piadosos, falto de luces en términos de batalla, pero no de historia, poco dado a la bebida.
Su padre se encargó de buscar a un hombre que no fuera a heredar, impidiéndole contradecir a su hija, y que a simple vista se supiera quién era el que mandaba de ambos. Al mismo tiempo su rango debía de ser lo bastante alto como para no desprestigiar el honor de su hija. No encontró mejor candidato.
Ocho meses después del primer desembarco, los tambores de guerra retumbaron de nuevo, con mayor intensidad que nunca, pues los marineros aseguraban haber visto un gran dragón surcar los cielos tirando una llamarada tan ardiente que a su paso el agua se abrió en dos. Enseguida llegaron más reportes de avistamientos, algunos decían haber visto uno, otros tres, cuatro, algunos aseguraban que incluso siete. Lo único que se llegó a sacar en claro, es que la guerra volvía a tocar sus puertas.
La boda de la princesa Shelis y su primo tercero Thiras, se llevó a cabo incluso en estado de alerta, el rey no estaba dispuesto a dejar que su hijo se saliera con la suya. Esta vez enfurecido predicó que la guerra no acabaría hasta tener su cabeza en una pica.
Una semana después de la boda, los enemigos desembarcaron frente a sus costas una vez más, aunque esta vez los números no valían, pues cuando ahí dragones de nada sirven las tropas. Esta vez todo se solucionaría con Fuego.
A pesar de las insistencias de la reina, el rey no la dejó embarcarse a la guerra encima de su dragón Vasher, le hizo quedarse en el castillo con el príncipe que aún tomaba pecho a su año y medio.
Ramadas IV y Shelis estuvieron días enteros planeando el ataque aéreo, evitando chocar entre sí, pero por más que planearan era imposible saber cómo sería cuando llegaran a campo abierto. Esta vez solo fueron tres cuartos de las tropas a la guerra, dejando al resto para proteger los principados y castillos.
Las dos semanas siguientes parecieron hacerse eternas para Shelis, quien en última instancia antes de llegar a la orilla sureste, comenzó a mostrar fatiga y debilidad. Sabía que no podía decirle a su padre su estado, lo último que necesitaba era verlo solo a él encaminado a la muerte montando en su dragón. Eran dos dragones contra uno en el mejor de los casos, pero ella dudaba que su hermano fuera tan tonto como para aquello. Seguro llevaba consigo algún dragón joven, que más que ayudar lo que haría es estorbar.
Cuando llegaron el campamento ya estaba montado, y el señor de las tierras había dispuesto todo para que el ejército pudiese acampar en los alrededores, y así su rey utilizara su castillo como propio.
Al tercer día sonaron los cuernos de guerra. Aún no se había avistado dragón alguno en el aire, tan solo los dragones del rey y la princesa, los cuales habían quedado bastante atrás, cerca de las montañas, donde podían cazar tranquilamente.
Las huestes chocaron una contra otra, y por fin se escuchó el temible rugido de un dragón. BalónSawl apareció en el cielo como una mancha negra que cubría todo a su paso. El rey consorte Carhos I montaba sobre este, y a su espalda una pequeña manada de tres dragones era montada por tres niños, de entre ocho y catorce años. Sus hijos habían ido a la guerra con él, pues no esperaba irse sin su corona.
Tyfannis y Sombra surcaron el cielo poco después, saliendo del bosque para quedar encima de una meseta apenas a medio kilómetro del campamento, siendo visible todo el campo de batalla desde allí.
Cuando los bandos ya estaban bien mezclados en tierra, BalónSawl disparo su primera ráfaga, creando una línea divisoria entre huestes que apenas causó bajas. La artillería pesada fue puesta en escena, los ballesteros de ambos reyes se colocaron en las huestes traseras, evitando así que los reptiles se acercaran.
Abajo ocurría la auténtica carnicería, mientras que en el aire todo seguía en calma a la espera de que cualquiera cruzara la línea invisible trazada entre ambos bandos.
—¡Siempre en el aire! —Fue lo último que escuchó de su padre antes de que su dragón alzará el vuelo dirección a su hermano, espero unos segundos antes de hacer lo mismo con su Tyfannis.
—Esta será mi segunda batalla y espero la última —acarició al dragón para después obligarlo a desplegarse.
Los dos gigantes volaron formando dos óvalos en hemisferios opuestos, para después girar y pasar uno al lado de otro, su plan era visualizar el panorama de abajo y ver si podían separar algunos flancos.
La caballería del rey Ramadas IV atacó el flanco izquierdo. BalónSawl vio el movimiento y se lanzó en seco, dispuesto a calcinarlos. Sombra fue el primero en descender sobre él, pero no antes de lanzarle una llamarada. Shelis los escuchó chocar, los gruñidos y el sonido de los dientes al desgarrar, sin embargo la nube de humo no la dejó ver nada. No podía distinguir la forma de los dragones, pues el azul marino se confundía con el escarlata en el polvorín. La ceniza no tardó en caer y los soldados se apartaron de debajo de las sombras de los reptiles, todos temían que cayesen a plomo.
Tyfannis entró en la nube en formación de flecha, iba a impactar a cualquiera de los dos, no estaba dispuesta a esperar a que su jinete se decidiera. Chocó contra un dorso y después un ala, no mordió aunque sí lanzó una llamarada corta.
Los tres dragones se separaron saliendo en direcciones contrarias. Sombra descendió algunos metros hacia el bosque, alejándose de la batalla, una de sus alas desprendía humo.
Shelis vio la oportunidad, giró ciento ochenta grados, embistiendo por detrás al dragón de su hermano. Le vio la cara después de tantos años, debido a la cercanía. No parecía él, era otro hombre... se fue siendo un recién casado, un joven de apenas veintidós años y ahora era casi un cuarentón que aspiraba a ser un rey de verdad, no un consorte como le había tocado.
El animal cayó unos diez metros antes de girar y poder lanzar una llamarada, que lo cubrió todo de humo y ceniza provocando que sus ojos lagrimearan.
Una llama le pasó cerca del cuerpo. Los tres dragoncitos entraron en escena, y Tyfannis había quedado sola en el cielo, siendo un blanco fácil. Sombra intentaba regresar al campo de batalla sin embargo su ala se lo impedía.
—Abajo —ordeno.
El picado hizo que la armadura se le pegase al pecho, oprimiéndola. Cuando apenas quedaban unos metros el dragón siseo, rozando con las patas el suelo, provocando una cortina de aire que revivió los fuegos que surcaban el campo.
Como esperaba los tres necios de sus sobrinos la siguieron, uno cayó al suelo y los otros dos los consiguió dejar apartados con una gran llamarada, pero cuando todo quedó envuelto en humo y cenizas, la nuca de Shelis se erizó y su dragón fue embestido. BalónSawl y Tyfannis giraron por el cielo en varias piruetas ascendentes antes de darse cuenta de donde estaban.
Las ballestas dispararon en su dirección. Algunos virotes dieron en cuerpo y alas del reptil, aunque la herida que les hizo caer a plomo fue el virote que le atravesó el ojo. El dragón aún casi inerte intentó caer de pecho, evitando aplastar a su jinete. Shelis sabía que no tenía posibilidad alguna de salvarse, conforme tocará el suelo una ráfaga de fuego caería sobre ella, sin embargo al contrario de lo esperado su hermano obligó al dragón a chocar contra el otro ya en tierra. Los hombres que no acabaron aplastados comenzaron atacar a los dos reptiles por igual. Las llamas no se hicieron esperar.
Shelis bajo de su montura espada en mano, cortó el virote todo lo que pudo. El ojo era insalvable, pero esperaba que llevando sólo medio palo su bestia pudiese seguir combatiendo, aunque el dragón de su hermano estaba más interesado en quemar personas que en rematar el trabajo.
Arrancó tantos virotes como pudo hasta que un caballero la agarró por detrás. La espada le pasó por el gorjal sin herirla. Con el virote en mano, lo golpeó en el rostro clavando la punta en la carne blanda.
—¡Vuela, bestia mía! ¡VUELA! —El animal lo intentó con todas sus fuerzas, pero bien parecía que la mitad del cuerpo no le respondía. Si aquel iba a ser su fin, protegería a su dragón hasta el final. Fue la decisión que le costó el enfrentamiento final.
Su hermano seguía montado en su dragón quitándose de encima a todo el que podía. Los dragones abatidos apenas estaban a una distancia de unos metros cuando en el aire se volvió a escuchar el sonido del aleteo. Sombra cayó sobre ellos, arrastrando a todos los dragones. Shelis salió disparada, no sabiendo dónde estaba, bajo ella había un par de cuerpos quemados y otro par ensartados. Volvió a ponerse en pie, esta vez los caballeros se alejaban, pues los dragones ahora se encontraban enzarzados. Busco una espada entre la marea de cadáveres.
No lo vio con sus propios ojos, sino que lo observo a través del reflejo de una espada. BalónSawl había conseguido caer sobre Sombra, abrió su enorme boca y una llamarada calcinó al momento a su padre, lloro, grito, pero todo fue en vano. Sombra comenzó a rodar intentando apagar su espalda, dejando así a su padre desaparecido junto a la marea de cadáveres.
—Tyfannis. ¡Fuego!
El dragón no sabía dónde estaba, aunque eso no evitó que lanzará una llamarada. Sombra le imitó y BalónSawl quedó expuesto bajo el fuego cruzado. La caballería se acercó a la princesa ahora reina.
—Dadme un caballo.
No espero negativa alguna y aunque los oficiales sabían que pretendía, no estuvieron dispuestos a llevarle la contraria. Cabalgó hasta su dragón y montó. Era inútil mandarle a volar pues había perdido un ala completa en el último choque. El reptil dejó de escupir, se arrastró algunos metros hasta que se posicionó detrás de los dos otros dragones todavía enzarzados, se alzó y cayó sobre la cabeza del terror marino. Sombra no dejó de escupir, y el fuego dio en ambos dragones, ella bajó de su montura quedando a unos metros de su hermano.
Lo vio, intentaba soltar las cadenas que lo sujetaban a la silla, las cuales habían perdido forma con el calor imposibilitando así que la cerradura se abriera.
Avanzó pisando las cadenas para que le mirase a los ojos.
—Morirás como lo que siempre fuiste un rey encadenado a unos sueños demasiado ambiciosos. Espero cargues con la culpa en el infierno. ¡HAS DEJADO A TU HERMANO, UN NIÑO DE PECHO HUÉRFANO! —No supo qué más decirle, no tenía claros sus pensamientos en aquel momento.
Toda la euforia que había sentido en su primer combate no apareció aquella vez, solo quedaron el dolor y el resentimiento. Alzó la espada por encima de su hombro, clavo la espada entre la clavícula y el hombro provocando que no se desangrase, tan solo la sacó cuando Sombra paró su llamarada permitiendo así que su hermano falleciera finalmente.
—¡Vete al infierno! —Esas fueron las últimas palabras que escuchó de un hermano al que en otro tiempo amo. Nunca hasta entonces se había creído capaz de matar a una persona a la cual había querido, sin embargo ahora tan solo sentía rabia e impotencia.
Llevó la cabeza de su hermano a los pies de uno de sus sargentos para que hiciera correr la voz de que la guerra había terminado, además la mandó clavar como había sido el deseo de su padre.
En contra de los deseos de sus generales, regresó al campo, junto a los dragones. BalónSawl no había sobrevivido al ataque y Tyfannis no es que tuviera mejor pinta, la mitad de su cuerpo estuvo en contacto con la llamarada, la carne se encontraba negra, con llagas rojas y supurantes. La miró, la tocó como aquella vez antes de su primera batalla. La recordaría siempre como lo que fue, una bestia noble y majestuosa. Con todo su pesar cogió uno de los virotes anteriormente clavados que ahora se encontraba en el suelo, lo posicionó encima del que ya tenía en su ojo y presionó con todas sus fuerzas. El reptil apenas se revolvió. Cuando la punta acabó por traspasar su cráneo al final dejó de respirar. Esa había sido su piedad. Lloró durante horas, mientras la guerra terminaba.
Los heridos fueron recogidos a su alrededor, o rematados, dependiendo del bando.
Se sacó la armadura cuando todo parecía controlado, pero lo vio, vio allí lo que pudo ser y no fue.
—¡Reina Shelis, necesitamos su consejo! —Una avanzadilla se acercó a su posición, unos diez caballeros y el resto prisioneros. No se movió de su sitio, seguía sentada agarrando la cabeza de su dragón. Ignoro el título con el que la habían nombrado—. Estos jóvenes aseguran ser sus sobrinos.
Dos jóvenes eran los implicados en el dilema, uno de apenas catorce años y otro de ocho.
—Si son mis sobrinos da igual, que los lleven con el resto —fue lo único que pudo decir.
—¡Zorra! —El mayor escupió en el suelo, revolviéndose sobre sus cadenas.
—Harías bien en tenerle respeto —Uno de los guardias lo golpeó con el mango de la lanza en el abdomen. Su sobrino se dobló sobre el suelo cayendo de rodillas.
—¡Mi padre enloqueció por vuestra culpa! ¿Tantas vidas vale esa maldita corona? —El joven que reclamaba había perdido el brazo derecho, se dio cuenta al fin cuando alzó el rostro.
—¿Vidas? ¿Vos osáis hablar de vidas? ¿Aquel que llegó a mis costas y masacró a mi gente? —El silencio reinó unos instantes, con rectitud se levantó de su lugar dándole igual que todos vieran su desdicha—. Yo os enseñaré cuál es el auténtico precio de la guerra, príncipe.
Agarró al niño de ocho años por el brazo, arrastrándolo hacia el único dragón que aún quedaba con vida. El niño se asustó, sin embargo no intentó huir simplemente comenzó a sollozar en completo silencio. Los caballeros no se movieron de sus posiciones, pero sus rostros se endurecieron en negación.
—Sombra. ¡FUEGO! —La llama nunca llegó aunque el dragón apenas tardó un segundo en devorar al niño. Shelis se apartó lo suficiente para evitar interponerse entre el reptil y su presa—. ¡En la guerra se pierde todo! Hoy perdiste aún padre, a dos hermanos y a un abuelo. Yo perdí a mi padre, a mi hermano, a mis dos sobrinos y a mi hijo no nato —el pecho le ardió, lo había perdido apenas cuando lo había conseguido—. ¡Así que no oses hablarme de las vidas que se pierden en la guerra!
El joven esta vez quedó en silencio, deseoso de no ser el siguiente en morir, su tía se había convertido en su verdugo.
—Devolverlo a su madre, que tenga un recuerdo viviente —miró de nuevo al joven de arriba abajo—, de esta guerra.
La reina Shelis II fue coronada oficialmente dos meses después de la batalla, que más tarde sería conocida como "La caída del Dragón", por el número de dragones muertos en esta. No engendró hijo alguno vivo antes de su fallecimiento. Delegó todo su reinado a su hermano Pescot V, al cual crio junto a su esposo tras la muerte de su madre Galante III.
Su reinado fue próspero, en mar gracias a su matrimonio y en las tierras de occidente con el enlace de su hermano. Nunca se le echó en cara lo ocurrido en la guerra, aunque en algunas mesas la llamarán «Shelis llama negra», debido a sus actos durante esta misma. Pues bien se sabe que aquel que osa matar a uno de su misma sangre termina maldito.
Shelis no pudo enterrar a su padre, ni a su hermano, casi todos los cadáveres fueron parcialmente devorados por el último dragón superviviente, Sombra. El cual falleció medio año más tarde a causa de sus heridas las cuales le incapacitaron.
En contraparte creó jardines en honor a su hijo nonato y su dragón, los jardines del «Tys-sol», los cuales visitaba tan a menudo como se le hacía posible.
Se le ofrecieron monturas nuevas, pero nunca las aceptó, montó a un único dragón en toda su vida.
Al final murió a la edad de sesenta y tres años, surcando en un pequeño velero los alrededores del archipiélago del Dragón, donde iba a menudo a recordar como los sobrevolaba de joven encima de Tyfannis.
Uso su catalejo hasta que la vista le falló, aunque antes de eso creó una guía de aves, y las nombró a todas como en su momento se le había ocurrido cuando era una niña montada encima de su dragón. La guía contenía más de doscientas especies diferentes de aves, pero sus favoritas siempre fueron, el ave Fenicia, y el curioso pajarito cantor Zafir, el cual al igual que su bestia había sido, por norma general era de un color crema o blanquecino, con ojos azul o marrón.
Cuando por fin cerró los ojos su alma voló de nuevo a los cielos donde pudo descansar en paz, tras una larga vida de lucha.
«Y le vio de nuevo allí, cuando abrió los ojos al otro lado».
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