Epílogo




La diosa de la discordia me observó como si yo fuese el último espécimen de un animal recién descubierto. Con un elegante movimiento de mano, consiguió cambiar el escenario en el que ambas nos emplazábamos, de forma que este se transformó en un paraje oscuro y lúgubre que consiguió trasladarme al cuadro de Tántalo que mi hermano utilizó para dejar su mensaje.

—Es curioso, ¿verdad?

Pese a las voces en mi cabeza que me ordenaban guardar silencio, me aventuré a contestar:

—¿El qué?

Eris recorrió mi figura al detalle, iniciando un análisis de mi cuerpo que consiguió ponerme los pelos de punta. Me aparté de ella con disimulo, aún sabiendo que no lograría escapar de sus garras por mucho que huyese. Ella misma me lo había resumido: aquel era su hogar.

—Eso que decís sentir los humanos —comenzó con voz jocosa. Llevó varios dedos largos hasta su mentón, fingiendo tratar de recordar algo—. ¿Cómo es que se hace llamar? Ah, sí, amor. El amor.

Desconocía el rumbo de aquella conversación, pero decidí no volver a desoír las advertencias de mi yo más racional y opté por guardar silencio. Mi falta de respuesta a su diatriba no pareció importarle mucho, ya que continuó hablando:

—¿Pero sabes qué es más curioso aún? —La furia titiló en sus ojos cuando añadió—: Responde.

Retrocedí un par de pasos más al ver que ella trataba de acercarse nuevamente.

—¿El qué? —repetí, incapaz de decir algo más.

Su sonrisa se ensanchó, mostrando cuán orgullosa estaba de sus propios pensamientos.

—El destino —dijo antes de estallar en carcajadas—. Además de caprichoso, por supuesto.

La observé en completo silencio, dejando que su risa inundase mis oídos como una especie de réquiem fúnebre. El carcajeo se detuvo tan pronto como había comenzado, dando paso a una mirada de locura que se fijó únicamente en mí.

—Quiero que le des un mensaje a tus dioses.

Eris desapareció. Ni siquiera tuve tiempo de buscarla cuando sentí su presencia a mi espalda. Me alejé de ella tan pronto como fui consciente de su nueva posición. Sin embargo, no llegué a dar ni dos pasos antes de descubrir que nunca lograría alejarme lo suficiente de ella. La sensación era similar a aquellas pesadillas en las que por mucho que corras, jamás consigues huir.

»—Quiero que les digas que sus esfuerzos han sido en vano —afirmó antes de sentenciar—: La guerra es ya ineludible. Hace siglos que lo es, de hecho. Y pensar que tu querido Apolo podría haberla evitado de no haber alterado el curso natural de las cosas... Una pena.

La mención de Apolo abrió la herida que había en mi pecho, que supuraba con cada latido. Me revolví con nerviosismo cuando se acercó a mí con rapidez, haciendo que el bajo de su vestido emitiese una especie de siseo contra el suelo aparentemente incorpóreo. El terror me bañó por completo cuando se acercó a mí lo suficiente como para permitirme perderme en la negrura de sus ojos. 

»—Ese es mi mensaje —concluyó antes de que sus labios tocasen los míos en lo que parecía una caricia dulce. 

Una bocanada de aire llenó mis pulmones de oxígeno. Estos parecían quemar al contacto con el aire, como si hubiese perdido la práctica en la función que se les había encomendado. Tosí con fuerza cuando la garganta deshidratada pareció cosquillearme debido a la intensidad de mi inspiración. Apenas tuve tiempo de recobrar el aliento cuando alguien se abalanzó sobre mí para ahogarme en un abrazo sincero. Exclamaciones de sorpresa no dejaron de sucederse, pero yo estaba demasiado ocupada tratando de saber cuál era mi ubicación como para concentrarme en nada más que en eso.

—Estás aquí.

Diane se apartó de mí para poder mirarme con fijeza, incapaz de creer por completo aquello que contemplaban sus ojos. Junto a ella estaba Afrodita, cuya tez estaba perlada por lágrimas de alegría, y a su espalda localicé a Atenea, quien parecía realmente sorprendida. Recorrí la habitación en busca de la persona que creí que resolvería mis dudas. Hermes estaba a los pies de la cama en la que me encontraba, mirando la escena con la boca semiabierta debido al pasmo.

—¿Qué ha pasado? —pregunté cuando el cerco de los brazos de Afrodita sobre mi cuello redujo su presión considerablemente—. ¿Dónde estoy?

Hermes negó con un gesto de cabeza.

—Desapareciste.

La realidad de lo que había ocurrido me golpeó de repente. Las sábanas seguían aún cubiertas de mi sangre cuando las observé bajo mi cuerpo, pero no había ni rastro de las extremidades enfermizas que presencié.

—Estabas muerta, Soph. —Un hipido nervioso acompañaba a Diane mientras me observaba a conciencia, temerosa por si volvía a desaparecer debido a la enfermedad—. No sé qué ha pasado, pero has vuelto.

«La guerra es inevitable». Las palabras de Eris consiguieron erizarme el vello de la nuca. Con el enjambre de sentimientos que la vuelta al mundo de los vivos trajo consigo y las amenazas de Eris rondándome la mente, experimenté la necesidad imperiosa de respirar aire fresco antes de dejarme llevar por los nervios. Afrodita ahogó una exclamación al ver que intentaba abandonar la cama con pies torpes. A pesar de su desacuerdo, todas me ayudaron a ponerme en pie, aunque no se mostraron igual de participativas cuando les informé acerca de mis intenciones de dejar que la brisa me entibiase. Finalmente, Atenea accedió a mis requerimientos, de manera que me ayudaron a llegar hasta la ventana de la habitación.

El alma se me cayó a los pies cuando Diane corrió el visillo que me impedía ver el exterior. Las advertencias de Eris alcanzaron una nueva dimensión cuando comprobé por mí misma cuán ciertas eran sus palabras.

Los recuerdos de Casandra se unieron a la mezcla de aspectos que me atormentaban. En concreto fue uno de ellos el que consiguió ganar protagonismo; aquel que ocurrió la noche en que tomaron Troya tras años de asedio. Jamás olvidaría el crepitar de las llamas y el llanto de los troyanos que perecían en las calles. Lo mismo me ocurriría con la pesadilla en la que se había convertido la ciudad que había ante mis ojos en ese instante: una humareda densa y oscura inundaba el cielo, entremezclándose con las nubes para dar lugar a una vista que habría resultado espectacular de no ser por la causa de aquel humo.

No necesité preguntar qué era aquello que ardía en las piras que se distribuían por las calles, salpicándolas de fuego, porque la respuesta era obvia: cadáveres que, como el mío, habían sucumbido a una enfermedad atroz.

Eris llevaba razón.

La guerra era inevitable, porque ya estaba aquí.

FIN DEL PRIMER LIBRO

Epílogo de Éride publicado. 

Ahora sí: ¡se terminó esta historia! Espero que la hayáis disfrutado tanto o más que yo.

La guerra ya está aquí.

Mil gracias por todo. 

Nos leemos, ya lo sabéis.

Mucho amor. 

Oli.

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