«En mi pecho el corazón siente un deseo más vivo de luchar y combatir»

Homero. Ilíada. CANTO XIII.


Las manos me temblaban a causa del nerviosismo, impidiéndome meter la llave en la cerradura. La presencia de Diane a mi espalda, prácticamente respirando sobre mi nuca no favorecía en nada a mi estado de nervios. La diosa se había mostrado inquieta desde que abandonamos su apartamento a hurtadillas, sin que ninguno de sus hermanos se diese cuenta. Aunque no por mucho tiempo, como ambas sabíamos. Su respiración caliente sobre la piel de mi cuello consiguió erizarme la piel cuando se asomó por encima de mi hombro para mirar la labor de mis manos.

Me volví hacia ella como una exhalación.

—¿Puedes parar, por favor? —pregunté de malas maneras—. Me estás poniendo de los nervios.

Un leve rubor cubrió sus pómulos afilados.

—Lo siento —se disculpó con vergüenza—. Es que sigo sin saber cómo me has convencido para esto.

Siendo sincera, yo tampoco lo sabía muy bien. Ni siquiera podía decir con exactitud de dónde había sacado el arrojo para hacerlo yo misma, pero necesitábamos respuestas. Y puede que estas estuviesen escondidas a simple vista en un lugar que conocía a la perfección, aunque llevase semanas sin pasar por allí. O a esa conclusión había llegado tras comprobar que el contenido de la memoria USB que hallé en el microscopio de Adrien era una carpeta que contenía un único archivo. Concretamente una imagen de un cuadro que no recordaba haber visto antes. Aún era capaz de describir a la perfección la sensación de desasosiego que se adueñó de mi cuerpo cuando, tras los breves segundos que tardó en cargar el contenido, la pantalla se iluminó, dejándome contemplar los píxeles que conformaban el cuadro. Un amplio abanico de posibilidades se había abierto ante mí cuando hallé aquel pendrive. En él esperé encontrar todas aquellas cuestiones que aún no conseguía dilucidar con claridad, pero aquella imagen... Ese cuadro destruyó todas y cada una de mis expectativas. O, al menos, lo hizo en un primer momento. Cuando el descontento me abandonó, dando paso a la curiosidad, logré plantearme una serie de preguntas que poco tenían de intrascendentes, aunque la más recurrente era sin duda, ¿y si el cuadro significaba algo más?

Tras varios intentos, finalmente acerté a introducir la llave en la perilla. La puerta cedió ante el peso de mi cuerpo, abriéndose de par en par. Lo primero que llamó mi atención, y que consiguió sorprenderme, fue el olor, que poco tenía que ver al que recordaba. Asumí que este se debía a la ausencia de ventilación y a la acumulación de polvo que llevaba intrínseca la ausencia de inquilinos. Diane no perdió el tiempo, de manera que me hizo a un lado para precipitarse hacia el interior de mi apartamento. Algo en mi rostro le hizo dedicarme una mueca de disculpa antes de añadir:

»—No podemos perder más tiempo. Es más, nos estamos arriesgando demasiado al venir aquí, Soph. Solo espero que merezca la pena de verdad.

Desde que descubrimos que el FBI le había puesto precio a mi cabeza, mis salidas de casa se habían restringido en su totalidad. Aquella era la primera que me habían permitido salir y ni siquiera podía hablar de un acuerdo tácito entre todos mis protectores, sino de una treta urdida a conciencia por mi amiga y yo. Abandonamos la estricta vigilancia de su apartamento aprovechando un descuido y, si algo salía mal, pagaríamos las consecuencias.

—Yo también lo espero.

Diane me dedicó una sonrisa poco convencida. Lo cierto era que ninguna de las dos guardábamos grandes esperanzas con respecto a aquella visita, pero eso no nos impediría cumplir nuestro objetivo.

—Deberíamos empezar por la habitación de tu hermano.

Asentí, mostrándole mi conformidad. Mi amiga me hizo un gesto para que avanzase, liderando la marcha por el pasillo que conducía a las habitaciones. El sentimiento de desazón que experimenté la primera vez que visité mi hogar, justo antes del ataque de Poseidón, era una nimiedad comparado con el que sentí en ese instante. Años de vivencias en aquella casa se habían reducido a un montón de recuerdos con los que fantasear en los momentos de soledad, con el anhelo como única compañía.

La puerta que daba acceso a la habitación de mi hermano había permanecido cerrada desde su muerte. El dolor, aún meses después, era demasiado insoportable como para permitirme hacer vida normal con ella abierta, al igual que lo era el impulso irrefrenable de asomarme a la estancia, a la espera de encontrarle leyendo uno de los cómics que tanto le gustaban. Me paré frente a la estructura de madera, incapaz de llevar a cabo una acción tan sencilla como extender la mano y girar el picaporte. Inspiré profundamente antes de rodear la barra metálica con los dedos. Diane me detuvo, colocando su mano sobre la mía.

»—Puedo hacerlo yo si no estás preparada.

Nuestra relación era otro de los muchos daños colaterales que toda aquella situación había acarreado. Pese a los intentos de ambas por mantenerla intacta, los últimos acontecimientos nos dificultaban demasiado la tarea. A pesar de ello, reconocí algo de nuestra antigua amistad en el modo en que, desinteresadamente, se ofreció a soportar una carga así por mí. La pérdida de Adrien había sido tremendamente difícil para ella también y, pese a ello, no dudó en evitarme ese dolor, aunque para ello debiese sufrirlo multiplicado.

—Quiero hacerlo —contesté simplemente.

Los ojos se me llenaron de lágrimas irreprimibles cuando juntas ejercimos presión sobre la manija, abriendo la puerta de par en par. Tragué con fuerza para tratar de eliminar el doloroso nudo que se instauró en mi garganta al apreciar el lugar que se alzaba ante mí. Su habitación estaba tal y como la recordaba. Lo primero en lo que reparé fue en la fotografía que había sobre su cómoda, idéntica a la que me llevé al apartamento de Diane donde ahora vivía. La instantánea había sido tomada por el guía turístico que nos acompañó durante nuestro viaje a Egipto, y en ella mamá, papá, Adrien y yo sonreíamos a la cámara ante el increíble paisaje que conformaban las pirámides de Keops, Kefrén y Micerinos. Ese era el único toque personal de su habitación, ya que, a diferencia de mí, Adrien siempre se había caracterizado por el pragmatismo y la sobriedad. Ello causó que, tras nuestra mudanza, yo recorriera una infinidad de tiendas de decoración en busca de todo aquello que me hiciese recordar a mi hogar mientras él se limitó a colocar un par de libros que trajo de nuestra casa en París.

Recorrí la superficie de madera de la mesa de su despacho. Antaño habría estado salpicada de tazas de café vacías, pero ahora lo único que la cubría era una capa uniforme de polvo. La cama perfectamente hecha y el armario completamente vacío dejaba claro que llevaba meses deshabitada.

—¿Estás segura de que estás bien?

Me limpié las lágrimas que bañaban mis mejillas con un gesto rápido, tratando de evitar que Diane viese cuán difícil era toda aquella situación para mí.

—Empezaremos por el armario —respondí en su lugar, obviando su pregunta a conciencia. Si me permitía abrir el cajón en el que guardaba todos los sentimientos relativos a la partida de mi hermano, no conseguiría cerrarlo jamás—. Es posible que tenga una caja fuerte como la mía tras un falso fondo.

Diane me dedicó una mirada compasiva que decliné con un gesto de cabeza. La diosa me conocía lo suficiente como para saber que no debía presionarme más. Sin más demora, se encaminó hacia el armario de mi hermano y desmontó las puertas sin dar muestra alguna de que la acción le supusiese algún esfuerzo. Tras apoyar ambas puertas junto a una de las paredes, se inclinó hacia el interior de la estructura de madera y palpó el fondo del armario en busca de nuestro objetivo. Después de varios minutos, se volvió hacia mí con expresión derrotada.

—Aquí no hay nada, Soph.

Desvalijamos la habitación entera en busca de alguna pista, por mínima que fuese, que nos indicase que no estábamos perdiendo el tiempo; que nuestros esfuerzos no eran en vano. Cada libro que sacábamos de las estanterías y cada cajón que revisábamos conseguía alejarme un paso más de la memoria de mi hermano. Invadir su privacidad de esa manera, incluso cuando ya no estaba entre nosotros, me resultaba increíblemente violento. Ahogué un gemido lastimero cuando, entre las páginas de uno de sus libros, encontré una fotografía suya con Karen que no dudé en devolver a su emplazamiento original, donde el propio Adrien la había guardado.

Mi teléfono parecía a punto de echar a arder con cada una de las llamadas perdidas que iluminaban su pantalla cada cierto tiempo. Los nombres de Apolo, Atenea, Afrodita, Ares o, incluso, Hermes se sucedían en el registro de llamadas. Diane me arrebató el teléfono de las manos con un movimiento tan rápido que no fui capaz de apreciar siquiera y lo apagó, guardándoselo en el bolsillo.

»—Si ya saben que no estamos, no tardarán en encontrarnos. Debemos darnos prisa, sea lo que sea que estemos buscando.

Recorrí la habitación con detenimiento hasta toparme con el cabecero de madera que coronaba la habitación. Estaba anclado a la pared mediante unos tirafondos, pero a Diane no le resultaría difícil descolgarlo.

—Movamos el cabecero —sugerí. La diosa fue incapaz de reprimir un bufido—. Tiene que haber algo. El cuadro tiene un significado, estoy segura. Sé que es una locura, pero conozco a mi hermano.

El convencimiento brillaba por su ausencia en el rictus de mi amiga, pero no se atrevió a contrariarme. En su lugar, siguió mis sugerencias sin mediar palabra. A pesar de la seriedad de la situación, no pude evitar reprimir una risita cuando oí cómo maldecía en voz baja. Estaba a punto de replicar algún comentario jocoso cuando, tras descolgar el cabecero de la cama, apareció la superficie metálica de una caja fuerte. Un improperio poco frecuente en mí abandonó mis labios cuando contemplé la estructura del objeto que llevábamos horas buscando. El cabecero cayó al suelo con un golpe sordo cuando Diane lo soltó a toda prisa, motivada por mis malas palabras. Un término malsonante que habría horrorizado a mi madre se unió al que yo había pronunciado.

Diane rodeó la cama para posicionarse a mi lado y pasarme un brazo por los hombros, estrechándome contra ella, antes de afirmar con alegría:

—Recuérdame que no vuelva a dudar de ti.

Rodeé su cintura con cariño, permitiendo volver, aunque fuese durante unos breves segundos, a las jóvenes despreocupadas que fuimos en el pasado.

—No cantes victoria aún —aseguré, palmeándole la cadera—. Tenemos que abrirla todavía.

La diosa se apartó de mí con majestuosidad, encaminándose de nuevo hacia la abertura en la que la caja fuerte había sido encastrada en la pared. Colocó una mano sobre el tirador que sobresalía de la puerta y la otra en la rueda que contenía la combinación numérica para tirar hacia fuera con fuerza. Su piel se convirtió en una capa carnosa perlada por el sudor y salpicada por el relieve de unos músculos tensos y unos tendones tirantes. Desde mi posición atiné a comprobar cómo los nudillos se le tornaban blanquecinos a causa de la fuerza que ejerció sobre la puerta de metal sin que esta cediese ni un solo centímetro. Después de varios intentos, la diosa detuvo sus esfuerzos.

—Está claro que quien puso esto aquí, sabía de nuestra existencia.

Si hace un par de meses alguien se hubiese atrevido a asegurar que el Gobierno de los Estados Unidos conocía la verdad sobre la existencia de los dioses de la mitología griega, lo habría negado en rotundo. Nuestros últimos descubrimientos me habían demostrado que no conocía nada a mis superiores, por lo que me limité a encogerme de hombros. Eché un vistazo rápido a las cicatrices violáceas de mi brazo.

—Prueba con 653023. 

Diane introdujo la secuencia numérica en la rueda, girándola hasta alcanzar los dígitos pertinentes. Ambas esperamos a que la puerta se abriese, pero nada ocurrió. Me miró, aún con un atisbo de esperanza titilando en sus pupilas.

—¿Alguna otra idea?

Al cabo de una hora me dolían las yemas de los dedos de ejercer presión sobre la dichosa rueda. Diane hacía ya un buen rato que se había rendido y me esperaba tirada de malas maneras sobre la cama. Solté una última maldición después de comprobar que la fecha de nacimiento de mi madre tampoco era la contraseña que necesitábamos. Me puse en pie, ya completamente derrotada, con el objetivo de acompañar a la diosa sobre la comodidad del colchón de mi hermano, pero esta se encontraba de pie junto a la mesa de despacho. Entre sus manos logré identificar uno de los marcos que había decorado las paredes de la habitación hasta que yo misma lo descolgué hacía apenas un par de horas. Atendiendo a la escueta personalidad de mi hermano, se trataba simplemente de una enorme tabla periódica enmarcada.

—Recuerdo el día que compró esta cosa —comentó con nostalgia—. Nos metimos con él por su mal gusto durante horas. ¿Lo recuerdas?

Asentí al tiempo que pasaba una mano sobre el cristal. Siempre me había resultado curioso el valor que le dábamos a las cosas que habían pertenecido a alguien que ya no estaba entre nosotros. La manera en que las cosas cotidianas de una persona fallecida pasaban a convertirse en algo especial, por muy insignificante que hubiesen sido mientras esta vivía, era un comportamiento humano fascinante para mí.

—Como si fuese ayer.

Algo en el grupo de los metales de transición logró atraer mi atención. Concretamente aquel que se emplazaba en el periodo 6, entre el Hafnio y el Volframio. El Tántalo, situado en el grupo 5 de la tabla periódica con el símbolo Ta y el número atómico 73, era un metal de transición presente en el mineral de la tantalita. Su singularidad radicaba en que, aunque no se trataba de un metal noble, era comparable a ellos en lo relativo a la resistencia química, lo que le convertía en un material muy valioso. Todo aquello que aprendí mientras estudiaba fue lo que me hizo ser consciente de lo que captó mi interés en un primer momento:

—La masa atómica no es correcta.

Diane me miró con confusión ante mi comentario. En ese momento todas las piezas del puzle que había ingeniado mi hermano encajaron, haciendo sentir realmente estúpida por no haber sido capaz de descifrar su mensaje desde el principio. El recuerdo del cuadro que contenía el pendrive que hallé pegado a su microscopio volvió a mi mente con fuerza. La obra representaba a un hombre completamente desnudo que, sobre un fondo yermo y oscuro, intentaba, sin mucho éxito, comer los suculentos frutos que colgaban de las ramas de un árbol.

«Tántalo». Me alejé a toda prisa de la diosa, cuyo rostro seguía bañado por la confusión. Un latigazo de dolor me subió por las piernas cuando me dejé caer de rodillas junto a la caja fuerte. Con dedos temblorosos, introduje la secuencia correcta de números en la ruleta, que parecía moverse pasmosamente despacio. Uno, ocho, cero, nueve, cuatro, siete y nueve. La masa atómica del Tántalo. Con un pitido suave que trajo consigo una serie de exclamaciones ahogadas, la puerta de la caja fuerte se abrió lentamente. Mi hermano sabía que solo alguien con el conocimiento suficiente de ciencias y humanidades conseguiría aunar ambas disciplinas de la manera correcta: alguien como nosotros; como yo.

Allí, entre las cuatro paredes metálicas de la caja de seguridad, había una caja fría de acero inoxidable en cuyos laterales podía leerse el logo de MíloPharma. Anexa a ella mediante una serie de cables se emplazaba una resistencia de litio que funcionaba como batería, permitiendo que el contenido de la caja se mantuviese a la temperatura precisa que evitaría que su contenido se destruyese. No necesité abrirla para saber que contendría un vial de cristal, pero, aun así, lo hice.

—¿Eso es lo que creo que es? —preguntó Diane a mi espalda.

Una de las primeras faltas de Tántalo fue el robo de néctar y ambrosía a los dioses durante uno de los banquetes a los que fue invitado. Casi solté una carcajada al entender el estúpido símil que mi hermano había utilizado para hacerme llegar su mensaje. Como Tántalo lo hizo en su día, Adrien se aventuró a tomar algo que no le pertenecía. Algo que nos salvaría la vida a todos:

—La vacuna.

¡Y otro más!

Reconozco que este es uno de mis capítulos favoritos de la historia. 

¿Qué hacía esa vacuna ahí?

¿Lograrán evitar la guerra de una vez por todas?

Os leo, como ya sabéis.

Oli.
💖💖💖

PD: El cuadro de hoy es precisamente el que Adrien utiliza para mandar el mensaje a nuestra querida Sophie.

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top